viernes, 26 de marzo de 2010

La Balada del Tigre (4)


4.

Jhony nunca jugó fútbol con nosotros. Lo conocimos porque jugaba voleybol con las niñas del barrio, en la placa deportiva del lado. Al principio pensamos que aquel morenito de pelo churrusco era marica, pero pronto descubrimos nuestra equivocación. Jhony estaba adelantado a nosotros, pero no solo en edad. Así como sucede con aquellos que quedan ciegos y desarrollan al máximo sus demás sentidos, su precocidad, su avispamiento para acercarse a las mujeres, estaba signado por un terrible accidente.

Cuando era muy pequeño, en un descuido de su madre, Jhony se echó una olla de sopa hirviendo encima. Las quemaduras derritieron la piel en su pecho y antebrazos, y dejaron unas cicatrices abultadas como pequeños gusanos incrustados en el cuello. En su piel quedo impreso el recorrido del agua caliente.

Estas marcas indelebles lo obligaron a usar únicamente sacos cuello de tortuga, evitar deportes de contacto, lo alejaron del sol directo y le impusieron el reto de no dejarse rechazar nunca por su condición.

Así que Jhony emprendió una batalla personal contra el criterio de que lo tacharan de feo, de señalado por la fatalidad. Antes de ser condenado al desprecio, que es la suerte que corren aquellos que los “normales” tachan de monstruos por llevar la calamidad en la piel, dio el primer paso.

Se negó con tanto ahínco a esta sentencia, que en lugar de encerrarse y construir una burbuja invulnerable y segura ante los crueles ataques de los demás niños, salió a la calle. Se puso su saco cuello de tortuga y enfrentó al mundo cruel, con el empeño y entusiasmo de quien tiene una misión, un reto a vencer contra si mismo.

Ingresó a la Scouts y su dedicación no tardó en hacerle merecer los más altos rangos, hasta convertirse en un habilidoso y recursivo campista. Para evitar la repelencia femenina aprendió muy temprano a bailar de todo bajo la tutoría de tres tías solteronas con las que vivía, morenas gordas todas ellas. Y ante la inclemente crueldad de los demás niños, desarrolló la malicia necesaria para hacer bromas sobre sus cicatrices más graciosas que las nuestras. Así se mantuvo inmune a nosotros, evitando ganarse complejos y enemigos.

Gracias a su carisma jovial, dicharachero y tropical, no tardó convertirse en consejero íntimo de las niñas del barrio, en su chaperón incondicional y en oídos prestos a los dilemas sentimentales de sus amigas. Porque la gran verdad es que cuando todos nosotros vivíamos en pantaloneta, con las rodillas y los codos sucios de revolcarnos en juegos sin fin, Jhony ya tenía la ventaja de tener más amigas, de lo que cualquiera de nosotros ha tenido en su vida.

Esta combinación de atributos le mereció la admiración de madres de familia, quienes vieron en él un ejemplo, borró toda demostración de compasión lastimera en las niñas y se ganó su confianza. Y para acabar de ajustar se convirtió en el primer puente entre niños y niñas, que se ignoraban mutuamente, con cierto desdén, absortos en sus juegos en cancha paralelas.

Como no hay fiesta que se respete si no hay comensales de ambos sexos, se empeñó entonces en mezclar el agua y el aceite.

Si, señor, Jhony fue el Aqueronte que nos embarcó hacia las aguas calmas, misteriosas y traicioneras del mundo femenino; un viaje sin retorno donde seguimos naufragando, que comenzó en una pequeña fiesta de barrio.

Si el Mono fue un arcángel mensajero y vengador, Jhony fue el angelito de la guarda que nos sacó de aquel ostracismo impuesto por nuestros padres. Sus modales, “la educación de ese niño” y aquel espíritu de superación, hicieron que nuestras madres se derritieran de admiración y se olvidaran de suspicacias. De puerta en puerta, consiguió un sí unánime de todas nuestras mamás. Porque… ¡cómo decirle que no a ese niño tan correcto y formal, tan cortés… como negarse a ese caballerito que vino hasta la puerta a invitar a los muchachos a su primera fiesta de quince, y con tarjeta de invitación hecha por el mismo… ¡Qué belleza!... ¿Cuál belleza?, ese lo que es… es un marico… Que vayan a esa bendita fiesta, pero si solo ven hombres muchachos, se me devuelven de una para la casa, nos recomendó mi papá.

Así que todos a dejar los pantalones cortos, y a ponernos camisas (de botones) y pantalones como ha de ser cuando los niños se convierten en hombres que quieren gustar de las mujeres. En realidad, era un experimento interesante, ya que de todos esos pequeños gamberros ninguno conocía en realidad a las niñas del barrio. Pero era solo cuestión de tiempo y baile para que rompiéramos el hielo y entráramos en confianza.


Continuará...

lunes, 22 de marzo de 2010

La Balada del Tigre (3)


3.

El Mono cumplió su amenaza. Cierta tarde que estábamos jugando un desafío contra el Lleras, desapareció. Tocó de puerta en puerta y habló con todas nuestras mamás. Como un querubín mensajero, les advirtió sobre los malos pasos que estábamos dando… están repletos de revistas porno, les dijo; y les sembró el bichito de la duda. Vaya y busque debajo de la cama y verá.

Así lo hicieron y vieron que aquel monito tan bello y mal intencionado, tenía razón. Bajo del colchón, 15 niños del barrio, escondíamos revistas porno para el solaz de la noche. Y eso no es lo peor… están viendo películas porno en la casa de mi hermanito los miércoles que mi mamá se va… ¿Y quien es su hermano? Caliche, el Flaco… ¡Qué horror! ¿Y usted también las ha visto? No doña, yo no puedo por chiquito. Bien hecho. Pero entonces usted por qué no le ha dicho nada a su mamá… Porque el Flaco me pega… Espere, dígame donde vive y yo hablo con ella… Entonces el Mono desaparecía en un parpadeo y corría a la siguiente puerta. Así se pasó toda la tarde.

