viernes, 17 de mayo de 2013

Algo que tu abuela jamás entenderá


El dúo de rock experimental argentino llegó a tocar gratis en el Museo de Arte Moderno. Era una fría noche de un martes de abril. Mientras caía un torrencial aguacero que castigaba nuestra ciudad, se presentaron ante escasos 100 espectadores que llegaron empapados, chorreando agua en el recinto. Subieron a la tarima vestidos con trajes negros de cuero, ceñidos a sus cuerpos flacos, adornados con puntudos taches de metal, y con sus rostros cubiertos con medias veladas negras, cosa que dificultó identificar quien era el chico y quien era la chica de aquella famosa agrupación del underground austral. Tocaron su repertorio más popular ante la pobre concurrencia que no coreó ninguna canción porque nadie conocía la letra de sus temas. Las letanías repetitivas de sus líricas y la estridencia de su sonido lento  pronto  inundó el auditorio de un ambiente pesado y melancólico. Entonaron  con desánimo melodías largas y tristes, contagiando de un aire depresión a los asistentes... porque de eso se trata. Pese al inclemente chubasco que reinaba en las afueras, durante las 2 horas y media que duró el concierto, se fue desgranando aquella masa de público que fue abandonando el recinto con las cabezas gachas y las espaldas encorvadas. Para la última canción, la pareja de músicos se golpeaba con sangrante carne cruda de res, al compás de una monótona pista de irritantes sonidos agudos y bits de bajos que lastimaban los oídos. Sólo quedaba un par de pequeños corrillos, que tomaban licor metido de contrabando, indiferentes a la música. Algunos espectadores dispersos se frotaban sus pies evidenciando el cansancio de estar parados. Y los miembros del staff esperaba con afán desmontar la tarima y llevarse los equipos de sonido. Al finalizar el toque sólo se escuchó el eco de algunos desalentados aplausos. De remate, los dos organizadores que trajeron a los artistas los llevaron a dar una vuelta en carro por los sectores más deprimidos del Centro. Durante aquel tour la pareja de músicos recorrió la zona roja: contempló las tristes prostitutas escampándose en los portones, esperando clientes; presenciaron el atraco a un borracho por parte de un par de gamines en un semáforo, y se tomaron unas copas en una cantina de obreros que no los miraron con buenos ojos. Luego, los organizadores pagaron una noche completa de una pieza en el fondo de un motelucho de mala muerte; sin ventanas ni televisor, con la pintura de las paredes descascaradas, una cama con armazón de concreto y un colchón pulgoso. Allí encerraron bajo llave a la pareja de artistas, amordazados, amarrados de pies y manos. Antes de marcharse le dieron la respectiva liga al gordo y barbado administrador del lupanar. Le advirtieron que no los dejara salir por ningún motivo. Y si llegaba a escuchar golpes o gritos de súplicas, entrara cada tanto, y sin decirles una sola palabra les propinara una que otra cachetada, eso sí, no muy fuerte. “No se alarme, usted sabe que esos extranjeros son como raros”, le dijeron para tranquilizarlo por la inusual petición. Al tipo no le importó, aceptó sin reparo al ver el considerable fajo de billetes. A la mañana siguiente, uno de los organizadores, el moreno, fue a sacarlos de aquel mohoso cuarto para llevarlos al aeropuerto. Antes de abordar el avión los músicos, sobre todo ella, con los cachetes colorados a causa de las copiosas bofetadas recibidas durante la noche, se declararon dichosos de haber estado en aquella ciudad y agradecidos prometieron volver el año entrante. Días después, en su fanpage  el dúo declaró, sin ahorrar elogios, su placer por aquel regalo: la excitante experiencia de haber sido secuestrados una noche en la zona más peligrosa de aquella peligrosa ciudad. Y aseguraron que tal episodio sería motivo de inspiración para su próximo álbum. Así mismo, las directivas del Museo de Arte Moderno dieron su parte de satisfacción por el evento; la crítica especializada publicó en la prensa que: “aquel vanguardista espectáculo había sido un total éxito”; y los espectadores, en especial aquellos que abandonaron el concierto  más temprano, incapaces de soportar tanta tristeza por aquella música, siguen compartiendo en las redes sociales su admiración por aquel grupo que les provocó aquella depresión tan sabrosa, que los dejó desolados y sin ganas de nada durante varios días. 

jueves, 2 de agosto de 2012

OTROS AFORISMOS

El profe Molina dice, mientras se toma una cerveza: 

"Yo no voté por ese tipo. Con él no tenía expectativas, pero con eso que hizo, se me acabaron todas".

