martes, 27 de diciembre de 2011

Who plays the evil

Tal y como Pachanga les había indicado, justo a las ocho y media de la noche, aquel tipo cruzaba la calle de Los Huesos y se internaba en aquel oscuro sector de talleres mecánicos. Cuando dobló la esquina y lo envolvió la penumbra, aquel par se le fue encima como sombras, apurados, con pasos largos y decididos, empujados por el apremio que exigen las obras de caridad.
-… ¿Y cómo sabremos que es él?- le había preguntado la noche anterior el flaco de la cresta roja.
A este le llamaban El Clavo. En vez de pómulos tenía unos pronunciados huesos cadavéricos; la piel de su rostro, grasosa y brillante, estaba surcada por agrietadas cicatrices como cráteres lunares y manchas coloradas, marca indeleble de su acné juvenil; sus ojillos apenas destellaban un brillo débil, intermitente, perdidos en dos cuencas profundas, enmarcadas por eternas ojeras de mapache insomne, y sus dientes verdosos y lamosos, le imprimían un aire de zombie de película. Adicto empedernido al bazuco, el sacol y las pepas de Rubinol desde los 12 años, hasta los Punketos Podridos del Centro, decían que él no consumía drogas sino que las drogas lo consumían a él. Pero como yerba mala no le dolía ni una muela. Siempre empacado en sucios bluyines botatubo ceñidos a sus piernas largas y raquíticas, su único par de zapatos eran botas marca Grulla, de platineras raspadas en la punta de dar tanta pata a todo lo que se le atravesara a su fácil resentimiento. Esa noche tenía una camisa negra estampada con la calavera del legendario grupo The Misfits…
- No tiene pierde, Clavo; lo van a reconocer por la camisa de cuadritos que nunca se baja de encima- le aclaró Pachanga, sentado en las jardineras de la placita de El Guanábano. Y le dio un sorbo a la caja de Niquelado que le hizo arrugar la cara como una uva pasa…
- … Pero la Bayadera es caliente y más de noche… esa zona la cuidan los paracos- repuso el otro.
A este le decían El Petizo; gordo bajito, siempre rapado, con un eterno tufo que apestaba a Curva de Rodas, a ese relleno sanitario ya clausurado. Se distinguía a leguas porque sin importar el calor nunca se quitaba su chaqueta taches de metal y cuerina, mona de tanto uso: pintada en la espalda por él mismo a punta de plantilla stencil con el escudo de Nuestra Señora de la Candelaria; convertida en la muerte con una hoz, coronada sobre una torrecilla que se erige ante pecadores que arden en las llamas del infierno y claman por su redención, mientras son sometidos por ángeles demoniacos con alas de vampiros y tridentes.
- ¿Ese no es el escudo de Mutantex, el grupo de Rodrigo D No Futuro?- le preguntó Pachanga.
- No, este es el emblema de esta puta ciudad, es la heráldica de Medellín- le contestó el Petizo con aire de sobrado indiferente; con pedantería de melómano, y fastidio presumido de intelectual yupi del Colombo Americano; un ademán que acentuó prendiendo un grueso porroncho de marihuana, mientras una patrulla de policía pasaba al fondo con sus luces rojas y azules, y la sirena a todo taco abriéndose camino entre el trancón de la carrera El Palo.
- Que chimba parce… después de esta vuelta me va estampar uno igual en la chaqueta mía.- le pidió Pachanga, esperanzado.
- Este es diseño exclusivo, pero ahí vemos… - le contestó el Petizo sin mirarlo siquiera.
- Que te la vas a tirar de picado con el Pachanga,- intervino El Clavo, dándole un calvazo al Petizo, - este man que siempre ha estado en rebuena con nosotros… ¿y te le vas a torcer?... Sabés qué… - y le arrebató el bareto al Petizo para no irse a mayores. Le dio chupadas cortas y seguidas como simulando un trencito de vapor en marcha y soltó por la nariz el humo fuerte como chimenea de locomotora. Sin darse respiro, como si quisiera acabar con todo de una vez, le quitó la caja de Niquelado a Pachanga y se dio un trago largo que le blanqueó los ojos, y le hizo mover su pronunciada manzana de Adán hasta que dejó seca la caja…
- Ahggddg, este veneno lo hacen cada vez peor… nos quieren es matar estos hijueputas…- concluyó con una mueca de repelencia, sacando la lengua a lo Gen Simmons, el de Kiss.