Al llegar a casa nos aguardaba una pequeña sentencia acorde con el tipo de familia de cada cual. A unos, sus padres los esperaron con la revista sobre la mesa y los cogieron a cantaleta, con melodrama y todo… Decime que te ha faltado en esta casa para que nos pagués así…

A otros los esperaron con correa en mano, sordos a explicaciones.

A unos pocos les dieron la comida y de postre, decidieron que ya era el momento de hablar sobre “algunas cosas de la vida”.

El Ciego, que se había llevado la revista de un negro con un enorme pene, simplemente no la encontró, pero tampoco se atrevió a preguntarle a su mamá, y menos cuando sintió algunos gemidos, a la hora de la siesta, en el sopor de la tarde.

A mi, como era de suponer, mi mamá me sentó en un interminable interrogatorio, correa en mano; en una cacería de brujas, tratando de identificar la manzana podrida que me estaba corrompiendo. Mientras tanto mi hermano azuzaba: péguele, péguele por volarse a ver viejas en pelota.

¿De quien son estas revistas?... De Piri… ¿Y quién es Piri? Uno de Manila… ¿Y dónde vive? No sé… ¿Y cuantos años tiene? Como veinte. ¡Veinte!... Y usted que hace andando con esos mamones… Y ese debe ser amigo de Caliche… ¿y que ha visto en esas películas porno?… Y cuidadito me dice mentiras… yo no he visto películas porno, yo solo he visto películas de Karate… Si como no, no me crea boba o el Karate se lo doy yo para que aprenda, culicagado… ¿Y cuantos años tiene ese Caliche? Como veinte también. ¿Y ninguno de ellos lo ha tocado?… No, ni que fueran maricas… Deje esa grosería, boquisucio… pero entonces ¿le han mostrado algo?… ¿Cómo así que algo?... Que si alguno de esos dos le ha mostrado la cosita o le ha pedido que se la toquen… No, pero el Flaco se mete mucho la mano dentro de la pantaloneta y saca el pipí a orinar en la calle donde le den ganas…

Y a ella que le da un soponcio… y empieza con su lamento de martir, que ya se me salió de las manos este muchacho, que cual es la educación que yo le he dado, que qué hecho yo para merecer esto… y ya ni siquiera pregunta sino que se pone roja de la ira, y amenaza con no dejarme salir nunca más en la vida hasta que me vaya de la casa para un internado… Que la voy a matar de un disgusto…

Hasta que la cosa termina igual que a todos los demás: Está castigado, le queda terminantemente prohibido juntarse con ese tal Caliche y sobre todo con ese Piri… Y ay si yo me llego a enterar que se sigue viendo a escondidas con esas malas compañías Francisco Javier… Y dígale a esos dos pervertidos se dejen ver no más para cantarles la tabla… Pero no pues que no puedo volver a hablar con ellos… A mi no me goce coligado que no yo no te pego, pero espere y verá que venga su papá… a ver si a él se lo goza también…

Para el cuarto ya, encerrado hasta nueva orden. No faltaba más… Bendito sea mi Dios, qué voy a hacer con este muchacho. Y afortunadamente mi papá llega tarde, borracho y tiene que salir muy temprano al otro día y eso me salva el pellejo. Porque si no…

En cambio para mamá la noche transcurre entre cruces de llamadas con las otras mamás, chismes que van y vienen, exagerando todo hasta el pánico colectivo… Una que otra visita para acordar ponerle coto a este problema de forma unánime. Y figurate que el hijo de Doña aquella, el tal Caliche se la pasa con ese tal Piri MASTURBÁNDOSE, metidos en los matorrales de la cancha donde juegan nuestros angelitos… y haciendo quien sabe que cosas más… Sabrá Dios.

Así que pasamos varias semanas confinados en nuestras propias casas, como medida preventiva. Aburridos como piedras, incomunicados, sin jugarnos ni un picadito en la calle, ni al frente de las casas, no vaya a ser que aprovechemos un descuido para irnos a pelarnos el pipí en esa esquina oscura; porque “eso” es lo que tratan de prevenir las mamás.

Llenas de pensamientos maliciosos, que ni imaginamos siquiera, se erigen como las custodias de nuestra inocencia infantil, estirando a las malas nuestra infancia, preservándola a toda costa. Paradójicamente nos castran los juegos que nos mantienen indiferentes a los deseos de la pubertad.

Estas prohibiciones nos despiertan una curiosidad apremiante que nos llena de más malicia, enloda un descubrimiento que parecía natural, normal y lo peor de todo, nos precipita hacia las sombras, a sitios oscuros, lejos de casa, cada vez que queremos buscar respuestas al mar turbulento de dudas que se abre ante nosotros con el cambio de edad.

Aquí el tiro le sale por la culata a nuestras madres, y comienzan a perdernos. Su actitud recelosa, su censura, sus tabúes, lentamente nos alejan de ellas como consejeras de siempre y nos arrojan solos a un naufragio de silencio irremediable, que advierten pero no pueden detener. Su miedo precipita nuestro crecimiento, aquella hora en que dejamos de ser niños, a la que tanto le temen.

Confundidos y amenazados, optamos por dejar que la cosa se enfríe. Y muchos fingen seguir siendo el nene de la casa, e bebe e su mama, el niño de su madre, y se comportan como tal, aún cuando en la noche, ya comienzan a elucubrar imágenes ardientes de su profesora o a lubricar poluciones nocturnas por las niñas del barrio, dormidos, medio dormidos o apunto de dormir. Ya que por esos días ni en sueños se puede escapar de la acuciosa pulsión que se apodera de nuestros cuerpos.

Ya el mismo Flaco lo había advertido, cual profeta, mientras veíamos Garganta Profunda, un clásico del cine porno. “El que niega una paja, niega a su madre”.

