sábado, 22 de mayo de 2010

El día que no conocí a Pablo


Zapatos azules de charol. Brillantes y apretados: dos tallas menos y mis pies soltaban chispas, aún sentado. Pantalón blanco de dril con prenses y camisa blanca de marinerito. Así iba vestido yo de 12 años. Idéntico, iba mi hermano el gordo, dos años menor, con la camisa picándole en el cuello. A su lado, Marcela, la melliza del gordo, con un vestido color mandarina, de manga larga irritante, arrebollado en la falda. Así íbamos los tres; sentados en la banca trasera de aquel taxi chevette pasado a gasolina.

Adelante iba mi mamá, la causante de que fuéramos a esa finca en Llano Grande. Ustedes no van a ser los de menos, nos dijo en la casa, mientras nos arreglaba como decorados de un pastel. Y no le valió ni la estrechez en los pies, ni la picazón en el cuello, ni la irritación en los brazos de ninguno. Van así y punto.

Pero siendo los de más, fuimos los de menos.

Tras dos horas de un agotador viaje desde Medellín, nos perdimos dando vueltas en caminos de herradura, tratando de encontrar la vereda El Tablazo. Hasta que por fin llegamos a la fiesta de Charles, el hijo de JL; el señor de la casa del frente, que se había vuelto rico de la noche a la mañana.

Nosotros no conocíamos a Charles, conocíamos a Ofo y a Federico que eran los primos mayores. Pero cuando llegamos ellos salían. Iban con otros dos muchachos melenudos, montados en cuatrimotos y nos les vimos ni el polvero.

En la entrada de la finca, nos atendió una muchacha disfrazada de payasita. Le recibió el regalo que mi mamá le compró a Charles. Siendo acomodados, como nosotros ¿qué se le daba a un niño que tenía de todo? La verdad no sé. Mi mamá nunca nos dijo. Seguro porque no quería quedar mal con JL y le había comprado al niño un juguete caro que nos había negado antes a nosotros.

Con el paquete en mano, la payasita lo depositó en una enorme caja junto a decenas de regalos. Qué digo decenas, una centena de regalos. Un par de ellos en el piso, tan grandes como nosotros, envueltos en papel de regalo, con formas de minicar y minimoto.

La payasa nos puso un sombrero pequeño de charro mexicano a mi y al gordo, y de hada, en forma de cono, a Marcela. Luego le dio la indicación a mi mamá de que siguiéramos el sendero para llegar a la fiesta.

Tuvimos que caminar como diez minutos por un sendero de piedras que bajaba una colina verde; un tapetico, como mesa de billar. Pasamos por el lado de una enorme y lujosa mansión de tres pisos, con una terraza donde se podía divisar el valle que se abría a nuestros ojos. Y seguimos bajando hasta llegar a una caballeriza que era la entrada a una pequeña plaza de toros. Allí se realizaba la fiesta de Charles.

Como llegamos tarde, otras payasas corrieron a acomodar a mi mamá junto a las demás señoras. Todas sentadas en mesas para cuatro personas, con manteles blancos y coloridos arreglos florales. Antes de soltarnos, mi mamá nos acercó a la madre y a la tía de JL.

- Saluden pues muchachos-, nos exigió mamá.

- Buenas tardes Doña Berta y Doña Nazareth, dijimos en coro.

- Pero como están de preciosos estos muchachos, Martha-, le dijo Doña Bertha a mi mamá…

- Muy hermosos, así es como se deberían vestir todos-, comentó Doña Nazareth.

- Cómo se dice- increpó mi mamá.

- Muchas Gracias, contestamos al unísono.

Y para que no perdiéramos más tiempo en formalismos, las doñas ordenaron que nos llevaran a la función del circo.

La primera decepción que sufrimos fue ver como los demás niños y niñas, más de 50, estaba vestidos con ropa casual. Camisetas, bombachos y pantalonetas, pantalones ligeros o bermudas tropicales, todos con tenis. Nada de trajes de gala ni charol.

Para colmos, nos tocó los puestos de atrás y tuvimos que permanecer parados para ver el resto de la función del circo Charles. Quien más podía ser: El Circo Charles para Charles.

Ya lo habíamos visto en la fiesta del hijo de una amiga de mi mamá, en un parque de diversiones de itagüí. Aquel circo era el más caché por esos días en Medellín. El único con una furgoneta americana pintada con sus atracciones. Ellos mismos corrieron el rumor que venían de Miami y así se granjearon la reputación de circo de élite.

Aunque su espectáculo no tenía mayores atributos que esos circos itinerantes, pobres y de carpa que van a los barrios: un par de perritas french poodles equilibristas, una brigada de payasos descachados que animaban a los niños a pegarles con bates de espuma, una comitiva de payasas recepcionistas que contentaban con golosinas a niños chillones y un mago ordinario.

Sin embargo, tenían dos espectáculos que causaban furor: un hombre que ponía a girar platos sobre su propio eje en una larga mesa. La tensión aumentaba conforme más platos giraban y usualmente los niños le advertían por el plato que amenazaba con caerse. Pero estos niños no; por el contrario, animaban para que se quebrara un plato. Menudo dilema el del artista. Finalmente, tan pronto como detuvo todos los platos, el artista tomó el último y lo lanzó al piso como hacen los griegos en sus bailes de Polka. Los niños aullaron de placer y Charles animó a sus amigos a quebrar los demás platos, mientras los payasos trataban de detenerlos inútilmente.

El otro espectáculo que dejó boquiabiertos a grandes y a chicos, pero sobretodo a los del circo, fue el acto de “Las palomas malabaristas”. Un par de lindas asistentes empacadas en brillantes trajes de baño con lentejuelas comenzaron a poner pequeños escenarios sobre la mesa de los platos: un mataculín, un columpio, un pasamanos, una pequeña piscina, y de lado a lado una cuerda floja en escala, una pista con tronquitos alternados, un pequeño riel donde pusieron una bicicleta diminuta, tres aros consecutivos, a los que prendieron fuego, un arco donde pendulaba una hachita de aluminio, y una cinta al final del trayecto como meta.

Tanto los niños como los adultos, seguimos expectantes, paso a paso, la armada de aquella difícil travesía. Luego el mago trajo un par de jaulas, donde sacaron a cuatro palomas decoradas como chicas de cabaret, como garotas de carnaval. A la orden de un silbato del mago, las palomas comenzaron a desfilar, una a una, hacia el mataculín. Pero justo cuando se iban a subir, tal parece que una paloma se dio cuenta que estaban en campo abierto y emprendió el vuelo. Las demás palomas la siguieron y terminaron montadas en un árbol seco al otro extremo de la plaza de toros. Un sonoro Ahhhh retumbó en la plaza; fue el lamento de todos los que esperábamos ver como las palomas pasaban los aros de fuego, pedaleaban en la cicla o pasaban la cuerda floja.

Mientras el mago y un par de payasos trataban de capturar a las palomas, las payasas, entrenadas en disimular aquellos fiascos, llamaron a los niños a comer la torta y el helado.

Luego para agazajar al cumpleañero, los típicos juegos de recreacionistas; póngale la cola al burro, el pañuelito, y esas cosas. Solo las niñas acudieron al llamado. Los amiguitos de Charles, en cambio, prefirieron ponerse sus disfraces de la guerra de las galaxias, sus kimonos de Luc Skywalker, sus máscara de Dark Vaider, sus cascos de soldados de la Confederación Intergaláctica. Tomaron sus espadas de luz, plásticas y fluorescentes, sus pistolas y metralletas de agua y de luces dirigidas y los más pequeños surcaron el cielo con sus naves espaciales de Han Solo, los halcones de la resistencia y los satélites enemigos de la Estrella de Muerte, todo original, traído de la USA.

Al parecer Charles había acordado con sus amiguitos traer aquellos souvenirs. Así que el Gordo y yo, sin conocer a nadie, y sin que nadie nos prestara siquiera algún muñeco de chowaca, de Arturito o Citripio, quedamos excluidos, relegados a un rincón, vestidos de charritos mexicanos.

Pero eso no nos minó la moral. Nosotros teníamos muy claro por qué estábamos allí. Íbamos por la chupeta grande caballero. Mientras Marcela ya hacía nuevas amiguitas estrato alto, el gordo y yo nos pusimos a conspirar. A revisar con detalle el plan que habíamos trazado desde la casa.

La idea era que tan pronto como sacaran la piñata, íbamos a ocupar las primeras filas del círculo de niños. El gordo y yo a cada lado. Con la experiencia de fiestas anteriores sabíamos que el cumpleañero era el designado para que le vendaran los ojos y comenzara a dar palazos a diestra y siniestra, tratando de romper la piñata. También sabíamos que corríamos el riesgo de que Charles, con lo maldadoso que era, nos asestara un palazo en la testa. Pero ya habíamos entrenado en otras fiesta. Nos habíamos vuelto tremendos para esquivar palazos, mientras los demás niños se abrían para proteger sus cabezas de un chichón o una descalabrada.

