lunes, 30 de enero de 2012

Bizarro


Trato de pasar la calle pero el semáforo cambia. Me detiene. De pronto miro al lado y me encuentro a un moreno igualito a mi. Crespo, alto, flaco y desgarbado. Nos cruzamos las miradas y él también parece reconocer su imagen en mí. Lo reparo de pies a cabeza. Veo sus tenis untados de barro, el pantalón amplio como si fuera regalado. La camisa de tela china con el cuello floreado. Sus manos son diferentes a las mías: callosas y amarillentas en las palmas. Tampoco nos parecemos en los codos. Los suyos están endurecidos y blancos. Y su cara, aunque se parece a la mía… su cara está erosionada por el acné. Pienso que he encontrado a mi bizarro. La copia idéntica que todos tenemos en el mundo está a mi lado. Paradoja del destino.
Noto un parecido tan asombroso entre él y lo que recuerdo cuando me miro en el espejo que se me eriza la piel. Quiero hablarle pero no sé que decir. Me pegunto que pensó Supermán la vez que encontró a su bizarro. Recuerdo al “Príncipe y al Mendigo” de Mark Twain. ¿Que me diría él si yo le propongo que cambiemos de vida por unos cuantos meses? ¿Será que quienes nos conocen, nos quieren, y saben como somos, se darán cuenta de que están con otro hombre? ¿Podré resistir acaso que le haga el amor a mi mujer, que me reemplace en el trabajo, y viva en mi casa? Lo escruto con disimulo. Me carcome la duda de si el estará pensando que yo también soy su bizarro.
¿Cómo me verá? ¿Qué pensará? ¿Cómo vivirá? ¿Si yo soy parecido a él o él es que se parece a mi? ¿Quien es el reflejo de quien?
De pronto mi similar rompe el hielo y me dice: “Patrón, una moneda, de calidad”. Me estira su mano gruesa endurecida, callosa por el trabajo. Dibuja en su cara una mueca de compasión. Mientras me busco en los bolsillos, veo el brillo de sus ojos. Descubro. No. Imagino que su alma y la mía son réplicas, gemelas encerradas en dos cuerpos idénticos pero viviendo una realidad distinta, paralela. Cuando dejo caer las monedas sobre su palma me pregunto por qué no soy yo el que las estoy recibiendo. ¿Qué hace que él ocupe el lugar en el que existo?, ¿Qué trágica broma hizo que yo naciera de unos padres como los míos, que tenga las cosas que tengo? ¡Qué misterioso designio hizo que él no sea lo que yo soy!
Pero a él no parece interesarle las mismas preocupaciones. Cuando cambia el semáforo, me dice: “No se sienta ofendido pero usted me recuerda a alguien”. Será a usted mismo, le respondo. Pero mi bizarro no contesta. Me recibe las monedas y me da la mano agradecido. Cuando me aprieta con sus manos ásperas siento un corrientazo en mi cuerpo. La visión del mundo se me nubla por un par de segundos. Él sigue su camino, borroso. Mientras mi visión recupera el foco, lo veo irse como yo; tirado hacia delante con la boca abierta y yo también sigo mi camino en dirección opuesta.
Entonces me siento raro. Me veo los tenis rotos y embarrados, el pantalón sucio, las manos callosas. Corro a una vitrina y veo mi reflejo. La cara surcada por el acné, el pelo grasoso y el cuello de la camisa floreado. Sin entender que me pasa, salgo corriendo para darle alcance a “mi otro yo”. Esto no puede estar pasando. No es lógico. No es real. Pero lo es. Me aruño para descubrir que no es un sueño, ni una pesadilla.
Entonces pienso que el desgraciado bizarro aprovechará mi cuerpo para apropiarse de mi vida y posición. Le hará el amor a mi mujer, dilapidará mis ahorros, chocará mi carro, delinquilará a mi nombre, destruirá mi prestigio en el trabajo. Tengo que detenerlo antes de que eso ocurra.
¿Por qué me pasa esto a mí? No tengo mucho dinero, ni grandes posesiones, ni estatus, pero lo que tengo es todo. Soy solo un pez del abigarrado cardumen de la clase media, un profesional que a duras penas se mantiene a flote. Es todo lo que puedo pensar mientras lo busco en la calles, en la cuadras, entre la gente y el comercio. Pero es inútil. Parece que se lo tragó la tierra.
Pienso que lo mejor será correr a mi casa urgente y avisarle a los míos lo ocurrido. Seguro que no me creerán. Para ellos seré un extraño, un timador, un oportunista parecido a mi y se harán a oídos sordos a mis explicaciones. Pero sé que los puedo convencer con detalles de mi vida que solo ellos conocen. Eso es. Así me creerán y estarán dispuestos a ayudarme para atrapar al bizarro. ¿Pero luego qué?...
Luego, le daré la mano al bizarro para que se deshaga este hechizo, maldición o lo que sea que haya pasado para quedar encerrado en este cuerpo. ¡Dios mío ayúdame!... Un momento, que estoy diciendo, yo no creo en Dios. ¿Y si no resulta? ¿Si sigo atrapado?, ¿Si no hay solución para esta paradoja? Entonces seré un fenómeno, producto de inexplicables fuerzas paranormales. Muchos no lo creerán y no faltarán aquellos estúpidos que me vean como émulo. Como una santidad. Eso sí la ciencia no me captura antes, a mi y a mi bizarro para descuartizarnos en busca de alguna revelación. No. He visto demasiada televisión. Nadie me creerá. Peor aún seré un monigote de los medios. ¿Y si no es así? Que tal que deba seguir mi vida en esta cuerpo anónimo y desafortunado.
¿Podrán seguirme amando los que ya me conocen? ¿Se acostumbrarán a esta nueva apariencia? Si por lo menos este pobre diablo tuviera plata, gracia y presencia, no sería tan malo. Bueno al menos me queda mi inteligencia, mi carisma y mi encanto. Eso me hará levantar. Salir del lodo y triunfar como hasta ahora lo he hecho. Si señor, aunque tenga este cuerpo y el entorno en contra me impondré.
A quien engaño. Necesito mi cuerpo. Es parte de lo que soy. Es increíble todo lo que se piensa en los momentos de desesperación. Las preguntas y las imágenes se atropellan en la cabeza. Un segundo parece contener una eternidad, como en los sueños. Pero al no encontrar al ladrón de mi esencia, solo me puedo preguntar con lástima y frustración: ¿Qué será de mi vida?
Después de dar vueltas por varias cuadras, vuelvo a la misma esquina donde todo comenzó. Y allí lo veo. Me veo. Tratando de pasar la calle pero el semáforo cambia. Me detiene. Nos detiene. Lo sorprendo por la espalda y lo agarro del hombro. Todo se nubla otra vez y los dos reaccionamos a una descarga eléctrica. Cuando reacciono, no sé que hago parado frente a ese tipo que se parece a mi. Pero de inmediato lo recuerdo todo. Aquel hombre acaba de darme unas monedas. Entonces pienso que la pobreza y la riqueza es un asunto de comparación. Pero me voy feliz porque siento que la felicidad de tener con que almorzar es única e irrepetible. Y termino pensando que cual igualito a mi ni que cuentos, pobre y todo, con la pinta que yo soy no hay doble que me iguale.

miércoles, 11 de enero de 2012

Se le cruzaron los cables


-¡MARINAAAA!
Así: MAYÚSCULO, era el grito que escuchaba Doña Tulia todos los miércoles en la noche, del inquilino del piso de arriba. Era un alarido estremecedor que le hacía regar la sobremesa en las noticias de la siete; la garganta se le desgañotaba y le quebraba la voz en gallos como a un adolescente en ciernes, tan agónica y desesperada, que reverberaba en aquella calle ciega de Belén La Gloria, y terminaba por hacer aullar a los perros del sector, que sumaban su eco a aquel alarido como un efecto dominó.