- Era mejor el Ron Jamaica… lástima que lo descontinuaron esos perros. – aportó el Petizo, buscando congraciarse con El Clavo.
- Ese era peor, ¿no le decía Rayaica? …o no se acuerda como nos rayaba a todos la entendedera… intervino Pachanga.
- Sisas, como esa vez que a este gordo marica- dijo Clavo mirando con reproche al Petizo- en una de esas rayadas le dio por empelotarse en un bus de Caicedo La Toma lleno hasta las tetas, y a morbosear a esas negras culonas.
-Yo no me acuerdo… y que me vas a venir a banderear…- negó el Petizo, frunciendo el ceño; tiñendo de rojo sus cachetes ya bermejos. Acalorando más su redondo rostro siempre enjuagado en sudor.
- Como te vas a acordar si estabas llevado, después de que te tomaste una botella entera de Jamaica a escondidas, de puro angurrioso- dijo Pachanga- Y para colmos nos tocó encendernos a golpes con todos los tipos del bus, mientras las viejas gritaban y nos arañaron como gatas…
- …dizque todos ofendidos esos pirobos, cuando ellos mismos son felices restregándose el pito con esas negras y ellas también ni cortas ni perezosas…. -Agregó El Clavo.- Y si no es porque Pachanga quiebra la ventanilla de Emergencia y nos tiramos de ahí, ese busero nos mata a punta de varilla. De eso sí no te acordás, porque te conviene.
- Es que se aprovechan de nuestra debilidad,- aportó Pachanga.
Y como si fuera una revelación providencial, el Clavo le peló sus dientes podridos en una risa desencajada. Lo abrazó, atenazándolo con sus manos alrededor del cuello y se dirigió al Petizo.
-Si ve con las que sale este malparido… Por eso que yo quiero tanto a este carechimba.
Pachanga, rojo de la asfixia logró soltarse de aquella cariñosa opresión que por poco lo estaba matando y le mientras recuperaba el aliento, le respondió a Clavo con una sonrisa condescendiente.
-Por eso Petizo, por esta cruz que a este parcero lo respaldo pa´ las que sea…. Sabe que mi niño,- miró esta vez a Pachanga- cuente conmigo para esa vuelta… ni más faltaba.
El petizo miró a Clavo entrecerrando los ojos y luego a Pachanga con cierto reparo.
-Qué hijueputas yo también me anoto… A ver si ya les pago de una vez por todas ese favor y no me lo siguen echando en cara, par de malparidos… ya de por sí deber un favor es bien caro, y más caro cuando uno no se acuerda que es lo que debe.
Sin dilación Pachanga terminó de tomar la última bocanada de aire y con un sincero y profundo agradecimiento se lanzó a abrazar a sus dos compinches.
-Y a todas estas… ¿por qué es que le tenés tanta hambre a ese fulano?- preguntó el Clavo.
Pachanga tomó un segundo aire para dejar que su corazón tomara impulso.
- Es que me la tiene velada… y me está consumiendo la vida, se la está chupando como una sanguijuela- Se lamentó, con los ojos empapados de impotencia, inundados de vergüenza ante sus camaradas. Casi como una justificación, comenzó a hacerles una lista pormenorizada de los escabrosos detalles que lo tenían exiliado de la calle, marginado de sus gustos, alejado de sus amigos, y últimamente, condenado a convertirse en una caricatura ridícula de sí mismo.
