miércoles, 19 de enero de 2011

Tres Tortugas


- … Pa´ que vea lo peligroso que es la borrachera…

- ¿Pa´ quien?

- Pa´ los animales

- ¿Pa´ cuales?

- Pa cuales va a ser… pa´ los que andan con el borracho.

Imagínese que por allá en los años 80 un tipo mal encarado llega a una cantina de Guayaquil, pura zona maleva, en pleno centro de Medellín. El tipo ya viene traguiado, pero se manda a pedir aguardiente ventiado. Y de pasante se desmanda a invitar al perro y al gato. Como el cantinero no está trabajando pa que lo vean, le cobra antes de seguirle alcahuetiando la beba. Pero es muy tarde; el tipo está líchigo… ¡y con todo el trago que se ha embutido!… Para que el cantinero no le parta la jeta, el tipo le ofrece como pago tres pequeñas tortugas que vende en la calle. Yo no se las puedo recibir, eso es ilegal, le responde el cantinero. Ilegal no: exótico, replica el beodo. El cantinero entonces lo coge a las malas y le esculca los bolsillos pero a duras penas encuentra unas hojas de lechugas dobladas y secas. Sin más remedio, el cantinero acepta los animales a regañadientes. Pero no se queda con las ganas, y también le parte la jeta al borrachín aventajado. Ahora bien, el cantinero es mi venerado padre.

Y mire como es la vida. Mi papá que se levantó en fincas; que en sus años mozos crió, reprodujo y sacrificó marranos y pollos de engorde; y hasta sacó el título de agrónomo en el Sena, nunca nos dejó tener una mascota. Como siguiendo un pálpito, siempre encontró un pretexto para “no tener otro animal en la casa”, y cuando se refería a otro, era que ya le bastaba con nosotros, sus hijos.

- Apá, danos un lorito…

- Ni riesgos, esos hijueputas son muy malhablados

- Apá, un periquito pues…

- Qué pereza, se ponen a chillar y no dejan dormir

- Una gallinita pues…

- Son muy cochinas, cada vez que caminan cagan

- Un perro…

- Esos son más desagradecidos: de cachorros se comen la casa, crecen y cagan por tres, y ya viejos muerden la mano que les dio de comer

- Un gato entonces…

- Pa qué, pa que uno los alimente como pichón de rico y traigan a la casa enfermedades que cogen en la calle…

- Entonces un pescadito, aunque sea

- Esos traen mala suerte y esa agua estancada deja pasada la casa a vuelta canela de monja

- ¿Entonces que podemos tener, apá?

- No sé, búsquese piojos, persiga cucarachas, póngase a toriar hormigas, amaestre lagartijas… lo que sea, pero a esta casa no entra “otro” animal.

Pero el tiro le salió por la culata.

Es bien sabido que el cantinero debe lidiar con clientes de poca monta. Así que para evitar que cualquier sapo mala paga y resentido lo aventara a Sanidad, por “guardar” fauna salvaje, el viejo prefirió hacerse el bonachón… terminó por llevar a las tres tortugas a lugar más inhóspito: su casa, nuestro hogar.

Esa noche nos reunió en torno a la mesa del comedor. Mientras se embutía su tradicional recalentado reforzado antes de dormir; recalentado que se hacía sentir, con atronadores efluvios el resto de la noche, nos dio la sorpresa.

Sacó de una vasija de plástico tres pequeñas tortugas negras, con manchas amarillas en sus cuellos y caparazón, y no más grandes que la palma de la mano de un niño.

- Este regalo es pa los tres.- le dijo a Marcela y a Oscar; los mellizos, que compartían la tierna edad de 8 años, y para la niña: la niña era Alejandra, de cinco añitos. - Una tortuga para cada uno.

- ¿Y yo qué?- reviré indignado.

- Cómo que qué…

- Y la mía…

- Usted ya está muy viejo para esas cacorradas- yo apenas tenía 10 años-. Eso es pa los chiquitos... además usted es el mayor y tiene otras mascotas para cuidar…

- ¿A cuales?, pregunté yo ilusionado, pensando que el viejo me iba a premiar con otras mascotillas… Pero la dicha no me duró un brinco…

- A sus hermanos… usted debe cuidar a sus hermanos, que a la edad que tienen son cachorros… respondió el viejo con pose de justo juez.

