martes, 21 de febrero de 2012

Urabá

(O la noche de la temida verdad)

Nayibe terminó de extender la ropa en el patio. La misma brisa que movía las sábanas como banderas le trajo el olor a banano podrido. Pasó por el espejo del corredor y quiso arreglarse. Vio su cara morena, delgada, sus ojos castaños, sus pómulos huesudos, sus labios carnosos. Se recogió el pelo crespo con una moña y escurrió la blusa mojada en una matera. La falda de flores goteó un rastro de agua hasta la puerta de la calle. Entonces comenzó a atisbar a su hijo.
Levantó la vista  al cielo. La tarde regaba una luz rojiza sobre los techos de zinc. Los rayos de sol pintaban las nubes de color durazno y bañaban la calle terrosa de un amarillo brillante.
Echó un vistazo a la cuadra. Vio a los niños descalzos jugando con una pelota desinflada. Miró a los ancianos saboreando el tabaco en sus mecedoras en el mismo vaivén de las plataneras. Adelante y atrás al compás del viento húmedo, tibio y pegajoso. Trató de ver a su hijo en la esquina pero solo encontró a los hombres del caserío. Negros de todos los calibres, barrigones y flacuchentos, macilentos y alentados, en pantaloneta, pantuflas y la camisa sin abotonar. Calentaban una cerveza frente a los billares, donde sonaba un vallenato a todo volumen. Al lado sus mujeres en corrillo, iluminando sus caras azabaches con carcajadas blancas.
De repente, en la esquina, dobló un hombre de camuflaje, armado de una metralla. Detrás de este otro y luego otro. Salían de la platanera, en marcha lenta y desganada. Nayibe pensó en esa silueta humana que se recorta en un papel doblado, y que cuando se abre multiplica una serie de figuras, repetidas, unidas de la mano. Esa silueta había sido la tarea que le hizo a su hijo para la escuela. Sintió el escozor de una mala premonición. La angustia de madre comenzó a recorrerla como un ciempiés bajo la piel. Se terminó de ofuscar con una ola de viento caliente que pasó rozándola.
Se apagó la música en los billares y las persianas se bajaron. La cuadrilla de chilapos, mestizos, zambos, negros y mulatos avanzaba por la calle, uniformados de verde camuflado, bajo un silencio sepulcral.
Las mujeres silenciaron sus risas y entraron a los ancianos a las casas arrastrando las mecedoras. Algunos hombres escondieron la cerveza, otros se abotonaron la camisa, unos quedaron petrificados mirando al piso y otros apuraron la despedida, tomando a los niños para llevarlos a la casa, sin importarle si eran propios o ajenos.
En unos minutos, se cerraron ventanas, puertas y postillos, como si aquellos hombres armados arrastraran una estela de vacío a su paso. De pronto sólo se escuchó nítido el rumor del mar, como un sartén hirviendo a unas pocas cuadras.
Todos se encerraron a mirar en los agujeros de las paredes de madera, menos Nayibe, que siguió en parada en el umbral de su casa esperando con afán la llegada de su hijo. Llamándolo, con un tono que se elevaba al igual que su angustia.
Aquel pelotón la saludó con respeto y desconfianza, siguiendo de largo. Al final de la fila, un hombre moreno, de ojos verdes, con uniforme que delataba mayor rango, rompió el orden de la fila y se acercó a la mujer.
-          Hola Nayibe. Ha pasado el tiempo - le dijo confianzudo.
-          Qué más Wilson… le respondió ella, reconociéndolo con una mirada tajante.
-          Es mejor que se entré- le sugirió el hombre.
-          Ya estoy adentro- dijo Nayibe, agria.
-          Enciérrese entonces.
-          No puedo, Carlitos todavía está en la calle.
-          Entonces vaya y búsquelo- le dijo el hombre. – Mire que mañana nos entregamos y hoy vamos a ajustar unas cuentas pendientes.
-          ¿Y por qué mejor no dejan que el gobierno les haga el trabajito?… ¿Acaso no es eso lo que ustedes hacen con los que ya no les sirven?- le dijo Nayibe, desafiante.
-          No empiece con eso otra vez, Nayibe, ya le dijimos que lo de Raúl fue un accidente.
-          Claro, pero ese cuento de que lo confundieron con los otros, no me lo voy a tragar nunca.
-          Mire Nayibe crea lo que quiera. Mejor vaya a buscar al niño para que después no siga llorando sobre la leche derramada.
-          Sobre la sangre derramada querrá decir- dijo la mujer con furia en sus ojos.
-          Hágase un favor Nayibe, no siga dando lora que… más bien acuérdese de donde viene y agradezca lo que le dejó su marido.- le dijo Wilson, ahora serio y fastidiado.
Nayibe volteó a ver al interior de su casa. Su mirada se fue por el pasillo de baldosas, hasta el patio con grama, lleno de materas con flores. Las sábanas de colores bailaban sobre el alambre al ritmo del viento. Se regresó viendo la cocina integral, las escaleras el segundo piso, los muebles de la sala de terciopelo rojo y madera, el minibar en la esquina, el equipo de sonido con sus dos enormes bafles, y el aparador lleno de porcelanitas, que su marido le trajo de sus viajes en Maicao.
Miró cuadra abajo. Comparó a su casa de ladrillo con las otras de la cuadra, hechas en tablones de madera sin cepillar, sin antejardín y con el piso de cemento barnizado de rojo.