Por culpa de aquel, se vio sometido a la penosa tarea de aceptar un trabajo en aquella oficina de contadores públicos, hacía varios meses. Por eso andaba tan perdido, tan escaso para la fiesta y sus devaneos. Tal como aquel se lo hizo ver, era la única solución para salir de las deudas contraídas por su hermano ludópata con unos mafiosos videntes que ya le habían profetizado dejarlo inválido si no pagaba. Así, arrinconado por la dura realidad, se rindió dócil a aquella supuesta mano amiga. Sin pensar en las consecuencias de entregar su alma, se dejó seducir como rata de Hamelín, por la flauta del capitalismo hasta quedar encadenado hasta el cuello, esclavizado a una rutina de 10 horas diarias encerrado un diminuto cubículo sin ventanas ni ventilación; sin tardes libres para errar por el mundo sin ton ni son, sin permisos ni tiempo disponible para contemplar atardeceres, sin horas extras que reclamar y para colmos, sin un centavo para emborracharse como dios manda y olvidarse de aquella pesadilla en la que estaba sumido. Pero eso sí, con cansancio de sobra, exprimido al final de la jornada, buscando como único remedio desplomarse en su cama para aliviar el dolor de espalda que no tardó en afincarse como un parásito.
Lejos de sí, a causa de ese otro imperioso, se encontró desviado a las malas, torcido en su camino de convertirse en un prominente antropólogo contra-revolucionario de universidad pública. Tuvo que postergar el sueño de erigirse como el promotor del anarquismo criollo; ideal que le habían inspirado aquellos filósofos outsiders que cantaban verdades con puño levantado y escupían en la cara al abusivo sistema explotador, al político corrupto, al terrateniente tirano, al empresario vil. Entonces se vio forzado a traicionar con sus actos a aquellos grupos de punk tutelares que lo habían educado, ocupando el lugar del padre que lo abandonó, y que se encargaron de su crianza, levantándolo a punta de resentimiento, alimentándolo con ira, arrullándolo con decepción, para que hiciera valer su condición de hijo bastardo y reclamara por siempre esta deuda a la sociedad.
Y sin embargo, con resignación debió aceptar el oprobio de venderse por el salario mínimo legal vigente al más ruin de los postores del sistema… “Con calculadora en mano, echando cuentas diarias de un incesante alud plata ajena que no paraban engrosar las arcas de aquellos agiotistas de mierda que tanta repulsión le provocaban. Quebrándose el lomo y cultivando lumbagos para el beneplácito de aquellos cerdos que no paraban de hacerse cochinamente millonarios por concepto de negocios varios. Siniestros dioses ocultos a los que ni siquiera les conocía la cara y que manejaban a la gente, -lo manejaban a él-, como marionetas enredadas en los hilos de su oscuro poder, a su buen resguardo, en sus ostentosas mansiones”, mascullaba para sus adentros, con profundo odio.
Al comienzo llegó a sentirse como una diminuta hormiga llevando a cuestas una pesada carga, conducida en fila hacia la boca del Oso Hormiguero; como burro al matadero, dispuesto a ser convertido en embutido de carnes frías baratas… ¡Y todo por unas cuantas monedas pagadas al portador cada quincena!... ¡Migajas a fin de cuentas!, que apenas le daba para silenciar la eterna cantaleta de su madre, siempre enferma y martirizada por su vida licenciosa, y acaso el tímido agradecimiento sin contrición de su hermano jugador! Pero lo peor de todo, fue que sin darse cuenta se estaba adocenando al perfil y requerimientos de aquellos borregos con los que compartía oficina.
De la noche a la mañana, aquel otro fue cambiando drástica y aceleradamente sus modos. La primera afrenta fue la obligación que le impuso de cambiar su atuendo de camisas negras de calaveras estampadas, colgar las botas platineras y archivar en el armario los bluyines desteñidos y rotos que tanto amaba; en suma, renunciar a aquello que definía su identidad y su carácter, la imagen que tanto esmero le costó edificar en la calle durante sus años de adolescencia y que lo diferenciaban de aquella terrible manada de homogenizados que tanto criticó. De pronto, se encontró en supermercados Éxito, guiado por el brazo orientador de su mamá: haciendo fila en los vestieres para medirse pantalones de dril con prenses, color caqui, con correa delgada de tirilla; saliendo al pasillo de espejos para la consideración y aprobación de la doña… y llegó a la oficina, engominado, peinado de lado y rasurado a más no poder, enfundado en zapatillas tipo mocasín, alternando camisas cuadriculadas, metidas dentro del pantalón, escogidas al gusto de su señora madre.
