viernes, 31 de diciembre de 2010

Uno, dos y tres


1. Polvo eres...

... los borrachos siempre dicen la verdad, y los periqueros la repiten y la repiten y la repiten y la repiten, y al que no le gustó que la ponga como sea, pero que se vengan de a uno que a todos los atiendo, partida de !$%&/*...

2. Grafitti:
Leído en el baño del Tíbiri Tábara; célebre sitio de salsa de Medellín, también reconocido por la nutrida ingesta de perico en su célebre baño.

"Periqueros, por favor, dejen miar"

Respuesta:

"A miar al atrio"

3. Mil Gracias:
A todos los que han pasado por aquí. Gracias por el tiempo, por el apoyo, por el aguante, por leer, por los comentarios, por pasar o por quedarse. En fin, gracias por su generosidad incondicional. Se les quiere y feliz año.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Patricia y la familia Scroodge


Era víspera de navidad. Fui a almorzar a la casa de mi mamá y de aperitivo me recibió con todo un drama.

- Me robaron mijo, me robaron, - me dijo llorando, descargando su pena en mi hombro.

- ¿Cómo así?…

- … me robaron la plata que tenía para los regalos de ustedes.

- Ay amá, dejá el escándalo; seguro se te envolató otra vez…- le dije a sabiendas de que mi mamá mete la plata en uno de sus escondites secretos; y como son tan secretos ni ella misma se acuerda.- Venga mejor yo le ayudo a buscar, le propuse.

- No busque, que sí le robaron, me dijo mi hermana Marcela, haciendo su aparición en la sala, con cara de juez implacable.

- ¿Si… y quien le iba a robar, si de la calle no entramos sino usted y yo?

- Pues quien va a ser: Patricia…


Patricia era una mujer bajita, carichupada y huesuda. Morenita de piel arcillosa, pelo lacio y grasoso, y con carita de rata. Aunque como yo pasaba los treinta, en su rostro se veía tanto trajín que uno le calculaba los cuarenta.

Por esos días Patricia era la empleada de mi mamá. Y al parecer sí se había robado la plata. Ella misma se lo confesó a Marcela minutos antes…

Aprovechándose de la resbalosa memoria de mi mamá, Patricia había logrado identificar su escondite secreto, entre la ropa de encaje. Esa que las mamás sólo usan en matrimonios y velorios.

Con el pretexto de organizar la ropa que planchaba, Patricia fue retirando, cual cajero, pequeñas sumas que mi mamá fue acumulando de la pensión que le dejó mi finado padre.

Al cabo de un par de meses, como la gallinita que llena su buche de granito en granito, aquella ratica planchadora había logrado sacar 500 mil pesos.

Si mi mamá no se percató del desfalco, fue porque era una novata en la natural desconfianza de la patrona a su servidumbre; muy lejana a la cultivada por las señoras de rancio abolengo. Pero sobretodo le robaron porque, siendo como es de elevada mi mamá, se daba por bien servida cuando revisaba el vestido de los funerales y veía por encima el cerro de billetes en el lugar de siempre. Como quien dice, le habían hecho el paquete chileno en su propia casa.


Patricia tenía su maña. Pero más mañosa resultó mi hermana. Tan pronto como recibió el telefonazo de mi mamá no dudó en aconsejarle:

- Hágase la boba, no le diga nada, y espéreme que yo ya voy…

Dicho y hecho. Más se demoró Marcela en decir estas palabras que en llegar. Sin dilación arremetió contra Patricia desde el mismo instante en que le abrió la puerta. Y se le fue encima con un sartal de acusaciones. No le dio respiro.

Primero la puso a gaguear, luego la fue llevando, la fue llevando, y la arrinconó contra una esquina, no fuera a ser que Patricia reaccionara, tomara algún objeto contundente y le hiciera daño a mi mamá.

Poco después, cuando ya Marcela la tenía contra las cuerdas, la puso a temblar con amenazas hasta que la hizo llorar. Con ser que Marcela es más chiquita, más raquítica, más joven que Patricia, y si vale la comparación, también es como una ratica, pero de esas recién nacidas, sin pelambre todavía. Aún así, Marcela era mucho más altanera y brava; como mujer chiquita que se respete, y por eso logró la rendición sumisa de la otra.

- ¿Y cómo hiciste que confesara?, le pregunté sorprendido.

- Le canté un tango lo más de triste… ¡Pendejo!… Cómo más iba a ser… - me contestó aún agitada- Le dije: Mire Patricia: Puede que mi mamá sea muy boba, que Pacho sea muy atembado, que Oscar y Alejandra sean muy nobles o muy dormidos, pero yo a usted no me la tragué nunca. Desde el día que se me “perdió” la cadenita de grados que me regaló mi papá, nunca le quité el ojo de encima… Gracias a Dios mi marido, que no es ningún güevón, me ayudó a instalar una cámara escondida y la tenemos con las manos en la masa… Así que ya viene Pacho para llevarla a la policía, porque lo que es usted, o nos devuelve la plata o se va a podrir en la cochina cárcel.

En esas llegué yo.