Quién podía creer que aquel lamento proviniera justo de ese muchacho tan sosegado, de tan buenos modales, ¡y tan servicial!... que no escatimaba oportunidad para detenerse en el descanso de las escaleras y dedicarle, sin excepción, unos minuticos de su acelerado ritmo de vida: “¿Cómo amaneció Doña Tulia?, ¿cómo siguió de la ciática?, ¿Y qué se ha tomado para las rodillas?, la agüita de caléndula es muy buena, eso era lo que se tomaba mi finada abuela ¿Y qué le ha dicho el médico?... o preste para acá mi señora yo le ayudo con esos paquetes, tranquila que no es problema, insisto”, le decía con una voz suave, de lenta dicción.
Cómo concebir algún asomo de trastorno en aquel muchacho de delicados pero varoniles ademanes. Tan pulcro, con su peinado hacia atrás ceñido al cráneo y brillante de la gomina, afeitado como Alaín Delon, en los tiempos en que Arturo la llevaba al cine, años ha. Cómo imaginar siquiera un desequilibrio en aquel joven que se veía inmune hasta de sudoración. Siempre exento de arrugas en sus trajes finos y oscuros, con mancuernillas doradas en el puño, con sus camisas recién planchadas, y sus coloridas corbatas de telas finas y nudo perfecto.
Ya cualquiera quisiera tener una estampa de hombre de esos hoy en día, de promisorio corredor de bolsa de valores. ¡Qué más carta de presentación que esa! Por eso mismo le había alquilado el tercer piso a él y se había negado a esa pareja de recién casados; precisamente para evitarse las riñas que tarde o temprano estallan en una pareja cuando empiezan a convivir. Lo sabría ella, con los siglos que llevaba de casada y la cantidad de muchachos que le tocó dar a luz y que seguía levantando en sus copiosos nietos. Y sin embargo, nada más fútil que aquella precaución, ya que ahora tenía que soportar aquellos chillidos, cargados de una ira tan profunda que era inevitable no hacerse una imagen de ese atormentado joven en aquel terrible estado: con el cabello alborotado y un mechón endurecido caído en la frente, la camisa por fuera doblada en las mangas, parches de sudor en las axilas y la corbata floja, desbaratando la casa, su casa… pero lo que más le aterraba era imaginarse esa cara enrojecida, los ojos desorbitados y esa boca babeante, de dientes rechinantes como un perro rabioso.
Varias veces tuvo que morderse las ganas de subir y tocarle la puerta para esclarecer el motivo de la angustia del vecino, pero los ímpetus siempre se vieron frenados en seco por el reproche de Arturo que, apoltronado en su sillón de cuero y sin despegar la vista del televisor, le repetía aquel sonsonete:
“Ni se te ocurra abrir esa puerta, mujer… dejá en paz la vida de los vecinos por el amor de Dios… Ya sé que la casa es nuestra, pero ni tanto, desde el preciso momento en que se te metió la idea de alquilarla, porque dejame recordarte que fue a vos la que se te metió en la cabeza esa brillante idea, dizque para no quedarnos tan solos después de que Rodrigo se casó… ahora trágate la lengua, porque por tu culpa nos toca aguantarnos las mañas de todos eso fulanos... Y así no te guste ni media nos toca respetarles la privacidad, así hagan de su culo un florero y de nuestra casa un tugurio, como la dejaron los últimos.”
“Ya sé, pero no tenes que ser tan altanero… no vengas a agarrarla ahora conmigo”, le contestaba ella ofendida por aquella cantaleta de ese calvo perecoso. Para evitar más encontronazos terminaba por irse a la cocina a prepararse una agüita aromática, a ver cómo calmaba esa ira mala que Arturo le causaba con esa indiferencia lacerante, a dejar que el silencio disipara la mala leche de su marido y sanara la ofuscación que él le alborotaba… “Ya sé que yo con vos nunca puedo contar”, mascullaba ella, en un murmullo imperceptible en el último sorbo de la humeante bebida de manzanilla. Y se iba a la cama empiyamada con una larga batola de flores, con esa resignación estoica con la que había aprendido a lidiar su largo matrimonio. “Derrotada pero no vencida”, pensaba. Con la curiosidad picándole cuando estaba tumbada boca arriba mirando el techo, paraba oreja como premio de consolación, buscando armar en los sonidos nocturnos del piso de arriba el rompecabezas incompleto que la dejaba en vela, hasta que las pastillas contra la ansiedad, las que le recetó el doctor Zanabria, el neurólogo, la hacían rendirse y caía profunda.
Al día siguiente, levantada por costumbre desde las 5 de la mañana, mientras amasaba y ponía las arepas en la parrilla, volvía a inquietarse cuando escuchaba el golpe metálico de la puerta al cerrarse. A tientas seguía los pasos de aquel muchacho bajando las escaleras y deslizando sus arrastraderas se iba al balcón a verlo salir para el trabajo. Lo espiaba apenas sacando su cabeza sembrada de rulos, con la esperanza reanimada de encontrar algún indicio de su extraño comportamiento, para dar crédito a sus sospechas de que algo anormal escondía. Pero lo único que encontraba era la desilusión de verlo igualmente impecable, e incluso más rozagante; llevando su maletín de ejecutivo joven, con aquella vitalidad de quienes gustan de madrugar, con la vivacidad y el temple de quienes se bañan con agua fría y salen optimistas a ganarse el pan de cada día.
Después de aquella efímera decepción, la asaltaba un pequeño bichito; la idea de aprovechar que Arturo todavía roncaba para tomar la copia de las llaves del tercer piso y subir furtivamente para descubrir, en las ruinas de la batalla campal de la noche anterior, el motivo de aquellos gritos y la razón de sus desvelos. ¡Si no fuera por el desgaste de su rodilla derecha, y por la indicación expresa del doctor Sandoval, el ortopedista, de evitar subir peldaños, so pena de tener que aguantar esos terribles dolores que la dejaban inmovilizada en cama días enteros con las rodillas hinchadas, ya habría dado rienda suelta a su curiosidad! Así que lo mejor era resignarse. Envolatar los pensamientos que cavaran en aquella duda mientras terminaba el desayuno.
¿Quién era Marina?, era la pregunta que más le martillaba la cabeza. ¿Acaso aquella rubia espigada y zarca, más bien malaclase, que venía a quedarse los fines de semana, blanca como la leche, con los cachetes colorados como esas muñequitas rusas: las Matrioskas, que ella tenía en la repisa de su salita de estar?; ¿O sería la otra, la bajita gordita de cabello castaño, que lo visitaba entre semana, cada vez con menos frecuencia ya, y que justo venía cuando él no estaba para dejarle regalitos dulcemente empacados en la puerta?; ¿A lo mejor era esa morena esporádica, pintoreteada de labial rojo, minifaldas chillonas y medias veladas, que él traía siempre los jueves de juerga, ya pasados de tragos, en medio de risas escandalosas, y de un sonoro; ¡Shhiii! Con que él la reprendía para que dejara la bulla, y que sin embargo, subía con pasos tambaleantes y tan pronto se instalaba ponía esa escandalosa salsa romántica para taconear hasta bien entrada la madrugada? Pero no. Algo palpitando en su interior, una intuición quizás, le decía que no era ninguna de ellas. Al menos por su recuerdo auditivo nunca escuchó más allá que discusiones y rápidas reconciliaciones, frases de enojo y disculpas con la rubia en la cocina; dispersas pero contenidas recriminaciones y alegatos con la del pelo castaño en el teléfono, y delirantes gemidos de gata en celo de la morena, que reverberaban en los pasillos durante la madrugada.