Pobres tortuguillas. A manos de mis hermanos corrieron una peor suerte que en las inclementes calles apestando a smog de buseta, o en las depredadoras condiciones de un hábitat salvaje. Y duraron menos que mariposas silvestres.

No fue sino sacar las tortugas a la luz y ya mis tres adorables hermanos se estaban peleando a mordiscos y jalones de pelo por escoger la que cada uno se atribuía como propia. Para dirimir el conflicto, mi papá que volvía del baño, escogió al bulto, entregó cada tortuga a su nuevo dueño y sugirió:

- Y para evitar más peleas, cada uno se la lleva a la cama… Y ay de ustedes si me hacen levantar, porque ahí si vuela tortuga al zarzo…- dijo el viejo; y se marchó orgulloso, dándose un aire salomónico, dejando una inolvidable estela de recalentado a su paso.

No quiero imaginar la noche de perros que les tocó vivir a esos desgraciados reptiles. Perdidos en aquel vasto desierto de sábanas revueltas, cubiertos por cobijas secas y calientes, envueltos hasta la asfixia, clamando por un poco de humedad; presas del asedio incesante de estos enormes captores que no les dieron tregua hasta que cayeron fundidos de tanta contemplación y cariñito, de tan hostigante manoseadera.

Al día siguiente, cuando mis hermanos abrieron los ojos, dos tortugas habían desaparecido. Pero bastó una buena revolcada de cobijas para que la tortuga de Oscar saliera disparada contra la pared y la otra, la de Marcela, rodeada por la agitación, decidiera salir por las buenas de la funda de una almohada, ya mareada y rendida.

Tras una eterna noche de insomnio impuesto, confinadas a nuestras camas, buscando fútilmente un escape imposible, las tortugas amanecieron secas, con la piel agrietada y pálidas a más no poder. Si no hubiera sido porque mi mamá obligó a mis hermanos a dejar las tortugas mientras desayunábamos, las pobres no habrían sobrevivido para el almuerzo.

Lo cierto es que mis hermanos comieron a la carrera y con desgano, para seguir en su contemplación.

- ¿… Ya podemos jugar con las tortugas, amá?, preguntaban aún con la boca llena.

- No hasta que no se bañen…

- ¿Entonces nos podemos bañar con ellas…?

- No, porque las pueden ahogar…- recomendó mi mamá más comprensiva que mi papá con los atormentados animales.

- Tan boba mi mamá… qué se van a hogar… No ve que son acuáticas…

¡Y qué le hemos dicho a mi mamá!

Para no pecar de ignorante, mi mamá ahora igual de comprensiva con nosotros, no dijo ni mu, nos desvistió a todos, abrió la canilla… y tortugas y niños al agua.

Durante aquel baño recreativo, las tortugas fueron víctimas del chorro inclemente que caía sobre sus atribulados cuerpos como una cascada.

- Mirá cómo esconden la cabecita en el caparazón, qué belleza…- decían las niñas conmovidas.

- Vamos a enjabonarlas-, propuso mi hermano, más aséptico.

Y todos a embadurnarlas de jabón y a estregar sus caparazones con estropajo, para sacarles todo el mugre que cogieron en la calle. Porque, como dice mi mamá, higiene es salud.

Hacia la media mañana, mis tres hermanos por fin regresaban a las tortugas su hábitat natural, no porque lo necesitaran ni mucho menos, sino porque después de cumplidos los deberes del aseo, ya era hora de jugar.

Por conmiseración con las tortugas, y también para controlar el desorden que se avisoraba en el pequeño patio de un metro al fondo de la casa, pero sobretodo, para evitar que le dañaramos las matas que tanto ahínco había hecho pelechar, mi mamá sacó del cuarto de rebrujos una vieja bañera de Alejandra.