"La histeria es una enfermedad que se controla con orgasmos... y no necesariamente sexuales, aunque esos son los que más alivian".

martes, 24 de julio de 2012

Aforismos ajenos


Ya que no tengo twitter, comparto algunos aforismos escuchados a célebres filósofos cotidianos, mis amigos:

“La homofobia es una enfermedad que suele darle a algunos hombres antes de que acepten su homosexualidad.”
Santiago Botero

“Los gustos coprofílicos… son una mierda.”
Juan Cañola

“No sé por qué… cuando me preguntaron yo sólo dije que era comunicador social y me dieron un pase de conducción de cuarta que sirve para manejar taxi.”
Lucho Grisales

domingo, 22 de julio de 2012

Brea


Para Santiago

En un ademán involuntario pasó la palma de la mano sobre su cabeza. Sintió las pequeñas cerdas de pelaje sembradas encima de la frente. Deslizó su mano sobre la pelusa como cuando se pasa en un campo de trigales. Palpó con las yemas de los dedos la coronilla calva, afelpada por unos minúsculos pelillos, perfectamente redondeada; la acariciaba con delicados movimientos circulares, mientras sentía que las yemas le permitían ver lo que sus ojos jamás podrían. Se dejó arrastrar entonces por el capricho de los recuerdos. Un viaje al tiempo por los años idos lo dejó en esa época en que tuvo un cabello azabache y frondoso, con bucles brillantes, el pelo siempre revolcado y los cachetes rubicundos. De súbito recordó a su prima Valentina, que se fue dibujando en su memoria por trazos.
El pelo de Valentina lo embrujó antes de conocer siquiera el amor. Imponente como león, aquella indómita cabellera rizada le caía hasta la mitad de la espalda. Se movía con ella, grácil, agreste, brioso como un potro negro y salvaje en conjunción con los movimientos inesperados de su juventud… Alguna vez él le dijo, venciendo su habitual timidez: ”… cuando te mueves tu cabello relincha como caballo”, y ella se echó reír con esa dulce sonrisa que hacía el tiempo más lento… y ese perfume, la fragancia que emanaba ese pelo indómito lo embriagaba. Le hacía cerrar los ojos de niño extasiado; cuando inhalaba ese delicioso aroma, expandía sus pulmones tratando de absorber y retener al máximo aquel néctar que degustaba como un nirvana. Hasta que esa adoración lo dejaba sin aire por completo, exhausto.
Esa misma devoción le fue dibujando mágicamente aquella tarde azul, despejada y solariega en la que ella, sentada con la mirada hacia arriba, contemplaba los racimos de mangos viches. Se mecía al vaivén de la vieja mecedora, envuelta en un vestido enterizo blanco sembrado de flores de colores y descalza, bajo la sombra protectora del árbol torcido. De pronto bajó la cabeza y lo llamó al él: “Vente para acá”, le ordenó, mientras lo traía enlazado con su mirada, fija y penetrante, de ojos almendrados. Imposible era resistirse a su determinación.
Sin darse cuenta, como sucede en los umbrales de un trance, se recordó ya sentado en el regazo de ella. Entre sus piernas descubiertas, largas y bronceadas, con la falda recogida hasta la cintura. Fue ella quien recostó su cabeza tiernamente entre su pecho, pero fue él quien sintió en su rostro, bajo la franela los senos turgentes sin brasieres, duros y suaves, y la cercanía inquietante de su pezón erecto como punta de zapote prieto. Saboreó entonces la suave caricia de su mano larga, la palma sedosa subiendo por su cara, los dedos internándose en su pelo crespo, surcándolo, arando aquel redondo campo, mientras sus labios entonaban un suave murmullo, una canción de cuna, un arrumaco.
La melodía lo fue arrullando. Cerró sus ojos y se acomodó entre los senos, abriéndose espacio en el pecho como en una mullida almohada. Disfrutaba absorbiendo el perfume de aquella cascada de pelo que se regaba sobre sus hombros, mezclado con el olor penetrante y salado que se le regaba en gotas de sudor por su cuello estilizado. Respondió con una sonrisa de complacencia cuando aquellos dedos delicados y largos se enroscaron en sus rizos de niño consentido, con esa distracción, con esa manía con la que se enhebra el dedo al cable del teléfono mientras se sostiene una conversación entretenida.
Se dejó llevar y la tensión inicial de todos sus músculos, posado sobre aquel cuerpo enigmático y provocativo, cedió pronto con un relajamiento de sueño…  Y se entregó.