Aquella disertación sólo dejaba cabida para que Marina fuera aquella mujer menudita y baja, con cara de ratica, saquito de lana descocido, falda de paño azul y zapatos de charol raspados con medias, la que venía a arreglarle la casa… la misma que ponía la Voz de las Américas desde un radiecito de transistores a la par que restregaba el piso los miércoles… ¡Claro, los miércoles! Cómo no había atado esos cabos antes. Y aquella revelación le alegró la media mañana de frutica picada, que le recomendó el Doctor Benavides, el dietista, y le animó a prepararle un suculento sancocho a Arturo. Incluso se lo llevó hasta el televisor para que se lo comiera mientras veía las noticias del mediodía, como prenda de reconciliación.
Ahora que ya había creído encontrar la forma femenina causante de ese grito, pasó la tarde zurciendo las medias de su marido y echándole ojeadas a su nieto Benjamín, el hijo de Matilde la mayor, que hacía su siesta luego de llegar de la guardería. Entre madejas de hilo y ensartadas de aguja se la pasó suponiendo la causa de aquel grito, y tras cavilar varias horas, en un vaivén de ideas al compás de su mecedora, llegó a una conclusión satisfactoria.
Esa noche, cuando escuchó el chirrido oxidado de la puerta de la calle, Tulia tomó un paquete de compras como pretexto y salió a las escaleras simulando que se lo encontraba de pura casualidad. Lo abordó y luego del consabido ritual de preguntas y respuestas sobre el día de cada uno, como quien no quiere la cosa, arremetió con su plan.
-Ah que pena importunarlo Joven… y espero que no me malentienda con lo que voy a decir, pero necesito pedirle un grandísimo favor…
-Si Doña Tulia, ¿en qué le puedo servir?…- le respondió él atento y un poco intrigado.
-Pues más que servirme usted, lo que necesito es que le recuerde a esa señora que viene a arreglarle la casa… ¿cómo es que se llama ella?
- Marina…- con esa respuesta, Tulia confirmó sus sospechas y se dio alientos para enfilar armas.
- Eso, Marina… pues, cómo le dijera yo, no es para que lo tome a mal ni mucho menos, pero es que ya van varias veces que le pido a esa señora encarecidamente que no deje las bolsas de basura en la entrada desde el miércoles porque como usted sabe el camión sólo pasa hasta el sábado y eso nos tiene muy perjudicados. El mosquerío que se forma es impresionante, esos olores llaman a los perros de por aquí, que no son poquitos, y atrae a indigentes que abren esas bolsas y dejan un reguero espantoso por toca la acera.
- Que pena con usted yo no sabía, pero esté tranquila que el próximo miércoles le pongo punto final a eso…- dijo el muchacho, sonrojado de la pena.
- Pero dígaselo como cosa suya, - insistió Tulia- lo último que yo quiero es causarle problemas a esa pobre mujer.
- No se preocupe que…
- Es que hay que ver la brega que dan esas muchachas hoy en día- lo interrumpió premeditadamente Tulia - Una les dices las cosas y como que ni oyen ni ven ni entienden, o se harán las que no quieren entender… Cómo sea… pero hay que implorarle paciencia al altísimo para no estallar porque es pan de todos los días que fijo quiebran un plato y justo descompletan es la vajilla que uno guarda para atender a las visitas, o curten con blanqueador la camisa más fina, o cómo le parece cuando sacuden; tienen esa bendita manía de no dejar las cosas donde las encontraron y entonces es uno busque que busque entre cajones, desbarate la casa de arriba a abajo, y préndale veladoras a San Antonio, santo patrono de lo perdido…- a juzgar por las cejas arqueadas del joven al escuchar el último ejemplo, supo que le había dado justo en clavo y asestó su última estocada-… ¿no le parece?... ¿O a usted no le pasa lo mismo?
-Claro que si Doña Tulia, - le correspondió el muchacho-… es como si todas se pusieran de acuerdo en envolatar las cosas cuando uno les ha dicho de todas las formas posibles que no mueva nada de su lugar… y para qué le cuento el montón de camisas finísimas que me ha manchado con blanqueador… pero ni modo de cobrar nada, al menos a mi me da mucho pesar, porque si le llego a cobrar los daños se les termina yendo el sueldo y hasta me quedan debiendo.
- Como da de rabia, ¿no cierto?, es que caprichosas como ellas solas… complementó Tulia.
- Y lo peor, - confesó el joven, entrando en confianza- es cuando dejan los cables de los aparatos vueltos un ocho, un enredo de nudos que yo no he podido saber qué es lo que harán, pero a veces paso horas tratando de desenredar cables y cables, en nudos que parecen hechos a propósito… para colmos cuando le hago el reclamo Marina me dice que no es culpa de ella, me sale con que los cables se enredan solos de noche… ¿A usted no le pasa?
- Todo el tiempo- le mintió Tulia-. Pero gracias a Dios yo ya di con una muchacha que me recomendó una amiga y desde hace rato que no tengo esos problemas… Es buenísima: callada que ni se siente, juiciosa como la que más, cocina buenísimo, escucha y atiende, no reniega ni pone pereque ni echa sátiras, hace todo al pie de la letra y sobretodo es una lumbrera de honradez…
Doña Tulia dejó pasar unos cuantos segundos de silencio, tratando de despertar interés en el muchacho y cuando creyó tenerlo entre sus garras, le propuso:
-Si quiere yo se la presto el próximo miércoles para que la ensaye sin compromiso. Ahí ve a ver si sigue con la que tiene o con esta, o a lo mejor,- dijo Tulia para convencerlo de sus altruistas y fingidas intenciones- hasta turna a las dos para no quitarle el trabajo a la otra, porque como usted dice también, qué pesar… a lo mejor ella bien necesitada y yo aquí animándolo a quitarle el trabajo… mejor sabe qué… olvide lo que acabo de proponer y mejor siga con…
- Marina… completó él.
- Eso, con Marinita.
- No se preocupe Doña Tulia… y sabe que si le voy a parar bolar a su recomendación… si quiere mándemela el miércoles entrante a las 6 de la mañana, bien puntual eso sí porque yo salgo muy temprano y vamos a probar a esa muchacha…
- ¡Maribel!
-Quedamos así… entonces mándeme a Maribel y no sé diga más.
- Tan divino. Yo sé que no se va a arrepentir… ella es una mula de carga, pero eso sí, muy cuidadosa con lo ajeno, con decirle que en lo que lleva conmigo, que no es poco, no me ha hecho un solo daño, y tan aseada que va encontrar la casa como nueva… además usted no sabe cómo necesita esa platica, con la obligación que tiene que llevar esa pobre mujer.
Asunto arreglado, celebró Doña Tulia al cerrar la puerta, sintiendo el pecho henchido por aquella sensación de victoria. No le importó no bajar las escaleras y culminar el teatro que había iniciado cargando esa bolsa plástica. Y se anticipó a decirle adiós a esos molestos gritos, a esas noches de los miércoles de pasos presurosos sobre su cabeza, a ese abrir y cerrar de cajones desesperados que no la dejaban dormir, adiós y bienvenida su antigua y natural tranquilidad de siempre.
No contenta con ello, para darle una puntillada final a su plan, cogió a Maribel por su cuenta. La sentó en la sala para que ésta advirtiera la seriedad del asunto. Mientras la invitó a leche con galleticas, le pidió encarecidamente, casi le ordenó, tener sumo cuidado con el lavado de las camisas de su nuevo patrón, le recordó con lujo de detalles cómo separar las ropas blancas de las de color. Le recomendó especial cuidado para que no se fuera la mano con el blanqueador ni con la loza; barrer, trapear y restregar hasta en el último rincón; cuidadito con mover de sus sitio los objetos que sacudía, y le pidió desenredar los cables como valor agregado; como secreto compartido que debía quedar entre las dos, para ganarse la confianza de aquel muchacho y asegurar su nuevo puestico. ¡Ojo con la honradez,- le advirtió-, ahí de ella si alguna cosa le faltaba a ese muchacho, porque entonces iba a saber quién era Tulia Herminia de Restrepo Gómez… se la vería con ella, se encargaría de regar la bola y no volvería conseguir trabajo en casa decente de Medellín, de eso se encargaría lo que le restara de vida, le acentúo Doña Tulia con gravedad brillándole en sus ojos cansados.