En el centro de la bañera vació un montículo de tierra de capote, a manera de isla, y llenó la bañera con agua. Como tapete natural y proveeduría de alimentos, dispuso unas hojas frescas de lechuga y en un santiamén, las tortugas tuvieron una emulación casera de su propio hábitat, todo un ecosistema a escala. Aunque para mis hermanos, no significaba más que un parque acuático para la recreación de sus mascotas.

Al comienzo, reinó la fraternidad en aquel mundillo. Mis hermanos dejaron en plena libertad a sus tortugas para que hicieran lo que se les diera la regalada gana. Pero muy pronto los invadió el aburrimiento de la somera contemplación. Fue entonces cuando Marcela propuso:

- Vamos apostar a las carreras de tortugas.

Y así se hizo, y en varias modalidades.

La primera justa deportiva fue: la primera que llegue a la lechuga. Por acuerdo unánime, cada uno tomó su tortuguilla, la puso en un extremo de la isla de capote y a la voz de tres, la soltaba para que se desplazara hasta su alimento. Pero este juego no representó mayores emociones, ya que las tortugas no colaboraron ni con el entusiasmo ni la velocidad esperados.

Entonces acordaron darle más intensidad y dificultad a la competencia. Vaciaron toda la tierra de capote a una matera y dejaron aquel ecosistema reducido a una enorme piscina. Minutos más tarde, aullaban de la emoción dándole ánimos a sus respectivas mascotas para que nadaran de un extremo a otro la bañera. Pero a las tortugas tampoco les interesó llegar a ninguna parte, y se limitaron a flotar y chapucear en medio de la bañera sin destino aparente.

Lo único que se ganó en aquellas olimpiadas, fue la desazón de mis hermanos y que se enfrascaran en otra nueva riña. Tras los bochornosos resultados de las competencias acuáticas, las tortugas se mezclaron, nadando en la mitad de la bañera, y ya ninguno de mis hermanos sabía cual tortuga era la suya.

En la confusión, cada uno empezó a reclamar la del otro, pero el único rasgo aparente para identificarlas eran las manchas amarillas en su piel y caparazón. Labor ardua, si se tiene en cuenta que casi todas las manchas se parecían, y en cuestión de tortugas es casi imposible diferenciarlas por esta característica. Coja un par de tortugas y verá.

En medio de la trifulca que se armó, y para evitar que mi mamá los encendiera a correa a todos por la lluvia de empellones que se estaban propinando, cada uno de mis hermanos tomó la tortuga que pudo, y la llevó a buen resguardo. Desde entonces, con tortuga en mano cada uno se fue por su lado.

Mi mamá siempre repite que la soledad puede ser a veces mala consejera. Sobretodo para los niños. Pero yo creo que no es tanto la soledad sino la curiosidad lo que impulsa a los infantes a cometer actos de ingenua barbarie. Y para la muestra este botón.

Apartados uno del otro, mis tres hermanos se aislaron para jugar a su modo particular con cada una de sus mascotas. Pero los juegos suele volverse monótonos y es entonces cuando surge una pregunta que conduce el juego a terrenos más peligrosos. Natural insatisfacción, naturaleza humana, llámelo como quiera, lo cierto es que al rato mis hermanos se aburrieron de jugar con sus tortugas, y todos sin excepción, sin decirse nada, sin ponerse de acuerdo en lo más mínimo, terminaron haciendo prácticamente lo mismo.

Oscar fue el primero. Al día siguiente de la pelea con las niñas, ya estaba cansado de contemplar a su tortuga comer lechuga con su boquita puntuda que asemejaba a un pico. Entonces decidió enviarla a una expedición militar. Tomó sus soldaditos verdes de plástico y se internó en las materas de mi mamá.

Entre la espesura vegetal del patio se percató de que la tortuga tenía en sus paticas unas diminutas uñas, con las que escarbaba la tierra. Fue entonces cuando le pudo surgir la pregunta:

¿Buscará humedad la tortuga?

Pero no. No fue esta la pregunta que se hizo el gordo. Fue:

¿Ya que la tortuga escarba la tierra con sus uñas, cuanto se podrá enterrar?