Varias cosas pasaron por su cabeza en segundos: recordó a su marido sonriente llegando los fines de semana con el equipo de sonido y una botella de whisky en su mano. Sus ojos se llenaron de lágrimas al rememorar la sonrisa de oreja a oreja de moreno zalamero que tenía Raúl. Una ráfaga de viento que se coló entre la falda le regresó la sensación cuando él le acariciaba el culo. Y hasta recordó la broma que él gastaba mientras dirigía a los obreros en la plancha de la casa. Lo vio patente divisando la colcha de retazos de latón que eran los techos ajenos.  Diciendo que así como en el cuento de los tres cerdos, él era el marrano de la casa de ladrillos. “¡Y ha fuerza la que tendría que hacer cualquier lobo envidioso para tumbársela!”… Pero esa insinuación le trajo la ráfaga de metralla que escuchó aquel día imborrable, cuando encontró a su marido tirado en un charco de sangre. Abaleado por los lobos, arrastrándose, tratando de entrar a su casa de cerdo precavido.
Su mirada perdida volvió a enfocar cuando Wilson silbó a la fila, que lo esperaba. Los hombres siguieron su marcha y se perdieron por la otra esquina. Se fueron como vinieron; en una hilera de figuras comprimidas como en el fuelle de acordeón.
Nayibe le echó doble llave a la puerta y salió a buscar a su hijo, en sentido contrario a la fila armada. Recorrió las calles vacías y polvorientas, iluminadas por la luz violeta que prepara la noche. Acortó camino por los estrechos pasadizos de las fincas bananeras. Cruzó entre alambradas con nauseas por el olor de la boleja.
Gritó el nombre de su hijo como alma en pena en varias cuadras. Custodiada por ojos y oídos escondidos a buen resguardo entre las casas de madera. 
Cuando el corazón lo tenía en la garganta, Nayibe llegó a la playa. Para entonces el mar era una sopa ácida y espesa. La efervescente sal del aire le lastimó los ojos. Confundida y angustiada por su hijo, pensó que la espuma de las olas, tantas veces vista hasta la apatía, era como babaza de perro rabioso.   
De pronto en se detuvo en la mitad de la playa. Después de recorrer medio pueblo sin hallar rastro de su niño, ya no supo para donde más coger. Si no hubiera sido por doña Tránsito, la vieja de las arepas de huevo que regresaba con la totuma en la cabeza a paso de tortuga, se habría echado a llorar allí mismo. La vieja, con su carita arrugada como uva pasa, venía contrariada porque los paracos la habían hecho regresar a su casa. Apenas encontró a Nayibe desconsolada, intuyó el motivo de su pena y le dijo que vio a Carlitos, su hijo con otro niño por los lados de la invasión. Nayibe le dio un beso en la frente. Salió corriendo en dirección a “las casas de paja”. Y pensó de nuevo en el cuento de los tres cochinitos.
Con el corazón agitado, no por la carrera sino por la incertidumbre, llegó a la ciénaga. El laberinto de tugurios, se abría ante sus ojos, en la naciente oscuridad. Avanzó entre el camino de tablones sobre el pantano pletórico de mosquitos que danzaban en círculos concéntricos, alborotados en un mapalé acalorado y frenético y se internó en aquellas casuchas de invasión y materiales de desecho, dispuesta a escrutar casa por casa de ser necesario. El olor cenagoso le trajo una vieja nausea, que ya creía olvidada. Desde las casas sin puertas, los ojos de sus moradores negros, brillaban como miradas de gato. Esquivó a los niños barrigones por el hambre, vestidos con un pantaloncillo mugroso y raído. Al internarse por aquel recoveco apretujado de ranchos, se sintió deshaciendo los pasos, regresando a su origen.
Trató de espantar los enjambres de mosquitos de las seis, que la picaban sin tregua. Se había prometido jamás volver a pisar aquella tierra de nadie; fango inundado de plagas, pero allí estaba, sintiéndose débil y vulnerable. Rodeada de envidia.
No quiso gritar el nombre de su hijo, como lo había hecho en el pueblo, para no encontrarse con sus viejos compañeros de infortunio. No quiso preguntar en ningún rancho si habían visto a su niño para evitar hablar con sus antiguos vecinos. Quiso mantener en el olvido su pasado sin tierra, sin Dios ni ley. Pensó con repelencia en la palabra que resumía toda aquella miseria: Desplazados…
Se sintió aliviada y agradecida con la vida, y con su marido por haberla sacado de aquel moridero, que en otro tiempo se le adhirió a la piel como la roña. Pensó que era una ingrata, una infame pero al fin y al cabo, limpia como la ropa que había dejado en el tendedero. Libre de la pesada cadena de ser una desterrada más.
De pronto, la voz de una mujer la sacó de sus pensamientos mezquinos.
-          ¿Nayibe? – preguntó una sombra, dentro de un rancho iluminado por velas.
Nayibe se detuvo. Vio a una mujer, negra, flaca, con el cabello recogido con una moña morada y preñada. Pero no le respondió.
-          ¿Eres tú Nayibe?…- le volvió a preguntar la mujer.
-          Si. – contestó por fin, con voz seca y temblorosa, tratando de reconocer a quien le hablaba desde la penumbra.
-          ¿Y ese milagro que se acordó de venir a visitar a los llevados?
-          ¿Quien habla?- preguntó Nayibe.
-          Quien va a ser. Felicia. No me va a decir que no se acuerda de mí.
Nayibe sonrió nerviosa y la abrazó con angustia al reconocerla. Claro que se acordaba de Felicia, su antigua vecina. Al abrazarla Nayibe aguantó la respiración al no soportar el ácido sudor de la mujer.
-          ¿Y qué estas haciendo por estos lados, a estas horas?... ¿No sabés que los paracos están regados en el pueblo, ajustando cuentas? – le preguntó a Nayibe.
-          Por eso mismo, estoy buscando a Carlitos… ¿Lo has visto? – preguntó ansiosa.
-          Claro, está al frente donde Zuleima, Él se iba a ir pero no lo dejamos.