Entre tanto, Maribel: morena flaca, de cabello crespo recogido y rostro adusto, la miró con sus ojos tristes y su boca seria, se levantó dejando ver su falda larga como lo ordenaba su religión, y agachando la cabeza con sumisión le contestó con las únicas palabras que se permitía: “Lo que usted mande, señora”; no pudo más que aceptar con cierto temor ante aquella intimidación, y corrió a despedirse, dejando dos galletas mordidas, a medio comer.
Al miércoles siguiente, al caer la tarde, con un cielo tinturado de anaranjado pero brumoso, Arturo llegaba de su paseo diario para la comida cuando encontró a Tulia envuelta en un vestido enterizo estampado de rosas que le caía en su rollizo y bajito cuerpo. Vio su pelo corto y canoso adornado por un pequeño moño violeta y sus orejas perladas de dos aretes de plata. Sus habituales ojeras lucían difuminadas por una base con la que había embadurnado su cara, sus cachetes estaban ruborizados de un suave tono rosáceo y su cuello abrazado por una aquella cadenita de oro brasilero que sólo se ponía en ocasiones especiales, cuando dejaba su perpetuo encierro.
-¿Y qué estamos celebrando?, le preguntó Arturo, arqueando las cejas.
-Que por fin hoy vuelve la paz y tranquilidad a este hogar,- le contestó ella con una pícara alegría bailándole en su boca, mientras le extendía una copita con vino de cereza para que la acompañara en un brindis.
Al voltear la mirada hacia el comedor, Arturo descubrió que la mesa estaba dispuesta con los manteles y la vajilla que sólo sacaba para atender a las visitas de lejos, organizada para dos, mientras ella le informaba que había preparado la lasagna que a él tanto le gustaba. Intrigado, Arturo prefirió ahorrarse las indagaciones y optó mejor por rascarse la calva mientras ocupaba su asiento.
Aquella cena especial fue servida justo en el preciso instante en que los pasos de su vecino subieron las escalas. Arturo comió en silencio con la mirada puesta en el televisor de la sala, mientras que ella, hablantinosa, le contaba los últimos pormenores de los avances de su nieto en la guardería y una que otra infidencia reveladas por sus hijas sobre los problemas que no faltaban con sus maridos. El postre llegó con las noticias de farándula, la última sección del noticiero. Sólo entonces Arturo dejó su mutismo y le agradeció con un sonoro beso las exquisitas viandas a su mujer. Todo marchaba a la perfección en aquella cena, hasta el momento en que Tulia incitó a su esposo a un nuevo brindis con aquel buen vino de cereza… mientras las copas chocaban y ambos se dedicaban al unísono: ¡Salud!, de nuevo aquel grito desesperado volvió a retumbar en la casa e hizo que Tulia soltara su copa, la cual derramó su líquido violeta sobre el tapete.
El grito era mismo en intensidad y angustia, sólo que esta vez había una variación, que se escuchó con estridente claridad sobre el silencio que reinaba en el barrio:
-¡Maribel… puta vida la mía!
Regado el vino y aguada la fiesta, vinagrada la comida y el ánimo por igual, al cabo de media hora, Arturo arrodillado, refunfuñaba mientras trataba de limpiar la mancha del tapete, siguiendo las indicaciones impacientes de Tulia, que le reprochaba que no estaba restregando con la debida fuerza y le instaba a que le echara más de ese detergente espumoso gringo para lograr mayor efectividad. En ese momento tocaron a la puerta.
Con la cara enrojecida de la ira, el cabello revuelto, la camisa remangada, la corbata suelta, y la boca desencajada como tanto había temido en sus visiones, Doña Tulia recibió al vecino. Lo invitó a pasar pero él se negó. Esta vez no hizo el acostumbrado preámbulo de atenciones y fue al grano. Le dijo que la tal Maribel, le había dejado la casa hecha un desastre. A pesar de que todo lucía impecable en cuanto a aseo se refería, había desaparecido el control remoto de su televisor, el control del equipo de sonido estaba en la taza del retrete, el teléfono inalámbrico hecho trizas en el fondo de la caneca de la basura, para colmos no encontraba el router con el que se conectaba a internet y los cables, los cables estaban hechos una amasijo de nudos, incluso más enredados que los dejados por Marina. Tratando de conservar la compostura, pero visiblemente contrariado, a punto de estallar ante cualquier justificación que reprochara su indignación, hizo caso omiso a las disculpas y explicaciones atropelladas de Doña Tulia. La interrumpió en todas sus tentativas de buscarle explicaciones sensatas a tan inexplicable comportamiento de su recomendada. Sólo le exigió el teléfono de aquella fulana para que diera la cara y le rindiera cuentas con carácter de urgente.
-Esto me pasa por andar de buen samaritano, de güevón, haciéndole caso a las sugerencias de cuanta loca se me aparece…-dijo concluyente, mientras subía las escaleras, con la firme intención de que Doña Tulia lo escuchara y terminó por cerrar la puerta de un estruendoso sopetón.
Al la noche siguiente Maribel lloraba como una Verónica. Enjuagada en un inconsolable llanto, con los ojos irritados, enrojecidos, evidencia de una mala noche y los párpados brotados como dos bolsitas púrpuras. Juraba y rejuraba por las llagas de nuestro Señor Jesucristo y por su bendita cruz que no había hecho nada de lo que se le imputaba. Pero el joven no le creía ni media, parado en la puerta de su casa, impidiéndole el paso a su apartamento a ella, a Doña Tulia y a Arturo que habían preferido dar la cara para resolver sanamente la situación. El muchacho les dijo que mejor dejaran las cosas así para no seguir ahondando en más en problemas sin solución. Con voz recia y despectiva, sin sentimiento alguno de arrepentimiento, le pidió disculpas a Doña Tulia por las palabras fuera de lugar que le pudo haber dicho en aquel momento de ofuscación. Y les cerró la puerta con fría diplomacia argumentando que tenía mucho trabajo.
-Que no nos haya dejado entrar es muy sospechoso- pontificó Arturo una vez en su casa mientras miraba el programa de deportes- a mi me huele a puro truco barato… eso es que el vecinito ya sacó las garras y lo que quiere es plata, como los últimos… ¿Te acordás Tulia? esos desgraciados que querían meternos el cuento de que la casa estaba dizque embrujada, para justificar que la habían desmantelado, y para colmos querían indemnización por daños y perjuicios... Pero ni crea que este pendejo me va a sacar un solo centavo.
- Ah pero esto no se queda así…- exclamó Tulia, sin escuchar a su marido, absorta en sus propias preocupaciones- lo que soy yo a Maribel la voy a exprimir hasta que le descuente el último peso para pagarle a ese y después… después la echo a la cochina calle… y ahí sí que se tenga fino esa porque negra malagradecida va a saber de lo que soy capaz… hacerme quedar así de mal, ponerme en entredicho con la gente eso no se lo voy a perdonar jamás de los jamases… hacerme esto justo a mí, quien le tendió la mano cuando estaba en la inmunda y le buscó trabajo para que se muriera de hambre esa evangélica desarrapada… ¡es que así le paga el diablo a quien bien le sirve!, pero que se vaya teniendo bien fino porque ahora si va a saber lo que es vivir en la miseria… Arturo, llamá ya mismo a Heriberto… cómo que cual, cual va a ser: el hijo tuyo, pendejo… y decile que hable con ese amigo que tiene en la fiscalía para poner un denuncio por robo, urgente.