Ese era nuestro factor sorpresa. La ventaja al momento de romper la piñata, para que el gordo se lanzara al piso y aprovechara su voluminoso cuerpo. Cuando el gordo tapara las sorpresas, entraba yo. Sacaba una bolsa grande de supermercados Éxito y comenzaba a empacar manojos de sorpresas de la panza del gordo. El plan era infalible. Con lo que no contamos fue con que Charles hiciera pataleta.

Cuando instalaron la piñata, Charles hizo un berrinche el muy cabrón y se negó a que le pusieran la venda. No quiso romper la piñata y no hubo poder humano que lo convenciera de seguir con la tradición. Ni JL su papá.

Para acabar con la tensión una payasa tomó al primer niño que pudo y le puso la venda. Pero justo ese niño era el gordo.

Mi plan perfecto se iba al traste. Así que, en un intento desesperado, me acerqué al Gordo con los ojos vendados y le dije que abriera el círculo, que alejara a los niños dando palazos a la altura de las cabezas. A la loca. Con mi entrenamiento yo lo esquivaría. Tan pronto como se hallara bajo la piñata yo le gritaría: ¡Listo Gordo! Entonces él levantaría el palo, rompería la piñata y yo me tiraría a hacer las veces del gordo; a tapar con mi flacucho cuerpo las sorpresas. Así el gordo se quitaría la venda y trataría de acumular el resto de las sorpresas esparcidas en el piso. Todo parecía enmendarse en teoría.

Pero en la realidad no conté con que el gordo tenía una sorpresa en nuestra contra. Mientras esperábamos que pusieran la piñata, el gordo ya se había tomado de contrabando cuatro copas de champagne de las mesas vacías. Así que cuando le dieron cinco vueltas sobre su eje, lo emborracharon más y el gordo salió a buscar las cabezas de los demás niños. Mareado de verdad.

Tal cual lo planeado, los niños y las niñas se abrieron del círculo para esquivar los palazos del gordo. Pero en ese preciso instante, JL llamó a Charles para que saludara a alguien muy importante que lo quería felicitar.

Mientras el gordo se acercaba a la piñata con indicaciones mías, un amiguito de Charles reparó en ese señor barrigón, peinado de lado y de bigotico delgado. Entonces gritó: ¡...es Pablo… Pablo Escobar!

Solo bastaron esas palabras para que los demás niños y niñas dejaran la piñata y se dispersaran. Corrieron hacia Charles en manada, a hacerle corrillo, mientras Pablo le entregaba un sobre lleno de billetes de todas partes del mundo, con un álbum para que lo llenara.

Entonces el amiguito aventajado de Charles se dirigió a Pablo, vestido casual, como todos, con camisa Lacoste.

- Pablo dame uno a mi también… le pidió el sinvergüenza, como se le pide plata al padrino, o a un tío borracho.

Pablo respondió sacando un fajo de dólares y le dio un billete. Los demás niños comenzaron a pedir: a mi también, a mi, el aguinaldo, y Pablo a repartir. Hasta que un niño le pidió:

-A mi con el autógrafo-, y le dio su dollar.

Los demás niños antojados, extendieron su billete y Pablo a firmar.

- Que pena Pablo con vos-, se excusaba JL con su invitado, tratando de dispersar a los niños.

- Dejalos que a mi no me choca... que los niños vengan a mi -, le respondió Pablo, jocoso.

Y no se fue hasta firmar el último billete.

Todo eso lo supimos porque Marcela nos contó después… con su billete de dollar autografiado por Pablo Escobar. Porque el gordo y yo ni lo vimos.

Estábamos tan embelezados con la piñata, que yo solo tenía atención para decirle al gordo: Listo. Entonces el gordo asestó en la piñata y la rompió antes de que la payasa pudiera salvarla intacta.

Al caer el torrente de confetis, yo me tiré en voladora al piso para acaparar las sorpresas y ganarle a los niños más pequeños que se quedaron. El gordo no paró de dar palazos. Le pegó un golpe a la payasa y a mi me coronó un chichón antes de que le quitaran el garrote. Después, mareado y tardío, el gordo se quitó la venda, alejó con manotazos a los niñitos y me ayudó a meter el botín en la bolsa.

Cuando los niños regresaron a la piñata, con billete en mano, nosotros ya habíamos desaparecido. Pablo se despidió de la gente mientras nosotros éramos prófugos. Escondidos bajo una mesa, nos metimos las sorpresas en los bolsillos. Si no hubiera sido porque al gordo le dio por vomitar todo borracho, nadie habría dado con nuestro paradero.

Al final, mi mamá, doña Berha y doña Nazareth confabuladas, nos obligaron a vaciar los bolsillos y devolver todas las sorpresas. Con aquellos juguetes se rellenó una nueva piñata. Esta vez, la payasa descalabrada, en venganza, se encargó de que estuviéramos en el borde del círculo. Y po rmucho que pujamos no nos dejaron ni las aleluyas, luego de que Charles, esta vez si, rompiera la piñata el muy cabrón.

Como sorpresa final, a los niños les dieron lanchitas inflables con motor fuera de borda para piscina. A las niñas un radio rosado con casetera en forma de cubo. Así, el gordo y yo terminamos como los grandes perdedores de la fiesta:

Arriados con cantaleta de mi mamá, por haber manchado de tierra y manga aquel traje blanco de marineritos. Señalados por la borrachera del gordo que hizo el mayor oso de la fiesta. Menospreciados por las payasas del circo Charles, que nos dieron las dos lanchas malas. Una con el motor estropeado, la otra con el inflable chuzado, sin chance de reclamo.

Al fin y al cabo, aunque hubiéramos podido armar una sola lancha con las partes buenas, no teníamos bañera para probarla en nuestra humilde casa. Además la lancha no cabía ni en la taza del retrete. Para acabar de ajustar, como ya estábamos castigados de antemano, iban a pasar varias semanas antes de que mi mamá nos llevara a una piscina.

Como si ya no fuera suficiente castigo, yo llegué a la casa con ampollas en los pies por los zapatos de charol y el gordo con el cuello irritado por la camisa marinera. Nuestro único consuelo, nuestro premio de consolación, fue el centro de mesa que se trajo mi mamá, y que al menos Marcela sacó la cara por la familia.

Terminó siendo invitada a tres fiestas de sus nuevas amiguitas ricas. Sin los revoltosos de sus hermanos, claro está, porque nosotros ya estábamos vetados por todas las señoras. Llegó a la casa con aquel lujo de grabadora directo a grabar las canciones de emisora en casette, conoció a Pablo Escobar y quedó con su billete autografiado.

Una lástima que semanas después, Marcela hubiera cambiado aquel billete por una caja de laminitas del álbum: “Amor es”. Así el billete terminó en manos de Don Víctor, el dueño de la tienda, quien lo mandó a enmarcar, y lo exhibía con orgullo en su negocio. Tras su muerte, Don Víctor dejó el billete como herencia a sus hijos, que como el gordo y yo, nunca conocieron a Pablo Escobar.

martes, 18 de mayo de 2010

Una pequeña obra maestra de un amigo

El ocio


Miguel de Toro y Gisbert, redactó para Libraire Larrouse la parte lexicográfica del diccionario de esa casa editorial. En cada nueva edición, Larrouse se ufana de haber realizado una minuciosa revisión de las definiciones de las palabras. Suele ocurrir que la solemnidad de una afirmación, logra hacerla aparecer como cierta. Confieso mi desconcierto ante los sinónimos, sobretodo cuando recuerdo la conmemoración del día de idioma en mi época de adolescente.

Éramos más de trescientos estudiantes de tercero de bachillerato reunidos en el aula máxima de nuestro colegio. Al frente del salón estaba el rector, su secretario, los profesores de español y un grupo de padres de familia. Se trataba de sacar al azar un ficho que correspondía a cada alumno, y ese debería contestar la pregunta asignada. El miedo nos recorría a todos. Antes de sacar el ficho se lanzó la pregunta: ¿Cuál es el sinónimo de: Inacción, que comienza por la vocal O?

Me congelé del susto presintiendo que sería el primer asignado por la suerte. Y no me equivoqué. Tembloroso me puse de pie con las manos atrás. El rector adelante. Rápidamente respondí: ¡Óbito! (si es defunción, fallecimiento, es inacción, pensé). La burla en el auditorio no se hizo esperar. Iracundo mi profesor de español me gritó: ¡Restrepo, reprueba! Creí que deseaba reprobarme, es decir, volver a probarme. Pero no, perdí la materia.

Confieso que ni con cien opciones más hubiera encontrado el sinónimo que Don Miguel de Toro y Gisbert le asignó a Inacción; es decir, Ocio. Pobre de él, para quien su ocio es inacción. ¡Inválido mental!


Autor: Hugo Restrepo

Cedido gentilmente a este blog, para su difusión, reproducción y piratería, siempre y cuando le den el crédito a Huguillo Pillo.

domingo, 16 de mayo de 2010

Buenos modales, glamour y etiqueta


Según los cánones de buena conducta revelar confidencias es una muestra de mala educación. Así que voy a ser mal educado. No sólo porque voy a contar un secreto que debería callar, sino porque, a riesgo de parecer un gamberro, tengo que confesar que a mi me gustan las catanas.