Nayibe se sintió ruin y miserable, pero lo ocultó dándole un beso a Felicia en la mejilla. Y se despidió con un sincero agradecimiento.
-          De nada, pero si no es por eso no vuelve…- le recriminó la mujer.
Al llegar a la casa del frente, Nayibe reconoció la voz de Carlitos. Entonces vio a Robinson, su amiguito de la escuela, hablando con un hombre negro, alto y fornido. En la silueta del hombre advirtió que estaba armado de una metralla. Pero no le importó. Entró en el rancho de madera, se acercó corriendo a Carlitos y lo abrazó. El negro, reaccionó por reflejos apuntando, pero cuando Carlitos reconoció a su mamá, el hombre bajó el arma.
Saludó a Nayibe, reprendiéndola por el señor susto que le pegó. El regaño del hombre hizo estallar el llanto de un niño, que al instante detonó otros dos llantos más en las casas vecinas, como los perros de noche, que se contagian de ladridos y ecos. Nayibe, temblorosa le ofreció disculpas. Regañó a su hijo por perderse sin avisar, pero luego lo colmó de besos. Quiso llevarse a Carlitos y de paso también a Robinson, pero el niño le aclaró que aquel hombre era su papá. El hombre le comentó que se estaba despidiendo de su familia porque se iba a entregar las armas.
-          ¿Entonces… Usted es la esposa de Raúl?- le peguntó el hombre.
-          Era- contestó Nayibe, incómoda, mirando al fondo de aquel cuarto, que apestaba a pantano.
De allí Zuleima, una mujer aún más famélica que Felicia, emergió de las sombras. Se presentó. También estaba embarazada y rodeada de 7 niños, menores de 5 años, todos desnudos, escondidos, curiosos y temerosos detrás de las piernas de su madre. Nayive sintió que aquella mujer era un poco su reflejo: la mujer que sería de que haberse quedado allí. Entonces sintió una angustiosa necesidad de irse. Le dio las gracias a Zuleima por cuidar su hijo y se despidió del hombre. Zuleima le dijo que era muy peligroso salir al pueblo y la invitó a pasar allí la noche. Pero Nayibe insistió. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de salir de allí, quería evitar más preguntas o comentarios de aquel hombre y no soportaba verse a si misma en aquella mujer.
Por las calles oscuras y desoladas, Nayibe apresuró el paso halando a su niño del brazo. Sentía una opresión en su corazón, pensando que estaba desafiando a la muerte, al caminar con su hijo por el pueblo. Se encomendó al alma de su marido para que los protegiera y se fue por la playa para sentirse más segura.
Trató de disimular el peligro que corrían, regañando a Carlitos por desobedecerla; por ir a la invasión, por estar tan tarde en la calle y por volverla a ella, su madre, un manojo de nervios.
Preocupada le exigió a Carlitos que le dijera qué le había dicho el papá de Robinson, pero el niño dijo que nada.
-          Solo que Raúl, - su padre-  había sido un gran tipo.- soltó el niño, pasos después.
Nayibe se detuvo en mitad de la calle, se agachó y se pudo cara a cara con su pequeño. Le apretó el brazo y le preguntó:
-          ¿Qué más… que más te dijo?- le exigió zarandeándolo.
El niño se sintió acosado, confundido y no le quiso responder. Salió corriendo para la casa, asustado por su madre.
Nayibe alcanzó a su hijo en una esquina, le pidió perdón y lo abrazó muy fuerte. De pronto escuchó unos pasos que se acercaban. Entró a Carlitos a una platanera, se tiraron al suelo y le tapó la boca a su hijo. Dos hombres armados pasaron comentando que iban a hacer con la plata que les iban a dar por reinsertarse.
-          Yo voy a montar un putiadero que es lo que más plata deja- le decía uno.
-          Pues ya tiene el primer cliente, socio.- le dijo el otro.
Y se perdieron en la oscuridad entre sonoras carcajadas que resonaron en las plantaciones.
Nayibe y Carlitos llegaron a la casa pegados de las paredes de las cuadras, tratando de confundirse entre las sombras, en un juego que Nayibe improvisó.
Después de que Carlitos entró a la casa, no probó bocado en la comida. Aunque ya tenía 12 años, su madre lo trataba como un niño más pequeño. Eso le molestó. Nayibe no soportó verlo desganado y pensativo. Se mostró confundida al ver a su hijo siempre inquieto y vivaracho, sentado con la mirada perdida; tomando cucharadas de la sopa y dejando caer el líquido otra vez en el plato.
Nayibe quiso saber que le pasaba, pero la reacción del niño fue sumirse en un profundo mutismo. La madre insistió en arrancarle el motivo de su tristeza; ¿Acaso estaba sacando a flote el duelo por su padre? Se llenó de preocupaciones, pero prefirió consultar con la almohada las respuestas que daría a su hijo cuando llegara el día en que él le preguntara por la vida de su padre y peor aún, por su muerte.
Cuando Nayibe cobijaba a su hijo en la cama, el niño habló. Con la voz temblorosa le dijo a su mamá:
-          Ojalá el gobierno no acabe con los paramilitares.
Nayibe se asustó. Sintió que el mundo que había sostenido para su hijo se derrumbaba; que la muerte de su esposo, su secreto mejor guardado, había sido revelado. Trató de mostrar serenidad, restándole importancia al asunto. Cómo si fuera de lo más natural, Nayibe le preguntó a su hijo, ¿por qué no quería que el gobierno reinsertara a los paramilitares?
-          Porque el papá de Robinson se va a quedar sin trabajo y ellos son muy pobres-, dijo Carlitos, triste y solidario.
Entonces Nayibe lo abrazó, conmovida. Derramó lágrimas de alivio, hasta que un disparo, que resonó en las plataneras, rasgó el tenso silencio de la noche. 