Quizás con esto solo estaba diciendo que no tenía remedio, que era inevitable alejarnos de la niñez y su candidez; y que aceptarlo era tan natural como aceptamos la dependencia por nuestras madres al comienzo de la vida. Que más temprano que tarde llega el momento en que el cuerpo redescubre al cuerpo, y comienza a juguetear con él como preámbulo y preparación sensual, como entrenamiento y adaptación, para lanzarnos a juguetear con otros cuerpos, iguales en la necesidad de satisfacer ese deseo inagotable, y semejantes en el mismo estado de excitación que nos acompañará el resto de nuestra vida.

Conciente de eso, el Flaco no se avergonzó en confesar que ya había dejado el banano estripado dentro de su propia cáscara, como método onanista, y lo había cambiado por la entrepierna plástica de la muñeca Barbie de su primita Janet.

Motivados por ese mismo impulso, muchos de nosotros, ya sin el Flaco y sin Piri, comenzamos a encontrarnos clandestinamente a la salida de nuestros colegios en Envigado, para ir a comprar revistas “de aquellas” en una bodega de libros “usados” llamada el Ocio. Allí terminábamos viendo pasar las colegialas, que despertaban nuestro novel deseo con un sutil encanto… y terminábamos por compartir novedosos métodos de “Hágalo usted mismo” para onanistas primerizos.

Pronto, sin darnos cuenta, cambiamos las canchas por las fiestas… y fuimos invitados a nuestra primera fiesta en Manila. La fiesta de quince años de Jhony. Y eso que en aquella época, y aún todavía, se celebran fiestas de quince SOLO para niñas.


Continuará…

miércoles, 17 de marzo de 2010

La Balada del Tigre (2)


2.

Días más tarde, el Flaco me toma por sorpresa. Se me acerca al medio día cuando regreso del colegio. Todo misterioso me dice entre dientes: Venga a mi casa hoy a las tres… ¿Para qué?... Vaya y verá, pero no lleve al gordo, es solo para mayores de 12. Carcomido por la curiosidad invento una tarea con unos compañeritos de Manila. Mi mamá insiste: llévese al niño. Pero mamaaaa, es una tarea… Mucho mejor, aprende cosas nuevas. Y por esa simple razón, paso media hora tratando de distraer a mi hermano. Logro salir furtivamente con un amplio retrazo. Mamá, Francisco se voló, escuchó chillar el Gordo, desde afuera… Déjelo que el vuelve y arreglamos…

Enjuagado en sudor, toco en la casa del Flaco pero nadie me abre.

Sin esperanzas, cuando ya me dispongo a irme, el Flaco grita sin abrir: Mono ya le dije: deje de tocar, que no le voy a abrir. Cual mono, soy yo… ¿Quién soy yo?, pregunta el Flaco: Usted es Caliche, y yo soy Fran, le aclaro. Entonces abre, saca la cabeza y me jala de la camisa… justo cuando el Mono viene a toda carrera desde la calle del frente. Trata de entrar en su propia casa, pero el Flaco le cierra la puerta en la nariz. Espere y verá… Le voy a decir a mi mamá…

Las maldiciones y amenazas que profiere el Mono, se hacen más tenues mientras nos adentramos en aquella casa oscura. Al final del pasillo, pasamos por una ventana tapada con una cobija desde adentro. El Flaco se detiene en la puerta y me advierte, solemne: Jure que no le va a decir a nadie lo que vio aquí. Lo juro sin pensarlo y el me conduce a sus aposentos.

El cuarto está en la más completa penumbra. Solo se ve un camarote destendido, un viejo chifonier, y un enorme televisor Sony, con la pantalla azul, conectado a un betamax.

Unos pequeños rayos de luz, se proyectan por la ventana a un afiche de Bruce Lee sin camisa, en Operación Dragón; al lado Jean Claude Van Dame también sin camisa, con las piernas abiertas en 180 grados, y en la otra pared, Chuck Norris, barbado, con una camisa azul manga sisa, sosteniendo un par de metrallas Mini Usi, y el épico título: Invasión USA.

¿Uy Flaco donde se levantó ese afiche? Me lo robé del Dux. ¿De qué? De un cine doble función del centro. ¿Y a usted lo dejan ir al centro?… No, pero me vuelo.

Entonces veo sentado en el piso a Tunas, el vecino mueco del Flaco; a Tréllez y a su primo Pimienta (ese es su apellido), flaquito, dientón, que siempre huele a cobija sin lavar. Al fondo de la pieza, parado en una esquina, hay una sombra; alguien que no distingo…

Ah, él es Piri… introduce el Flaco. El trajo las películas… Salude pues Piri, le increpa Tunas, o qué… ¿qué le chocó?… Nada ome… es que sigo todo amurado por las revistas… Como es que me encuentran el escondite y no me dejan ni una… como estaban de bien encaletadas… ¿Flaco, seguro que no vieron nada?...

Nada, dice el Flaco y me clava una mirada cómplice que me advierte: Ni se le ocurra abrir la boca… Con el trabajo que me dio conseguirlas… y hacerles el cambuche… Y la plata que me gasté… puras ediciones de lujo.

Pero dejá de chillar Piri, mejor, a lo que vinimos, propone Tréllez. Listo. ¿Y que vamos a ver Flaco: la última de Van Dame, en la que se vuelve a abrir de piernas?, pregunto yo… No es Van Dame pero mire como se abre de piernas… El Flaco le da play al betamax y me muestra por primera vez una película porno.

Un negro de una verga descomunal penetra a una rubia acostada, con las rodillas a la altura de sus orejas. Es la Chicholina, la máxima estrella de porno de Italia, contextualiza el Flaco, tirándoselas de experto en la materia. ¡Esos Italianos si están solos para jugar fútbol y hacer porno!, exclama Pimienta.

En una de esas revistas había un especial de la Chicholina, comenta la silueta de Piri, melancólico. ¡Ah no Piri, deja ver pues la película!, le reprocha Tréllez. Pero es que… ¡Shhh!