A la par, aquel otro comenzó a corregir sus hábitos en el desempeño de sus labores. Lo primero que modificó fue su postura en la silla de su cubículo. Al cabo de unas cuantas semanas, de manera subrepticia, aquella posición desparramada con la que se sentaba fue reemplazada por una rectitud marcial de 90 grados. De manera subliminal, aquel otro también le fue suprimiendo las continuas distracciones y veleidades diarias en los que se le enredaba el día. Los comentarios sobre el partido de fútbol de la noche anterior, la noticia del niño muerto por una bala perdida, la caída de un lápiz, la selección que no levanta y hasta las especulaciones sobre las bonificaciones ocasionales del mes… todo fue suprimido y reemplazado por un cúmulo de trabajo mecánico. Le asignaron labores operativas que cercenaron el tiempo libre que dedicaba a dejar perder sus pensamientos en la bruma del ocio. Aquella barquita con la que salía a navegar a la deriva por el mundo de la imaginación fue anclada, y aquel puerto de evasión clausurado durante el horario de oficina.
A fuerza de kilos y kilos de folios por digitar, tuvo que dejar de hacerse el loco, el disperso. Dejó de fingir que digitaba cuando en realidad estaba jugando solitario, y le enfocaron su inestable concentración en los asuntos pendientes con seriedad. Le clavaron la mirada a la pantalla del computador, le encalambraron los dedos exigiéndole una digitación acelerada y sin errores: Uno de aquellos jefes, mandos medios, se le sentó toda una mañana a respirarle en la nuca, a cronometrarle el tiempo que se demoraba transcribiendo una lista de números y con base en esta medición, le programaron el número de páginas que debía digitar en las 10 horas hábiles. Para evitar errores le asignaron a otro empleado, un sapo de lo peor, encargado de hacer una revisión minuciosa de cada número digitado y ay de él si encontraban inconsistencias, le advirtieron. Al primer llamado un memorándum, al segundo, un llamado de atención personal del jefe de la unidad y al tercero, mejor iba pensando quien le iba ayudar a pagar a los mafiosos aquella deudita pendiente de su queridísimo y desagradecido hermano. Con base en este resultado de rendimiento, le controlaron hasta los esfínteres: le dieron sólo 5 minutos en la mañana y 5 en tarde como único permiso para sus satisfacer sus necesidades fisiológicas; 2 minutos en cada jornadas para pausas activas tal como lo exige el reglamento interno de salud ocupacional y 30 minutos para el almuerzo… y el reposo de este, mientras se reiniciaba el equipo. Lo trataron como a una máquina y mucho peor, porque al menos las maquinas tenían medio día apagadas cada semana cuando iban a visitarlos los de mantenimiento.
Alentado por la promesa de que a mayor atención, lograría mayor productividad, le sugirieron que podría salir más temprano y obviamente esto representaba más tiempo libre para sí mismo. Aunque nunca fue cierto. Sin darse cuenta, también había aprendido nuevas palabras como redireccionar, proyectar, eficiencia, interactividad y otras tantas que vinieron a enriquecer su léxico con un argot de tecnicismos de oficina, de hecho también léxico y argot, ya hacían parte de su vocabulario usual.