Así es. Me gustan las mujeres mujeres, las mujeronas, las maduritas. Y si tienen estilo, clase, sofisticación, me gustan más. Como esa señora que escribía la columna de buenos modales, glamour y etiqueta.

Por aquellos días yo trabajaba como reportero en un periódico alternativo. Cansado de la frivolidad de la televisión, ingresé en las filas del periodismo escrito; en el semanario de un barrio estrato alto. Pensé que trabajar allí era el año sabático ideal; no tenía el mismo ritmo vertiginoso de los diarios, podía disciplinarme, afilarme como escritor, y como debía escribir de todo, podía callejear y conocer hasta el perro y el gato todos los días.

Mi labor se enfocaba en cubrir las quejas y reclamos de la gente sobre huecos y los tacos viales, daños de tuberías, problemas de convivencia entre vecinos, y de vecinos contra discotecas ruidosas en zonas rosas, reclamos de comerciantes por restricciones del alcalde de turno, la eterna queja de rancias ricachonas sobre la proliferación de gamines y vendedores ambulantes y su consabida exigencia de que los saquen de allí, para que no sigan ensuciando el paisaje con su “indeseable” presencia.

Mi itinerario incluía las versiones oficiales de funcionarios del municipio sobre valorizaciones y pagos de impuestos, perfiles de gente prominente, semblanza de exitosos ejecutivos y artistas, de ejecutivos artistas y de artistas ejecutivos, que no es lo mismo; un poco de crónica social por aquí, reuniones de club por allí, inauguraciones de nuevos almacenes de ropa y otros cócteles. Agenda cultural. Cartelera de cine. En fin, temas de interés para gente de aquel exclusivo sector. De todo como en botica.

Cumpliendo esta penosa labor, de una manera no muy entusiasta, pero si relajada, conocí a la señora. En realidad no la conocí nunca. Sólo aparecía por el periódico los jueves, como a eso de las 11 de la mañana. Era una mujer blanca, delgada, que ya rozaba los 50.

De nariz respingada natural, de pómulos marcados y facciones angulosas. Llevaba el cabello corto, muy negro y brillante, de señora que va al salón de belleza, pero con un corte muy moderno, afrancesado.

Su maquillaje era minimalista, con un poco de rubor suavemente esparcido, leves brochazos de pestañilla, muy sutil, y sus labios finamente delineados por labial rojo, en todo caso muy elegante.

Aunque ya era abuela de nietos muy pequeños, su piel conservaba la lozanía que tenía cuando fue una muchacha soltera. Estaba muy bien conservada. Tanto, que nos estimulaba a hacer cábalas sobre si era más bella cuando era una tierna jovenzuela o si había ganado más belleza con el porte de la madurez. Yo al igual que el diagramador del periódico, compartíamos la opinión de que si fue bella de manceba, ahora lo era mucho más, y todo se debía al carácter que da experiencia, a la sofisticación que siembran los años en las mujeres criadas para ser hermosas.

Pero no solo era su rostro, cuando pasaba hacia la oficina del director del periódico, su gran amigo, dejaba ver su mayor gracia. Su andar de pasos lentos y seguros, indiferente; empotrada en tacones lejanos que realzaban su derrier, su cintura delgada y la curva de sus caderas; su firmeza de columna, su cuello estirado, sus senos precisos, preciosos, su porte y su figura como una yegua de raza fina, de pura sangre.

No pasaba jueves sin que el diagramador, la esperara con ansias y anunciara: llegó la doña. Entonces todos suspendíamos el trabajo, o nos hacíamos los bobos, para sacar la cabeza del cubículo disimuladamente pero con un visaje de perro que vela.

Cada semana pasaba delicadamente empacada en trajes de corte francés , avangard y diseñador exclusivo; con llamativas telas y diseños de vanguardia. Siempre envuelta en faldas ceñidas a su talle de ejecutiva moderna, que mostraban sus lindas y sensuales piernas. Siempre ataviada de accesorios brillantes y costosos; una declaración de que provenía de la alcurnia, de familia, de rancio abolengo, de clase alta y adinerada.

Pero eso no le restaba méritos, por el contrario, despertaba envidia, respeto y sumisión en la recepcionista del periódico, idolatría en el hermano gay del director, que ocupaba el puesto de director comercial, y admiración en el diagramador, el fotógrafo y en los dos reporteros que éramos la planta del periódico. Sin embargo, no causaba la misma sensación en todos.

El editor, como buen editor, le criticaba que en todos en los años en que llevaba en el periódico, esa señora nunca se había dignado a saludar a nadie más que a la recepcionista, y eso porque le tocaba, y claro, al director y a su hermano, por supuesto.

"Además entra como sale, ni se despide la muy guarra, y eso que es la columnista de buenos modales. No hay que negar que es bonita la doña, pero yo tengo un serio problema con la gente maleducada y es que, por muy hermosa que sea, no tardo urgar hasta que le afloran los defectos", argumentaba el editor.

Para él aquella señora no era más que una ricachona superficial y caprichosa que había obtenido todo lo que quería en la vida sin esfuerzo ni dedicación, solo por su figura, “su postura y su impostura”. Se había estilizado en aparentar una falsa conmiseración al trato con la gente que consideraba miserable o desafortunada, más poquita cosa que ella, que era casi todo el mundo, anotaba el editor.

Tampoco le parecía inteligente; "...en el mundillo en el que vive, pletórica de oportunidades y relaciones de alto turmequé, con el acceso que tiene al arte y la cultura, rodeada de artistas, de hombres sensibles y geniales, ilustres en poder y pensamiento, que se codean con las clases altas o pertenecen a ella, a esta señora no se la había pegado nada"… Según el editor, todo le resbala como a la primera dama.

Cuando decía Primera Dama se refería con cinismo al cuento de Augusto Monterroso que trata sobre aquella primera dama presidencial, que visita a unos pobres desposeídos, pero solo le interesa mostrar sus dotes de poetiza, declamando un mal poema de su autoría. Mientras recita, la Primera Dama piensa que aquel altruista recital es un regalo invaluable para esos miserables y desafortunados que la escuchan. Y ay de aquel mal agradecido que no piense lo mismo que proclama su egoísmo lírico…

Así era esa señora para el editor. Y por eso mismo, había dedicado una porción del pastel de manzana que era su valioso tiempo, a escribir consejos de buenos modales, protocolo, glamour y etiqueta a la gente del común. “De alguna forma debo agradecerle a la divina providencia los privilegios con que me ha premiado y retribuirlo a esas pobres gente del vulgo”, así debe pensar esa señora en sus meditaciones más profundas y desinteresadas, decía el editor, para asestarle su estocada final. Viscerales comentarios, clavados con el contundente estilete de un ironista.

Convencidos por estas palabras, el fotógrafo y el otro reportero se ponían del lado del editor, pero el diagramador y yo no, aunque fueran ciertas.

Para el diagramador, un padre de familia de clase media baja, que vivía en un barrio obrero de Itagüí, con su mujer confinada a ser ama de casa y madre dedos niños terribles, aquella señora representaba para el diagramador las aspiraciones de la mujer ideal.

El diagramador sabía que por su humilde procedencia y su modo de vida jamás alcanzaría a esta mujer idolatrada. Y aunque no supiera nada de primeras damas, la defendía a capa y espada, con el férreo capricho del gusto y la obstinación que dan las ilusiones platónicas.

Lo cierto es siempre nos dividía en opiniones con la misma pasión fanática del fútbol; nos gustara o no, esa señora siempre daba de que hablar. Y si que nos dio que hablar de aquel día que la desenmascaré por accidente.

Cierto día, para probarme que no eran simples prejuicios de un enconado resentimiento, el editor me puso a hacer la corrección de la columna de la señora. “Revísela a ver si le sigue pareciendo igual de linda la abuelita… y me dice que le parece el calvario que me toca a mi”, me dijo como un desafío.

Así como el diagramador atesoraba los momentos en que la señora le dio las gracias por el diseño de su columna, apenas un par en muchos años, y así como esperaba que repitiera aquel noble gesto, así mismo yo me puse en la tarea de corrector de estilo.

Comencé a leer su texto con la ilusión que se acercara a mi cubículo; soñaba despierto que me permitía colar la vista entre su blusa para verle esos senos maduros y provocativos, o simplemente para sentir ese perfume, que dejaba una estela de fragancias, suspiros y desastres a su paso.

El texto se titulaba: “Una cultura milenaria a pedir de boca: o de cómo comer comida china con glamour”. Era una serie de consejos prácticos para aprender a usar los palillos, sentarse arrodillado en esa mesa bajita y sin sillas que usan, los orientales, las clases de ingredientes y platos típicos de aquella cultura milenaria, su riqueza gastronómica, su sazón ancestral, en fin… la cosa parecía hasta bien escrita; pero normal, con la sencillez de un resumen.

Eso sí, con innumerables errores de ortografía; cada dos palabras, desde puntuación hasta tildes.

¿Qué tal… está bueno, no?, me preguntaba el editor al comprobar que yo no paraba de teclear, corrigiéndole los errores a la señora. Pero así el editor dijera lo que dijera, a mi gustó el tono del texto. Había una voz íntima, cómplice, que le hablaba a sus lectores con soltura y sencillez, como quien le habla a un viejo amigo con franqueza… con un coqueteo lejano, una ligera seducción. Y esa confianza, tener un tono, era para mi lo más importante en cualquier cosa escrita.