Para que no la fuera a cagar por boquiflojo, Marcela me apartó de inmediato. Cerró la puerta de la calle con doble llave no fuera a ser que se volara “esa miserable” y mientras dejó a mi mamá custodiándola; blandiendo una bailarina de bronce, me puso al tanto de todo.

- ¿Y donde está la cámara?

- ¿Cuál cámara, pendejo?... Eso fue lo que le dije… pero se lo tragó enterito… Ahora usted solo tiene que seguirme la pita hasta que suelte el billete…

- Ese billete delo por perdido porque ella ya se lo gastó… o si quiere vamos a Niquitao y se lo buscamos bajo el colchón…

- Así nos toque, pero ella la suelta o…

- ¿La suelta o qué?…- le pregunté yo, incrédulo,- no podemos hacer nada…

- Claro que podemos, vamos a darle donde más le duele…


Patricia era madre soltera y tenía una niña de 6 años. Una morenita muy linda, de ojazos negros, penetrantes, pícara y muy inteligente la condenada. Muchas veces, como Patricia no tenía con quien dejarla mientras ella trabajaba, la llevaba a la casa.

Para nosotros era un deleite tenerla allí. Cada uno se turnaba para jugar con ella “Hágase Rico”, lotería y esos juegos guardábamos de la infancia y le terminamos regalando. Pero lo que más nos encantaba eran sus ocurrencias que hacen parecer a los niños unos viejitos en miniatura, y ablandan el corazón adulto con una ternura ineludible.

Así que, consciente de su talón de aquiles, Marcela le dio a Patricia el peor de los golpes bajos.

- Mire Patricia, nosotros no queremos perjudicarla, y conste que queremos arreglar por las buenas, pero si a usted no le parece hoy mismo usted se va derechito a la cárcel y fijo que Bienestar Familiar le quita a la niña.

Bastó esta amenaza para que Patricia se pusiera pálida del susto, y hablara con corazón de madre.

- Mire Doña Marcela, yo no tengo toda la plata… pero les puedo dar hoy 100 mil pesos… No me aviente a Bienestar Familiar, no me haga ese mal y les prometo por Dios que está en el cielo, que yo trabajo día y noche. Y les pago hasta el último centavo- imploró con esa sumisión reverencial de los pobres condenados.

Ensañada con ella, Marcela repuso:

- Pues trabajará en otra parte porque aquí no vuelve sino a pagar.

- Yo sé, yo sé que hice mal Doña Marcela, yo sé que no merezco su perdón, pero estaba desesperada; la niña se me enfermó y como no me respondieron con la droga yo no sabía que hacer…

- Ay Patricia, no me venga con esas, -intervino mi mamá ofendida-, usted sabe que aquí le hubiéramos ayudado como fuera…

- Yo sé Doña Marta, yo sé lo buena que usted ha sido conmigo y más me duele haberle pagado así.

- Pero eso si no lo pensó cuando estaba sonsacando a mi mamá ¿no?

- Si, pero es que el diablo es puerco… yo no pensé, seguro que yo no pensé…- entonces se le quebró la voz, se le fueron las excusas y se derramó en lágrimas la pobre mujer.

- A mi no me va conmover con esas lágrimas de cocodrilo, que no se las cree ni usted misma… más bien vaya por la plata, antes de que me arrepienta, sentenció Marcela.

Antes de dejarla salir, Marcela habló por teléfono con su esposo. Acordaron que lo más conveniente era llevarla a una notaría. Allí haríamos un compromiso de pago juramentado, so pena de denunciarla a la Fiscalía al más mínimo incumplimiento en cada mensualidad.

Con la soga al cuello Patricia aceptó sumisa, y me fui con ella.


Destinado a aquella nada encomiable labor cogimos un taxi. Nos hicimos en la silla trasera. No me hice adelante porque pensé que, aprovechando cualquier descuido mío, Patricia podría saltar del carro.

No hablamos durante el trayecto. Sin embargo, cada vez que yo la miraba, ella bajaba la cabeza avergonzada o dejaba perder la vista tras el vidrio. Sólo un par de veces, vi como sus lágrimas se deslizaban silenciosas por sus mejillas.

Media hora después de un taco infernal, de calles y calles infestadas de gente, yo entraba en una de esas pensiones de Niquitao, un barrio deprimido del centro de la ciudad. Estas vecindades son casas viejas de tapia, medio caídas, con las paredes descascaradas y humedades en los techos que impregnan al ambiente un olor a lodo.

Allí alquilan piezas al día por menos de lo que vale un corrientazo. Aunque eran las dos de la tarde, caminé entre la penumbra por aquel estrecho y largo corredor, todo adornado de guirnaldas navideñas hechas con brillantes recortes de paquetes de snacks.

Como la mayoría de los cuartos no tenía puertas, a medida que avanzaba pude ver una familia de indígenas durmiendo en un desvencijado camastro; a otra familia, con más de 7 niños mugrosos y en pantaloncillos jugando a las canicas.

Vi salir de una cortina, a un reciclador, andrajoso y sudoroso, con costal al hombro ajustándose el pantalón, mientras en el fondo una mujer mestiza de unos 50 años, se guardaba unos billetes en el brasier.