- Lo mejor es que le pidamos la casa de una vez a ese tipo antes de que esto se nos vuelva a salir de las manos y ya sea muy tarde para lamentos.- sugirió Arturo, pero Tulia ni lo determinó.
Las semanas siguientes Tulia no escatimó esfuerzos para restregarle en la cara a Maribel el irreparable daño que le había hecho a su reputación de señora de bien. Exhibiendo el denuncio, le infundió un terrible miedo a la ya temerosa evangélica; la obligó a doblarle los días de servicio sin pagarle más que los pasajes de ida y vuelta. El monto del salario diario se lo retendría hasta que completara el dinero para reponerle los daños causados al vecino: una suma que echando cuentas ligeras haría que trabajara gratis para ella un par de meses. Sin darle cabida a protestas o réplica alguna, se aprovechó de la situación para esclavizarla de la manera más cínica y descarada: le hacía restregar dos veces el baño, -para sus adentros Tulia llegó a sentir un inconfesable y mezquino placer al ver a Maribel de rodillas sacando el mugre de las divisiones de las baldosas con un cepillo de dientes-… y si encontraba una recóndita mancha en la cocina, por muy pequeña que esta fuera, le exigía volver a comenzar el trabajo; sin importarle la hernia abdominal de la empleada, la obligó a mover pesados muebles para hacerle limpieza general en la casa y en una que otra ocasión vertió la comida que le había preparado en la basura, íntegra, sin asomo alguno de piedad. Se sentía resarcida cada que imponía a la otra su autoridad y recibía la sumisión de un perro castigado. “Y agradecé que no barro el piso con vos porque mi Dios es muy grande”, le decía iracunda Tulia, cada que se pensaba agraviada por cualquier motivo, y si no hallaba justificación, le achacaba el insomnio diario con pretextos, que nunca le faltaron, para someter a aquella empleada a su tirano yugo. ¡Y ah de ella si abría la boca y la aventaba a la oficina del trabajo!, ahí sacaría en su defensa de patrona todos los trapitos al sol, el mismo sol que no volvería a ver cuando purgara su pena en la cárcel, era la amenaza de todos los días, convencida de que la ley y la razón estaban de su lado.
Entre tanto, las noches se convirtieron en un suplicio saturado de insomnios. Aunque no le volvió a ver la cara a su vecino, ni siquiera en encuentros casuales en el descanso de las escaleras, tampoco lo dejó de sentir en el piso de arriba. Por el contrario, al desesperante sonido de cajones abriéndose y cerrándose, de pasos aquí y allá en toda la casa en medio de la noche. Además de los alaridos de angustia e impotencia del muchacho, se sumaron otros más irritantes como el encendido de una licuadora a las tres de la mañana, la activación del equipo de sonido que irrumpía a todo volumen en una emisora tropical en plena madrugada, el molesto ronroneo de una máquina de afeitar que se prendía y apagaba en intervalos toda la santa noche, el televisor que pasaba horas enteras cambiando de canales, y otros molestos ruidos asociados a aparatos eléctricos que no dejaban de funcionar, alternándose unos y otros en una maratón de pesadilla; que quebró la tradicional calma nocturna que reinaba en aquel barrio residencial.
Aquello, por supuesto, trajo consigo el aullido a los perros del sector y cortó de tajo el sueño de los demás vecinos, quienes no tardaron en ponerle la queja a Doña Tulia tan pronto aclaraban los días, y ocasionó que algunos más desesperados rompieran el descanso ajeno para gritar entre las paredes, una exigencia suplicante: “Por el amor de Dios, Dejen dormir… aquí hay que gente que madruga a trabajar”.
Aquellos reproches aislados, pronto se volvieron un clamor general, cuando Plutarco, un borrachito de tienda que hacía las veces de Presidente de la Junta de Acción Comunal, le extendió personalmente una comunicación a Doña Tulia. En ella le advertía de manera diplomática pero firme, que si no hacía nada por detener de inmediato tan molesta situación con su inquilino, debería comparecer ante la inspección del sector como propietaria del inmueble, para que respondiera por los daños y perjuicios que atentaban contra el buen descanso, la tranquilidad y la sana convivencia de la comunidad… con la debida amenaza de que si no atendía estas demandas de manera urgente por las buenas, entonces por las malas tendría que asumir los descargos propios de un proceso penal, y las respectivas sanciones que la ley aplicaría con todo rigor para tal fin.
Sintiéndose acorralada, Tulia le exigió a Arturo que tomara cartas en el asunto. Ya que desde el incidente con Maribel Arturo no paraba de reprocharle que por sus “ocurrencias” el tiro siempre le salía por la culata. Así que le instó a que hablara con el inquilino como el hombre y señor de la casa. Sí había que pedirle que desocupara, entonces que lo hiciera sin dilación, que le demostrara que tenía los pantalones bien puestos, pero ella no se iba a echar el barrio encima, a los amigos de toda una vida por aquel “molesto aparecido”, así fuera muy prestante corredor de bolsa o el mismísimo Putas de Aguadas.
Sin embargo, aunque Tulia no dejó de parar oreja tratando de escuchar cuando los pasos subieran o bajaran las escaleras, se quedó con los crespos hechos y con las ganas de empujar a su marido a que interceptara aquel tipo. No volvió a escuchar salir ni entrar a nadie en el tercer piso en todo el día ni en la noche, a pesar de la guardia que le montó. Era como si se hubiera ido de viaje o se lo hubiera tragado la tierra. Ni siquiera los miércoles volvió a sonar aquel radiecito de transistores con que la tal Marina acompañaba sus oficios matutinos. Por mucho que mandó a Arturo a que tocara en la puerta, en diferentes horarios, todas las tentativas fueron infructuosas; vanas las llamadas al teléfono de la casa, al que oían repicar desde el piso de abajo. Y sin embargo, los electrodomésticos no fallaban cada noche con su estruendosa sinfonía, acompañados de nuevos y escalofriantes sonidos como cadenas que se arrastraba, bombillos que se estallaban, chispeantes cortos circuitos y un cascabeleo que recorría el interior de las paredes como si una serpiente se hubiese metido entre los ladrillos y recorriera aquel tercer piso, palmo a palmo… y lo más curioso, esta vez, ya sin lamentos ni chillidos del vecino.
De nada le valió a Tulia las pastillas para conciliar el sueño, recetadas por el Doctor Guerrero, el internista, ni los codazos impactados a su marido para que se levantara en medio de la noche y fuera a parar en seco al vecino de vez por todas. ¡Pero claro, qué le iba a molestar a Arturo nada! Él dichoso, caía profundo cuando tocaba cama, y roncaba a pierna suelta, con el sueño pesado como una roca. Qué le iba a importar a Arturo que la casa de arriba se le viniera encima, si el dormía y gozaba de una excelente salud; no le dolía ni una muela, y todo porque desde que se casó adoptó aquella actitud despectiva a todos los problemas maritales. ¡Qué le iba a doler algo a ese vergajo desconsiderado, si era ella la que siempre le había dado la cara a los hijos, a las familias y a los vecinos, durante más de 40 años de casados!... Qué iba a mover un dedo, aquel mal marido…
-Hay que pedirle la casa… aprovechamos que es fin de mes, mañana hago la carta, si no da la cara se la tiramos bajo la puerta y que nos desocupe rapidito. – fue la solución práctica que le dio Arturo antes de dormir la última noche, para que su esposa dejara tanto reproche que le vinagraba la comida y le interfería los programas de televisión.
- ¿Y si no aparece nunca…?- le preguntó Tulia, reiterada veces, con el rostro magullado la pobre; la piel marchita y ojeras moradas, señas de no poder dormir.