Dejó caer su mano derecha sobre el muslo de ella. Sus dedos no tardaron en acoplarse a la sinfonía que ella dirigía acariciando su cabeza, respondiendo con tímidos avances de las yemas de los dedos hacia la curvatura interna de su muslo firme y liso. Dominado por el susto emprendió la exploración hacia el centro de aquella pelvis, de esa región oscura y desconocida que lo llamaba, que lo guiaba, que lo orientaba, que lo exigía con espasmos intermitentes como un faro.
Al internarse en la falda recogida, sus manos la estremecieron. Lo evidenció en el escalofrío que la recorrió, y en la piel que le erizada como un torbellino arrastra todo lo que encuentra a su paso. De pronto, la tonada se interrumpió por un leve temblor que le subió por la columna, tocando cada vértebra en escala ascendente como un xilófono. Ese ligero roce la hizo inhalar entrecortado y emitir un largo y trémulo suspiro. Recibió de ella una boconada de aire tibio y húmedo que trató de absorber, inmóvil, impotente en su cobardía de hacer algo más osado y buscar la gloria del primer beso de una mujer.
Así que fue ella quien le tomó el mentón y levantó su cara. Desde abajo la vio virginal, flotando en medio de los prismas de sol que se filtraban entre el follaje. Sintió sed de aquellos labios abiertos como promesas, rojos como manzanas brillantes, húmedos y esponjosos como la puerta de invitación al paraíso. Aquel hálito glorioso lo reclamaba. Quiso que su aliento de vida, su espíritu, todo él saliera de su cuerpo y se fuera a colarse dentro de ella. Hasta que dominado ya por su influencia, se sometió por completo y se atrevió a mirarla a los ojos con adoración y súplica.
Con ternura brillando en sus pupilas como dos estrellas, ella le pidió: “Cierra los ojos”… y él sin resistencia aceptó sumiso. Cuando todo fue oscuridad y espera, cuando el estómago le ebullía de ansiedad como un volcán en erupción, sintió un movimiento brusco. Abrió los ojos impulsado por la urgencia de la curiosidad y entonces la vio: justo en el instante en que transformaba aquella expresión de dulzura por una mueca maliciosa, de ojos encendidos, y una sonrisa malévola y burletera. Confundido tarde vio como ella vertía un espeso, denso y cremoso líquido negro sobre su pelo crespo.
Aterrado vio aquellas manos delgadas esparciendo esa crema viscosa de brea sobre su cráneo, con la fruición con que cualquiera se aplica un shampú. “Vamos a alisarte el pelo”, le alcanzó a oír, paralizado por la incredulidad. Víctima de la rapidez con que ocurren las desgracias, él no pudo más que verla escurrirse cual serpiente de la silla mecedora y salir dando brincos por el solar entre carcajadas, como un hermoso demonio de traje de blanco y flores de colores, con las manos untadas y goteantes de negro.
En defensa propia, el recuerdo aceleró entonces el episodio traumático, y apenas si pudo apreciar imágenes fragmentadas: el llanto solitario e inconsolable bajo el palo de mangos reclamando un auxilio para su cabello embadurnado de brea, o quizás, la plegaria que implora un alivio para el dolor de corazón roto por primera vez… Después, el desfile por la calle chillando como una sirena, alertando a los curiosos de la cuadra que se reían al verlo exhibiendo su irreparable ofensa... Luego, su imagen frente a los espejos de la peluquería contemplando herido el click clack de las tijeras que se internaban en su pelo y el volar de los trasquilones en medio de lamentables muecas de llanto… Finalmente, su cráneo irregular, completamente rapado. Su cabeza exhibiendo un par de enormes orejas. Sus ojos cargados de una tristeza insondable, y su mano palpando la pelusa de su cuero cabelludo diciendo, con un arrebato de optimismo: “Ya crecerá”.
Al regresar al presente y sentir que aquella esperanza de “Ya crecerá”, es ahora una fútil y vana promesa, aquel viejo calvo sólo puede recordar la imagen siniestra de su prima Valentina. Congelada y repetida en el instante en que cambió su dulce expresión hada seductora, por la malicia de un maléfico súcubo, manchado de brea negra, burlándose a carcajadas. Impune.
Como antes, ahora que ha pasado tanto tiempo, mientras se acaricia su coronilla calva, trata de inhalar todo el aire posible, a ver si puede robarle un poco de aquel perfume a su recuerdo. Siente una dulce fragancia del pasado que lo embelesa, pero se desvanece al tratar de asirla, desaparece al querer retenerla. Entonces vuelve a recordarla, y su corazón se llena de un amargo y rancio resentimiento. Siente que la detesta con el mismo odio que floreció esa tarde como una rosa espinosa de brea. Y sin embargo, cada que se mira al espejo y se ve más calvo la evoca... y siente la sigue deseando igual y hasta más.

