Para
Santiago
En
un ademán involuntario pasó la palma de la mano sobre su cabeza. Sintió las
pequeñas cerdas de pelaje sembradas encima de la frente. Deslizó su mano sobre
la pelusa como cuando se pasa en un campo de trigales. Palpó con las yemas de
los dedos la coronilla calva, afelpada por unos minúsculos pelillos,
perfectamente redondeada; la acariciaba con delicados movimientos circulares,
mientras sentía que las yemas le permitían ver lo que sus ojos jamás podrían. Se
dejó arrastrar entonces por el capricho de los recuerdos. Un viaje al tiempo
por los años idos lo dejó en esa época en que tuvo un cabello azabache y
frondoso, con bucles brillantes, el pelo siempre revolcado y los cachetes
rubicundos. De súbito recordó a su prima Valentina, que se fue dibujando en su
memoria por trazos.
El
pelo de Valentina lo embrujó antes de conocer siquiera el amor. Imponente como
león, aquella indómita cabellera rizada le caía hasta la mitad de la espalda. Se
movía con ella, grácil, agreste, brioso como un potro negro y salvaje en
conjunción con los movimientos inesperados de su juventud… Alguna vez él le
dijo, venciendo su habitual timidez: ”… cuando te mueves tu cabello relincha
como caballo”, y ella se echó reír con esa dulce sonrisa que hacía el tiempo
más lento… y ese perfume, la fragancia que emanaba ese pelo indómito lo
embriagaba. Le hacía cerrar los ojos de niño extasiado; cuando inhalaba ese
delicioso aroma, expandía sus pulmones tratando de absorber y retener al máximo
aquel néctar que degustaba como un nirvana. Hasta que esa adoración lo dejaba
sin aire por completo, exhausto.
Esa
misma devoción le fue dibujando mágicamente aquella tarde azul, despejada y
solariega en la que ella, sentada con la mirada hacia arriba, contemplaba los
racimos de mangos viches. Se mecía al vaivén de la vieja mecedora, envuelta en
un vestido enterizo blanco sembrado de flores de colores y descalza, bajo la
sombra protectora del árbol torcido. De pronto bajó la cabeza y lo llamó al él:
“Vente para acá”, le ordenó, mientras lo traía enlazado con su mirada, fija y
penetrante, de ojos almendrados. Imposible era resistirse a su determinación.
Sin
darse cuenta, como sucede en los umbrales de un trance, se recordó ya sentado
en el regazo de ella. Entre sus piernas descubiertas, largas y bronceadas, con
la falda recogida hasta la cintura. Fue ella quien recostó su cabeza
tiernamente entre su pecho, pero fue él quien sintió en su rostro, bajo la
franela los senos turgentes sin brasieres, duros y suaves, y la cercanía inquietante
de su pezón erecto como punta de zapote prieto. Saboreó entonces la suave
caricia de su mano larga, la palma sedosa subiendo por su cara, los dedos
internándose en su pelo crespo, surcándolo, arando aquel redondo campo,
mientras sus labios entonaban un suave murmullo, una canción de cuna, un
arrumaco.
La
melodía lo fue arrullando. Cerró sus ojos y se acomodó entre los senos,
abriéndose espacio en el pecho como en una mullida almohada. Disfrutaba absorbiendo
el perfume de aquella cascada de pelo que se regaba sobre sus hombros, mezclado
con el olor penetrante y salado que se le regaba en gotas de sudor por su cuello
estilizado. Respondió con una sonrisa de complacencia cuando aquellos dedos
delicados y largos se enroscaron en sus rizos de niño consentido, con esa
distracción, con esa manía con la que se enhebra el dedo al cable del teléfono
mientras se sostiene una conversación entretenida.
Se
dejó llevar y la tensión inicial de todos sus músculos, posado sobre aquel
cuerpo enigmático y provocativo, cedió pronto con un relajamiento de sueño… Y se entregó.
Dejó
caer su mano derecha sobre el muslo de ella. Sus dedos no tardaron en acoplarse
a la sinfonía que ella dirigía acariciando su cabeza, respondiendo con tímidos
avances de las yemas de los dedos hacia la curvatura interna de su muslo firme
y liso. Dominado por el susto emprendió la exploración hacia el centro de
aquella pelvis, de esa región oscura y desconocida que lo llamaba, que lo
guiaba, que lo orientaba, que lo exigía con espasmos intermitentes como un faro.