Al cumplir el primer mes, el lavado cerebral aplicado por aquel otro, había surtido efecto y rendía sus primeros frutos. Atrás había quedado el pesado fardo de tener que madrugar cuando aún el día no había aclarado. Sin darse cuenta aquel otro lo reeducó: aprendió a acostarse temprano, y abandonó el trasnocho. Eliminó necedades como quedarse escuchando hard core hasta altas horas de la noche o salir entre semana para beber con sus amigotes de esquina. ¡Quién lo iba a creer! justo él que siempre fue un animal nocturno… o como decían los que le conocieron: “como una chucha que duerme de día y sale de noche”, había dejado esos hábitos que antes creía inamovibles. Lejos ya estaban las carreras para cumplir con su horario de entrada en la mañana, porque se levantaba a las 5 a.m. con tiempo de sobra para anticiparse a todos los retrasos y neutralizar todos los afanes, como lo hacen los prósperos ejecutivos que van un paso más adelante que los demás, rumbo al éxito. Y ya ni renegaba cuando la acumulación del trabajo extendía la jornada nocturna, pensando en un aumento, en el reconocimiento de horas extras y a veces, cuando lo abandonaba la razón, en un posible ascenso.
Y si esto no suena ya bastante preocupante: baste decir que la gota que robozó la taza fue el profundo deleite que comenzó a experimentar por las tablas de Excel. Se aficionó entonces por las gráficas, las tablas comparativas, comenzó a pintar de colores filas y columnas para hacer más didácticos las entregas de sus informes; las tortas porcentuales fueron para él todo un descubrimiento, encontró un gusto particular en aplicar las fórmulas y sacar resultados estadísticos, placer en incorporar los diseños predeterminados y un solaz en las plantillas 3D de rendimiento financiero. Pero sinceramente alcanzó su nirvana al alimentar y actualizar bases de datos. Íntimamente hablando, con aquella postura recta que asumió al sentarse, sumada al éxtasis que le daba el estricto orden que le inculcaron, comenzó a sentir que la flor de su ano se contraía en espasmos orgásmicos cada que terminaba una tabla. Como el perro de Pavlov, llegó a disfrutar esa sensación de fruncir el culo de manera furtiva, y a modo masturbación comenzó a propinarse este placer secreto, que subía en intensidad entre más psico-rigidez le imprimía a su postura y a la ejecución de sus labores.
En un abrir y cerrar de ojos, las cuadriculas de sus camisas y de las tablas de su computador comenzaron a dominar sus pensamientos y a incidir en sus comportamientos más sutiles, a tal punto que se irritaba cuando alguien llegaba a su cubículo a alterar el orden neurótico con el que había dispuestos sus lápices, su cosedora de ganchos, y hasta sus carpetas pendientes. Cualquier intromisión, cualquier mínima alteración en la disposición de estos objetos le parecía un caos, un desorden que lo inundaba de una rabia contenida, le pintaba la cara de rojo, y le hacía pitar como jarra de café.
Y sin embargo, ante las adversidades, diariamente procuró irradiarse una actitud positiva y emprendedora, proactiva (esta palabra la usaba ya con frecuencia para darse alientos en momentos de debilidad y duda). Cuando desfallecía le hicieron pensar que estaba ganando más del salario del que realmente recibía, para que su carga de trabajo se viera justificada al menos en teoría, para que las nobles intenciones no sucumbieran al desánimo. Tan pronto como terminó de saldar la deuda de 2 millones de pesos con los mafiosos, aquel otro le hizo una nueva jugada más vil para retenerlo en aquel trabajo. Destinó el 50% del recaudo de su salario a una cuenta bancaria que le abrió a nombre de su madre, para evitar que cayera en la tentación y no recayera en el vicio ya domado. No contento con esto, aquel otro le asestó una puñalada más fortífera y certera. Con el 50% restante, le infundió la necesidad de sacar a crédito una motico de bajo cilindraje, como merecido premio a sus esfuerzos, renuncias y sacrificios. Tras este golpe, en adelante lo encadenó a un círculo vicioso del que difícilmente podría escapar. Las cuotas mensuales que debía pagar sumados a los gastos fijos de manutención, alimentación y transporte, terminaron por convertirse en las únicas preocupaciones que le daban sentido a su existencia. Al igual que sus colegas de oficina comenzó a tazar el mundo bajo la ecuación de costo-beneficio. Gracias a los consejos ambiciosos de aquel otro, terminó por asumir una actitud estoica y ahorrativa, avara y recelosa, para prodigarse hasta el más mínimo gusto. Se privó entonces de los placeres del licor y en su acética actitud de abstemio, renunció también a los costosos placeres de la carne, por costosos. No sucumbió ni al placer de regalarse una solterita con crema  siquiera. Con lo mucho que le gustaba esa crema naranjada y aquella crocante galleta; la relegó a un lejano recuerdo de infancia que ahora no podía permitirse si quería progresar.