Al cabo de unos segundos, todos callamos, con la mirada fija en la pantalla y las piernas apretadas… El Flaco como una lechuza, siente que hay mucha luz. Le da ese capricho, y se levanta para oscurecer más el cuarto con otra cobija.

Ahora solo alcanzo a ver el video y los destellos sobre la cara de Tunas que se babea… Se me pone la piel de gallina cuando la mano del Flaco que se interna en su pantaloneta, sin pudor ni vergüenza… Noo Flaco, no empecés otra vez… respetá, le dice Pimienta, ofendido.

Si no le gustó se puede ir mijo, que a esto vinimos… Cómo si fuera así de fácil ver estas películas… Antes agradezca que mi mamá salió hoy… Espere…aquí viene lo bueno… mire como la va a poner ese negro. Nooo, eso no es nada, lo mejor es cuando lo hace con el caballo… adelántela, dice Tréllez.

Quince minutos más tarde, comienza a sentirse un sofoco insoportable en el cuarto… Durante este lapso, he escuchado gemir al flaco tres veces. He visto a Tunas, a Téllez y a Pimienta, ir y volver del baño dos veces cada uno. A mi se me ha parado tanto que las pelotas me van a estallar del dolor. Lo tengo muy parado, pero un gusanillo de culpa me impide hacer algo. Y aquel mete y saca de la pantalla es tan repetitivo, que ya me cansé, no le encuentro gracia y quiero salir de allí.

Solo Piri sigue recostado contra la pared, inalterable y silencioso...

Adelante mejor, sugiere Tréllez, hasta el caballo… Entonces veo con incredulidad, mi primera experiencia zoofílica, todo en un día, 2x1… Adelántelo más, hasta que el caballo se venga… Párelo ahí Flaco. Uy mirá ese chorro… Siquiera sacan a la Chicholina a tiempo… un poquito más y ese caballo la “inunda por dentro”, comenta Tunas. ¡La inunda!, todos reímos con la ocurrencia, ya con la mente dispersa. ¿Qué le pareció Fran, eh?, me pregunta el Flaco, pero yo no tengo palabras…

Listo… apague y vámonos… No, déjela seguir, pide Piri. Ay no, yo si me voy a salir, nos estamos sancochando aquí, dice el anfitrión… ¿Quién quiere sánduches?, y todos aprovechamos para salir detrás del Flaco, con las pantalonetas como carpas. Pero Piri que se queda en el mismo lugar, absorto, con la mirada clavada a la pantalla. Este Piri si es mucho pervertido, le dice Tréllez, antes de salir…

Nos da tiempo de hacer los sánduches calientes, licuar tomate de árbol para unos jugos y hasta comernos unas galletas dulces… mientras que Piri sigue encerrado.

¿Qué horas son?… ya casi las seis… Ay ay ay, ya viene mi mamá… Hay que poner el televisor en la sala y dejar todo como estaba…Vengan, ayuden pues.

Listo Piri, se acabó la función. El Flaco prende la luz. Nononono, implora Piri, pero ya es muy tarde. Allí lo veo por primera vez.

Piri es un muchacho de unos 18 años y feo como ninguno. Nariz “de poma”, bigote chino de tres pelos y cumbambón; las mejillas marcadas por un cúmulo de barros, la piel grasosa y pálida. Pelo negro embombado, grueso y reseco. Desgarbado, encorvado por una joroba precoz. La camisa color caqui, sudada en las axilas.

El flaco, llega de una a sacar la película… Volvé a apagar la luz, le pide Piri, tapándose con las manos en su pantalón, a la altura de la cremallera. Pero el tiempo apremia, la mamá está que llega y si nos pilla, ni imaginar la que se arma…

Entonces el Flaco le entrega la película a Piri… la terminamos de ver la otra semana, le propone, conciliador… Piri toma la película y deja ver su pantalón gris de dril. Miren Piri se orinó, se burla Tunas, al ver la mancha oscura y mojada en su entrepierna.

No me oriné… ¿Y entonces que es?, pregunta Pimienta… Eh ave maría Piri, vos si sos el man más pajizo de toda Colombia, te venís “así de bastante” y sin sacarlo. Mucho cochino, le recalca Tréllez.

La próxima vez vemos la película con la luz prendida, propone el Flaco, un tanto asqueado de Piri, el muy cínico. No me regañés y mejor prestame una pantaloneta, que así no puedo volver a la casa, pide Piri.

Minutos más tarde, dejamos el lugar como si no hubiéramos estado. El mono, por fin puede entrar. Indignado, amenaza con ir a cada casa y delatarnos con nuestros padres.

Todos se quieren ir ya, menos Piri que repite que no puede volver a la casa así… Lo reparamos de nuevo. La pantaloneta del Flaco le queda ceñida y sobre la tela se destaca el relieve de su pene erecto. Y sin embargo, todos nos marchamos y lo dejamos allí.

Sin otra opción Piri emprende se penoso regreso, con la intención de dar varias vueltas antes de entrar a su casa.

Antes de doblar la esquina, lo veo por última vez. Camina calle abajo por la parte más solitaria de la acera, disimula. Tapa sus “vergüenzas” con las manos. Avanza constreñido como quien sufre de revoltura estomacal, donde cualquier moviendo brusco es fatal.

Trata de pasar inadvertido, invisible, para que nada lo delate. Pero Tréllez, le grita desde la distancia: ¡Piri Pajizo!… Los transeúntes voltean a mirarlo y se dan cuenta de su pantaloneta apretada y “narizona”.

Algunos se burlan. Así que Piri no le queda otra alternativa; aprieta el paso y se va hacia la quebrada, donde se siente más seguro.

Oiste Tréllez... ¿Y por qué le dicen Piri?, le pregunto mientras lo veo saltar a la canalización... Porque va a ser... porque siempre se mantiene así: Pirinolo.


Continuará…


lunes, 15 de marzo de 2010

La Balada del Tigre (1)


1.