Con mirada escrutadora, espié a una pareja famélica y ansiosa, de rostros cadavéricos, que calentaba una cuchara. Hasta que finalmente llegué al fondo de aquel pasillo.

Las disformes y quebradas baldosas de la casa llegaban hasta la entrada de última la pieza. A partir de allí, el piso era naranjado, arcilloso, de tierra aplanada. Un bombillo colgado de un cable pelado, destellaba una mustia luz de contrabando, triste y amarillenta.

En su interior, a la derecha había un caballo flaco, bayo como el color del piso; era uno de esos huelengues viejos que se usan como zorras de carga antes de ser vendidos para embutidos de carnes frías. Amarrado a un estacón se le veía las costillas al pobre y, entre resoplidos de ofuscación, agitaba su cara y su cola para espantar el enjambre de moscas que orbitaban. A ratos comía el musgo de un pesebre con casitas hechas en cajas de remedios y figuritas de plástico.

A su lado, sobre una tambaleante mesa, un par de muchachos, de ropa sucia y arrugada, con semblante de trasnochados, armaban calillos de marihuana con babas de sus lenguas resecas. Al otro extremo de la pieza, sobre una pequeña cama, una mujer gorda, rubicunda y acalorada, veía sin pestañear las noticias mientras desgranaba una mazorca en un balde.

Y al lado de un vetusto chamizo con ramas cubiertas de algodón y decorado con bombillos quemados de colores, estaba Yésica, la niña de Patricia.

Cuando llegamos jugaba “Hágase Rico”, abstraída y sola, al lado de aquel árbol navideño. Sin presentaciones ni zalamerías, Patricia le dio las gracias a la Gorda y ésta le contestó:

- No es nada mija, usted sabe que se la cuido con todo el gusto… ella no da que hacer, es un amor, ni se siente.


Salimos de aquella pensión con la niña y caminamos varias cuadras hacia una notaría cercana. El centro ebullía de gente de todos los pelambres, afanados por comprar los traídos a última hora, ataviados de mal genio y bisuterías. Desconfiado, le tomé la mano a la niña, no fuera a ser que Patricia se escabullera en el tumulto.

Una vez en la notaría procedimos a hacer la declaración extrajucio. Para que la niña no se enterara de lo que había hecho su madre, Patricia me pidió el favor de que me quedara con ella. Pero la niña, más perspicaz, aprovechó que yo me quedé embelezado con el escote de una catana, y se coló a la oficina donde estaba Patricia.

Allí la encontró llorando, mientras se comprometía a pagarnos la suma de 100 mil pesos mensuales, so pena de cárcel por incumplimiento.

Traté de alejar a la niña, pero ya el daño estaba hecho. Contagiada por la preocupación de Patricia, cuando la tomé de la mano, Yésica me preguntó, con tiernos ojillos:

- ¿Y por qué mi mamá le tiene que pagar plata a ustedes… antes ustedes no son los que le pagan a ella?

Entonces me quedé mudo.

- ¿Y si no paga la van a meter a la cárcel?, me volvió a preguntar, sin darme respiro.

No debimos ir por la niña. Eso era lo que Patricia quería, usarla para causarme lástima, pensé yo, mientras me faltaban las respuestas. Fue entonces cuando Patricia, intervino.

- Tranquila mi amor que nadie va a ir a la cárcel… ellos me están prestando una plata para que usted pueda estudiar el año entrante… y como estamos haciendo un compromiso, se dice que si no paga va a la cárcel, como cuando yo le digo que si no hace las tareas la castigo.

- Ay ya…- contestó la niña más calmada, mientras Patricia la abrazaba.

Luego revisé el documento. Una fila aquí, otra allá, unos cuantos sellos, cancele en la caja, y vaya donde el notario, sentado en su poltrona, firmando papeles a diestra y siniestra con lapicero fino.

- ¿Y ahora para donde vamos?- le pregunté a Patricia, al salir a la calle.

- Vamos por su plata.


Llegué a mi casa con la declaración extrajuicio y los 100 mil pesos recuperados. Y sin embargo, no hubo celebraciones, ni clamor de victoria. Mi Mamá, Marcela y mis otros hermanos se quedaron llorando sobre la leche derramada.

- …la confianza sólo se pierde una vez, - sentenció mi mamá, con pesar.

- Ya lo decía mi papá: negro que no lo hace a la entrada, lo hace a la salida, completó Oscar.

- Pero lo que más me duele es que esa sinverguenza los dejó sin traídos este año, dijo mi mamá, derramando lágrimas.

- Fresca Amá, que nosotros ya estamos muy viejos y ya sabemos quien es el niño dios, intervino Alejandra para sacarle una risita, pero fue inútil.

- Mi mamá tiene razón. Ella bien oronda se hizo esta navidad a costa nuestra, ¿y que nos queda a nosotros por buena gente?… una chichigua… Es que uno no le puede dar la mano nadie en la vida… Hay que volverse es malo como un putas para que a uno le vaya bien…

- Pero no es para tanto, alegué yo… al menos entregó una parte de la plata.

- Si… pero apenas entregó cagados 100 mil pesos… ¿y que se puede hacer con eso, ah?