lunes, 13 de febrero de 2012

El Gol de mi vida



A Hemel, que me hizo acordar de esta valiente pendejada

Veníamos caminando con el tío Efraín… nos internamos en trochas, filos y cuchillas buscando atajos; atravesamos elevados riscos con aquel pendular nervioso de equilibristas de cuerda floja; abrazamos escarpadas y desafiantes paredes de barrancos de arcilla, con lentos y cuidadosos avances, evitando ver para abajo, para no sucumbir a los nervios, con el corazón palpitando en la garganta, sintiendo el rodar cuesta abajo de piedras que se desprendían de aquel delgado sendero, terroso y frágil como se deshace un panderito, presagiando el fatal destino de quien da un mal paso; fuera de peligro, nos adentramos en extensas plantaciones de maíz y desembocamos, náufragos, en la espesura de altas malezas que nos tapaban como enormes olas verdes y se mecían suaves y ligeras al vaivén de un viento frío; sorteamos enmarañados y lacerantes matorrales y salimos victoriosos con cadillos en la ropa, espinas incrustadas en nuestra piel, ladilla picando en las piernas y los brazos rayados por finas líneas de sangre hechas por el trazo de filosas y traicioneras ramas; saltamos quebradas de piedra en piedra, nos precipitamos por laderas, rodando; hundimos los pies en un lodo negro y espeso, embadurnando hasta las medias; quedamos inmersos, atrapados en lechos fangosos y densos hasta las rodillas, traspasamos arenas movedizas sujetándonos de lianas para evitar que nos tragaran esos gelatinosos pozos sin fondo; nos abrimos paso con las manos entre gigantes y prehistóricos helechos, que se abrían como abanicos de pavos reales, de tallos cubiertos de una afelpada e ineludible pelusa, tan suave y molesta como la piel del lulo; nos hicimos caretas con enormes hojas; comimos ácidas y jugosas moritas silvestres, arrancadas a manojos en la vera de caminos perdidos hacia ninguna parte, cubiertos de un polvillo dorado que brillaban con el sol; nos disparamos semillas de capullos de diminutas flores rosadas y vainas de frutos viches; furtivos, nos detuvimos a espiar pájaros e insectos de delirantes colores e intrigantes formas; nos refrescamos con aguas heladas de cristalinos arroyuelos, nos sacudimos el pelo empapado como perros recién bañados y bajo el paraguas de un frondoso árbol, sentados sobre un tapete leopardeado de sombras, apreciamos el correr sereno de los ríos distantes, el discurrir silencioso de  esponjosas y maleables nubes amarillas. ¡Inmenso! al fondo, al frente, a lo ancho y largo de lo que la vista puede abarcar contemplamos, con la humildad que se inclina ante lo imponente y majestuoso, la plenitud del Valle de San Nicolás… cuadriculado de sembrados de verdes de todos los tonos. Las ráfagas de viento quemaban y enrojecían nuestros pómulos con gélidas y refrescantes oleadas, y el frío penetraba los poros y los hacía brotar como piel de gallina, hasta calar los huesos con escalofríos y erizarnos poniendo los pelos de punta… Todo aquello hicimos esa tarde veraniega hasta que nuestro juego de exploradores llegó a su destino: coronamos una planicie singular, una suerte de meseta rodeada de pinos altos y estilizados como plumas, que cercaban una improvisada cancha de fútbol, pelada frente a un solo arco, hecho con palos de guadua, amarrados con cabuya.

Bajo un cielo atardecido y acolchado de nubes color durazno, unos cuantos niños jugaban herradura, correteando tras un viejo y desinflado balón: una vejiga. El tío Efraín se detuvo a ventilar los sofocos de su edad con su gorra de camionero, apoyado sobre su báculo de moisés, mientras que Oscar, mi hermano, se explayó en la manga bufando como morsa marina, tratando de recuperar el aliento de su rechoncho cuerpo de niño acalorado. Yo por mi parte, enjuagado en sudor, pero aún animoso con mis vitales 16 años, me senté a contemplar el cotejo. Extraje de la hierba un espartillo y me llevé su tallo a la boca, para sacar el agrio jugo al apretarlo con los dientes.

Sin ganas de participar del juego, me entretuve mirando aquellos niños campesinos correr en tropel detrás del balón. Diez chicuelos, contando el arquero, no mayores de 12 años el que más, de vereda todos ellos, provenientes de casas dispersas, regadas entre la montaña; de cachetes colorados, botas de caucho “machitas”, sudaderas escueleras: azules oscuras con dos líneas blancas laterales, rotas en las rodillas o remendadas; con sacos de lana deshilachados y motosos, heredados de sus hermanos mayores remangados o de mangas sueltas, sin resorte ya, que sobrepasaban sus manos; con el cabello abundante y mal trasquilado, negro o mono, pero tupido, revuelto y con capul como si todos pasaran por las mismas tijeras peluqueras.

Se arremolinaban forcejeando con sus pies, tratando de hacerse al balón, chocando torpemente unos contra otros. En la fruición del juego levantaban pequeñas polvaredas, y se perdían aún más en aquella nube confusa, buscando tobillos y espinillas entre risas maliciosas y exhalaciones de cansancio, sin importarles siquiera convertir un gol.