Estamos en la cancha de Manila, son las tres de la tarde. Cielo azul y sol picante. Ocho contra ocho; todos niños de 12 años; el mayor es Tréllez que tiene 16, aunque no le nota porque es más bajito que muchos de nosotros. Bueno se le nota un poquito por el bigote lulero.

Tréllez se viene meleando a medio equipo. Se los va a sacar a todos, pues… ¡Que alguien lo quiebre!, grita el Flaco al verlo acercarse a su portería, a nuestro arco… “No lo dejen patear”, nos unimos al clamor, los que vamos quedando rezagados, tirados en la arenilla, como cristianos vencidos por un gladiador. Pero nadie lo puede parar, juega mucho, domina el cuero. Hasta tiene el descaro de devolverse para hacerme otro túnel. ¡Y lo logra! Moreno bribón, pillo presumido. ¡Metete con uno más calidoso que vos!, provoca gritarle.

Ya en el área, el Flaco sale a achicar, pero Tréllez se cuadra para patear. Y seguro que es gol, si no fuera por el Ciego, que salió de la nada para dañarle la jugada. De un puntazo lanza el balón fuera de la cancha. Todos levantamos la vista, tapando el sol que castiga la vista. De pronto, parecemos más bien jugadores de Béisbol contemplando un home run. El balón cruza la malla de metal y cae en la maleza, cerca de la quebrada.

“Ciego, le figuró ir otra vez”, le dice el Flaco. Pero el Ciego se niega. Está cansado de recoger los balones que bota de puntapié a la quebrada. ¡Todo por cumplir con su labor de defensa líder, de muralla infranqueable! Un día de estos, uno de esos puntazos va a estallar el balón. Y sin embargo, alguien tiene que bajar antes de que las corrientes arrastren el único balón que nos queda, hasta el río.

El flaco es el que baja. Reniega mientras se pierde entre los matorrales. Entre tanto los demás, insolados, buscamos agua para mojar la cabeza y limpiarnos la arena que se encostra en nuestras bocas sedientas. Los más troncos aprovechamos el receso; nos juntamos como cucarachas a conspirar: No volvamos a invitar a Tréllez… No deja jugar… Que se vaya mejor a la Loma a que le den sopa y seco, a ver que hace… Pero… ¿Y entonces cómo cogemos nivel?... (silencio)… Ah, que al menos soltara el balón, pero no raja ni presta el hacha.

Y en esas meditaciones estamos cuando nos damos cuenta de que el Flaco nada que sube. Se perdió el balón otra vez… Tocó bajar a buscarlo, otra vez. Qué pereza, esa maleza da ladilla.

Llamamos al Flaco, pero no responde. Separamos la maleza, más alta que nosotros, buscando ya al Flaco y al balón, el que primero aparezca… Cuidado con las ratas… Mira que si te muerden te da gangrena y te tienen que cortar el pie… y hasta ahí jugaste.

Ciego, es en serio, le figuró ir a la quebrada, o paga el balón. Y acuérdese que ya nos debe tres. Si se pierde este no vuelve a jugar. Así que el Ciego malgeniado se va a explorar, quebrada abajo. Va a ver si el balón se quedó estancado bajo el puente o a si el flaco aparece al menos flotando en esas aguas grises, turbias y pestilentes; lo que primero aparezca. Cuidado con las ratas, que esas si te matan de una infección, bueno si no te caes primero a la quebrada, porque esa te pudre al instante como a los nazis de la película de Indiana Jones.

Los que seguimos peinando el matorral, nos acercamos a una huerta alambrada. Aquel cultivito seco y apestado es de un edificio cercado, que linda con la cancha. Hemos quebrado tantos vidrios de esos apartamentos, que el portero, antes gentil y comprensivo, ahora es un ogro que no nos puede ver ni en pintura. Hasta nos ha hecho tiros con su carabina para que no osemos acercarnos nunca más.

Da pesar ver nuestros viejos balones en los patios traseros del primer piso. Pinchados y desinflados por los furibundos vecinos. Viéndolo bien, aquellos patios de mesas con parasoles y asadores de carbón, parecen un cementerio, el infierno a donde van a parar los balones desinflados.

Mirá, esta planta ya está pelechando, que es eso… ¡Son tomates!, Vamos a meterle el diente. Ni se le ocurra, yo vi cuando el portero los estaba fumigando, tienen veneno… Un mordisco y le va peor que si lo muerde una rata y se cae a la quebrada y traga agua. ¡Buadghh!

Pero entonces vemos al Flaco escondido detrás de un muro derruido, detrás de la huerta. Está de espaldas y jorobado como quien lleva a cuestas una culpa. No le gritamos, nos hacemos señas… Mejor vámonos, otro balón que se pierde por culpa del Ciego, mentimos para tomarlo por sorpresa. Nos acercamos, sigilosos entre la cosecha de tomates, y cuando estamos cerca… Tréllez, experto imitador del portero del edificio, le dice: “Ahora si te cogí, culigado”…

El Flaco pega un salto y se voltea pálido. No me haga nada. Y entonces le vemos la pantaloneta hasta las rodillas, el pipi tieso y las guevitas rojas, imberbes. ¡Pajizo!, le gritan los que no dejan de mirar su pene; “Ocioso, no te pudiste aguantar… pagá motel”, le increpan los que se niegan a verle sus gracias.

A su lado, en la grama, la revista que acaba de tirar del susto, con el sugestivo título: “Sueca”. En la portada hay una rubia, blanca como la leche, de enormes tetas y pezones rozados. Acostada entre sábanas blancas, congelada en una mirada pícara, con una mano en la boca a medio abrir, como quien dice ¡Ups! me pillaron, y la otra sobre su coño, en un ademán de fingido pudor.