Llegue a sentir que su personalidad elegante y ausente se dejaba entrever en aquellas palabras. Así es ella, pensaba yo, entre suspiros y no había editor cizañoso que valiera. Aunque para ser justos, siempre me llevó su rato cambiarle el sartal de errores que tenía.

Embelezado por estas sensaciones idílicas, me puse a buscar las palabras extranjeras que no tienen traducción, para comprobar que estuvieran escritas correctamente. No fuera a ser que la señora quedara como una china malhablada ante sus amigos filántropos y recorridos. Pero sobretodo, me preocupaba que por un descuido, se colara un gazapo imperdonable, y me impidiera que la señora me diera unas gracias pasajeras de tu a tu.

Así que puse el mismo título del artículo en google… a ver si encontraba esas palabras chinas en artículos relacionados. ¡Y oh sorpresa! Hallé un artículo con un nombre exactamente igual: “Una cultura milenaria a pedir de boca: o de cómo comer comida china con glamour”. Y luego, ¡El horror!… mismo el texto de la señora, idéntico, calcado, pero bien escrito, sin problemas de ortografía. Y para colmos, estaba publicado en una página llamada: “El rincón del vago”; un directorio de temas y artículos para alcahuetear estudiantes perezosos de colegio.

Al principio me reservé comentarle algo al editor. No quería avivar las llamas. En estos tiempos de rampante piratería y pillaje, cualquiera puede fusilar un artículo de internet por un apremio de tiempo, por algún problema en la casa, por descuido, por pereza, aunque sea un delito. Así que por precaución y curiosidad tomé la edición anterior del periódico.

Transcribí el título del artículo de la señora: “El trato y la consideración para la edad dorada: o de cómo no herir susceptibilidades con los ancianos”. Este título al menos sugería una preocupación íntima, personal, y parecía que fuera de su propia autoría. Pero no.

El artículo estaba copiado de manera infame e impune, tal cual, solo que firmado con otro nombre: “Miss Elegance”. Ahí se me acabó la prudencia y regué la voz cual cotorra.

La bola corrió por toda la oficina por cuenta del editor y, en minutos, toda la planta del periódico me rodeaba, frente al computador para comprobar que era cierto aquel plagio. Y nadie se quedó sin opinar:

El Director: Debe ser una equivocación…

El Editor: No mi doc, es un flagrante robo de derechos de autor…

El Fotógrafo: Yo si sabía que esa señora se traía su guardado… en mi experiencia como fotógrafo social, sé que la gente tan bien puesta… algo esconde

El otro reportero: Y hasta copiado siempre mandaba todos esos horrores de ortografía, haberlo sabido antes para cortar y pegar y no pèrder tanto tiempo...

La Secretaría: Quien ve a esa señora tan pinchada y en esas...

El Diagramador: …y justo del rincón del Vago… ahí es donde mis hijos hacen trampa para entregar la tarea… Qué desinfle…

La Contadora: (que siempre estaba enclaustrada en su oficina sin ventanas y aprovechó pasa salir) Hmmm, si yo hiciera eso con mis cuentas, seguro el doc me manda a encerrar (se refería a la cárcel).

El director comercial: No puee ser... Esto es un terrible malentendido, una excepción, seguro debe haber alguna explicación… A lo mejor ella es Miss Elegance…

Pero el mensajero, sepultó cualquier manto de duda cuando opinó: Si, claro, como no.

Para dispersar aquel conciábulo de buitres, de carroñeros, el director ordenó que nadie debía comentar más el asunto en lo futuro, ni dentro ni fuera del periódico. Como ya no había tiempo para enmendar aquel problema porque estábamos en el cierre de la edición, le sugirió al editor que sustituyera el artículo por una receta de cocina. Un musse de café o algo así. Era la primera vez que tenía que colgar un artículo por un apremio similar en toda la historia de su publicación.

Mientras tanto el director comercial, ya estaba hablando por teléfono con la señora, para alertarla sobre lo ocurrido, estupefacto y meloso. Irritante a nuestros oídos.

Después de aquello la señora no volvió a aparecer los jueves, ni ningún otro día. Pero no dejó la columna. Para no dañar la amistad, tal parece que llegó a un acuerdo con el director. Para expiar sus culpas los lunes invitaba al doc a almorzar a su casa. En el postre, cual ejecutiva de altas esferas y bajo perfil, le dictaba sus consideraciones acerca de todos los temas posibles, para que luego el director redactara la columna con la claridad y eficiencia de una secretaria de gerencia.

Aunque éste era un secreto a voces, difundido precisamente por la secretaría del periódico, no se podía mencionar una sola palabra. No fuera a ser que el doc también se viera arrastrado por el desprestigio y la dudosa reputación de la doña como escritora.

Pero pasó el tiempo, las asperezas se fueron limando, el asunto quedó en el baúl de los olvidos y la señora por fin apareció de improviso un jueves. Fue saludada con una cordial hipocresía por la recepcionista, olvidada con indiferencia por el diagramador, recibida por el director comercial como una celebridad, con una hostigante melosería, espiada con una sonrisa maliciosa por el otro reportero. Hasta la contadora aprovechó para salir de su encierro perpetuo y reírse a sus espaldas.

“Ahí va ese buque”, le murmuró el fotógrafo al mensajero al verla pasar a la oficina del doc. (Así se le dice a la gente pedante o que hace vano alarde de erudición, es decir, aquellos que prometen mucho sobre si mismos en su discurso pero son un fiasco en la práctica).

Y sin embargo, desde ese día, la señora nos saludaba lo más de querido y hasta se despedía. El único que le correspondía el saludo y el adiós era el editor; que con un cinismo descarado nos corregía: Ella en realidad es un factótum: un individuo que en todo se mete sin saber realmente los oficios que desempeña.

Pero yo terminé creyendo que el editor nos había contagiado con el efecto Pigmaleón. Buscando precisamente en el Rincón del Vago encontré lo siguiente:

“Cuenta una leyenda mitológica griega que el rey Pigmalión esculpió una estatua con la figura ideal de la mujer. A Pigmalión le gustó tanto su obra que quiso que se convirtiera en un ser real. El deseo fue muy fuerte e hizo todo lo que pudo para conseguirlo. Pidió ayuda a Venus Afrodita, la diosa del amor, la cual colaboró en que su sueño se hiciera realidad. Así nació Galatea, su mujer ideal.

A este fenómeno en Psicología Social se le llama: “realización automática de las predicciones”; también se le conoce como “El Efecto Pigmalión, o la profecía que se cumple a sí misma"...

El Efecto Pigmalión requiere de tres aspectos: creer firmemente en un hecho, tener la expectativa de que se va a cumplir y acompañar con mensajes que animen su consecución”.

Como quien dice, uno ve lo que quiere ver. Desde entonces yo comencé a ver a esa señora: vieja, fea y hasta maleducada.

jueves, 13 de mayo de 2010

Pesadilla de un seductor acabado por la crisis social del país


Un día cualquiera a una novia que tuve le dio por replantear su vida. Entonces los dos ya éramos maduros; mayorcitos de 30 y profesionales. Ella era médica cirujana y yo un corrector de libros. Usted se preguntará: ¿Cómo dos personas de ambientes tan disímiles pudieron trabar relación? La explicación más sencilla es que los dos curábamos problemas ajenos, recetábamos correctivos y sentíamos un gusto secreto por las disecciones, las de ella anatómicas y las mías mentales. Así nuestros oficios e intereses parecían compatibles.

No tardamos en vivir juntos en un pequeño apartamento sin casarnos. Llevábamos tres años y medio de relación y ya flotábamos en la ciénaga de la rutina. La pasión se había adormecido en la seguridad de la compañía. El sexo había quedado relegado a una dosis de fin de semana, estimulados por las copas. Sobrios éramos un fracaso en la cama. Ya habíamos agotado todas las tácticas de seducción, con posiciones, libros, películas, fetiches, disfraces, látigos y cuero, objetos sadomasoquistas, expediciones en todos los orificios posibles y sexo en lugares públicos, hasta en iglesias, pero pronto perdimos la espontaneidad.

La frígida monotonía terminó siendo el paisaje habitual de nuestras noches. Pero no había problemas, ya habíamos dialogado sobre la situación (con psicólogo de parejas abordo). Como personas educadas, acordamos que adaptados uno al otro (en vicios, mañas y pereques) y sin ánimos para emprender la extenuante odisea de la conquista con otros, nos afirmamos en una relación insípida pero serena.

Nos acoplamos a convivir en una vejez prematura. Al fin y al cabo el sexo es la punta que primero se derrite, de ese iceberg llamado amor, nos decíamos como consuelo.

Yo la justificaba pensando que ella, cansada de lidiar a diario con humores, efluvios y secreciones de personas en condiciones lamentables, ya había perdido el gusto por el cuerpo como manantial de sensualidad. Y ella por su lado, creía que mi obstinación por el mundo de las ideas, había atrofiado mi capacidad de fantasía para disfrutar sin cuestionamientos los placeres carnales.