Con los 100 mil pesos, fuimos al supermercado para embolatar a mi mamá de su desdicha y, como familia unida, mercamos los ingredientes para la cena navideña.

En la noche, reunidos en torno a la mesa, adornada con apetitosas viandas y canapés preparados en familia, mi mamá empezó la consabida oración de acción de gracias por los favores recibidos. Luego, en un acto de suma generosidad mamá pidió por aquella desdichada, “que en su ignorancia, y en su desesperada necesidad tuvo que robar un mendrugo de pan para darle algo a su niña”…

Mamá pidió para que Mi Dios iluminara y socorriera a aquella pobre mujer y clamó porque nos diera el entendimiento y el perdón necesarios. “Aleja todo resentimiento de nuestros corazones con quien nos ha hecho daño y danos la sabiduría, oh señor, para vivir en paz con ellos y nosotros mismos, amén”, concluyó. Y luego todos a clavarle la muela al rico manjar.

Mientras me deleitaba con la exquisita comida, me acordé de los últimos minutos con Patricia y su niña.


Después de salir de la notaría, Patricia me condujo a una callejuela del centro, por el sector de Guayaquil. Un sitio aún más deprimido que Niquitao; hoy sector de almacenes de mercaderías, algunas cantinas mortecinas con un par de borrachos irredimibles, y corredores de indigentes en la aceras, espurgando basura.

Cuando llegamos a una chacita de confites, Patricia saludó a una viejita que la atendía.

- Hola madrina, la saludó Yésica, con alegría.

Patricia le pidió que le cuidara a la niña unos minutos mientras hacía una vuelta, a lo que la vieja, de pelo entrecano y arrugadita como uva pasa, contestó:

- Vaya tranquila mija, que aquí yo le doy el aguinaldo que le tenía guardado a mi ahijada.

La vieja y la niña se quedaron entretenidas, mientras Patricia me condujo a un viejo caserón de fachada descascarada, que dejaba ver sus entrañas de tapia. Esta vez, subimos por unas escalas donde estaban sentadas un par de mujeres de unos 50 años, con gorritos de Papá Noel, cansadas de esperar, gordas, y de faldas cortas.

En su mal sentado, se veían sus piernas hinchadas, surcadas de várices. Y en el maquillaje extravagante con que embadurnaban sus caras sofocadas, delataban su profesión.

Intrigado saludé a las doñas con las cejas y seguí para arriba. Ya en el segundo piso, hacia el fondo se extendía un estrecho pasillo, que apestaba a trapeadora sucia, con una sucesión de cuartuchos pequeños, estos sí, con puertas.

- ¿Pa´ donde vamos?, le pregunté yo a Patricia.

- Por su plata, ya le dije.

Al final del pasillo, en un pequeño cuarto, Patricia llamó a la puerta y esta vez le abrió una mujer flaca y desgarbada; blanca verdosa, casi traslúcida, con ojeras y el pelo revuelto y seco. Estaba vestida de mucama, aunque su traje estaba raído, desteñido con salpicaduras de cloro.

- Hola María, qué más…

- Pues nada mija, la misma joda…- Y ambas sonrieron.

- Vengo por aquello, le dijo Patricia.

- Ah si, dijo la mujer como ida.

- Y también era para pedirle un par de minuticos…

- Bueno, pero que sea un par no más… mire que si me pillan me joden… pero más distinto, y se largó a reir como sin ganas, pelando sus dientes cariados.

Sin entender nada de lo que decían las dos mujeres, María cogió una trapera oscura de la mugre y un balde. Por su parte, Patricia me hizo entrar a un pequeño cuarto. En el interior, había una cama pequeña, tendida por un cobertor de Winnie Pooh desgastado, y un nochero con un ventilador empolvado. Al frente un chifonier sostenido por un par de ladrillos, y sobre este un televisor pequeño a blanco y negro que presentaba una telenovela mexicana con mala recepción: “Simplemente tuya”.

Parado en la mitad de aquella habitación, sin darme tiempo a suspicacias, sin que pudiera tratar de entender sus intenciones, Patricia, me las reveló.

- No se me asuste Don Francisco… Yo sólo quería hablar con usted, explicarle todo… Yo sé que con usted si puedo hablar porque su hermana es mas altanera, y no me dejó.

- Bueno Patricia, y tiene sus razones.

- Yo sé, yo sé… Pero también yo sé que ahora usted, que ha visto como vivo, también puede comprender las mías.

- Si Patricia pero eso no justifica lo que hizo…

- Yo sé, pero también yo sé que usted es más comprensivo y a lo mejor yo pensaba que podíamos llegar a un arreglo.

Dicho esto Patricia puso su mano en mi cremallera y comenzó a frotarme con suavidad. Con su otra mano llevó la mía a sus senos y me hizo tocar su pezón oscuro y erecto.

- …Usted deje las cosas así y yo le hago lo que usted quiera, cuando quiera-, me dijo con susurros en mi oreja.

Con su mano ya internándose en mi cremallera, con su cuerpecito rozándose en mí, con su alientito tibio quedé paralizado unos cuantos segundos. En ese lapso, pensé en su propuesta, mientras dejaba que el diablillo del deseo me aletargara con su melodía de flauta dulce.