Cómo aquella fábula de la Lechera que iba con su cántaro sobre su cabeza haciendo cuentas sobre lo que iba a hacer cuando vendiera la leche, él se la pasaba echando cuentas todo el santo día sobre lo que ahorraría cuando terminara de pagar la moto. Entonces ahí sí que iba a darse gusto, a darse el gusto de ahorrar. Ahorrar con juicio para pensar en un futuro más promisorio de hombre independiente, lejos por fin la sombra de su madre y el molesto yugo de su hermano que tantas contrariedades le seguía causando. Felizmente solo, sin nadie que le pidiera plata, y hasta apartado en una casita de Santa Elena, rodeada de pinos, que pagaría con hipoteca a 15 años de plazo. Aquella idea se convirtió en su dicha secreta… pero como le pasó a la lechera, distraída en su camino el cántaro se quebró antes de poder conseguir todo lo que soñaba. Sólo que para él, el cántaro era la acechanza de una idea perturbadora: la incertidumbre de perder su trabajo empezó a oscurecer aquel halagador horizonte.
Comenzó entonces a temer que lo despidiera, y sin darse cuenta lo fue invadiendo el miedo a quedar cesante. Inyectado por el veneno de aquel otro, vio en sus compañeros de oficina a potenciales enemigos que querían tumbarle el puestico y asestarle la puñalada marranera por espalda para entregar su curul a algún familiar recomendado. Así que optó por evitar cualquier contacto humano más allá de un cordial e hipócrita saludo. Con esta paranoia se acostumbró a levantarse los últimos meses, con un miedo que lo hacía sudar frío cada que algún mando medio se le acercaba para que le rindiera cuentas por su trabajo. Se sentía con la soga al cuello, y entre más se esmeraba por evitar equivocaciones aquel susto lo empujaba a evidenciar más los errores cometidos.
Con los días el dolor en su espalda se agudizó, atenazándolo como si llevara un enorme parásito a cuestas. Siguiendo la recomendación de aquel otro, su cuerpo se comenzó a enrollarse sobre sí como un ciempiés para denotar sumisión y humildad ante sus jefes. Sus manos permanecían trémulas y sudorosas ante cualquier llamado, y comenzó a padecer de presión alta, lidiando con constantes mareos, a causa de la tensión de olla pitadora a punto de estallar en la que había convertido su vida.
Si no hubiera sido por el hallazgo de aquella noche, seguro muy pronto habría muerto de un derrame cerebral causado por el intenso estrés con el que ese otro lo mantenía sometido, con especulaciones sobre su inminente despido. Si no hubiera sido porque al llegar a su casa descubrió su vieja ropa de punkero dispuesta para botar, otra sería su historia. Porque fue gracias a esos chiros ajados y sucios que su madre iba a eliminar definitivamente de su vida, que retornó de la locura en la que estaba envuelto. Fue precisamente aquella camisa negra de calaveras estampadas la que le regresó el recuerdo del viejo Pachanga, y lo alejó de Pachito, el nervioso, el tímido y el retraído digitador de la unidad de cuentas. Fueron aquellas botas platineras y aquel tarro de moco de gorila para levantar la cresta el que le devolvió la cordura, y sobre todo la valentía para reencontrarse consigo mismo y enfrentar a aquel otro, que con su perniciosa influencia lo había encaminado hacia su propia perdición, a negarse a sí mismo. Y finalmente, fue aquella cara de guasón sonriente con sombrero de hongo: el emblema de The Adicts, estampado en su chaqueta de cuero, el que le dio los cojones para reírse como el desquiciado inconsciente y calavera que nunca debió dejar de ser, que lo regresó del camino extraviado y le impulsó a fraguar la venganza contra aquel otro por todo el daño que le había propinado.