- Pues entonces ahí sí, llamamos a los muchachos para que vengan a respaldarnos, y lo sacamos porque lo sacamos. Para que te quedés tranquila, para que dejés de amargarme la vida, y estés contenta por fin mujer, si querés también llamamos a la policía, a los bomberos, a la defensa civil, al que querás y le ponemos a esto punto final.- sentenció Arturo, impasible, mientras veía un programa de detectives forenses, en su eterna lucha contra el hampa en las calles de Nueva York.
Justo cuando Arturo cumplía con lo prometido aquel domingo en la noche, y se disponía a entregar la mentada carta de desalojo, tocaron a la puerta. Era el vecino: estaba irreconocible. A diferencia de siempre, vestía ropa sport con una camiseta arrugada y manchas de salsa de tomate, jeans desteñidos y tenis. Peor aún era su semblante: con una barba de varios días, el cabello suelto y grasoso, los ojos irritados como si tuviera conjuntivitis, cubiertos de una pátina amarillenta; el rostro demacrado, el cuello supremamente delgado, exhibiendo las venas y los cartílagos como si hubiera sido azotado por una cruenta enfermedad. Los dientes curtidos y un denso hálito a cenicero; la mirada nerviosa y unas manos trémulas que trataba de esconder. No era ni sombra de lo que fue.
-Doña Tulia, vengo a decirle que le entrego el apartamento.- Fue lo primero que dijo tan pronto le abrió.
-Ah, pues que bueno,- dijo Tulia indiferente y seca, sacando pecho sin ocultar el desprecio que ahora sentía por él-. Precisamente nosotros ya estábamos por dejarle una carta donde le íbamos a pedir la casa… ¡Como usted se perdió misteriosamente de la noche a la mañana!
Arturo aprovechó para extenderle la carta. Le dijo seriamente: “Que tenga una feliz tarde, joven” y se marchó hacia la sala, donde resplandecía, intermitente, la luz del televisor.
- Que pena con ustedes, pero es que me tuve que ir… precisamente por eso es que le voy a entregar la casa.
-¿Y por qué, si es que se puede saber?- indagó Tulia, y antes de que él contestara, continuó- No me dirá que es por aquel pequeño incidente que tuvo con la del servicio… Porque sepa y entienda que nosotros ya pusimos la denuncia en la fiscalía y le hemos venido descontando la plata del salario para pagarle todos los daños… Si quiere aquí se la tengo, peso sobre peso… dígame cuanto se le adeuda para dejar las cuentas claras y el chocolate espeso; porque a nosotros no nos gusta quedarle debiendo nada a nadie…
-No se preocupe Doña Tulia… que no me deben nada…
-Ni más faltaba.- repuso ella-. Es que no es ningún favor, así como usted paga el arriendo, así ella debe responder por su trabajo, es lo justo.
-La verdad Doña Tulia, es que Maribel no me hizo ningún daño.
-¿Cómo así?- contestó Tulia, abriendo los ojos… ¿Y entonces todo el papelón y el escándalo que usted nos hizo el otro día qué…?
- Pues eso es lo que yo creía al comienzo, pero después me di cuenta de que Marina tenía razón: no fue Maribel.
- Un momentico, barájemela más despacio, que ya me perdí… - interrumpió Tulia- ¿si no fue Maribel entonces quien fue…?
- Pues cómo le explicara… luego del problemita ese, yo no volví a llamar a nadie a que me arreglara la casa. Mejor me puse a hacer los oficios yo solo para evitar… Así que organicé mi casa a mi modo… Pero cuando volví del trabajo, por la noche encontré todo patas arriba otra vez. Las cosas fuera de su sitio, los cables enredados otra vez y para acabar de ajustar el cableado de la casa salido por los plafones y otros, colgados del techo, como arrancados de las canaletas a las malas.
Impresionada por la confesión, Tulia entrecerró los ojos, y con desconfianza preguntó:
-¿Y por qué no nos dijo nada?
- Pues para qué iba avivar más las llamas… se acuerda la noche que ustedes subieron con Maribel, pues precisamente esa noche fue que encontré todo así de revolcado y no los dejé entrar por eso… para evitar que creyeran que yo me estaba aprovechando de la situación o peor, para evitar que me creyeran un loco al ver su casa en ese estado.
- Entonces ahora me tengo que comer el cuentico este de que la casa sola se le fue desplomando así como así y que los cables se salieron solos…
- Yo sé que no es fácil de creer pero, le juro por esta cruz, que las noches siguientes yo mismo vi como los cables se arrastraban por el piso, se enredaban en las columnas, se arremolinaban unos a otros, y aunque parezca una locura, vi cómo los enchufes de los equipos eléctricos se metían en los tomacorrientes… ¿o no me va decir que usted no escuchaba el equipo de sonido que se prendía a todo taco en la noche o a la licuadora funcionando en plena madrugada? Yo sé que usted debe pensar que estoy loco con esto que le digo, pero le juro que los cables se movían solos…
-Cómo no, solos como los juguetes de esa película de muñequitos que cobran vida cuando están solos- le dijo ella, tomando aliento para controlar la ira
- ¡Eso!... como los juguetes de Toy Story… ¿Y usted ha visto esa película?
- Usted no sabe las cosas que uno tiene que ver cuando tiene nietos… y mucho peores cuando tiene que lidiar con inquilinos… - le dijo Tulia, insidiosa.
- Pues que pena con usted Doña Tulia si no me cree, peor para usted, pero yo ya cumplí con decirle… ¿o acaso, si no fuera verdad, por qué cree que me fui una semana entera y ando en estas fachas? Porque esos malditos cables comenzaron a tirarme en la noche. Porque sepa y entienda que tuve que irme a dormir un hotel porque los cables de SU casa ya se estaban entrando bajo la puerta de la pieza, se estaban colando por la ventana y no con muy buenas intenciones… así que yo ya cumplo con avisarle, vengo a recoger mis cosas, dentro de nada viene el carro de trasteos y me voy… Pero si le advierto una cosa mi señora, no haga sino llamar a un electricista, a un cura o a una bruja antes de que eso le coja más ventaja… aunque ni siquiera eso le va a servir de mucho porque cuando uno descubre el secreto de los cables no lo vuelven a dejar tranquilo nunca… al menos a mi nada me ha valido… porque, téngase fino, también me tocó salir volado de ese hotel cuando vi que los cables se me estaban subiendo por una pierna mientras dormía…
- A mi no me va a asustar con esos cuentos pendejos, que yo ya estoy muy vieja para andar creyendo en espantos y esas güevonadas. Cómo decía Arturo, usted lo que quiere es pasarse por la galleta los daños que le hizo al apartamento y ahora se quiere hacer el loco… y que dijo él, a esta viejita yo me la como de cuento, pero déjeme decirle que nosotros tenemos firmado por usted el contrato de arrendamiento y cuando nos desocupe, si encontramos la casa desvalijada en lo más mínimo, pues le va a tener que dar esas explicaciones locas a la policía porque lo que soy yo, le advierto, que le voy a poner un denuncio y me va a pagar hasta el último peso por los daños hechos a MI casa. No juegue con candela que sale quemado, usted no sabe con quién se metió…
- Haga lo que quiera… pero en esa casa suya espantan, y a lo mejor la causante de todo esto es usted, vieja bruja…
- Un momentico, a mi me jala al respetico, que yo no voy a tolerar que usted me trate así… Arturo, haceme el favor y llamá a la policía que este pendejo nos acabó con la casa y ahora se quiere volar…- Dijo Tulia, retrocediendo y tomando la puerta en señal de prevención, con la intención de tirársela en caso de algún movimiento brusco, prevenida para responder ante la tentativa de ataque de aquel fulano fuera de quicio.
- Bien pueda… llame a la policía o al que se le dé la regalada gana que lo que soy yo me voy sin pagarle un peso, ni más faltaba.- le respondió el muchacho indignado, pálido de lo alterado, más blanco que su piel albina, y subió por las escaleras.