Con el tiempo nos volvimos fieles seguidores de telenovelas nocturnas. Comentarlas llegó a ser nuestro único vínculo afectivo, mientras la cama se hacía más estrecha. Adoptamos las intrigas y engaños de la ficción como propios. Estas historias del corazón nos llevaron a una fase de exploración de las más oscuras perversiones. Asumimos los roles de los personajes mas viles de los melodramas. Este fue nuestro último y desesperado intento para avivar las llamas de la lujuria porque no teníamos sexo con nosotros mismos sino con la villana venezolana o con el antagonista mexicano que encarnábamos. Sin embargo, la necesidad de internarnos en fantasías lascivas nos provocaron la necesidad de terceros.

Fuimos a sitios swingers donde las parejas comparten sus cónyugues con desconocidos, pero no soporté la idea de ver a otro hombre dándole placer a mi mujer y me la llevé de allí halada del pelo, cual hombre de las cavernas, cuando a ella le comenzó a sonar la flauta con un modelo de la farándula criolla. Quisimos probar con menais a trois, pero entonces a mi mujer le dio asco tener cualquier tipo de fricción con otra fémina (argumentó motivos médicos) y luego yo me negué a perder mi virginidad anal con un congénere (argumenté motivos morales).

Y sin embargo, después de esta secuencia de fracasos nos seguía uniendo el nudo del amor, que siendo aún más fraternal que marital, no tenía razones para ser desligado.

Yo no necesitaba a nadie más y ella tampoco. Pero si bien las mujeres, pueden refrenar los deseos carnales y prescindir del sexo por largas temporadas, en mi caso como normal semental de mi género, tuve que seguir recurriendo al onanismo furtivo para descargar mis necesidades insatisfechas. No acudí a prostitutas porque no quería volver al sinsabor adolescente de experiencias desganadas y preocupaciones de salubridad y no accedí a una amante para evitarme las complicaciones amorosas, exigencias y chantajes que surgen cuando uno les da alas.

Al final mi mujer dijo encontrar la revelación canalizando toda esa energía sexual reprimida en una labor altruista. Se fue a territorios olvidados de nuestra geografía nacional a brindar asistencia social a poblaciones paupérrimas. Cómo ella era médica no le costó trabajo que alguna ONG la enlistara. Me explicó que esta medida nos convenía a los dos. La ausencia no solo fortalecería nuestra relación, sino que nos haríamos falta espiritual y físicamente.

A mi, por supuesto, me importaba más lo físico porque como lo dice el evangelio: el hombre no puede vivir sin el pan. Terminé aceptando su decisión a regañadientes. Ella se fue al Putumayo y yo me enfrasqué en mi trabajo como corrector de textos en la editorial.

Como mi trabajo no tiene mayores emociones que la sorna de subrayar gazapos a un intelectual presumido, o despertar neurosis enfermizas por errores de ortografía a eruditos, en la primera ausencia de mi mujer, tal como lo profetizó, comenzó a hacerme falta.

Comencé a desearla con instintos y vísceras. Para recibirla dispuse una cena romántica pero honda fue mi decepción porque volvió a mis brazos, pálida y demacrada, víctima del Paludismo. La cama solo nos sirvió para compresas de agua caliente, medicinas, inoculaciones e inyecciones. Ni pensar en pañitos de agua tibia para el sexo. Una vez recuperada, a duras penas nos alcanzó el tiempo para despedirnos, porque se precipitó su nueva partida.

Como suele ocurrir con las secuelas de las películas, su segundo regreso fue más frustrante. Llegó completamente conmovida y destrozada por las condiciones infrahumanas en las que vivían ciertas personas, aisladas por la lesmaniosis. Depresiva, mi novia volvió transfigurada, demolida por el drama social y esto por supuesto, secó todo anhelo de sexo.

La última noche, aprovechando que sus lágrimas corrían por esa pobre gente olvidada de Dios, traté de aprovechar que estaba susceptible, presa fácil para la cercanía sentimental y me atreví a consolarla con otras intenciones. Pero ella comenzó una nutrida descripción de las infecciones y apostemas que padecían mis compatriotas. Me habló de las intervenciones médicas con lujo de detalles. Cuando ya estaba preparada para la faena, en agradecimiento por mi sensibilidad y respaldo, sentí una repelencia enfermiza y no hubo poder humano; ni la abstinencia de dos meses, ni la gula sexual, que me hiciera deslizar caricias con agrado. Todo esto repercutió en la falta de inyección sanguínea a mi aparato reproductor, que ni el viagra logró resucitar. Esta vez se fue molesta conmigo por no satisfacerla y las consecuencias se dejaron ver, dos meses después cuando regresó.

Durante su ausencia, con el pasar de las noches solitarias, el sinsabor sexual se fue convirtiendo en un deseo de revancha. Comencé a sentir la apremiante necesidad de otro cuerpo, de darle emoción a mi aburrida vida de editor. Sin darme cuenta me estaba convirtiendo en un ogro y me alejé huraño de mi reducido circulo social, incapaz de soportar cualquier trato humano. No podía concentrarme en el trabajo y aunque reconozco que la falta de actividad sexual me había propiciado una inmensa lucidez en todos los temas, literalmente los polvos se me subieron a la cabeza haciendo experimentar calores propios de la menopausia.

Fui testigo del avance de una pulsión animal que germinaba dentro de mi. Con el tiempo mi único interés se centró en piernas, senos, traseros, cuellos, labios, pies y hasta codos femeninos. Llegué a simular que trabajaba cuando en realidad pasaba horas naufragando en internet en busca de páginas de pornografía, explorando toda clase de perversiones sexuales desde enanas hasta octogenarias. Tal era mi enfermedad que mis incursiones al baño para darle escape a mi necesidad onanista llegaron a frecuencias maratónicas (llegué a contar 37 poluciones de autocomplacencia en un día, aunque el resultado se reducía a exiguas gotitas). Esta situación me dejó prácticamente seco, descremado y tan débil para cualquier esfuerzo físico, que incluso ir a comer o caminar de regreso a casa me dejaban exhausto.

Colgado en el trabajo, el jefe de la editorial me llamó la atención al descubrir que mi caída en el rendimiento laboral estaba directamente asociada con el incremento de visitas pornográficos de internet y me dieron unas vacaciones forzadas.

Pero a merced del tiempo se avivaron las llamas de mi infierno. Mientras mi novia me enviaba telegramas y cartas sobre su enriquecimiento personal y endulzaba mi psiquis con mensajes cargados de erotismo, yo tomé la decisión de cortar mi ansiedad sexual con el dulce néctar de la infidelidad.

Llamé a varias examantes, a las que hacía mucho tiempo no frecuentaba, pero la gran mayoría ya estaban casadas, sobretodo muy fieles a los amantes que sustituían a sus maridos en sus requerimientos. Un par de ninfómanas que en alguna ocasión dejé por su apetito voraz me confesaron que ya habían dejando su vida licenciosa y eran fieles practicantes de sectas evangélicas. En aquel entonces, con faldas largas y cuellos de tortuga, seguían entregando su cuerpo con igual frenesí al pastor, y no daban abasto. Paradójicamente cuando me di el lujo de despreciar a estas mujeres, me llovían ofrecimientos, pero ahora estaba solo y desesperado, ninguna me volteaba a ver. Quizá fueran las feromonas pero entendí que el perro que muestra las ganas solo recibe garrote. Así mis esperanzas sexuales parecían un yermo hasta que conocí a la colegiala.

Durante el tiempo de vagancia, adopté como costumbre montarme en un bus urbano, a las seis de las tarde para rozarme con las empleadas del servicio doméstico que salían de sus trabajos. Cual viejo verde, calmaba mis ímpetus apretujado contra los traseros y senos de negras de todos los calibres, mientras contemplaba la tierna carne de colegialas recién desempacadas de su jornada académica. Una vez me vi tentado a pellizcar una mulata de trasero monumental, y cuando esperaba el escándalo, me llevé la sorpresa de que la mujer me correspondió tocándome impúdicamente mis partes nobles. Asustado corrí a bajarme del bus. Pero en otra ocasión, vi a la colegiala y quedé hechizado.

Era una niña de unos 16 años, de ojos color canela, piel suave como pétalos, y dorada como la miel. Un cabello ensortijado, negro y salvaje como yegua azabache. Labios carnosos y una nariz respingada. Su camisa sugería un par de senito prietos como limones. La falda del uniforme, más alta de lo permitido en cualquier Colegio, dejaba entrever sus piernas delgaditas y finas, con huesos en formación. Y su culito, firme y preciso, como la cúspide de un durazno, provocaba mordisquitos lentos y jugosos.

No pude evitar mirarla con descaro, pero la evadí cuando me sentí correspondido. Ella reía tímida a mi impertinente contemplación. Hasta que no me aguanté las ganas. Tomé aire para darme impulso y me le acerqué. Le dije: “Hola. Disculpe que la moleste. No suelo hacer este tipo de cosas, pero es que su belleza niña me tiene cautivado. – Ella sonrío pícara y yo continué-, no sé que decirle, pero quisiera darle mi número de teléfono para que me llame y podamos, si usted quiere, salir. Si no quiere nada conmigo, porque le da susto lo voy a entender, pero es que no me perdonaría bajarme de este bus sin decirle todas estas cosas”. Entonces anoté mi número en un papel y se lo di. Luego le pregunté su nombre. “Ah Carolina. Lindo nombre, -dije con evidente estupidez-. Gracias… espero su llamada”.