-Hay que matar a ese hijueputa- exclamó entonces el Clavo, con los ojos encharcados, conmovido por aquella infame historia de Pachanga.
-Hay que darle con toda a es efulano- agregó el Petizo, más tocado aún por los vejámenes a los que aquel otro había sometido y manipulado a su antojo en contra de su amigo de mil batallas.
-No, cuidado, que no se les vaya la mano- les pidió Pachanga-. Sólo denle su merecido…
… fue así como esa noche, cuando aquel otro caminaba rumbo hacia su moto, se vio interceptado por aquel par. En medio de la cuadra más oscura y desolada de aquella zona de talleres mecánicos, fue molido a puño limpio, castigado con hebilla de correa de cuero y ablandado como carne a punta de platina de bota de obrero.
Durante aquel escarmiento, ni Clavo ni Petizo le vieron la cara, apenas si lograron ver como los chorros de sangre salpicaban aquella camisa de cuadritos que aprendieron a odiar con el relato de Pachanga. Tampoco pronunciaron palabra a petición de su atribulado amigo. Sólo, cuando ya se cansaron de trabajarle la región abdominal a aquel paciente, le advirtieron:
-Y que esto te sirva para que no te volvás a meter con Pachanga. ¿oiste?
Cuál sería la cara de terror y espanto de aquellos dos cuando de la sombras emergió la cara lacerada de Pachanga que les dijo, jadeante, mientras escupía sangre:
-Muchas gracias muchachos. Gracias a ustedes este hijueputa no me va a joder la vida nunca más.
El Clavo, atónito, se quedó mudo, mientras que el Petizo, por primera vez con iniciativa propia dijo:
-Y después dicen que el rayado soy yo.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Fantasías… y no hay quien la culpe


… cuando la Señorita X está quebrada, que es casi todo el tiempo, se pone a divagar para olvidarse un rato de sus penurias financieras.
Entonces sueña despierta que se gana el Baloto (la más cuantiosa lotería nacional) sin intención siquiera de comprar el boleto ganador.
Imagina que se gana el acumulado de miles de millones y comienza a elucubrar como distribuir ese montón de plata.
Sabe que la mitad se le va en pagar los impuestos que cobra el gobierno, “esos taimados”, por concepto de ganancia ocasional.
Le queda como mil millones largos y esa exorbitante suma la invierte en comprar propiedades: el apartamento que siempre ha soñado cerca de su barrio de infancia, ahí se le van como 400 millones. Un par de propiedades moderadamente lujosas, encalladas en urbanizaciones de barrios bien, de estrato alto, para vivir de la renta y ahí se le van otros 400 millones más.
También se compra un carro para cambiar el twingo que tiene. No último modelo, más bien estándar, bajo perfil, para evitar llamar la atención de los envidiosos que no faltan y también para que no se le vaya mucho de sus utilidades pagando impuestos, mantenimiento y repuestos carísimos. Una cosa es tener plata y otra dar la ganga, ni más faltaba.
El dinero restante lo mete en un banco y abre un CDT o una Fiducia que le representen intereses más o menos de 10 millones de pesos mensuales para poder vivir tranquila, dándose lujos pero no derrochando.
Pero también trabajaría, se aclara; se pondría a vender ropa por hobbie, creando una minúscula empresa de confecciones, modesta, sin muchos alardes para darle trabajo de paso a una que otra señora necesitada, de esas que le tendió la mano cuando estaba en la ruina. Y todas las ganancias las donaría a la caridad, para agradecerle a Dios por los favores recibidos.