El juego era suyo. Yo un distante y ajeno espectador, hasta que una de esas botas lanzó un puntapié a la loca y el balón rodó hacia mí. Como respondiendo a un llamado providencial, sin pensarlo dos veces me levanté cual creyente en pos de adoración, me llené de confianza y emprendí el camino hacia el arco: Esquivé al primer niño con una gambeta a la derecha; al segundo le hice comer enterito el amague al bordear por la izquierda. Con media vuelta le hice una finta al tercero que pretendía tomarme por sorpresa; le levanté delicadamente el balón al cuarto, al percatarme que se me lanzaba en barredora y lo dejé que pasara frente a mi deslizándose en la hierba, sin frenos; adelanté el balón y les hice un ocho doble, primero al quinto y al sexto ya un dieciseis, y quedaron lelos; al llegar con el pique a recuperar el esférico le atravesé el balón al séptimo, y lo ordeñé con un cambio abrupto, inesperado: “Lo gafiaron”, escuché que le dijo otro niño ya vencido desde atrás; hasta entonces nunca me había salido la bicicleta: ese truco de levantar el balón impulsado con las dos piernas en movimiento a manera de catapulta y lograr desde la espalda un sombrerito que acompaña el desplazamiento del jugador, mientras que el balón toma una trayectoria de englobe sobre la cabeza del adversario, pero incrédulo lo hice con la soltura de un crack, bañando al noveno, que era el más grandecito, el de doce. Al verlo paralizado, contemplando como el balón volvía a posarse delicado sobre mi zurda, me sentí bendecido, todo un Maradona y como tal me invadió un sentimiento altanero y sobrador. Presumido, insuflado de soberbia, me di la vuelta, de espaldas al arco, y me autohabilité, levantándome el balón a una considerable altura, mientras veía correr sobre mí aquella caterva de niños con la intención de detener, interrumpir y malograr el mejor gol que había hecho en mi vida. Calculé en contados segundos la caída del balón y mi orientación con respecto al arco, así que me impulsé y salté levantando las piernas para conectar una mortífera chilena…

Y quiero darle un stop aquí a esta historia, como hace uno con el control remoto en las películas, para aclarar que hasta ese momento nunca fui, ni he sido en adelante, un gran jugador de fútbol; en realidad soy lo que todos los jugadores medianamente decorosos llaman un petardo, un rodillón. Condenado a ser el último que escogen, y eso que por descarte, en los picados de barrio, fácilmente me resigné a ser uno de esos rellenos que mandan a la defensa  a destruir jugadas, a impedir que metan gol como sea, precisamente quebrando delanteros, lesionando habilidosos mediocampistas. Siempre fui el eterno suplente de partidos importantes y desafíos, ocupando un rango más bajo que el de aguatero, y nunca desarrollé virtudes futboleras ni siquiera en las épocas en las que entrené día y noche y me adiestré con profundo empeño y obstinada dedicación. Como decía mi papá con gran desilusión: “Yo soy cerrado pal fútbol”: Los mejores goles de mi vida nunca los convertí. Y si la casualidad me ponía un balón frente al arco rival, de pura chiripa luego de un mal rechazo, siempre los malogré, lanzando un batacazo, un cañonazo, un puntazo, un contundente espinillazo al palo de mangos detrás del pórtico que se me ofrecía en bandeja de plata…

Pero aquel día fue la excepción: llevaba la gracia divina empotrada en los pies, la suerte me asistía como nunca y una inusitada confianza me corría por todo el cuerpo. No importaba que mis contrincantes fueran un puñado de niños que apenas me llegaban a la cintura, era uno de esos días en que estaba bendecido por la fortuna, envestido por la magia de esa hermosa pasión religiosa llamada fútbol… Y no la iba a desperdiciar.

Ahora demósle play a aquella magistral jugada estática, detenida, congelada en el tiempo y continuemos… Estaba suspendido en el aire, con la cabeza de espaldas al arco y las piernas a punto de hacer la tijereta que precede a una monumental chilena. Atiné con asombrosa eficacia, digo asombrosa para mí, ya que debido a mis limitadas capacidades nunca me había atrevido siquiera a lanzarme a hacer una chilena. Al contacto con mi pie el balón salió disparado hacia el arco, siguiendo su curso en la dirección que había fijado. Así no fuera famoso, célebre ni recordado por nadie, así aquel gol fuera olvidado por aquellos niños, por mi tío Efraín y por mi hermano El Gordo, así no quedara registrado más que en los anales de mi triste y precaria historia personal, sería el mejor gol de mi vida y marcaría un antes y un después, que siempre de manera secreta me llenaría de orgullo, placer y satisfacción con solo evocarlo…

Pero siempre hay un pero. No pude seguir la trayectoria del balón porque cuando mi cuerpo descendió del aire, caí sobre un morrito cubierto de hierba. La base de mi columna vertebral impactó con todo el peso de una mala caída justo sobre un pequeño montículo. Corrí la mala fortuna de atinar sobre un promontorio de tierra que de inmediato me produjo un fuerte calambre que recorrió mis piernas y me inundó de un terrible dolor que se regó por mi espalda. Con aquel padecimiento atenazando mi columna no pude más que soltarme a llorar y tampoco pude ver cuando el balón chocaba contra el travesaño superior del arco, justo en el instante en que el  pequeño arquero, a pesar de una felina voladora hacia atrás, estaba vencido. Lo sé porque me lo contó mi hermano, entre risas descaradas. Luego el balón rebotó contra el piso en el preciso instante en que los niños pasaban por encima de mí, sin interesarles mi delicada lesión, para confundirse en un amasijo de pies. Celebraron victoriosos, entre carcajadas y burlas mi grandilocuente fracaso. Aquellos pequeños y crueles indolentes volvían a alimentar una polvareda que lanzaba esquirlas en mi cara… “Otro que muerde el polvo”, pensaba de mi, adolorido, cuando veo que del borbollón emerge hacia mí, como una segunda oportunidad, un nuevo rechazo y el balón rueda a mis pies.

Tirado en el piso, aún sin fuerzas para poderme levantar, me doy mi revancha y con los últimos arrestos de coraje que me quedan, chapaleando como un pescado, logro patear el balón con un espinillazo. Éste sale disparado entre los pies de los niños a la esquina izquierda del arco y meto el anhelado gol. Ante los ojos y las bocas abiertas de incredulidad de los niños, no tengo aliento ni de cantarlo. Por el contrario, aquel esfuerzo sobrehumano, aquel atentado necio contra mi integridad me sale caro. El dolor en la columna se agudiza y me retuerzo entre convulsiones y calambres, mientras el arquero impasible, despeja y eleva el balón hacia el cielo con todas sus fuerzas.