Para que lo voy a negar, claro que pensé: Pues hombre son 500 mil por sexo indefinido, y está como buena, además… “lo que quiera y cuando quiera”; Tanteé el costo - beneficio: Una esclava sexual por eso, eso no es plata… Y como ella ya tiene la culpa encima, que más da.

Si me vi tentado, de cuerpo y pensamiento, y quise sucumbir. Pero unos segundos, antes de dejarme llevar, logré zafarme de aquel embeleco. Abrí los ojos y entonces vi a la ratica morena que planchaba, la misma que lavaba con harapos humildes, a la mamá de aquella tierna niña, esforzándose por complacerme.

Entonces ahí sí me sentí ruin. Con todo y lo ocioso que soy, me alejé asqueado, no de ella, sino de mi. Y me sentí más vil, más canalla todavía, al darme cuenta de que me estaba aprovechando de su precariedad, de aquella desesperación lastimera capaz de todo.

Caer, sería descender al fondo del fondo. Así que le hice repulsa, le saque las manos de donde las tenía y la alejé de mi. Aún agitado, le dije:

- Patricia, Patricia… No lo tome a mal, usted es una mujer linda, pero no, no puedo… no podemos.

- Tranquilo,- me dijo apenada pero no vencida,- pues si conmigo no le parece, si quiere le busco aquí una que le guste o a varias distintas.

- No, Patricia no, -dije sonrojado, sin saber como manejar la situación-. No se trata de otra, es que pienso que está mal… digo, que no debería. Simplemente, no me parece.

- Bueno, ya que lo pone así, como quiera, - me contestó, ahora hosca y malhumorada, con un tonito que pasó de la súplica al reproche…- Entonces a lo que vinimos.

Se acomodó la ropa. Se agachó debajo de la cama y sacó una bicicleta rosada para niñas, envuelta en una bolsa transparente. Con tirillas de arcoiris en los manubrios, dos llanticas de respaldo a cada lado de la llanta trasera. Y en el marco dibujos de mi pequeño Pony.

- Mire, este era el traído de la niña, aquí están sus cien mil pesos,- me dijo Patricia, con lágrimas de resentimiento encharcando sus ojos de ratona.


- ¿Y a todas estas, usted como fue que le sacó la plata?, me preguntó Marcela, sacándome de aquel recuerdo.

Obviamente no les conté los preliminares calientes que viví con Patricia, porque entendí aquello como un necio y desperado sacrificio de una madre por su hija. Pero viendo los deliciosos canapés, las magras carnes, la fresca ensalada y los provocativos postres que nos aguardaban, sólo pude pensar que cada plato era una parte, un accesorio de aquella bicicleta.

Imaginé que ese traído truncado, era destajado por nosotros y que ahora, en forma de comida, nosotros lo engullíamos sin pesar ni consideración como ogros hambrientos, que se saborean el dolor de una niña, y se deleitan bebiendo su llanto en noche buena.

Al frente vi a mamá saboreando el manubrio, a Marcela chupando extasiada las tiritas de arcoiris, a Oscar masticando la cadena y a Alejandra triturando las llanticas, mientras que yo me tragaba en silencio aquella calcomanía del pequeño pony.

Por eso, no dude en descargar mi culpa, en compartir mi pena como castigo y les relaté con lujo de detalles que ella me había dado la bicicleta; me acompañó a la casa de empeños donde la consiguió. Y le devolvieron lo mismo que entregó: 100 mil pesos moneda legal.

- Y con ese traído que nunca llegó, es con lo que estamos comiendo aquí, le dije a mi familia en pleno.

- ¿Y usted le quitó el traído a esa pobre niña sin que le doliera un pelo? ... preguntó el Gordo, indignado.

Cómo él, todos quedaron de una sola pieza, boquiabiertos, lelos, fríos y aterrados.

- ¿Usted fue capaz de quitarle la bicicleta a esa pobre niña?, volvió a preguntar mi mamá. Y la respuesta era evidente: “Si, y usted ya se la está comiendo”. Mientras tanto Alejandra se ahogaba, así que Marcela sacó alientos de donde no tenía:

- Mucha Chanda… ¿Usted es que es atembado o qué?

- Apelotardado, atolondrado es lo que es… - intervino Alejandra- mientras se desantracaba el gaznate.

- ¿Ah ahora yo soy una chanda, pero si no hubiera traído la plata, también, soy un pendejo por dejármela hacer de esa rata de alcantarilla, no?... –les dije ofendido.- No pues que había que hacer pagar a esa ladrona de mierda hasta el último centavo, no pues que había que darle donde más le doliera, pues ahí pagó y ahí le dieron donde más duele, y aunque yo fui el que lo hice, fue porque ustedes así lo quisieron.

Entonces todos callaron.

- Bendito sea Mi Dios,- exclamó mi mamá compungida… pero esa pobre criatura no tiene la culpa de nada… Esa niña ni siquiera es de Patricia, ella se la recibió a una señora que se estaba muriendo y la ha cuidado como una mamá ,llueva Dios misericordia, a pesar de que no tiene ni con que caer muerta.