- Arturo, soltá ese hijueputa televisor por el amor de Dios, y llamá a los muchachos que este desgraciado nos acabó con la casa y se nos va a volar- volvió a repetirle Tulia después de cerrar con un fuerte portazo, roja de la ira, con las manos engarrotadas y moradas sintiendo que se le subía la presión arterial… y corrió a buscar las pastillas que le recetó para este mal el doctor Melguizo, el cardiovascular.
Luego de llamar al 1-2-3 de emergencias y alertarlos sobre la amenaza que corrían con ese loco suelto en su casa, Tulia le marcó, uno por uno, a todos sus 7 hijos para exigirles que vinieran volando a auxiliarlos ya que sus vidas corrían peligro. Sólo entonces, cuando se vio encerrada, presa en su propio hogar, se dio cuenta de la gravedad de la situación; entonces retuvo la copia de las llaves y le impidió categórica a su esposo que subiera al tercer piso “ya que ese tipo estaba fuera de sus cabales y a juzgar por su estado, seguro era capaz de cualquier cosa”. Tratando de prevenir una represalia, le echó doble cerrojo a la puerta de la entrada y se metió las llaves dentro de su brasier.
Al cabo de media hora, tras ir y venir del balcón hasta la cocina, como una leona enjaulada; ansiosa y angustiada esperaba que llegara la policía, que como siempre se demora una eternidad y siempre llega tarde cuando más se le necesita, y eso que el DAS quedaba pegadito, a solo dos cuadras de la casa. ¡Era el colmo! No le había servido el aguardiente doble que le había servido Arturo para que se calmara, ni siquiera la estatuilla de María Auxiliadora, parecía hacerle hecho casos a sus plegarias. Estaba sola, desolada como las calles del barrio aquella hora de la noche de domingo, víspera de lunes festivo, sin ningún vecino a la vista. “Todos se habrán ido a pasear”, pensó para irritar más su preocupación, como quien alborota un hormiguero. Y esta sensación se la achacó a su marido, con quien terminó enfrascada en un alegato de pareja, de culpas y recriminaciones que iban y venían de un lado y del otro, hasta que Arturo, harto de tanta cantaleta, de sentirse culpable por no querer asumir las malas decisiones de la otra, de pagar tarde los errores y tener que recoger con los platos rotos quebrados por los caprichos y las “brillantes ideas” que su mujer ponía en marcha sin consultarle, prefirió regresar de nuevo a su sillón de cuero. Cansado de ser un cero a la izquierda, sólo útil para sumarse a los problemas cuando todo era ya irremediable y hacer bulto, se hizo sentir. En señal de desaprobación y castigo hacia ella, prendió el televisor, para no tener que soportar más el suplicio de su mujer histérica; conectó audífonos con los que veía sus programas hasta altas horas de la noche para no interrumpir el delicado sueño de su mujer, taponó sus oídos y le subió el volumen a las noticias; a la espera de sus hijos o de la policía, el que primero llegara, para que fueran ellos quienes se encargaran de lidiar con el molesto inquilino y sobre todo con aquel toro de lidia que era su mujer cuando se encontraba en ese odioso estado de excitación y desasosiego.
Ofendida, herida en su ego con su marido, a Tulia se fue a la ventanita de la cocina, a seguir espiando los movimientos de arriba, a través del estrecho y cuadrado patio común de ropas, que comunicaba como un foso a los dos pisos. Allí se le terminaron de poner los nervios de punta cuando en medio del sonido de cajas moviéndose y cajones que se abrían en el piso de arriba, escuchó los pasos presurosos del vecino, un jadeo que corría por el pasillo, un golpe seco como de rodillas impactando el piso y un grito, que era más bien como un súplica adolorida, que estalló para aterrorizarla más:
-Doña Tulia, ayudemeee…
Luego siguió con sus oídos un sonido de repulsa, de cables que se desprenden de un tirón de las paredes, de pies golpeando el piso, de manotazos a las paredes, de cosas deslizándose emitiendo un siseo de serpiente, de un cuerpo arrastrado por el pasillo hacia la sala, el recio y seco golpe de una puerta que se cierra, una exhalación de ahogo, los últimos alientos de alguien asfixiado, unos manotazos en la cabina de acrílico del baño, el grifo que se abre y suelta el chorro de la tina, un grito ya ahogado y gutural, y la caía de un cuerpo pesado contra la baldosa como cuando su nieto se dio de cabezas contra el piso, la llave del agua que se cierra con un girar oxidado, un leve goteo… hasta que toda esta agitación cesa en un silencio sepulcral.
Todo esto le heló la sangre a Tulia, le dio un escalofrío que recorrió su espina dorsal, le encalambró las manos, que automáticamente corrieron a echarse una bendición e hicieron que sus trémulos labios pidieran amparo y elevara una fervorosa oración de súplica y protección al altísimo.
Tulia temió la peor. Primero sintió pena y culpa al no responder de inmediato al clamor de aquel muchacho. Luego fue abordada por un sentimiento de sospecha y recelo, y pensó que aquello que escuchó era una trampa del vecino para que corrieran hacia arriba, y en el engaño tomarlos por sorpresa para hacerles algún daño en su desencajada locura. Luego lo negó todo. Trató de convencerse de que todo aquello no era más que suposiciones sin fundamento, alimentadas por el estado de nerviosismo en el que se hallaba, presa de una sugestionable imaginación… Hasta que finalmente fue poseída de una inquietud que le disparó un impulso demente.
Aprovechó que su marido seguía absorto, pegado del televisor con aquel delgado cable que llegaba hasta sus oídos, y sin pensarlo dos veces corrió a abrir la puerta. Cuando salió al descanso de las escalas, dudó contados segundos en subir, pero su obstinación se vio justificada por una idea pueril: “Si algo te pasa, Dios no lo quiera, esto le servirá de lección a ese pendejo de marido tuyo para que vea lo que pierde, para que algún día sepa lo que vales, y te valore por fin. A ver si haciéndole falta se da cuenta la clase de mujer que tenía… pero con la ayuda de Dios y la compañía de María Auxiliadora, nada te va a pasar mujer”. Esta actitud de mártir, alentada por una renovada fe, le dio los bríos necesarios subir resuelta uno a uno, con lentitud y seguridad, los peldaños hasta el tercer piso, para sacar de su sostén la copia de la llave de aquel apartamento y abrir puerta, que rechinaba en sus goznes.
Al avanzar por el pasillo, tomó aire y pronunció, no sin cierta timidez, un quedo saludo, que no fue correspondido, tal como le indicaban sus temores. La casa estaba en penumbra. Al fondo, hacia la calle, en la cocina sintió el chirrido de la única luz, que se prendía y apagaba, iluminando la sala de manera intermitente. Con la cabeza apenas inclinada en el marco de la puerta revisó en la oscuridad de la pieza principal, tratando de identificar la silueta del vecino pero no halló más que una montaña de ropa. El miedo se recrudecía en cada paso que daba con sigilo, pero extrañamente entre más pasos daba una inusitada ráfaga de confianza la fue guiando hacia la luz titilante. Avanzó a tientas, calculando donde ponía el pie, con sumo cuidado de no provocar ningún ruido. Al llegar a la sala vio un arrume de cajas de cartón abiertas, a medio llenar con libros y discos. A la derecha, escrutó la cocina, y vio el lavabo lleno de platos sucios. Sus fosas nasales se abrieron al sentir un vaho pestilente a restos de comida descompuesta, con algunas moscas orbitando sobre una caja de arroz chino pudriéndose. Avanzó hacia el balcón y pegó un salto de espanto cuando se topó de frente con una sombra en las cortinas movidas por el viento. Cuando dio un respiro y volvió a abrir los ojos, esperando lo peor, se percató de que aquella no era más que su sombra proyectada por la luz intermitente. El sonidito de chicharra del bombillo la mantenía en un estado de alerta y excitación, al borde del colapso. Al levantar la cara hacia el mezzanine de madera no encontró más que una hamaca que se balanceaba por el viento que entraba por una ventana, y se tranquilizó, pero al bajar la vista, y contemplar el apartamento en toda su dimensión, le regresó un helado susto al descubrir que los cables de la luz colgaban del techo y los del teléfono se balanceaban con el viento, sueltos, que los toma-corrientes de las paredes estaban despegados, revelando las entrañas de las cajas eléctricas, y que todos estos cables juntos se entrenzaban en nudos y confluían hacia la puerta ajustada del baño principal de la casa.