Y fue así como desapareció la primera tortuga de la casa.

Al siguiente día, mientras Oscar lloraba la pérdida de su primera mascota, o más bien, lloraba su primer asesinato, Marcela, su melliza, hacía lo suyo.

Acostada en su cama, harta de manosear a su tortuga, de palpar con las yemas de sus dedos los pliegues de su piel, la textura de su caparazón, la estructura sólida de su peto, llegó a la inevitable pregunta:

¿Cuánto peso será capaz resistir el caparazón de esta tortuga?

Y no mejor suerte, corrió la tortuga de Alejandra. En pleno día de sol, sentada en otra previsible reunión con sus muñecas de cabecera, vio flotar impasible a la tortuga en la bañera. Allí, quizás envenenada por las habladurías de su confidente más íntimo: Liborio, su oso de felpa, no tardó en someter a la tortuga a la duda:

¿Cuánto puede nadar una tortuga antes de que se canse?

Por culpa de estas cándidas preguntas. Por darle rienda suelta a la curiosidad, en menos de lo que canta un gallo, tres días si mucho, en la casa ya no había ni rastro de las tortugas. Ya eran un lacrimógeno recuerdo, que aún estremecía a mis hermanos con profundo pesar y culpa.

Dicen por ahí que los asesinos despiadados solo lloran o celebran su primera víctima, porque ésta les abrió la Caja de Pandora; el camino hacia la oscura profundidad de su alma. Porque ésta dio respuesta a una pregunta que no debe responderse nunca.

Yo puedo asegurar que siendo un niño ya escuché aquel llanto inconsolable de los que se preguntaron y se atrevieron a saber; yo lo vi en las lágrimas de mis hermanos, tan pronto como se fueron las tortugas.

Yo fui testigo de cómo Oscar enterró viva a su tortuga bajo un alud de tierra de capote de una matera. Y me quedé esperando que con sus diminutas uñas pudiera salir a la superficie.

Yo vi como Marcela probó la resistencia del caparazón de la tortuga dejando caer el peso de una pata de su cama, hasta quedar convertida en papilla.

Y también dejé perderse hasta el fondo de la cloaca a la tortuga de Alejandra, arrastrada por el remolino de agua cuando ella vació el retrete.

Desde ese día y para siempre, yo también lloro a esas tres tortugas… porque con un silencio aterrado y una parálisis expectante sacié mi curiosidad y supe cuanto puede nadar, cuan resistente es su caparazón, y cuan profundo puede enterrarse una tortuga no más grande que la palma de una mano; porque así también me convertí en cómplice y verdugo.

La gente suele decir que la curiosidad mató al gato, pero yo cada vez que escucho esa frase recuerdo a las tres tortugas y pienso mejor en otro adagio: Dime cúal es tu curiosidad y te diré como eres de cruel.

Hacia la media noche de ese fatídico día, cuando mi papá se embutía su recalentado para irse a dormir, se enteró de la inocente masacre perpetrada por sus hijos. Entonces sentenció:

- Así berreen y pataleen, no les vuelvo a traer animales a esta casa.

Y fue cierto… pero solo en parte; por esa maldita tendencia a querer saber de primera mano como quema el fuego, por la ansiedad permanente de tanta pregunta sin resolver, porque uno no escarmienta… Una semana después Marcela apareció en la casa con un pollito, que compró en las afueras de la escuela, pintado de rosado fosforescente.

Miscelánea


Consejo de escritor

“…Y evite la carreta… En la cortedad y la brevitud está la precisión de la lengua”


Aforismo 2 (con adición)

“Los borrachos siempre dicen la verdad, los periqueros la repiten, los marihuaneros la piensan dos veces y los sacoleros se la inventan”


… El sonido de las palmeras (sic)

Hace días escuché el siguiente saludo en Latina Estéreo que quiero compartir:

“… Y un salsaludo de Latina Estéreo para Banano, Carepiña, La Fresita, Naranjo, Papayo, Mango Viche, los hermanos Chontaduro y Borojó, Café Moca, Pistacho, y demás parceros del combo salpicón en la esquina del sabor”