De vez en cuando para darle gusto a varios caprichos pendientes viajaría a esos parajes ostentosos que ha visto en el canal Living and Travel: Quintana Rock, en límites de México, Guatemala y Bélice, antiguo imperio Maya, sería el primero. Luego se daría un recorrido por la glamurosa Europa de las postales, con residencia permanente en Londres para conocer el Palacio de Bukingham, a la reina, a la princesa o cualquier infanta y para aprender el inglés autóctono y sofisticado de la tierra madre. Y si con todo esa plata los gringos no le niegan la visa por quinta vez, iría a darse un paseíllo por New York, a conocer por fin Disneylandia, ya vieja pero no importa, y para acabar de ajustar se internaría como loca en los laberínticos Malls de Miami, dándose gusto a sus anchas.
Pensando en toda la plata que tiene, la Señorita X se anima y se va a un centro comercial de esta pobre ciudad del tercer mundo. Entra en una tienda de departamentos y comienza a escoger cuanto se le antoja. Impulsada por un voraz instinto consumista llega a la caja registradora con el carrito repleto. Para cuando se da cuenta, sale del almacén de marca con una bolsa llena de ropa. Cuando reacciona, ya es demasiado tarde. Se da cuenta que por inercia y envolate ha pagado todo aquello con una de sus dos tarjetas de crédito pensando que es rica, que se ha ganado el Baloto, pero que nada de eso aún ha ocurrido todavía más que en su fantasía.
Entonces llega a su casa de nuevo, a llorar frente al espejo mientras se mide sus costosos y finos vestidos que no tiene con qué pagar, que no le cabe en el estrecho y saturado closet de su habitación de un metro por un metro en la casa de su madre.
Tarde se da cuenta que esa manía de vivir a punta de ilusiones, la tiene esclavizada a seguir jornaleando como administradora de negocios internacionales egresada de una universidad de garaje, pero pagada como secretaria ejecutiva de una insipiente oficina de exportaciones.
Tarde advierte que esa ropa carísima que luce diario en la oficina la tiene condenada a seguir padeciendo los piropos y las insinuaciones de los clientes; esos viejos verdes a los que se expone como un maniquí cuando la obligan a acompañar a sus jefes costeños a vender a domicilio el portafolio de servicios de la empresa, y todo por tener una cara bonita y unas jugosas tetas bien puestas como carta de presentación.
Tarde para más lamentos, echa cuentas, las de verdad, las que se gana con sudor, aguante y padecimientos, para darse cuenta que los 800 mil pesos apenas le alcanzan para pagar la cuota del carro y la gasolina de mes, los servicios de la casa de su mamá donde vive después de un fallido matrimonio, completar para el mercado, darse el gustico de pedir una que otra pizza a domicilio, y lo que sobra para quedar colgada y más empeñada que antes con el pago mensual de las tarjetas de crédito, sin poder vislumbrar otro horizonte más prometedor que la ilusión de acertarle al premio gordo de la lotería.
Tarde siente que es demasiado tarde para comenzar de nuevo. Sin mucha experiencia acumulada se siente acorralada, frustrada, vencida, y se doblega ante su propio cansancio; más le puede su derrotismo, su amancebamiento a la precaria la comodidad de ser empleada; y se rinde fácil ante la idea de renunciar en pos de lanzarse a nuevos emprendimientos propios, que alimenten sus verdaderos sueños. Y eso que solo tiene escasos treinta años. Justo cuando la vida comienza pero ya se es demasiado viejo para volver a empezar de cero. “Mejor asegurar el futuro que arriesgar el presente”, piensa; con toda esta zozobra con la que se levanta a diario, con todo este miedo que carga como una pesada joroba sobre su espalda, tal como está la situación: de mal en peor, quien no piensa así... se consuela y no hay quien la culpe.
Por eso, cuando la Señorita X está quebrada, que es casi todo el tiempo, se pone a divagar para olvidarse un rato de sus penurias financieras.
Entonces sueña despierta que se gana el acumulado del Baloto (la más cuantiosa lotería nacional) sin intención siquiera de comprar el boleto ganador.
Imagina que se gana miles de millones y comienza a elucubrar como distribuir ese montón de plata…