jueves, 15 de marzo de 2012

Cuando a uno le da impresión


(un fragmento real)

-¿Algún problema señor agente?- Imagínate en estas, metido en tu carro, acabado de parar en un retén relámpago del Transito a medianoche. Justo por el sector desolado donde te sueles escabullir de la autoridad, a pocas cuadras de tu casa, a punto de coronar.  
- Los papeles del carro por favor.- Imagínate ahora al guarda de tránsito como te apetezca, pero imagínatelo pidiendo los papeles con displicencia, como quiera que te imagines esa sensación, pero con displicencia. Si no sabes lo que significa displicencia, consulta en el diccionario, o invéntatelo pero con displicencia ante todo.
-  ¿Pasa algo señor agente? Los papeles están al día… - le preguntas y le explicás al tiempo.
El agente se aleja de la ventanilla, haciendo caso omiso a tu frase. Mientras da unos pasos lentos en círculo, le murmura algo al radioteléfono y espera. Inclinando el cuello, acerca su oído al parlante del aparato. Sólo se escucha como respuesta unos mensajes nasales inentendibles, con mucho ruido en la transmisión. El agente voltea y da la espalda un eterno minuto. Y luego regresa decidido y con una expresión torva, levemente dibujada.
-¿Hay algún problema señor agente? Lo papeles están al día…- Le explicas otra vez, como rindiendo cuentas, haciendo énfasis en tu inocencia de lo que sea que conspire contra ti o de lo que sea que te estén acusando, como tratando de justificar una culpa.
- Pues los papeles sí, pero el carro no.
-¿Cómo así?, le preguntas por acto reflejo, pero sabes que la cosa no pinta bien.
- Mire, le voy a contar un historia- dice, y esta vez imagínate al agente con malicia- resulta que por este sector ronda un conductor, manejando lo que nosotros llamamos carro fantasma. ¿Qué es un carro fantasma, se preguntará ud? Y yo le respondo: Es uno de esos vehículos automotores que ya tienen sus añitos, pero viejitos y todo llevan su tiempo ruleteando y no paran, siguen dando vueltas por ahí, pasa de dueño en dueño, y de tanto venderlo, se pierde de nuestra central de información… 
- Si, -dirás- ¿Muy bueno todo eso, pero que tiene que ver conmigo?- Preguntarás algo molesto, pero contenido para no torear el hormiguero…
Y sin embargo, sin determinarte siquiera, el agente continúa…
-Resulta además que esta situación lleva por lo regular a estos autos fantasmas a que se tomen confianza. Se exceden en cometer infracciones al código de tránsito… Por ejemplo, aquí en el sector hay un carro que tiene como 68 fotomultas acumuladas por todo lo que se pueda imaginar… Desde pasarse semáforos en rojo a diestra y siniestra, pasando por contravías, hasta exceso de velocidad.
- ¿Terrible?- dirás fingiendo comprensión, tratando de lograr cierta complicidad, siguiéndole el juego para que te tire pasito si encontró algo anómalo contigo, si se enamoró de tí, si está pidiendo su serruchazo, o si, simplente, te la quiere montar...
- ¡Terribilísimo!- dice entonces el señor agente…- Pero lo más grave no es eso, lo más grave es por mucho que hemos tratado de rastrearlo con nuestras cámaras, cuando éstas lo ponchan, ya está cometiendo una nueva infracción para el ampliar el fajo de multas y se desvanece… hemos tratado de buscarlo por todos los rincones; no sabe los ingentes esfuerzos que hemos hecho para dar con el paradero de este moroso conductor y su auto fantasma, pero son realmente ingentes…
- ¿Sí y cómo lo cogieron?- preguntas interesado.
- Pues de la manera más boba del mundo… verá usted, el tipo simplemente cogió la derecha de la vía, de puro aventajado para tratar de adelantarse en un taco, y se encarriló solito al retén…
- Como quien dice que se metió en la boca del lobo.- le dices.
- Así mismo, entonces yo simplemente le pedí los papeles para verificar antecedentes por rutina... es más, estuve a punto de dejarlo pasar al ver ese carrito tan destartalado, pero más me pudo la costumbre que la compasión y llamé a la central por no dejar...  entonces me salen con qué, precisamente, este era el famoso carro fantasma que ya habíamos tratado de rastrear día y noche; el mismo al que le mandamos talonarios completos de fotomultas a direcciones equivocadas y nos aparece así: de papayita, sin mover un dedo. Cuando ya ni lo buscábamos, nos cayó servido en bandeja de plata... 