Al
internarse en la falda recogida, sus manos la estremecieron. Lo evidenció en el
escalofrío que la recorrió, y en la piel que le erizada como un torbellino arrastra
todo lo que encuentra a su paso. De pronto, la tonada se interrumpió por un
leve temblor que le subió por la columna, tocando cada vértebra en escala
ascendente como un xilófono. Ese ligero roce la hizo inhalar entrecortado y
emitir un largo y trémulo suspiro. Recibió de ella una boconada de aire tibio y
húmedo que trató de absorber, inmóvil, impotente en su cobardía de hacer algo más
osado y buscar la gloria del primer beso de una mujer.
Así
que fue ella quien le tomó el mentón y levantó su cara. Desde abajo la vio
virginal, flotando en medio de los prismas de sol que se filtraban entre el
follaje. Sintió sed de aquellos labios abiertos como promesas, rojos como
manzanas brillantes, húmedos y esponjosos como la puerta de invitación al
paraíso. Aquel hálito glorioso lo reclamaba. Quiso que su aliento de vida, su
espíritu, todo él saliera de su cuerpo y se fuera a colarse dentro de ella. Hasta
que dominado ya por su influencia, se sometió por completo y se atrevió a
mirarla a los ojos con adoración y súplica.
Con
ternura brillando en sus pupilas como dos estrellas, ella le pidió: “Cierra los
ojos”… y él sin resistencia aceptó sumiso. Cuando todo fue oscuridad y espera,
cuando el estómago le ebullía de ansiedad como un volcán en erupción, sintió un
movimiento brusco. Abrió los ojos impulsado por la urgencia de la curiosidad y entonces
la vio: justo en el instante en que transformaba aquella expresión de dulzura
por una mueca maliciosa, de ojos encendidos, y una sonrisa malévola y burletera.
Confundido tarde vio como ella vertía un espeso, denso y cremoso líquido negro
sobre su pelo crespo.
Aterrado
vio aquellas manos delgadas esparciendo esa crema viscosa de brea sobre su cráneo,
con la fruición con que cualquiera se aplica un shampú. “Vamos a alisarte el
pelo”, le alcanzó a oír, paralizado por la incredulidad. Víctima de la rapidez
con que ocurren las desgracias, él no pudo más que verla escurrirse cual
serpiente de la silla mecedora y salir dando brincos por el solar entre
carcajadas, como un hermoso demonio de traje de blanco y flores de colores, con
las manos untadas y goteantes de negro.
En
defensa propia, el recuerdo aceleró entonces el episodio traumático, y apenas
si pudo apreciar imágenes fragmentadas: el llanto solitario e inconsolable bajo
el palo de mangos reclamando un auxilio para su cabello embadurnado de brea, o
quizás, la plegaria que implora un alivio para el dolor de corazón roto por
primera vez… Después, el desfile por la calle chillando como una sirena,
alertando a los curiosos de la cuadra que se reían al verlo exhibiendo su
irreparable ofensa... Luego, su imagen frente a los espejos de la peluquería contemplando
herido el click clack de las tijeras que se internaban en su pelo y el volar de
los trasquilones en medio de lamentables muecas de llanto… Finalmente, su
cráneo irregular, completamente rapado. Su cabeza exhibiendo un par de enormes orejas.
Sus ojos cargados de una tristeza insondable, y su mano palpando la pelusa de
su cuero cabelludo diciendo, con un arrebato de optimismo: “Ya crecerá”.
Al
regresar al presente y sentir que aquella esperanza de “Ya crecerá”, es ahora una
fútil y vana promesa, aquel viejo calvo sólo puede recordar la imagen siniestra
de su prima Valentina. Congelada y repetida en el instante en que cambió su dulce
expresión hada seductora, por la malicia de un maléfico súcubo, manchado de
brea negra, burlándose a carcajadas. Impune.
Como
antes, ahora que ha pasado tanto tiempo, mientras se acaricia su coronilla
calva, trata de inhalar todo el aire posible, a ver si puede robarle un poco de
aquel perfume a su recuerdo. Siente una dulce fragancia del pasado que lo
embelesa, pero se desvanece al tratar de asirla, desaparece al querer
retenerla. Entonces vuelve a recordarla, y su corazón se llena de un amargo y rancio
resentimiento. Siente que la detesta con el mismo odio que floreció esa tarde como
una rosa espinosa de brea. Y sin embargo, cada que se mira al espejo y se ve
más calvo la evoca... y siente la sigue deseando igual y hasta más.