A todos se nos vinagró el genio y la comida. Nadie quiso probar bocado; ni volteamos a mirar el postre. Pero sabiendo todo eso, tampoco nadie hizo nada.

Acto seguido, en medio del silencio que embargó nuestros corazones que a su vez embargaron aquella bicicleta, nos entregamos los regalos al lado del árbol y nos fuimos a dormir deseándonos: ¡Feliz Navidad!


jueves, 16 de diciembre de 2010

Así es uno


Como por variar ya iba tarde. Ocho de diciembre, ocho y media de la mañana y yo rodaba por la Calle 30 hacia el restaurante de mi familia. Iba trasnochado por la noche de las velitas. Me levanté de afán, sobresaltado por la llamada de Marina; una de las trabajadoras de mi mamá, que madruga a las 5 a.m. todos los santos días.

A las 8 en punto había llegado el camión que nos surte de cerveza. Y no me podían esperar más. Dígales que ya salí, que estoy en camino, que en 5 minutos llegó, pero no los deje ir, Marina.

¿Y qué les digo?, preguntó ella, adormilada como siempre. No sé, que vayan descargando las cajas, embolátelos con las empanadas que sobraron ayer y deles malta, lo que sea... Me puse los zapatos y salí disparado. No me molesté en bañarme.

Por la dificultad que dio el carro al arrancar me di cuenta de que le faltaba gasolina. Pero no hay tiempo, tanqueo de venida, me dije calculando que podía llegar de Belén al Poblado, es decir, del extremo occidental al extremo oriental de Medellín, de monte a monte. Pero calculé mal. Estaba andando con el olor y el olor se me acabó justo en la curva de la 30, atrás de Barrio Antioquia.

Barrio Antioquia es un barrio popular, cortado en dos por la avenida 65. Tierra de jíbaros y supermercado de drogos. Semillero de “chimbitas” y cultivo de “plagas”. Manzanas de calenturas, esquinas de vueltas chuecas, callejones de sopladores. Cuadras de partidos de micro y casas donde todos ven pero nadie sabe nada. Todo junto, todo revuelto como un sancocho.

La parte de adelante del Barrio, va del Zoológico hasta la 65. Es un sector medianamente acomodado, supone uno, a consecuencia de su principal actividad económica. Este funciona como una empresa claramente organizada y jerarquizada.

Cada cuadra tiene su plaza, cada esquina sus jíbaros y cada cual respeta los territorios ajenos. Nadie se mete con el plante del otro, se respetan las caletas y la veteranía. Están mejor diversificados que una tienda de cadena; si uno no consigue lo que busca, lo orientan con lujo de detalles, se la traen o se la mandan traer en un santiamén.

Al otro lado de la 65, la cosa parece más caótica. La prosperidad se va perdiendo en degradé a medida que uno se va acercando al Aeropuerto Olaya Herrera con el que limita. Por los lados de la pista se ve un corredor de casuchas de madera o de cemento sin revocar, convertida en un enorme lavadero de buses tipo Pullman que aguardan en fila día y noche.

Cerca de la 30, al lado de este lavadero a la intemperie, hay un amplio lote siempre enlodado, que sirve de parqueadero para maquinaria de construcción. Y frente a este lote estoy yo, solo, varado, en un día festivo de navidad. A mitad de camino de mi casa y del negocio familiar. A espaldas de Barrio Antioquia, en su parte más deprimida. En tierra de nadie, sin teléfonos públicos a la vista, lejos de cualquier bomba de gasolina a varias cuadras a la redonda. Y para colmos, sin un minuto en el celular.

Con todo lo que dije de Barrio Antioquia yo sé, como los que viven allí, que cuando se trata de un barrio popular no se puede generalizar; la mayoría de la gente del Barrio no es mala por su condición. Es gente humilde, rebuscadores, que tratan de sobrevivir de cualquier modo, pero no es mala. Lo sé porque durante muchos años fui un asiduo cliente de su miscelánea, con decir que hasta tenía jíbaro propio.

Allí entendí que el hecho de que uno venda drogas no lo hace a uno una mala persona. Lo que pudre a la gente es lo ilegal del negocio.

Si quieres prosperar en un negocio ilícito tarde o temprano tendrás que demostrar tu temple con sangre para hacerte respetar. Ese es el mecanismo de estos negocios; lo importante no es llegar sino mantenerse y por eso algunos se vuelven unas completas lacras… para mantenerse.

Y sin embargo, con todo lo que sé de Barrio Antioquia y su gente, con el cupo lleno de requisas de polochos por andar por ahí mal parqueado, con los visajes que me tocó aguantar para que me consiguieran un triste calillo en época de escasez y raqueteos, yendo como Pedro por su casa cuando se permitía la dosis personal y viniendo como perro regañado cuando la volvieron a prohibir, con todas esas horas vuelo, justo cuando estaba encerrado en mi carro, me dio culillo estar en Barrio Antioquia. Serán los años que lo vuelven a uno cada vez más nervioso, más gallineto, y me sentí desprotegido y amenazado.