- ¡Ni el más de malas!    
- Eso digo yo, ni el más de malas. Así que le pido caballero, que se baje del carro, y váyase derechito, donde la compañera del fondo, que ella le va a entregar del prontuario de multas acumuladas, mientras yo le diligencio la respectiva retención de su vehículo.
 - Pero cómo así, yo no…- dices confundido, chapaleando, como cuando a uno le da impresión.
- ¿Su carro es TKE 763? Daewood cielo violeta, ex taxi, modelo 96.
- ¡Si!... Pues no hay más que de decir, me colabora tan amable y se dirige hacia la compañera del fondo que ella le va a iniciar el respectivo proceso… por favor colabore, caballero… Y muchas gracias, siquiera apareció porque ya me estaba creyendo que el carro si era fantasma de verdad… Con decirle, que para nosotros usted, aunque no lo conocíamos, ya era toda una celebridad... ¿Sabe qué mejor?
- ¿Qué, me va a dejar ir o qué?- dirás al advertir su simpatía- colabóreme que yo le colaboro- replicas, rozando la yema de los dedos en señal de que podrás ligarlo.
-¿Sabe qué?… voy a omitir sus insinuaciones, y no le voy a hacer esta infracción por intento de  soborno, pero sólo si se toma una foto conmigo…
- ¿Cómo que una foto?... ¿Otra fotomulta?…
- No ninguna fotmulta, una para el recuerdo… es que casos como usted no se encuentran todos los días. Tanta inconsciencia, tanto comparendo represado, yo todavía no entiendo cómo es que le dan el pase a gente como usted… Por eso venga hombre, relájese y échese a la pena que ya no hay nada que hacer… (Llamando a otro azulejo guarda de tránsito) Correa, Correa, vení y tomame una foto con este man… (Te enceguece el relámpago del flash de la cámara,  sientes la opresión en el hombro con el abrazo del agente) y luego…
-¿Adivinen quién es?- le pregunta el agente que te sostiene fuerte con un abrazo, al agente Correa que hace el fotoestudio.
- ¿Quien, yo a este no lo distingo, no tiene cara de salir en televisión?
- No sale en televisión pero es nada más y nada menos que el famosísimo conductor del carro fantasma de Belén.
- No puede ser…
- Pues es… Ya lo verifiqué con la central.
Entonces el agente Correa le pide a otro agente que les tomé una foto a los tres juntos. Vos en la mitad, por supuesto. Después los demás se acercan lentamente, todos vestidos de azul, intrigados por saber cuál es el rostro del conductor fantasma, por despejar esa incógnita por fin, que los tuvo en vilo y especulando mientras se represaban las fotomultas y se devolvían de domicilios equivocados. Todos piden que poses como una celebridad fotomultada para sus fotos, y te encienden a flashazos, con la misma cámarita digital que usan como evidencia de las infracciones y apoyan el levantamiento de sus croquis.  
De repente, el retén toma un ambiente festivo, relajado. Los carros que vienen avanzando en operación tortuga, aprovechan el descuido de los agentes para esfumarse silenciosa y rapazmente en otros carriles; deslizándose como luces en la noche. Con todos te tomas fotos, menos con ella. La agente de tránsito que te "a-guarda" para recordarte todos aquellos deslices y pecadillos que cometiste a hurtadillas, acolitado por las sombras de la noche y justificado por el afán, la premura, la adrenalina, la sensación de vértigo, el cansancio, el estrés y demás pretextos que surgen cuando te vuelas un semáforo en rojo, te atraviesas en una cebra, te robas una calle en contravía o te dejas llevar por la excitación que da hundir el acelerador a mil. Y todo marcha bien, pero allí están ellas, las cámaras, justo registrándote en el momento y en lugar en que piensas que nadie te está observando. Y te ponchan, justo en el instante en que como cualquier fulano no estás pensando en nada, no estás poniendo atención ni cuidado y por eso mismo estás rompiendo la ley.