Dominado por una profunda vergüenza, que no sentía desde que era un adolescente con acné, me bajé del bus de forma atropellada, sudoroso y sin aliento.

Pasé varios días encerrado esperando su llamada. En las noches tenía sueños mojados con su cuerpecito nuevo y sus carnes tiernas. En el día suspiraba recordando su imagen, y repitiendo su nombre: “Carolina, Carolinita, qué será que no llamas. ¿No llamarás?... Llama mi amor para que conozcas un hombre de verdad, que te haga ver lo rico que es la vida”. Pero la niña no llamaba.

En la desesperación me culpaba de ser tan imbécil y no pedirle su teléfono. Incluso volví a tomar aquella ruta de buses para ver si precipitaba el encuentro pero no la volví a ver.

Cuando ya se desvanecían mis esperanzas, mi corazón se llenó de ilusión al escuchar el teléfono. Era mi mujer, que anunciaba su regreso para el día siguiente. Viejos fantasmas volvieron a rondarme y me resigné a esperar que esta vez, al menos, pudiera probar la carne de mi mujer, como paliativo de mi desdicha. Cuando me fui a acostar, volvió a sonar el teléfono y contesté con desgano pensando que era de nuevo mi mujer, pero no: era Carolinita.

La emoción casi no me dejó hablar pero conversamos más de una hora. Me contó que vivía en uno de los barrios subnormales, en el borde de la ciudad. Me habló de su padre, un albañil y de su madre que lavaba ropa para gente de clase alta. De sus dos hermanos mayores, Pedro y Alexander, ebanistas y sobreprotectores. Me contó que estaba en quinto de bachillerato y me confesó que había dudado en llamarme por el miedo a caer víctima de uno de tantos pervertidos que abundan en la ciudad. Yo le conté que hacía, quien era sin omitir detalles para fortalecer su confianza. Y nos quedamos de encontrar a comer helado en el Centro, a la salida del colegio. No me importó no esperar a mi mujer. Esa noche no dormí. Pasé desvelado pasando canales en la televisión mientras pensaba en todas las formas posibles de sexo con el recuerdo de Carolina.

Cuando llegaba al paroxismo, una noticia del televisor enfrió mi calentura. De un motel de la ciudad, la policía sacaba a un hombre barrigón de unos 40 años sin camisa, con el pantalón suelto y descalzo. La reportera informaba que este era el primer capturado de una serie de operativos contra pedófilos. En vista del incremento de explotación sexual y violaciones a menores de la ciudad, el comandante de Policía aseguraba que gracias al incremento de penas, ya podrían, por fin, judicializar con mano dura a estas lacras que mancillaban la inocencia infantil de la patria. La periodista informaba que los operativos se extenderían a las salidas de los colegios.

Me llené de pánico. Quise llamar a la niña para deshacerlo todo, pero entonces recordé que obnubilado por la alegría de su voz, olvidé pedirle el teléfono, otra vez.

Pensé en dejarla plantada. Esa noche imaginé lo que me pasaría de comenzar a salir con la colegiala. Que mi mujer lo supiera me importó un rábano porque simplemente se trataba de enfrentar lo inevitable. Pero sí me trastornaba la reacción del padre albañil, esperándome con una almadana cuando iba recoger a su niña. Tuve escabrosas visiones de sus hermanos ebanistas, destajándome los miembros con sierras y embalsamándome con esmalte antes de enterrarme en su taller. Imaginé la exclusión de mis amistades por darle rienda suelta a mis impulsos de veterano.

Así que traté de hacerme desistir pensando en el aburrimiento que me daría al salir con el grupo de amigas de la niña, escuchándoles sus ideas inmaduras y sus juegos pueriles. Me vi ridículo en la mitad de una pista de baile moviéndome al compás del reguetón, siendo la burla de otros adolescentes. Me pregunté si soportaría el escarnio público de manifestarle mis afectos y cariñitos a la niña, saliendo de oscuros reservados. Y por último la imagen de verme esposado por la policía a la salida del motel, carne de primera plana en noticieros y diarios, me llenó de escalofríos. Me sentí decadente y patético.

No obstante, al día siguiente salí a su encuentro a la hora pactada. Cuando la vi en la confusa salida del colegio, me invadió un temblor. Me le acerqué y ella se abalanzó con un abrazo. La retiré de inmediato al ver que sus amiguitas reían. Miré para todos los lados suponiendo que era una trampa para que las autoridades me echaran mano. Pero no pasó nada, ningún adulto cercano, ni una sola profesora que pasó a nuestro lado pareció sospechar nada diferente a lo que era. El padre de la niña había ido a recogerla. Me apresuré a invitarla a un bar para que estuviéramos más a gusto. Ella aceptó.

De ahí en adelante todo ocurrió tan rápido, que apenas si pude reaccionar… En la penumbra cómplice del bar, comenzamos a hablar. Ella me dijo que no hacía otra cosa que pensar en mi, desde el bus. Sus palabras me sonrojaron y quedé petrificado. Ella se fue acercando y tomó mi mano sin pudor. Rozó sus pies contra los míos y con una sonrisa maliciosa, me puso la mano en una de sus piernas. Me comenzó a hablar al oído, confesando que ya estaba cansada de los muchachos de su edad. “Son muy infantiles”, me aseguró mirándome fijamente a los ojos. Para ese momento yo sentía ebullir una pasión caliente en mis venas. Su aliento a chicle de cereza, me lanzó a besarla y ella me correspondió con su lengua salvaje y sus labios carnosos. Ella fue al grano, me tocó mi falo erecto y yo le correspondí metiendo mi mano entre su falda. Hirviendo de ansiedad, la colegiala me susurró que hacía tiempo quería probar a un hombre de verdad y que estaba dispuesta a todo hoy mismo. Luego me mordió el lóbulo de la oreja con una tibia humedad. Idiotizado por el vertiginoso ritmo de los acontecimientos, que superaron todas mis expectativas, le pregunté que debíamos hacer. “Llévame a un motel que te quiero adentro, ya papi… Mira como me tienes de mojada”. Palpé como el apóstol Tomás y descubrí en sus pubis angelical que efectivamente la niña esta húmeda hasta la saciedad. Pedí la cuenta y me la llevé.

Paranoico por las noticias, caminé hasta un motel cercano con los ojos puestos en todos los transeúntes. Ella me tomaba de la mano, mientras que yo aproveché cualquier distracción para quitársela y evitar sospechas. Me tranquilicé un poco al sentirme incubierto por el velo de la oscuridad que se cernía sobre nosotros.

En el motel, pagué la habitación más costosa y subimos. Una vez a solas, mientras iba al baño a tener una charla técnica conmigo mismo, escuché que ella hablaba por su celular. Salí de inmediato a exigirle que me dijera con quien hablaba. Ella trató de aplacar mi desconfianza explicándome que era su padre y frente a mi le dijo que se iba a quedar estudiando anatomía un rato. Colgó y comencé a besarla frenéticamente con una pasión que ya creía extinta.

De pronto vi su rostro infantil, gimiendo de placer y me detuve. Aterrado por la culpa, me alejé y me senté en el borde de la cama. La miré de nuevo y me sentí un canalla aprovechándose de una niña indefensa. Le expliqué que no se trataba de ella, era yo, que todo lo ocurrido era un error y ella debía seguir el curso normal de su vida, experimentado con muchachos de su edad. Pero ella me bajó el cierre, metió su mano dentro de mi cremallera y comenzó una felación maravillosa, que flanqueó todas mis negativas y me dejó tirado en la cama, sumiso y dispuesto.

Luego me dijo que me tranquilizara que ella haría todo el trabajo. Mientras ellas se desvestía, con un baile sensual de gata en celo, frente a mis ojos incrédulos, le pregunté donde había aprendido toda aquella destreza. Ella me dijo que la práctica hacía a la maestra. Entonces comencé a sospechar.

Le exigí que me explicara y entonces lo supe. Carolinita me dijo que antes de hacerlo le debía cancelar 200 mil pesos y 200 más si quería penetración anal.

Entonces no hice sino gaguear y le aclaré que yo pensaba que…

“¿Qué pensaba papito, -dijo la colegiala molesta-, que esto era gratis… Pues que pena con usted pero antes agradezca que me animé a dárselo así de fácil porque tengo la agenda copada”.

Y yo que pensaba que mis encantos naturales habían desatado aquella erupción de amor furtivo. Yo que creía que volvía al juego de la seducción con todos los juguetes, que me estaba sacudiendo el óxido. Pero que va. A sus añitos la niña tenía más experiencia en la cama que yo y no propiamente durmiendo.

Indignado, herido en el amor propio, me levanté y me vestí. Le aclaré que yo no le iba a pagar un centavo y me fui poniéndome la ropa. Ella atinó sus zapatos de colegio en mi espalda antes de salir y me gritó que esto no se iba a quedar así.