Con que en esas andabas, por eso tan calladito, le reprochamos al Flaco mientras se sube los calzones. ¿Y el balón? Cual balón. A nadie le interesa ya el balón… Todos nos lanzamos a coger la revista, como ratas excitadas. Y como siempre, el más aventajado, Tréllez, la toma primero. Venga, preste para acá, que ustedes están muy chiquitos para ver estas cosas. Además a ustedes ni se les para…

(Y ahora que lo dice Tréllez, pienso que mentí al comienzo. Más viejo que Tréllez era el Flaco que tenía 17 años, pero como era tan raquítico y endeble tampoco se le notaba. Es más, parecía más joven que el Mono, su hermano menor, de escasos 10 años).

Pero eso no importa ahora porque Tréllez comienza a ver la revista como hace con el balón; solo, amarrándola y no dejando que nadie más la disfrute. Entre varios nos le vamos encima pero el aprovechado termina por doblegarnos, tirándonos al piso con zancadillas y varias llaves de Taekondo.

Alguno, envalentonado por la ira, se levanta para irse a los puños, que la ponga como sea… que me casque pero al menos le conecto uno en esa cara, y le rompo la revista. Si no es para todos no es para nadie. Pero el Flaco lo detiene con una simple frase: No peleen que hay más…

Y dicho esto, se nos olvida la bronca. Nos lanzamos hacia el muro para que el Flaco nos diga donde hay más preseas de aquel apetitoso tesoro. Hay decenas de revistas enrolladas en los agujeros de los ladrillos. Cada revista está protegida de la intemperie por una bolsa plástica. Toda una hemeroteca porno. Hay para todos los gustos, revistas míticas, hasta ese momento solo conocidas por la mención hecha por los muchachos más grandes del barrio: PentHouse, Vea, Husler, Play Boy, Coño, Garganta Profunda la fotonovela, Oh la la, Katia la ardiente y Lulú la insaciable.

Con fruición, desempacamos las revistas de sus bolsas, y comenzamos a verlas, callados, embelezados por aquellos cuerpos perfectos de gringas rubias y maliciosas, de blancas zorras europeas, de pelirrojas sadomasoquistas, de latinas arrechas, de negras salvajes e indómitas, todas ellas un deleite para los ojos, un temblor para nuestros cuerpo inexpertos. Abiertas de pierna, exhibiendo su húmeda flor, su viscosa concha, su delicada almeja . Y más asombrados quedamos por la envergadura de aquellos enormes penes de machos cabríos, de sementales descomunales, de burros casanovas de tinta. Pecado sería cerrar la boca ante aquellas revelaciones.

A partir de ese momento, nos invadió la curiosidad por ver hasta la última página de todas las revistas, y nos unimos en una fraternidad. Compartimos con avidez y devoción cada cuerpo, como quien sabe contemplar la belleza y exprimirla hasta su última esencia. Leímos en voz alta los hilarantes diálogos y escenas de las fotonovelas, entre risas nerviosas y cómplices. Mientras que el Flaco se perdía detrás del muro a terminar su labor inconclusa.

Recuerdo ahora la historia del mayordomo que regañaba a su patrona por “sucia”, y prometía limpiarle hasta “el lugar más recóndito de su coño”. Mientras que la lasciva rubia, sólo imploraba que la castigara, más y más duro.

Las revistas estaban impecablemente conservadas, inmaculadas, salvo por algunas páginas que estaban pegadas. Cuando tratabas de separarla terminabas por dañar la imagen. ¿Por qué le habrán pegado colbón?, preguntó alguno. Bobo, no es colbón, corregía Trellez, es polvo… ¿Como así?... Es el polvazo del dueño de todas esas revistas. Entonces nos asqueamos y a soltar la revista, remilgados… ¿Y quien podrá ser dueño de semejante biblioteca?

Quien más va a ser… ¡Piri!, dice el Flaco saliendo del muro, mientras se acomoda la pantaloneta. En ese instante llega el Ciego, con los zapatos mojados de quebrada podrida, y portando el balón entre sus manos… Uy muchachos, casi se va al río… Pero yo no voy a pagar más balones… ¿Y ustedes que hacen aquí?... Vamos a jugar… pero entonces le echa un ojo a las revistas, suelta el balón y así de pronto se le olvida el motivo de su sacrificio.

Mejor andá lavate Ciego, que los hongos de esa agua te van a tumbar los pies. Pero el Ciego, revista en mano, no oye, ni ve, ni entiende.