Aunque su intuición le indicaba que lo mejor era salir de allí lo más pronto posible, evitando causar hasta el más leve ruido, su curiosidad de gata vieja, estimulada por aquel sonido de chicharra que provenía de la oscuridad del baño, la impulsó a empujar la puerta. Sus ojos se abrieron como lunas llenas y su expresión se petrificó en una mueca de espanto al encontrar a su vecino de cabeza, colgado del techo y envuelto entre cables de diversos espesores como un capullo de mariposa. Paralizada se quedó al contemplar como yacía aquel cuerpo yerto, de ojos desorbitados, estremecido en estertores, convulsionado en espasmos causados por los filamentos de cobre de las decenas de puntas de los cables pelados que hacían contacto y emitían chispas al contacto con la piel y la gotas de agua que caían de la tina.
Apenas si pudo recobrar la compostura, cuando aquellos cables giraron hacia y ella se lanzaron hacia la puerta, con intenciones de atacarla como los cabellos de una medusa furiosa. Sólo entonces, no supo cómo, salió corriendo despavorida. El miedo le inyectó la adrenalina necesaria para correr por el pasillo, mientras sentía el siseo de los cables alcanzando sus tobillos. Tampoco supo cómo, acaso la asistencia de la divina providencia, pero logró a cerrar tras de sí la puerta de la entrada en el preciso instante en que ya sentía que los cables le alcanzaban el pie derecho. Bajó las escaleras corriendo, con la vitalidad de una quinceañera, sin sentir siquiera dolor en sus rodillas, sin que le traqueara ninguna de las articulaciones de los pies… ¡Lo que hace el miedo!
… y llegó a su casa, sin alientos, sudando frío, sin voz para gritar ahogada de tanto temor. A duras penas logró embocar las llaves en la cerradura para cerrar desde adentro con un doble giro y corrió a la cocina, para tomar un vaso de agua, para lograr que la voz regresara y poderle gritar a Arturo que la ayudara, ya que se sentía a punto de desfallecer. A trancazos bebió sorbos mientras el líquido se derramaba, tal era el temblor de sus manos… trató de respirar profundo para atraer la calma. Cuando por fin logró un recuperar un hálito de energía y se halló con fuerzas para gritar, sintió aquel terrible siseo detrás suyo. Al voltear, vio como decenas de cables se deslizaban entre la rendija de la ventana de la cocina, provenientes del patio común y se metían entre las celosías, lanzándose sobre ella. Sólo alcanzó a emitir un delgado chillido; apenas sí alcanzó a musitar el nombre de Arturo, cuando los cables se le introducían en la boca y se enroscaban en su cuello. De no haber tenido puestos aquellos audífonos, Arturo la habría escuchado, pero en ese momento estaba embelesado en el escote de la presentadora de farándula, contemplando con la boca abierta y la lengua seca como loro la perfecta redondez de sus senos.
Al cabo de un minuto, el primero en llegar fue el camión de la mudanza. Después aparecieron en este orden: Héctor, Gladys, Maria Eugenia, Arturo “Chiquito” (así le decían porque era idéntico al papá pero más bien enano), Heriberto, Patricia, y Rodrigo el menor, que fue el último en irse de la casa y el último en llegar a ver a sus viejos muertos, porque estaba en la finca con los hijos. Y como es de suponerse, mucho más tarde llegó la policía… Aquella noche fue un solo lamento.
Luego de las exequias, los vecinos consternados comentaban los fatídicos hechos, congregados en la tienda de la esquina. Don Plutarco, con aguardiente en mano, haciendo valer su dignidad de Presidente de la Junta de Acción Comunal, hizo un recuento pormenorizado de los detalles de aquel lamentable suceso que embargaba de tristeza y luto el barrio. “A doña Tulia la encontraron en la cocina ahorcada con el cable trifilar de la vieja estufa, mientras que Arturo quedó con la boca abierta, la lengua de corbata, morada, sentado en el sillón de cuero; asfixiado por el cable de la antena parabólica mientras el televisor irradiaba sobre su rostro el destello de la interferencia de la señal cortada… ¡Quien iba a pensar que aquel prestante corredor de bolsas, apenas un muchacho de delicados modales y hasta amanerado, recién salido de universidad de privada del extranjero, con toda una vida por delante, fuera capaz de perpetrar esos dos horrendos crímenes y luego tener las agallas para colgarse en un nudo de cables en el larguero del mezzanine del tercer piso!... quién iba a creer… pero nadie sabe lo de nadie… nadie puede adivinar los intríngulis de la mente humana… a lo mejor eso fue que con la presión de manejar tanta plata ajena y el estrés por la caída de la bolsas del mundo estos días se le cruzaron los cables al vecino, literalmente… por eso es mejor vivir pobre pero tranquilo, tomándose los aguardienticos sin deberle nada a nadie, y si mucho con el fiado al tendero”, concluía Plutarco, para poner al tanto a todo aquel que venía a comprar el revuelto o la leche para el otro día.
Después de la novena a los difuntos, la cual se hizo en casa de Doña Carlota, que reza lo más de hermoso; los bienes y posesiones de Tulia y Arturo entraron a una sucesión para ser repartidos por lo legal, como medida preventiva de Tulia, que harto los conocía, para evitar peleas entre hermanos. Y sin embargo, no faltaron los problemas entre ellos, y los cuñados, las nueras, los yernos y los concuñados ambiciosos que metieron la mano y sembraron cizaña a sus respectivos maridos y esposas para obtener más de lo que a cada uno se le había asignado como herencia. El pleito apenas empieza y va para largo, porque cada uno ya puso abogado para intermedie entre aquellos hermanos que ya no se hablan y no se quieren ver ni en pintura.
Ahora bien, en cuanto al muchacho, ni la rubia malaclase, ni la gordita que le dejaba regalos, ni la morena escandalosa quisieron dar la cara luego de enterarse de lo sucedido. Nadie apareció a reclamar el cadáver del “supuesto asesino” ni de su cuenta de ahorros. A fin de cuentas resultó que el muchacho estaba solo en el mundo y que acaso tenía a Marina como único respaldo. Y fue precisamente a ella a quien le dejó lo que tenía, en una carta firmada por él mismo, a manera de testamento el día de su deceso. Muchos se atreven a asegurar que fue Marina la que hizo algún mal para quedarse con todo, pero otros alegan que no, que fue esa misma señora menudita la que vendió mitad de las cosas que el muchacho le había dejado para pagarle un entierro decoroso, que siempre le valió sus millones.
Lo cierto es que los perros ya no aúllan más. Y los vecinos por fin pueden conciliar el sueño toda la santa noche. Sin embargo, algunos quisquillosos que lindan con la propiedad, todavía alegan que escuchan el sonido de cadenas o algo parecido arrastrándose por las paredes, los muros y el techo. ¡Serán las almas en pena de esos pobres atormentados, que no han podido descansar en paz!, rumoran los más supersticiosos.
Pero digan lo que digan ahí está esa casa, desocupada mientras esas hienas carroñeras se disputan la sucesión; con un letrero colgado en el balcón de doña Tulia que dice: “Se vende segundo y tercer piso”. Vea usted si le apetece mirarla… venga y entre… sin compromiso.