Y no se quedó así. A la salida del motel, un hombre canoso y flaco, de mal aspecto me interceptó. Pensé. “Estoy jodido me cogió la autoridad”, pero no. Era el papá albañil que me retuvo de la mano y me dijo que le pagara por los servicios de su niña. Me pasó el celular y la niña me gritó: “A pagar viejo marica y son 500 mil pesos por armar tanto alboroto”. Motivado por una furia ciega, me deshice del viejo de un empujón, pero no tardaron en interponerse dos morenos, mal encarados, de camisilla. Eran los hermanos de la niña, que me pararon en seco con risas socarronas y un par de golpes en la quijada y la boca del estómago. Convencido por su contundente diplomacia, no me quedó de otra que ir escoltado hasta un cajero y darles los 500 mil.

Antes de tomar un taxi, un policía se me atravesó. Y ahí si me creí jodido. Solo pude mirarlo y estirarle las manos en señal de rendición pero entonces me dijo: “Súbase el cierre que lo tiene abierto” y siguió su camino. Al voltear vi que la feliz familia llamaba al policía y me señalaban.

Cuando el policía apuró el paso de nuevo hacia mi salí corriendo y me subí a un taxi apurado. “Sáqueme de aquí que ese es un ladrón vestido de policía que me quiere secuestrar”, le dije al conductor y él presionó el acelerador.

Cuando llegué a casa, mi mujer me esperaba sonriente en el sofá. Vestía una diminuta y transparente pijama. La casa estaba inundada del verde olor de la marihuana. Su cabello estaba ordenado en trenzas con chaquiras indígenas. Corrió a abrazarme y me miró con sus ojos rojos y pequeños. Sin darme tiempo a preguntas me comenzó a quitar la ropa con afán. “Te estaba esperando”. Le correspondí a sus besos de mala gana, la separé y le pregunté que pasaba. Entonces ella me explicó todo: “Es que mientras estuve en las costas del pacífico, me encontré con un negro enorme y divino. Muy místico él, un chamán que sabía de yerbas. – Eso veo, le dije- y de curaciones para el alma. Y no te imaginas la cantidad de secretos que me enseñó para revitalizar el sexo y unirnos en conjunción con el cosmos. –Cuando iba a quitarme el pantalón, aseguró con seriedad-, no lo tomes a mal, pero me entregué a ese portento de hombre para mejorar nuestra relación, agotada por la rutina y contaminada por el veneno del mercantilismo- De qué diablos estás hablando, le contesté con rabia- no te molestes y te pido que entiendas. Tuve una iniciación sexual con él para que lo nuestro mejore. Yo estaba en la oscuridad y vi la luz, encontré mi camino hacia el autodescubrimiento erógeno y ahora verás que como te hago de feliz”.

Con aquella revelación, me bajó el pantalón y comenzó a tocarme pero yo me alejé. Con dudas sobre la veracidad de aquel discurso metafísico. Le exigí claridad, que me dijera si había tenido sexo con ese tal negro. Ella me aclaró que sí. “Pero solo fue terapéutico, mi amor”, justificó.

La insulté y la tiré contra el mueble. Le advertí que esto no se lo iba a perdonar jamás, pero ella, me dijo que dejara la mala energía, ya que había aprendido incluso a potenciar mi capacidad sexual. Que en adelante me transmitiría el conocimiento para ser igual de bien dotado que aquella raza prodigiosa. Miró mi pene decaído y dijo sus últimas palabras: “A ver si levantamos a ese pequeñín a dimensiones decentes”.

Mi respuesta fue ir por mis cosas y empacarlas. Ella no dejó de reír como en un trance y me vio salir mientras le daba pitazos a un porro. “Tú te lo pierdes”, me soltó antes de que yo atravesara la puerta, riendo como una bruja, la muy perra.

Luego volví por mis otras pertenencias sin dirigirle la palabra.

Tiempo después me enteré que ella se había ido a vivir a la costa pacífica. Pasó a vivir en comunión con la naturaleza. Me alegró saber que el negro la dejó embarazada con su discurso barato, y que terminó lesbiana viviendo con una nativa de la región. Cambió la medicina por el centenario oficio de curandera indígena. Y ahora es la cabeza de una ONG para que los grupos armados legales e ilegales salgan de aquellos territorios olvidados, que la encauzaron en el camino hacia su iluminación.

Por mi parte regresé a mi aburrido trabajo de corrector de textos. Noche por medio acudo a la liga de defensa de la moral y las buenas costumbres. Y algunos fines de semana visito a la presidenta de la asociación; una viuda que es luz en la calle y oscuridad en la casa… para mi total deleite.

Me too

"Yo soy totalmente corrupto. O sea, realmente. Todo mi número, todo mi éxito económico...lo que sea... está basado exclusivamente en la existencia de la segregación, la violencia, la desesperación, las enfermedades y la injusticia. Si, por algún milagro, el mundo entero se volviera de repente sereno... puro, yo estaría parado en alguna fila de desempleados".
Lenny Bruce

martes, 11 de mayo de 2010

El par de Oscares que se ganó Silvia


Esta es la historia de una masacre que me contó el asesino de los asesinos. Como no puedo revelar su nombre, vamos a suponer que se llama Silvia… Silvia Córdoba. Aunque puede ser un hombre…

Como tampoco puedo dar señas de su domicilio, digamos que vive en un apartamento, en el piso 9 de un edificio de un barrio llamado… El Poblado; con una bonita divisa del occidente de una ciudad, que llamaremos Medellín, por decir algo.

Ahora bien, resulta que Silvia tiene en la sala de su apartamento una pecera. Es un cajón de vidrio tan grande como una incubadora de bebé.

También tiene dos gatos, una hembra rayada, siempre caliente, y un gato negro con actitud de bazuquero embalado. Pero de ellos nos ocuparemos después.

La pecera es de agua dulce, y está provista de todos aquellos accesorios que un pez en cautiverio podría soñar, aunque la ciencia dice que los peces no sueñan. Pero qué demonios, ya que empezamos con nombres hipotéticos del asesino, del barrio y la ciudad, que más da suponer que los peces también sueñan.

El caso es que la pecera tiene todos los adminículos de un pez de estrato alto: un tapete de cascajo; pequeños caracoles y exóticas plantas decorativas; un muñequito de buzo que sube y baja, impulsado por las burbujas de un pequeño cofre de tesoros que se abre y se cierra; pequeñas cuevas hechas con rocas prefabricadas sin filo; un sistema de tubos que oxigenan y aclimatan el agua; y sobre la superficie, una cajita con un temporizador que suelta reguladas dosis de comida cada tanto. Esta comida es una suerte de alpiste escamoso.

Parece tan confortable este paraíso artificial, que si yo si tuviera branquias, mandaría al diablo mis preocupaciones financieras, a la caneca mis aspiraciones, y estaría echándome a perder en la pecera de Silvia.

Pero lastimosamente creo que no pensaban así el par de peces Oscar que Silvia metió en su acuario. Bueno, eso si lo peces piensan… pero no entraré en más polémicas de corte científico.

Lo verdaderamente interesante, es saber quienes son aquellos peces llamados Oscar. Y esto es básico porque allí está el meollo de este crimen.

Al consultar en la página web: mascotas.com, miren lo que encontré (transcribo apartes):

“Los Oscar tienen la cabeza grande, con ojos saltones. Su aspecto general es ovoideo. Los ejemplares salvajes tienen una coloración que combina manchas y franjas verde oliva y beige por todo el cuerpo, con ocelos negros, bordeados de rojo y dorado en la base de la aleta caudal y en la dorsal”… Tal cual eran los ejemplares de Silvia.

“Se importaron por primera vez en Berlín, en el año 1929”, como quien dice Nazis. Y temo que de las mismas inclinaciones eran los de Silvia.

“Generalmente habitan en la Amazonía”. De allí se los trajo un amigo biólogo.

“Muchos dicen que es imposible diferenciar los sexos. Un método más factible es sacar al pez del acuario y observar su zona anal de cerca, con la ayuda de una linterna”. Mejor no entremos en más detalles escabrosos.

“Son animales longevos, que pueden llegar a los 10 años de edad”. Bueno, aquellos peces no duraron tanto.

Resulta que Silvia introdujo en su acuario a estos Oscares, regalados por su amigo biólogo. Su noble intención era que convivieran en aquel edén acuático junto con Discos y Medio Discos que ya habitaban la pecera. Estos son pececillos inofensivos y tranquilos que se mantienen en cardúmenes; son algo plateados, rayados, con visos de arcoiris como el aceite de motor; comen poco y cagan mucho, de allí que de frente sean aplanados y casi si ni se vean. Además dice la web que se estresan fácilmente. Y quien no en estos tiempos aciagos.

Al principio parecía que no había problema y todo marchaba de maravilla. Los Oscares y los Discos convivían en perfecta armonía, abriendo su boca una y otra vez, yendo y viniendo de un lado al otro de la pecera: “Hola Oscar, Hola Disco, Que tal Oscar, Que tal Disco, Adiós Oscar, Nos vemos Disco. De ida, ¿acaso no te he visto antes Oscar?, tengo la misma sensación Disco pero no me acuerdo de donde. Y de regreso: Hola Oscar, Hola Disco”… en fin todos amnésicos, tontos y felices. Vida de peces.