Continuará…

domingo, 14 de marzo de 2010

Un Fresco


Son las seis. El color neón del cielo ilumina la ciudad. Las lucecitas de los carros, rojas y amarillas forman constelaciones en las vías. Manadas de gente atraviesan las zebras, como hormigas cachonas bien toreadas. La avenida se alimenta de calles en bajada. Porque en Medellín las calles son como venas, igual de anchas que cuando fueron rieles de herradura, que desembocan en arterias estrechas y taponadas.
Carros y gente en dirección a todos los puntos cardinales. Salen de todas partes, y se multiplican como un cáncer. Dioxido de carbono exhalado por los buses, pintan el aire de un humo gris espeso. Todo circula en un flujo sanguíneo. Semáforo en verde. Unos paran otros siguen haciendo chirriar su afán. Pasa un carro, zum, el otro zas y después baja un hombre colgado de su carretilla; con los pies flotando a unos centímetros del suelo.
Todos lo miran pasar. Allí va el hombre raudo, con el impulso y la fe puestas en dos llantas de madera, descovaladas. Baja frenando con dos tacos de caucho en la proa de su nave. Va sin camisa, pelando el cuajo. Pectorales duros ceñidos al esqueleto. Bajito y tallado. Pura fibra. Quizá en otra época fue un albañil. En su coronilla una maleza de pelo encrenchado, conquistada por piojos. Moreno mestizo, chilapo de cara. Pelos hirsutos, gruesos y rebeldes poblan sus mejillas huesudas, porque ni la barba tiene alientos de salir.
Su cuerpo rayado por tiras de mugre: Tigre callejero. Su vientre tachonado con cicatrices de puñal. El pantalón viejo y raído. La tela untada por una paleta de colores sucios; el jean regalado le queda estrecho, le llega a las rodillas y no le alcanza para poner el botón en el ojal. Y eso que se le ven las costillas. Su barriga plana, delata que hasta las lombrices se le murieron de hambre.
Flota sostenido de las vigas con que jala la carreta. Lleva puesto tenis estrechos sin cordones, con huecos en la suela. Pero no importa: las plantas de sus pies son suelas de callos, endurecidas por el pavimento. Entre los callos tiene enterrados dos clavos que solo le duelen cuando hace frío. Sus manos delgadas y venosas, como las calles que dan a la avenida, sostienen la carretilla.
En su descenso vertiginoso lleva a cuestas cajas de cartón, botellas de vidrio, cables, tubos de pvc, costales con escombros. Al lado un bifet cojo y ladeado, amarrado por cabuya, amenaza con caerse al vaivén de su rodar. La carreta es una montaña de desechos recogidos en el día, de sol a sol, de barrio en barrio, escarbando en bolsas negras de basura.
Y sobre este promontorio de material reciclable, una silla de cuerina roja muestra sus entrañas de espuma. Mueble roto como a mordiscos. Sentada en la silla, va una mujer. Flaquita que da pesar. Raquítica y mala clase. Sustancia la llama con cariño aquel carretero. Morenita, amarillenta como el barro. Con la cara parchada de paños cafés. El pelo revuelto, grasoso y muerto. Va sentada en las alturas como reina en su poltrón. Mostrando el orgullo en una sonrisa mueca, con dientes picados por la caries y las encías negras por la piorrea.
Lleva puesto un topcito verde fosforescente que le aprieta las teticas flácidas, y dejar ver el relieve de dos pezones de perrita desnutrida. El vientre es arrugado, la carne floja y el ombligo parece un frijol. Las piernas delgaditas, vestidas por una piyama rosada que una niña rica le regaló.
Y sobre su regazo un perrito pincher. Más gordo que la mujer. Una chandita. Suspiro, le dice ella de cariño, aunque el hombre le llama Chiruza. Perro sarnoso con problemas de identidad. No sabe como se llama pero atiende a los dos nombres. No es doberman, pero se lo cree. Más pinchado que la dueña, no cree en nadie el canequero, mientras baja en la carreta. Mira feo, ladra con un chillido agudo y pendenciero. Si pudiera se le lanzaría al cuello a todo el que pueda, le arrancaría la aorta y acabaría con la humanidad entera.
Así se deslizan aquel trío, capturando miradas de asombro y compasión. Hasta que el hombre balancea la carretilla hacia delante. La detiene con los pies como si fuera un Picapiedra con su auto cavernario. Frena gastando suelas; las de los tenis y los callos. Hasta que la carreta se detiene donde el hombre calculó. Frente a una vitrina de un almacén lujoso cuadriculada de televisores.
Le silba a su mujer para que deje de ver al galán de Mercedes Benz que la ignora desde el semáforo. Le espanta los sueños imposibles como aplastando cucarachas. Y la trae a la realidad.
Su hombre le orienta la atención. Los dos se embelezan viendo imágenes de Londres. La Torre del Reloj. Los autobuses rojos de dos pisos. Es como nuestra carreta, dice la mujer. Las cabinas telefónicas. Las plazas victorianas. Los castillos medievales. Los jardines laberínticos. La gente con abrigos y bufandas, resguardadas de los vientos del norte. Los taxis Rolls Roys negros con cabrilla al lado izquierdo. En ese país todos deben ser zurdos, comenta el hombre. La gente pálida como leche y ojerosa como mapaches, ataviados de compras, gente seria y estirada, caminando por andenes amplios y adoquinados.
A simple vista los rincones callejeros parecen cómodos y acogedores. Hasta la calle emana elegancia, piensa el hombre de la carreta y se anima a hablarle a su mujer: Mija, recuerde bien ese lugar porque le prometo que algún día vamos a dormir en esas aceras, le dice. Pero la mujer no ríe. Le reprocha al hombre su falta de aspiraciones y le voltea la cara.
¿Y por qué no?...- le refuta el hombre- si nostros somos la aristocracia de la bajeza, mi reina.
Entonces el perro arruga la nariz y le pela los dientes. Ladra y ladra como si le hubieran dado cuerda. Dándoselas de ofendido también... perro garoso, igualado.
El hombre reinicia entonces su marcha. Jala su castillo ambulante, con sus tesoros de basura, con su reina coronada y su peludo bufón. Sin pedir permiso se pierde en el tráfico de la avenida. Entre gritos y denuestos de los demás conductores, va riéndose como un niño de su chiste improvisado.
Y celebra el buen humor con que la vida lo premió desde la cuna.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El día que el Gordo no podrá olvidar


El Gordo siempre chupó banca. Lo metimos en el equipo porque mi mamá me amenazó que si él niño no jugaba yo tampoco. Así que por decisión dictatorial, el Gordo terminó siendo el eterno suplente. No tuvimos otra opción. Al comienzo de cada partido le prometimos que cuando fuéramos ganando, ingresaría al terreno de juego. Pero siempre se presentaba algo. Era como si el destino se opusiera a su debut. Y así fue hasta la final del campeonato cuando Vampiro, desesperado, le dijo: “Gordo, entre y haga bulto, mijo”.

Cuando Vampiro supo del torneo, corrió a mi casa para decirme que esta era la oportunidad para desquitarnos de los “Pibes de la Loma”; los que siempre nos bailaban, los patiamarillos, que tenían el barro pegado en los pies de tanto jugar descalzos.

Vampiro era un adolescente prolongado: flaco, alto y maletón, de piel gris, barroso con ojeras y frenillos, que soñaba con ser técnico de fútbol. Aunque en realidad Vampi quería ser empresario caza talentos y taparse de plata. Vago por vocación, cada año entrenaba niños en su “Semillero” con la ilusión de venderlos como arroz a equipos de ascenso. Pero en el barrio no había con qué hacer un caldo, ni de arroz, que es el caldo oficial de los pobres.