martes, 21 de febrero de 2012

Urabá

(O la noche de la temida verdad)

Nayibe terminó de extender la ropa en el patio. La misma brisa que movía las sábanas como banderas le trajo el olor a banano podrido. Pasó por el espejo del corredor y quiso arreglarse. Vio su cara morena, delgada, sus ojos castaños, sus pómulos huesudos, sus labios carnosos. Se recogió el pelo crespo con una moña y escurrió la blusa mojada en una matera. La falda de flores goteó un rastro de agua hasta la puerta de la calle. Entonces comenzó a atisbar a su hijo.
Levantó la vista  al cielo. La tarde regaba una luz rojiza sobre los techos de zinc. Los rayos de sol pintaban las nubes de color durazno y bañaban la calle terrosa de un amarillo brillante.
Echó un vistazo a la cuadra. Vio a los niños descalzos jugando con una pelota desinflada. Miró a los ancianos saboreando el tabaco en sus mecedoras en el mismo vaivén de las plataneras. Adelante y atrás al compás del viento húmedo, tibio y pegajoso. Trató de ver a su hijo en la esquina pero solo encontró a los hombres del caserío. Negros de todos los calibres, barrigones y flacuchentos, macilentos y alentados, en pantaloneta, pantuflas y la camisa sin abotonar. Calentaban una cerveza frente a los billares, donde sonaba un vallenato a todo volumen. Al lado sus mujeres en corrillo, iluminando sus caras azabaches con carcajadas blancas.
De repente, en la esquina, dobló un hombre de camuflaje, armado de una metralla. Detrás de este otro y luego otro. Salían de la platanera, en marcha lenta y desganada. Nayibe pensó en esa silueta humana que se recorta en un papel doblado, y que cuando se abre multiplica una serie de figuras, repetidas, unidas de la mano. Esa silueta había sido la tarea que le hizo a su hijo para la escuela. Sintió el escozor de una mala premonición. La angustia de madre comenzó a recorrerla como un ciempiés bajo la piel. Se terminó de ofuscar con una ola de viento caliente que pasó rozándola.
Se apagó la música en los billares y las persianas se bajaron. La cuadrilla de chilapos, mestizos, zambos, negros y mulatos avanzaba por la calle, uniformados de verde camuflado, bajo un silencio sepulcral.
Las mujeres silenciaron sus risas y entraron a los ancianos a las casas arrastrando las mecedoras. Algunos hombres escondieron la cerveza, otros se abotonaron la camisa, unos quedaron petrificados mirando al piso y otros apuraron la despedida, tomando a los niños para llevarlos a la casa, sin importarle si eran propios o ajenos.
En unos minutos, se cerraron ventanas, puertas y postillos, como si aquellos hombres armados arrastraran una estela de vacío a su paso. De pronto sólo se escuchó nítido el rumor del mar, como un sartén hirviendo a unas pocas cuadras.
Todos se encerraron a mirar en los agujeros de las paredes de madera, menos Nayibe, que siguió en parada en el umbral de su casa esperando con afán la llegada de su hijo. Llamándolo, con un tono que se elevaba al igual que su angustia.
Aquel pelotón la saludó con respeto y desconfianza, siguiendo de largo. Al final de la fila, un hombre moreno, de ojos verdes, con uniforme que delataba mayor rango, rompió el orden de la fila y se acercó a la mujer.
-          Hola Nayibe. Ha pasado el tiempo - le dijo confianzudo.
-          Qué más Wilson… le respondió ella, reconociéndolo con una mirada tajante.
-          Es mejor que se entré- le sugirió el hombre.
-          Ya estoy adentro- dijo Nayibe, agria.
-          Enciérrese entonces.
-          No puedo, Carlitos todavía está en la calle.
-          Entonces vaya y búsquelo- le dijo el hombre. – Mire que mañana nos entregamos y hoy vamos a ajustar unas cuentas pendientes.
-          ¿Y por qué mejor no dejan que el gobierno les haga el trabajito?… ¿Acaso no es eso lo que ustedes hacen con los que ya no les sirven?- le dijo Nayibe, desafiante.
-          No empiece con eso otra vez, Nayibe, ya le dijimos que lo de Raúl fue un accidente.
-          Claro, pero ese cuento de que lo confundieron con los otros, no me lo voy a tragar nunca.
-          Mire Nayibe crea lo que quiera. Mejor vaya a buscar al niño para que después no siga llorando sobre la leche derramada.
-          Sobre la sangre derramada querrá decir- dijo la mujer con furia en sus ojos.
-          Hágase un favor Nayibe, no siga dando lora que… más bien acuérdese de donde viene y agradezca lo que le dejó su marido.- le dijo Wilson, ahora serio y fastidiado.
Nayibe volteó a ver al interior de su casa. Su mirada se fue por el pasillo de baldosas, hasta el patio con grama, lleno de materas con flores. Las sábanas de colores bailaban sobre el alambre al ritmo del viento. Se regresó viendo la cocina integral, las escaleras el segundo piso, los muebles de la sala de terciopelo rojo y madera, el minibar en la esquina, el equipo de sonido con sus dos enormes bafles, y el aparador lleno de porcelanitas, que su marido le trajo de sus viajes en Maicao.
Miró cuadra abajo. Comparó a su casa de ladrillo con las otras de la cuadra, hechas en tablones de madera sin cepillar, sin antejardín y con el piso de cemento barnizado de rojo.