Todo esto ocurrió tan rápido que apenas si conservo un vago recuerdo, ya que el dolor intenso me nubló el mundo por unos segundos. Luego se acerca mi tío Efraín y mi hermano, un poco preocupados, tratando de ocultar una sonrisa sardónica. Velando aquel cielo tinturado de neón, me preguntan como estoy. Con los ojos aún encharcados sólo puedo pedirles que me ayuden a levantar con mucho cuidado. Y mis ánimos se desvanecen cuando el tío Efraín me aclara que debemos regresar por dónde vinimos ya que no hay otro camino de retorno.

Penoso, fatigoso, martirizante, fue el regreso a la casa de la abuela, sorteando todos aquellos obstáculos naturales de la venida, pero esta vez inclinado como un jorobado, ya que el contundente golpe no me permitió enderezarme sino dos días después, y eso que con mucho cuidado, después de esmeradas atenciones de la abuela con ungüentos de pomadas calientes, compresas de agua caliente y suaves masajes que me dolieron hasta en el alma.

Desde entonces recuerdo aquel infame y feo gol, que vaticiné como el gol de mi vida, con profundo resentimiento. Por mucho que lo intento no lo puedo olvidar, máxime cuando se hace presente cada vez que vuelvo a jugar, y un dolor intenso se adhiere a mi columna y amenaza con hacerme abandonar las canchas definitivamente. 

lunes, 6 de febrero de 2012

Recomendaciones para antes de que se acabe el mundo.


(Guía práctica de autoayuda para  afrontar los tiempos del apocalipsis) para Dummies

…¿Y si es verdad que el mundo se acaba este año?... Si los científicos se equivocan y resulta  que no saben nada de nada y los programas de Discovery fallan en sus pronósticos alentadores… ¿entonces qué? Pues entonces he aquí unas cuantas sugerencias para que aproveche este último año de vida:

Primero que todo conserve la calma. No tome decisiones precipitadas ni de pasos apurados. Conserve su trabajo al menos durante un mes y sáquele ventajas a su puesto: aproveche el desplome del dólar, no tenga en cuenta que se estén disparando las tasas de interés y párele bolas a esas molestas llamadas con que lo asedian las entidades bancarias: saque a su nombre tarjetas de crédito, todas las que más pueda, con diferentes entidades a la vez, exagere sus ingresos y rentas para que pueda pedir el monto más elevado en cada una de ellas, sin preocuparse por minucias desalentadoras como cuotas de manejo o agiotistas y desangradores porcentajes por el estilo.

Una vez le aprueben estas tarjetas, entonces ahí si renuncie. Pero no se entregue a extremos pasionales. A menos de que sea político o funcionario público de alta jerarquía o bandido de cuello blanco o un potentado de rancio abolengo, trate de evitar mancharse de sangre cometiendo algún asesinato o crímenes de lesa humanidad.  ¡Conténgase! Y si le carga mucho odio a ese jefe abusivo, a ese mando medio lambón y sapo que se la montaba y del que siempre se quiso desquitar, o a ese compañero o subalterno que detestaba en silencio y no podía tocar porque lo amedrentaba jurándole que tenía la bendición de poderosos, siniestros  e influyentes padrinos allá arriba, ocultos en la sombra del poder detrás de los tronos, pues entonces no lo dude y ponga en su sitio a todos aquellos fulanos de una vez por todas. Repito: Trate de no cometer un gran delito, ya que la corrupción, el poder y la ley están con ellos, y le podrán ocasionar más dificultades, saliéndose con la suya y saboteando sus últimos esfuerzos por lograr la vida feliz y dichosa que siempre anheló: Así que a lo sumo, ménteles la madre como siempre lo soñó, con toda la vehemencia que pueda, profiérales insultos, denuestos y abominaciones con profunda pasión, con toda esa ira contenida que da los años de sumisión y estoicismo, y libere por fin ese resentimiento silencioso que lo estaba devorando, carcomiendo por dentro. Sáquelo todo desde la palabra. Y máximo, bóteles a escondidas esos papeles importantes que usted sabe donde guardan y en su lugar déjeles algún recuerdo coprológico suyo. 

Nada mejor que los desquites simbólicos, esas metáforas del odio para descansar el alma, aliviar el espíritu y aligerar el peso en el cuerpo. Recuerde: A nadie pueden meter a la cárcel por agravios verbales, ni por dejar un mojón simbólico sobre un escritorio de gerencia. Hágase echar por las malas y sin fundamento laboral para que pueda hacerse acreedor de una jugosa indemnización. Y una vez lo echen, interponga una demanda por daños y perjuicios emocionales, - así el proceso no se concluya antes de que se acabe el mundo-. Al menos les hará pagar a ese empresucha esclavista y explotadora, que le quitó el tiempo más valioso, exprimió toda su vitalidad, le arrancó las ganas de vivir y le robó  los mejores años de su vida, la deuda moral que tienen con usted y les hará gastar unos cuantos pesos de más por concepto de abogados y gastos procesales de litigio.

Cuando por fin se halle en la calle, ad portas de su libertad, no le cuente a su familia lo ocurrido. Calle y mienta. Hágase la víctima y alegue a su favor la injusticia cometida contra usted a causa de un despido injustificado.  No le cuente a su mujer ni a sus hijos, ni a familiares ni amigos, ni a su santa madre siquiera, sobre sus arcas llenas con dinero virtual. Recuerde que el corazón humano rebosa envidia, que se desborda como baba espumosa de perro rabioso, que se contagia como hambre de zombie, hasta en el menor asomo de riqueza y felicidad ajena. A diferencia de los ostentosos mafiosos y delincuentes que provienen de bajas raleas, conserve un bajo perfil, moderación y mucha discreción en sus gastos. Evite hacerse de lujosos y extrafalarios bienes materiales, que mucho atan, pesan, estorban y llaman la atención. No invierta en tierra, ni especule en la bolsa, ni compre acciones ya que es una necedad acumular bienes de engorde y a largo plazo en este caso. Y apréndase a reír de la estupidez que significa un seguro de vida en estas condiciones. Si mucho cómprese un carrito fino y de buena marca pero nada más allá.