Y eso que ya eran casi la nueve de la mañana. Y eso que a mi lado sólo pasaba inofensiva gente trasnochada, enguayabada, emparrandada hacia sus casas. Con el asiento de una media de ron, de un alelí o de un chirrinchi apaga retinas. Unos cuantos indigentes con costal al hombro, ocultos entre chamizos secos, fumándose el primer puchito de bazuco del día. Nada más. Al fondo, los lavadores de carro, puliendo buses, empezando su día laboral, buscando su jornal. Y con todo y eso, yo apresurado, subiendo la ventanilla del carro, sintiendo que toda esa gente me quería hacer el daño.

Yo que siempre recomiendo esa vía como el mejor atajo para llegar al Poblado, me invadí de pánico. Y mientras tanto recordaba la advertencia que le hago a las mujeres que me acompañan por ese trayecto: Haga esta ruta pero ni se le ocurra de noche, que de pronto la atracan.

Para ser honesto, creí que dejar el carro ahí mientras iba por gasolina, era darle papaya a cualquier deshonesto aventajado. No le voy a dar el gusto a ningún avispado de que se arregle el día conmigo, eso pensaba. Y por eso opté por arriesgarme con una manera que consideré más satisfactoria.

Paré el primer taxi que se me apareció. Le pedí el favor de que fuera a comprarme gasolina a la Estación más cercana. Era un señor gordito con bigote entrecano, que a mi propuesta repuso: ¿Por qué no deja el carro asegurado y yo lo llevo en un dos por tres? Por supuesto yo me negué y le dije que no me daba confianza el lugar. Pero es por la mañana, nada le va a pasar y menos a ese carro.

Yo sé que mi viejo Daewood, modelo 96, está cajeteadito, descascarado y con paños de sol en la pintura, y que era muy remota la posibilidad de que alguien se lo fuera a trastear. Eso sería un encarte hasta para el más desesperado de los ladrones.

Quizás le podían romper un vidrio… pero, ¿para qué?... No llevaba equipo de sonido. Pero recordé aquel mito urbano del carro varado que dejan en un barrio popular y cuando vuelve el dueño lo encuentra desvalijado de espejos y sin llantas.

Llámeme estúpido, paranoico o como quiera, pero imaginarme a mi bólido sobre cuatro tristes ladrillos, provocó que yo me obstinara en la idea de que el taxista fuera por la gasolina mientras yo permanecía a la custodia de mi cacharro. Así que le di 20 mil pesos al taxista, y le pedí que por el amor de Dios no se demorara mucho.

El viejo aquel se río y se fue como quien no quiere la cosa. Parecía la mejor alternativa, pero tan pronto como lo vi alejarse, y perderse de vista, pensé que yo si era el más güevón de todos los varados. ¡Torombolo!, me dije, le acabás de dar de papayita 20 mil pesos, la única plata que tenías a un taxista desconocido que a lo mejor ni va a volver… y me sentí ahora sí más solo y más varado que antes.

Impotente por aquella “burrada olímpica”, no me quedó de otra que encerrarme a esperar mientras me reprochaba:

No puede ser, me eché cantaleta… el señor tenía cara de buena gente. Imposible que se vaya a pegar de 20 mil cagados pesos… Por favor, es un pinche taxista, y esos se pegan de lo que sean. ¿O acaso vos crees que salen a que los vean trabajar?, me contesté… Si, pero todavía hay gente honesta… y si me roba, pues… lo que por agua viene por agua se va… Dejá de decir pendejadas y mejor acordate de la placa. ¿Cuál era, cual era?... TIF 734, TIF 734, TIF 734 ó era TFI 734 ó 736… Ay carajo se me olvidó…

… y punto seguido: Ah, pero eso sí… le voy a dar 15 minutos, y si no aparece, empujo el carro hasta la terminal del sur si me toca. Yo mismo lo desvaro y ese viejo malparido va a saber lo que es meterse conmigo. Me pongo a llamar todo el día a todas las flotas de taxis hasta que lo encuentre. Y si hace falta mañana mismo voy al tránsito, encuentro a ese viejo hijueputa porque lo encuentro y lo denuncio para que le quiten la licencia… es que definitivamente ya no hay gente honrada en este país de mierda… Bueno, calmémonos, seguro que el señor viene… pero y si no… ¿Cuál era la placa?

Psicótico, seguí como disco rayado con este mismo ritornelo. La espera se hizo eterna y el tiempo no avanzaba. No haber sacado el radio para entretenerme aunque sea, pensaba para aderezar mi letanía con más reproche. Y me la pasé mirando para atrás y para adelante a todo taxi que pasaba con la esperanza de que apareciera el señor.

Cuando ya se me agotaba la fe, paró un taxista que se ofreció a ayudarme, pero yo, desengañado de ese taimado gremio, le dije que no con cierta sorna; que ya un colega suyo estaba en esas y pronto regresaría, le dije para ahuyentarlo con evidente grosería.

Aburrido y resoplando de la putería como un toro, desengrané el carro. Cuando comencé a empujar, por la espalda llegó el anhelado taxista. Al verlo, la rabia se convirtió en vergüenza… ¡Cómo pude pensar tantas cosas terribles de aquel noble anciano!... Y luego con alegría de bobo, le confesé: pensé que ya no iba a venir… Hombre, cómo lo voy a dejar tirado… y por cagados veinte mil pesos… eso no se le hace a nadie, me contestó afable. Para acabar de ajustar y hacerme sentir más ruin todavía, me trajo la devuelta completa con cuentas claras y no me iba a cobrar sino la carrera mínima.