Varias cosas pasaron por su cabeza en segundos: recordó a su marido sonriente llegando los fines de semana con el equipo de sonido y una botella de whisky en su mano. Sus ojos se llenaron de lágrimas al rememorar la sonrisa de oreja a oreja de moreno zalamero que tenía Raúl. Una ráfaga de viento que se coló entre la falda le regresó la sensación cuando él le acariciaba el culo. Y hasta recordó la broma que él gastaba mientras dirigía a los obreros en la plancha de la casa. Lo vio patente divisando la colcha de retazos de latón que eran los techos ajenos.  Diciendo que así como en el cuento de los tres cerdos, él era el marrano de la casa de ladrillos. “¡Y ha fuerza la que tendría que hacer cualquier lobo envidioso para tumbársela!”… Pero esa insinuación le trajo la ráfaga de metralla que escuchó aquel día imborrable, cuando encontró a su marido tirado en un charco de sangre. Abaleado por los lobos, arrastrándose, tratando de entrar a su casa de cerdo precavido.
Su mirada perdida volvió a enfocar cuando Wilson silbó a la fila, que lo esperaba. Los hombres siguieron su marcha y se perdieron por la otra esquina. Se fueron como vinieron; en una hilera de figuras comprimidas como en el fuelle de acordeón.
Nayibe le echó doble llave a la puerta y salió a buscar a su hijo, en sentido contrario a la fila armada. Recorrió las calles vacías y polvorientas, iluminadas por la luz violeta que prepara la noche. Acortó camino por los estrechos pasadizos de las fincas bananeras. Cruzó entre alambradas con nauseas por el olor de la boleja.
Gritó el nombre de su hijo como alma en pena en varias cuadras. Custodiada por ojos y oídos escondidos a buen resguardo entre las casas de madera. 
Cuando el corazón lo tenía en la garganta, Nayibe llegó a la playa. Para entonces el mar era una sopa ácida y espesa. La efervescente sal del aire le lastimó los ojos. Confundida y angustiada por su hijo, pensó que la espuma de las olas, tantas veces vista hasta la apatía, era como babaza de perro rabioso.   
De pronto en se detuvo en la mitad de la playa. Después de recorrer medio pueblo sin hallar rastro de su niño, ya no supo para donde más coger. Si no hubiera sido por doña Tránsito, la vieja de las arepas de huevo que regresaba con la totuma en la cabeza a paso de tortuga, se habría echado a llorar allí mismo. La vieja, con su carita arrugada como uva pasa, venía contrariada porque los paracos la habían hecho regresar a su casa. Apenas encontró a Nayibe desconsolada, intuyó el motivo de su pena y le dijo que vio a Carlitos, su hijo con otro niño por los lados de la invasión. Nayibe le dio un beso en la frente. Salió corriendo en dirección a “las casas de paja”. Y pensó de nuevo en el cuento de los tres cochinitos.
Con el corazón agitado, no por la carrera sino por la incertidumbre, llegó a la ciénaga. El laberinto de tugurios, se abría ante sus ojos, en la naciente oscuridad. Avanzó entre el camino de tablones sobre el pantano pletórico de mosquitos que danzaban en círculos concéntricos, alborotados en un mapalé acalorado y frenético y se internó en aquellas casuchas de invasión y materiales de desecho, dispuesta a escrutar casa por casa de ser necesario. El olor cenagoso le trajo una vieja nausea, que ya creía olvidada. Desde las casas sin puertas, los ojos de sus moradores negros, brillaban como miradas de gato. Esquivó a los niños barrigones por el hambre, vestidos con un pantaloncillo mugroso y raído. Al internarse por aquel recoveco apretujado de ranchos, se sintió deshaciendo los pasos, regresando a su origen.
Trató de espantar los enjambres de mosquitos de las seis, que la picaban sin tregua. Se había prometido jamás volver a pisar aquella tierra de nadie; fango inundado de plagas, pero allí estaba, sintiéndose débil y vulnerable. Rodeada de envidia.
No quiso gritar el nombre de su hijo, como lo había hecho en el pueblo, para no encontrarse con sus viejos compañeros de infortunio. No quiso preguntar en ningún rancho si habían visto a su niño para evitar hablar con sus antiguos vecinos. Quiso mantener en el olvido su pasado sin tierra, sin Dios ni ley. Pensó con repelencia en la palabra que resumía toda aquella miseria: Desplazados…
Se sintió aliviada y agradecida con la vida, y con su marido por haberla sacado de aquel moridero, que en otro tiempo se le adhirió a la piel como la roña. Pensó que era una ingrata, una infame pero al fin y al cabo, limpia como la ropa que había dejado en el tendedero. Libre de la pesada cadena de ser una desterrada más.
De pronto, la voz de una mujer la sacó de sus pensamientos mezquinos.
-          ¿Nayibe? – preguntó una sombra, dentro de un rancho iluminado por velas.
Nayibe se detuvo. Vio a una mujer, negra, flaca, con el cabello recogido con una moña morada y preñada. Pero no le respondió.
-          ¿Eres tú Nayibe?…- le volvió a preguntar la mujer.
-          Si. – contestó por fin, con voz seca y temblorosa, tratando de reconocer a quien le hablaba desde la penumbra.
-          ¿Y ese milagro que se acordó de venir a visitar a los llevados?
-          ¿Quien habla?- preguntó Nayibe.
-          Quien va a ser. Felicia. No me va a decir que no se acuerda de mí.
Nayibe sonrió nerviosa y la abrazó con angustia al reconocerla. Claro que se acordaba de Felicia, su antigua vecina. Al abrazarla Nayibe aguantó la respiración al no soportar el ácido sudor de la mujer.
-          ¿Y qué estas haciendo por estos lados, a estas horas?... ¿No sabés que los paracos están regados en el pueblo, ajustando cuentas? – le preguntó a Nayibe.
-          Por eso mismo, estoy buscando a Carlitos… ¿Lo has visto? – preguntó ansiosa.
-          Claro, está al frente donde Zuleima, Él se iba a ir pero no lo dejamos.