Gaste pero sin escatimar en darse gusto en todos aquellos placeres que nunca se permitió, coartado por la prudencia que hay que mantener cuando se piensa en asegurar un futuro decoroso para usted y los suyos. En ese orden de ideas, ya que no hay un provenir, menos deberá haber contención. Para lograrlo, elimine totalmente de su pensamiento palabras como culpa, pecado, castigo, demonio, infierno, fuego eterno y otros embelecos con que la religión lo tenía atado, cabizbajo y sometido mediante el miedo. Ya que la muerte será inminente no tiene caso temer a nada ya.

Enfoque sus esfuerzos  a sacar del baúl de los sueños truncados, aquellos ideales castrados por la rutina, la tediosa costumbre, la obligación, el compromiso, el sentido del deber, y reviva eso viejos proyectos inconclusos que lo hacían feliz con tan solo imaginarlos. Hágalos realidad con la misma intensidad con que le da rienda suelta a aquel egoísmo a que ató y renunció por los demás, en nombre del amor, el respeto, la responsabilidad, y demás cadenas de la conductismo social con que lo aprisionaron y lo organizaron desde su más tierna edad.

Por ejemplo, láncese a proponerle a su mujer un ménage à trois con esa amiga de ella que por sus dotes y virtudes le provocaron furtivamente tantos tributos onanistas. Y si es mujer haga lo mismo pero en sentido en contrario. No tema al que dirán que no son más que falsas consideraciones de una actitud hipócrita.  No le preocupe que le llamen pervertido; por el contrario, ensucie su mente lo que más pueda en adelante y con premura, ya que el tiempo es poco para probar con deleite y fruición todas las perversiones que pueda explorar. Recuerde que estimular una actitud abierta en lo sexual limpia, renueva, revitaliza y dignifica el cuerpo, con grandes beneficios para su salud física y psicológica. O como quien dice de manera más popular: “Mente sucia, cuerpo sano”… Y en caso de que su pareja no quiera acceder ni a su amiga, ni a una amiga suya, ni siquiera a una conocida ocasional que se preste para tal fin, entonces sin remordimiento proceda a dejar a esa mala pareja, para que no lo siga privando de exquisitos placeres por venir. No se enrede en burocráticos trámites de divorcio, simplemente abandone el hogar y renueve sus votos de soltero empedernido, recupere aquella perdida y olvidada actitud de adolescente prolongado, la misma a la que renunció luego de contraer matrimonio. Recuerde, si es mujer el procedimiento es exactamente el mismo.
Eso sí, no olvide dejar buen ejemplo en sus hijos. Esto es lo más importante, sobre todo cuando se tiene retoños ya crecidos y adolescentes. Coherente con su nueva filosofía de vida, con sus nuevas perspectivas, estimúleles el sexo al natural y promiscuo, sin protección ni castrantes métodos de planificación. Con la inminente proximidad del fin del mundo atrás queda el arcaico temor por el embarazo de jovencitas. El madre solterismo ya no representa un problema de salud pública ya que los nueve meses de gestación acaso si se cumplirán antes de que todo acabe y se extinga, y si se cumple, los recién nacidos sucumbirán antes de tener uso de razón, porque ya no hay tiempo ni para lamentos ni arrepentimientos. De igual modo, las tan temidas enfermedades venéreas, que no han hecho otra cosa que reprimir el libre desarrollo de la natural pulsión sexual, ya tienen tratamientos y medicinas por doquier, de rápido y efectivo efecto; el sida también se demora más de un año en desarrollarse y manifestarse, y para entonces ya no tendrá sentido haberlo contraído incluso en sus adorados hijos; siguiendo con las estadísticas, una alta tasa, que supera el 50% de la población mundial, ya es portadora y contagia a diestra y siniestra el aún incurable virus del papiloma humano. Claro que puede desarrollar cáncer de cuello uterino pero incluso cáncer, el que pique donde sea, también demora más de un año en producir metástasis después de que se desarrolla, y ya para entonces será tarde incluso para el cáncer.

Para educar con el ejemplo, sería muy útil que usted mismo trate de experimentar diariamente, teniendo relaciones con quien se le venga en gana, le provoque,  y le pare bolas. Y esto último es fundamental tenerlo en cuenta, ya que la violación (o el acto sexual no consentido por alguna de las partes, hablando en términos de eufemismo) es un delito perseguido, punible y despreciado socialmente, que casi siempre, cuando es descubierto, termina en un brutal linchamiento que puede acabar prematuramente con la diversión, o es condenado a cadena perpetua si le va muy bien y la policía (no se confunda con autoridad en este caso) le salva el pellejo en aras de salvaguardar y proteger su integridad y dar cumplimiento a la ley…

Para que sea más contundente su propósito aleccionador intente probar, al menos una vez en esta corta vida que le queda,  una relación homosexual. Recuerde que el infierno, entendido este como el mayor tormento después de la muerte, e incluso en la vida misma, no es el arrepentimiento por las cosas que hicimos, sino la frustración por las que dejamos de hacer. No hay que darle alas a esta intriga; más bien hay que darle rienda suelta sin prejuicios y con la actitud más liberal y compresiva posible; de esto dependerá el placer para entregarse dócil y ávido a esta nueva experiencia… o al menos piense así para que le sirva como placebo y luego con fundamento de juicio y de acción cumplida, usted podrá determinar los defectos y bondades de tal práctica.