Eso ni se le ocurra, le contesté agradecido, con cara de idiota complacido. Luego me dijo: Ojo con esa bolsa que está porosa, y se me regó en el tapete. Me mostró y vi un considerable reguero. El carro le quedó pasado a gasolina como su fuera un Chevette. Y como si ya no fuera suficiente antes de irse me aconsejó: Siempre es bueno que tanquee a tiempo, mire que si lo pilla un tráfico eso le da parte. Es que tengo el medido dañado, le respondí como una excusa.

Tan pronto como cargué el tanque, arranqué. A unos pocos metros, en el lavadero de buses, lo vi echando manguera a su tapete. Por experiencia sé que el reguero a gasolina queda oliendo varias horas. Sentí que con aquel favor había perdido mucho más de lo que yo le había dado. Seguramente iba a pasar todo el día aguantando las quejas de pasajeros asfixiados por aquel denso olor. Qué más se le va a hacer, lo saludé y seguí de largo.

Finalmente llegué a las nueve y media al restaurante. Para ese momento, los coteros ya habían descargado todas las cajas del pedido. Ya se habían comido las empanadas del día anterior, habían refrescado su gaznate con malta. Y no le habían echado el perro a Marina porque Marina es una señora fea y bajita que vive sonsa de tanto madrugar y no inspira.

Como no me pudieron localizar porque Marina no se sabe mi celular, llamaron a mi hermano el gordo para que viniera. Él llegó antes que yo, recibió el pedido malgeniado y entretuvo, no sé como, a los de la cerveza esperando que yo apareciera con la plata.

A pesar de que el gordo estaba cansado de trabajar hasta las 3 de la mañana, y con solo unas escasas 5 horas de sueño, sólo me pidió que pagara, sin pereques.

Fue justo cuando yo iba a pagar, que el gordo detuvo la transacción. Al parecer los tipos del camión habían descargado 5 cajas de cerveza de más, a nuestro favor. No se habían dado cuenta. Como quien dice nos estaban dejando 5 cajas de cerveza regaladas. Casi 300 mil pesos. Esto me lo comentó primero a mi y yo lo comprobé.

En cuestión de segundos, de manera automática, yo pensé: No digamos nada. Ellos son los que pierden, quien los manda a no darse cuenta. Pero luego pensé… esa plata no la pierde Bavaria, esos ricachones de mierda que van a perder, ese descuadre se lo cobran a esta pobre gente… Pero, qué importa, quien los manda. Y me quedé mirando al gordo en un silencio cómplice, como quien dice: Coma callado que ya goleamos.

Sin embargo, el gordo, que no entiende de suspicacias, porque él si tiene la honestidad a flor de piel, llamó al costeño que manejaba el camión y le dijo: Hey Coste, aquí hay unas cajas de más…

En ese instante yo pensé: Gordo regalado, como está esta situación de verraca con estos aguaceros, como estamos de necesitados de plata, y este gordo pendejo regalándola… Eso sí, cuando ellos son los que se equivocan dejando menos cajas ahí si no rectifican, porque a nosotros no nos regalan es nada… Gordo güevón…

Aclarado el asunto, los tipos se llevaron sus cajas. Y como retribución, aquel costeño sólo le dijo: Gracias Gordo, nos salvó de tener que pagar… si fuera otro… Si fuera otro, le dije yo cínico, no les cantamos ni media.

Entonces ellos se fueron, mientras yo me quedé rumiando una rabiecita lenta que me carcomía por dentro y me dañó el día. Gordo Güevón, pensaba una y otra vez, con resentimiento. Mientras que él se despedía con una sonrisa tonta del Coste; contento por su buena acción boy scout del día, con la ingenua alegría que sólo tienen los inocentes, con aquel brillo destellando de sus ojos, con esa candidez idiota que sólo irradian los nobles de espíritu, con esa tontería irremediable de los honrados.

Esa rabia me hizo olvidar que minutos antes dependía de la honradez de un desconocido. Que ese “pinche” taxista me había dado la lección de honestidad a costa de su propio bienestar y que cuando yo tenía que seguir el mismo ejemplo, ya sea con 20 o con 300 mil, no tenía el más mínimo escrúpulo. Ni asomo de honestidad. Así es uno.


Post-Data:

Ese mismo día en la tarde le conté a mi novia lo sucedido. Le devele mis viles intenciones y mis más oscuros pensamientos. Esperé su comprensión, pero a cambio, como merecido pago, sólo recibí esta respuesta:

Ah con que esas tenemos… y a mi si me echás cantaleta porque me robo semáforos en rojo, me restregás en la cara aquellos favores pagados que hice cuando trabajé en la Registraduría, y me echás cantaleta por no cantar las prendas que no registro en el Éxito… ¿Sabés qué? No me volvás a decir ni mierda porque la autoridad moral la tenés en la nalga… Ni más faltaba… ¡Trabajador de Calle! Eso es lo que sos.