Nayibe se sintió ruin y miserable, pero lo ocultó dándole un beso a Felicia en la mejilla. Y se despidió con un sincero agradecimiento.
-          De nada, pero si no es por eso no vuelve…- le recriminó la mujer.
Al llegar a la casa del frente, Nayibe reconoció la voz de Carlitos. Entonces vio a Robinson, su amiguito de la escuela, hablando con un hombre negro, alto y fornido. En la silueta del hombre advirtió que estaba armado de una metralla. Pero no le importó. Entró en el rancho de madera, se acercó corriendo a Carlitos y lo abrazó. El negro, reaccionó por reflejos apuntando, pero cuando Carlitos reconoció a su mamá, el hombre bajó el arma.
Saludó a Nayibe, reprendiéndola por el señor susto que le pegó. El regaño del hombre hizo estallar el llanto de un niño, que al instante detonó otros dos llantos más en las casas vecinas, como los perros de noche, que se contagian de ladridos y ecos. Nayibe, temblorosa le ofreció disculpas. Regañó a su hijo por perderse sin avisar, pero luego lo colmó de besos. Quiso llevarse a Carlitos y de paso también a Robinson, pero el niño le aclaró que aquel hombre era su papá. El hombre le comentó que se estaba despidiendo de su familia porque se iba a entregar las armas.
-          ¿Entonces… Usted es la esposa de Raúl?- le peguntó el hombre.
-          Era- contestó Nayibe, incómoda, mirando al fondo de aquel cuarto, que apestaba a pantano.
De allí Zuleima, una mujer aún más famélica que Felicia, emergió de las sombras. Se presentó. También estaba embarazada y rodeada de 7 niños, menores de 5 años, todos desnudos, escondidos, curiosos y temerosos detrás de las piernas de su madre. Nayive sintió que aquella mujer era un poco su reflejo: la mujer que sería de que haberse quedado allí. Entonces sintió una angustiosa necesidad de irse. Le dio las gracias a Zuleima por cuidar su hijo y se despidió del hombre. Zuleima le dijo que era muy peligroso salir al pueblo y la invitó a pasar allí la noche. Pero Nayibe insistió. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de salir de allí, quería evitar más preguntas o comentarios de aquel hombre y no soportaba verse a si misma en aquella mujer.
Por las calles oscuras y desoladas, Nayibe apresuró el paso halando a su niño del brazo. Sentía una opresión en su corazón, pensando que estaba desafiando a la muerte, al caminar con su hijo por el pueblo. Se encomendó al alma de su marido para que los protegiera y se fue por la playa para sentirse más segura.
Trató de disimular el peligro que corrían, regañando a Carlitos por desobedecerla; por ir a la invasión, por estar tan tarde en la calle y por volverla a ella, su madre, un manojo de nervios.
Preocupada le exigió a Carlitos que le dijera qué le había dicho el papá de Robinson, pero el niño dijo que nada.
-          Solo que Raúl, - su padre-  había sido un gran tipo.- soltó el niño, pasos después.
Nayibe se detuvo en mitad de la calle, se agachó y se pudo cara a cara con su pequeño. Le apretó el brazo y le preguntó:
-          ¿Qué más… que más te dijo?- le exigió zarandeándolo.
El niño se sintió acosado, confundido y no le quiso responder. Salió corriendo para la casa, asustado por su madre.
Nayibe alcanzó a su hijo en una esquina, le pidió perdón y lo abrazó muy fuerte. De pronto escuchó unos pasos que se acercaban. Entró a Carlitos a una platanera, se tiraron al suelo y le tapó la boca a su hijo. Dos hombres armados pasaron comentando que iban a hacer con la plata que les iban a dar por reinsertarse.
-          Yo voy a montar un putiadero que es lo que más plata deja- le decía uno.
-          Pues ya tiene el primer cliente, socio.- le dijo el otro.
Y se perdieron en la oscuridad entre sonoras carcajadas que resonaron en las plantaciones.
Nayibe y Carlitos llegaron a la casa pegados de las paredes de las cuadras, tratando de confundirse entre las sombras, en un juego que Nayibe improvisó.
Después de que Carlitos entró a la casa, no probó bocado en la comida. Aunque ya tenía 12 años, su madre lo trataba como un niño más pequeño. Eso le molestó. Nayibe no soportó verlo desganado y pensativo. Se mostró confundida al ver a su hijo siempre inquieto y vivaracho, sentado con la mirada perdida; tomando cucharadas de la sopa y dejando caer el líquido otra vez en el plato.
Nayibe quiso saber que le pasaba, pero la reacción del niño fue sumirse en un profundo mutismo. La madre insistió en arrancarle el motivo de su tristeza; ¿Acaso estaba sacando a flote el duelo por su padre? Se llenó de preocupaciones, pero prefirió consultar con la almohada las respuestas que daría a su hijo cuando llegara el día en que él le preguntara por la vida de su padre y peor aún, por su muerte.
Cuando Nayibe cobijaba a su hijo en la cama, el niño habló. Con la voz temblorosa le dijo a su mamá:
-          Ojalá el gobierno no acabe con los paramilitares.
Nayibe se asustó. Sintió que el mundo que había sostenido para su hijo se derrumbaba; que la muerte de su esposo, su secreto mejor guardado, había sido revelado. Trató de mostrar serenidad, restándole importancia al asunto. Cómo si fuera de lo más natural, Nayibe le preguntó a su hijo, ¿por qué no quería que el gobierno reinsertara a los paramilitares?
-          Porque el papá de Robinson se va a quedar sin trabajo y ellos son muy pobres-, dijo Carlitos, triste y solidario.
Entonces Nayibe lo abrazó, conmovida. Derramó lágrimas de alivio, hasta que un disparo, que resonó en las plataneras, rasgó el tenso silencio de la noche.