Sea igualmente generoso consigo mismo y con los demás. Despilfarre el dinero a escondidas, vuélese a hacer ese viaje de placer a ese lugar paradisiaco que siempre quiso visitar, y al que desistió por falta de fondos. Quédese allí tanto como quiera y disfrute el placer de vivir como aquel que siempre quiso ser y no pudo. Sea incluso otro, o mejor, tan usted mismo que parezca y se sienta otro. ¡Asómbrese de todo lo que puede hacer cuando no hay prejuicios de por medio que lo limitan y paralizan! Nada más tonificante que andar en tierra ajena, como un turista, como un viajero sin patria, que andar de paseo probando, urgando, experimentando el néctar de nuevas sensaciones sin complejos, ni pasados, ni ataduras, sin el fardo del pasado ni  el apremio y la obligación del prematuro regreso. Así logrará renovar su mirada y ver el mundo con otros ojos siempre.

Trate de aplacar la costumbre, y evite ante todo la rutina.  Experimente, expanda su percepción. Pase revista y dele una probadita a cuanta droga, estimulantes, alucinógenos y psicotrópicos haya. Es recomendable consumirla con sus hijos, así compartirá tiempo de calidad con su familia y evitará que los chicos terminen cogiendo malos vicios en la calle, probando mercancía de mala calidad que pueda afectar su salud. Pero mucho cuidado con los excesos y las mezclas nocivas: no hay prisión más desesperante que ser esclavizado por el yugo de una adicción. Así mismo, dedíquese a paladear todos los licores que pueda; trate de mantenerse a media caña desde la mañana y acostúmbrese a acostarse borracho, diariamente. Recuerde que la cirrosis y las enfermedades hepáticas se consiguen con años de empeño y dedicación.

Aliméntese bien. La preservación de ese templo que es su cuerpo depende de una buena y variada nutrición. Coma platos distintos en la mañana, en la tarde y en la noche. No es pertinente darse gustos gastronómicos que atenten contra la salud, ya que del bienestar estomacal dependen en gran medida la libertad para moverse y seguir probando nuevos sabores y sazones. Así quede mal con los demás, y pase por montañero, repela extravagancias culinarias y alimentos exóticos que sólo le causarán indigestión como tentáculos de pulpo en su tinta, mejillones en salsa de calamar, babosas mediterráneas en almíbar... Es preferible evitar las condimentadas carnes curadas españolas y seguir con la tradicional mortadela rosada, a provocarse una indigestión que lo postre en cama varios días, lo confine a un hospital por varias semanas y hasta meses, víctima de la rapiña del sector de la salud, y hasta termine por condicionar de manera radical su dieta, so pena de mantenerse el resto de sus días atado a la taza del retrete.

Así como lo hace con usted sea todo generosidad, sobre todo con los desposeídos y menos afortunados. De vez en cuando reúna a un grupo de indigentes, convóquelos bajo una promesa que no puedan rechazar, como hacen las mujeres sedúzcalos por el estómago, reserve un fino restaurante, uno de los más cachés y estirados, e inúndelo con habitantes de calle de diversas edades, sexos y condiciones, para que se den un festín. Si usted es creyente, habrá abonado unos cuantos metros más en el cielo, para su salvación eterna, cumpliendo una de las obras de misericordia que aconseja la santa madre iglesia. Y si es ateo, anarquista, comunista, apostata o uno de tantos escépticos, al menos hará rabiar a unos cuantos ricos que se escandalizan cuando tienen un pobre cerca incomodándolos con su presencia, o mínimo hará estallar de la ira a uno de esos melindrosos administradores clasistas, de esos que atienden aquellos exclusivos y elitistas lugares. Usted sabe bien que por la plata baila el perro y sobre todo esos repelentes personajes que se reservan el derecho de admisión no podrán resistirse a tan tentadora oferta, una vez usted los cachetee con la gruesa, con el fajo de billetes en la cara. De la igual forma, inunde hoteles cinco estrellas con catervas de desafortunados sin techo y llévelos a pernoctar durante varios días a manera de vacaciones. Promueva en ellos el gusto por la natación y estimule sucesivas incursiones para saquear el bufet y el hurto de la lancería fina y la grifería de plata.  

Para finalizar evite causar alarma, multiplicar y azuzar el temor compartiendo ese mensaje apocalíptico que dice: “The end of the world is near”, nea. No es conveniente porque si se masifica este pronóstico apocalíptico se formará un verdadero caos en el mundo, la gente, facílmente influenciable, dejará sus trabajos, se dedicará a convertir el mundo en un invivible armaguedon y no habrá quien lo quiera atender y servir como usted se lo merece, así tenga mucho dinero para despilfarrar. Además, no es aconsejable tampoco despertar y atraer sobre usted sospechas sobre una delicada e inestable condición mental. El manicomio es peor que la cárcel en tanto que es más difícil demostrar cordura que inocencia. Y una vez que te meten allí, es poco probable que puedas salir… y si sales, sales peor de lo que entraste, realmente enfermo de una locura inducida o contagiada durante el encierro por las precarias y miserables condiciones a las que se somete a aquellos que la sociedad tilda, juzga y condena de locos. Es una verdad de Perogrullo, inocultable, se sabe porque se presiente y se siente, incluso así no se tenga muy buen juicio.

Como último consejo: Viva intensamente hasta el último día. Es decir, hasta el 21 de diciembre de 2012. Y si el mundo no se acaba, pues al menos con todas las deudas contraídas, las rupturas, los excesos y las desmanes, al menos su mundo si se habrá acabado. Entonces si opta por el suicido- que es el camino más recomendable en estas desesperanzadoras situaciones.-  como consuelo le queda que al menos hizo todo lo que siempre quiso en esta vida, en lugar de seguir viviendo como un muerto en vida, que sólo anhela que el mundo se acabe un días de estos para dejar de sufrir con tanta privación, con tanta renuncia, con tanto dolor y con tanto innecesario sacrificio.