Hasta que cierto día, Silvia tuvo la ligera impresión de que faltaban Discos. Allí estaba Joaquín, Abelardo,- Silvia le tenía nombre a cada pez- Pedro, Pablo, Jeremías, y otros 10 peces más con nombre de hombre como buena soltera. Pero Silvía tenía 16 y Heriberto nada que aparecía.

Lo buscó entre las plantas, en las cavidades de las rocas plásticas, entre el sistema de tuberías, internó su mano con una red para despejar el lecho del acuario a ver si estaba enterrado entre el cascajo, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Ni rastro de Heriberto. Era como si lo hubiera tragado el agua, así es como se dice cuando se trata de peces desaparecidos.

Pero no sólo fue Heriberto. Con el pasar de los días, Pedro y Joaquín corrieron la misma suerte. Y no hay que ser un genio para pensar que la culpa recaía sobre los Gatos, quien más iba a ser. Así que Silvia siguió los movimientos de sus gatos de manera furtiva.

Comprobó entonces que la gata solo tenía un propósito: no dejaba de tentar al gato castrado para que le apagara aquel celo inextinguible, mientras que el gato bazuquero, sólo le prestaba atención a sus instintos de cacería. Aprovechando los descuidos de su dueña, el gato se montaba ágilmente entre las sillas de la sala. Una vez sobre una pequeña repisa se paraba en dos patas, y comenzaba a darle zarpazos al agua, para tratar de atrapar a los Oscares.

Este descubrimiento infraganti bastó para que el gato negro fuera reprendido con periódico enrollado, “Un eso no se hace”, proferido con profundo desengaño, y confinado a aislamiento por una semana en el cuarto de su ama, sin rebaja de penas.

Sin embargo, estas medidas cautelares no rindieron los frutos esperados. Al cabo de la semana otros cuatro Discos desaparecieron. Era como aquella ronda infantil de los perritos, a los que les pasaba toda clase de macabros accidentes. “Yo tenía diez perritos, uno se perdió en la nieve. No me quedan más que nueve... De los nueve que quedaban, uno se fue con Pinocho. No me quedan más que ocho... De los ocho que quedaban, uno se tiro de un puente. No me quedan más que siete” Y así sucesivamente.

Así que la gata, por ser la siguiente sospechosa, corrió la misma suerte que su consorte eunuco y sin salir se quedaron.

¿Y adivinen qué?… De los Discos que quedaban, solo le quedaron dos, dos, dos, dos, dos… Así que a Silvia no le quedó de otra que dormir como los peces: con los ojos abiertos.

Una de esas noches en vela, escuchó un ruido proveniente de la pecera. Al principio pensó que le estaban haciendo brujería. El biólogo del Amazonas le había dicho que los primeros en llevar del bulto con la brujería son los peces. Pero luego, para su asombro, vio que los dos Oscar saltaban del agua como delfines. Se turnaban para darle cabezazos a la maquinita que regaba la comida cada tanto. Hasta que dañaron el aparato. Y para colmos, ya no quedaba ni un Disco.

Muy molesta, Silvia no le compró más carnada al par de Oscar y dejó que vivieran solos. No había más remedio que olvidar la masacre y continuar con su vida. Pero algo había cambiado en ella. Con el pasar de los días, comenzó a sentir un pequeño temor que fue creciendo paulatinamente.

En las noches, se despertaba sobresaltada cuando escuchaba cómo los Oscar, le seguían pegando al dispensador de comida dañado. Luego, no podía volver a conciliar el sueño. Es más, ni se atrevía a levantarse para enfrentarlos, para decirles, un momentito, yo soy la dueña de esta pecera, dejen de hacer daños hágame el favor.

Y de día era peor, cuando les daba puñados de comida, los peces tomaban impulso y se le tiraban a la mano que los alimentaba. Entonces reconoció en aquellos ojos brotados, de mirada fija y perdida, una intimidación; el mismo pánico que sintió el personaje de Poe con aquel gato negro que lo llevó a la destrucción.

Pero ¿qué podía hacer?... Es natural que una mujer llame a algún amigo o exnovio a altas horas de la noche cuando una araña está en su cuarto, es justificable que un hombre acuda, cual macho alfa, al llamado de una hembra que tiene ratones en la casa, pero temerle a un simple pez que está confinado al agua sería evidenciar un serio problema mental, una fobia ciertamente extraña, que antes que atraer a cualquier macho, lo alejaría. Eso sin contar que el rumor se regaría hasta quedar catalogada como loca.

Por eso Silvia prefirió guardar silencio. Era lo más conveniente para su reputación. La ropa sucia se lava en casa. Y decidió dejar morir a los peces de inanición. La siguiente semana no les dio ni agua... Pero los Oscar no murieron. Por el contrario, se mostraban más ansiosos, más agresivos y hasta más gordos que antes.

Para sobrevivir arremetieron contra las exóticas plantas hasta dejar aquel lecho marino convertido en una estepa acuática. Devoraron los pequeños caracoles, y absorbieron los hongos que se pegaban de las paredes de vidrio.

Como a Silvia le pudo el miedo, ni riesgos de limpiar la pecera. Pronto aquellas aguas se convirtieron en un denso líquido, fangoso y verde, donde apenas si se alcanzaban a distinguir los Oscar. Para acabar de ajustar aquellos peces estaban tan enajenados por el hambre, que cuando Silvia acercaba su cara para tratar de espiarlos, ellos, todos cabreados, aparecían de las turbias aguas para darle cabezazos al vidrio, en una clara afrenta de desafío y provocación.

Finalmente, una noche al regresar del trabajo, con la esperanza de que los peces yacieran por fin muertos en aquella laguna viscosa de su sala, Silvia se encontró con una imagen brutalmente aterradora. Uno de los Oscares, se estaba “ahogando” literalmente, atragantado con el otro Oscar en su boca. Del Oscar ingerido sólo se veía su aleta caudal, moviéndose en espasmos; así, depredador y presa, sufrían los estertores de la agonía, pero se negaban a morir.

El terror que le infundió aquella dantesca situación, despertó en Silvia una recóndita valentía. En un arranque de ira e indignación, metió sin dilación la mano al agua, -ni que fueran pirañas-. Agarró a los peces, y los tiró al tapete para verlos morir definitivamente, para acabar con aquella pesadilla por mano propia.

Con el impacto en el suelo, el Oscar glotón soltó su bocado y ambos peces comenzaron a chapalear, con saltos desesperados. De nuevo invadida por aquel susto mezclado con rabia, Silvia tomó al pez que se iba a comer al otro, salió del apartamento mientras el Oscar se agitaba para escapar y lanzaba mordiscos a los dedos. Entre nauseas de repugnancia lo arrojo por el shot de basura del edificio. Y Silvia por fin sintió un alivio de descanso.

Al regresar a su apartamento, mientras se lavaba las manos con asco, ella que bucea cual sirena y le toma foto a cuanto bicho encuentra en el mar, vio a su gato negro dando saltos desesperados, y a su gata rayada, erizada de terror. Al llegar a la sala, descubrió horrorizada que el Oscar que quedaba, aún moribundo, se estaba tragando la cola del gato negro, agarrado a su último bocado, y no lo quería soltar a pesar de los arañazos del felino.

En un arranque de pánico, Silvia tomó como pudo al gato y lo llevó al shot de basura, manteniendo la distancia, no fuera a ser que el gato la rayara con sus uñas. Allí comenzó a agitar el gato que no paraba de maullar, hasta que el pez por fin cedió, abrió la boca, se desprendió de la cola, y cayó en las oscuras profundidades de aquel túnel de metal. Pero esta vez Silvia no descansó hasta que sintió el eco de la caída en el cubo de la basura metálico del edificio.

Pasó casi un mes para que Silvia venciera su temor, y volviera repoblar la pecera. Ahora solo hay ordinarias bailarinas, todas hembras, tranquilas, tontas y anoréxicas.

Hoy más que nunca, Silvia cree que los únicos que merecen su amor, los únicos dignos de fiar, son su gata puta y su gato bazuquero que permanecen dormidos gran parte del día, soñando. “Hay que desconfiar de quien no sueña, porque la sola realidad, trastorna hasta los peces, para la muestra este botón”, me terminó por confesar.

Finalmente Mascotas.com agrega:

“En cuanto a su alimentación al Oscar se le puede considerar como ictiófago, es decir, comen otros peces. Su alimentación se basa en peces más pequeños que ellos que tienen que tragar de un solo bocado, puesto que al contrario que las pirañas u otros depredadores no pueden despedazarlos… No obstante no se alimentan exclusivamente de peces; no hacen ascos a invertebrados y otros pequeños animales que puedan capturar”, eso ya nos consta.

“Los cíclidos en general son peces voraces, y los Oscar lo son más todavía. Los adultos siempre están hambrientos. Si ya han probado peces vivos puede ser que lleguen a rehusar alimentarse con cualquier otro tipo de alimento, aun cuando se los hubiese acostumbrado para lo contrario ya se sabe: “la cabra tira al monte”. Haberlo sabido antes.