Aunque la vieja Herminia, cansada de herniarse, ya se había resignado a cargar con un hijo inútil, Vampiro no perdió la fe. Aguantó las derrotas y las burlas de los viejos Lomeños, presumidos en su tradición de ser una cantera de figuras para la liga profesional.

Pero la historia iba a cambiar, decía vampiro, convencido de que nosotros por fin estábamos listos para ser los pioneros de una nueva época. Con un poquito de fundamentación táctica, entrenamiento aplicado y comprar a uno que otro árbitro, el equipo por fin iba a ocupar un lugar en las páginas deportivas del barrio, que hasta la fecha estaban en blanco.

Embriagado por esa ilusión, Vampiro llegó a mi puerta, para que fuera el bat center del equipo, el capitán, el líder.

Ahí es cuando entra mi mamá exigiendo que a mi hermanito lo metan a las buenas o a las malas o yo no juego. Ahí es cuando entra el Gordo. También es cuando a Vampiro vio desmoronarse su sueño de la selección ideal, del equipo de las estrellas.

Como Vampiro no sabía que hacer con el Gordo, lo nombró su asistente personal. Lo engatusó, y terminó por delegarle la “delicada” función de conseguir patrocinio. Le advirtió que si no había uniforme, el equipo no podía jugar. Entonces a él le tocaba, con todo el dolor del mundo, entregarle el equipo a un empresario para que definiera quien iba a jugar, y no le podía garantizar al Gordo que llegara a tocar el balón. Sin embargo, el Gordo estaba muy chiquito para entenderle la carreta y aceptó el encargo. Mientras tanto nosotros reuníamos el resto del equipo.

Durante una semana, en las tardes, acompañé a Vampiro a convocar jugadores que ya había fichado durante muchos años atrás. Mi compañero en la defensa era el Ciego Fernández, que debía jugar siempre con unas gafas gruesas de lente verde, culo de botella… ¡Pero qué defensa!… Una muralla. Su único problema era que no podía calcular bien en los tiros de esquina y en vez de darle al balón, terminaba abriéndole la cabeza al delantero que marcaba de un cabezazo.

Los marcadores, por su parte, eran unos gemelos evangélicos y maldadosos: Tobías y Mateo. Uno zurdo y el otro derecho. Juntos pero no revueltos como el agua y el aceite. Hijos de una prima de Vampiro que se casó con otro primo de la familia. Esta aberración familiar, este pecado contra natura, había hecho a los mellizos una dupla de engendros. Pura dinamita. Se mantenían peleando y nunca tomaban en serio a Vampi, al que con le decían fracasado y lo hacían decir: “Soy la desgracia de la familia” o se negaban a jugar. Sin embargo, a Vampiro nunca le importó perder la dignidad con tal de armar su equipo.

Los volantes de contención eran los únicos pagados del equipo, Calilla y el Pecoso; unos gamines a los que Vampiro les daba plata, por partidos, por goles y hasta por ir a entrenar. No hablaban mucho, y en lo poco que decían siempre soltaban un sartal de palabras soeces. Pero con la ilusión del pago, comían callados y la metían toda. Incluso en las prácticas, nos dejaban lesionados por varias semanas, tal era su hambre… de gol, por su puesto. Los gamines eran los únicos que fumaban, y eso que eran los más pequeños del grupo. Si mucho tendrían once años y se soplaban hasta las cuzcas.

Los volantes de Creación eran el Negro y Balín, que vivían detrás de la quebrada, en Manila. Estaban fuera de los límites del barrio, pero aceptaron ser nacionalizados, por la bronca compartida que le cargaban a los Lomeños en la escuela. Se sacaban a medio equipo en una baldosa, pasaban el balón como si fuera con la mano, y se venían haciendo paredes desde nuestro arco hasta el pórtico rival. Por hacer amagues, humillar a los contarios y hacer la de sobra, siempre perdían el balón. Y tampoco es que tuvieran mucha idea de sacrificio para regresar a ayudarnos en la recuperación.

Pero el diestro en amarrar el balón sí era Tréllez, el puntero izquierdo. Un jugador de calle, bajito, moreno y con chaquiras, traído de contrabando desde Manrique Oriental. Se mantenía con los tenis rotos de tanto jugar fútbol. Incluso Vampiro le renovaba el calzado cada mes.

Tréllez siempre tenía una jugada exquisita a flor de guayo. Sabedor de su talento innato y de su superioridad, no soportaba hacer un gol feo. Él mismo se levantaba el balón, se habilitaba, para hacer chilenas y mediavoleas y se daba el lujo de comerse goles prácticamente hechos. Por esa necedad lo sacaron hasta de las inferiores del Nacional, su equipo soñado. Era, a fin de cuentas, un talento truncado por la rebeldía.

El otro delantero, era el Rey de los penales… Reynaldo Palacio Mena, un negro (morado) que se sacaba a los defensas de milagro. Ni el mismo sabía cómo, pero su quiebre de cintura y sus enganches en la línea del “cornel”, despistaba defensas y engañaba árbitros. Los goles siempre los hizo con puntazos de uña enterrada y con la espinilla; no le daba con el empeine porque sufría de juanetes a sus escasa edad.

Y de mi, Vampiro decía que tenía cabeza de piedra y piernas de gacela.

Pero el arquero era el mejor de todos. Luis Bizconti. No era Italiano, era bizco. Nadie sabía cómo pero tenía la precisión de un relojero y volaba de palo a palo como la ardilla voladora del álbum de chocolatinas. Su único defecto era su debilidad por el Trespatadas: un bagazo de vino barato al que se volvió adicto, y que lo emborrachaba tanto que veía doble; en su caso cuádruple.

Con el equipo completo, Vampiro no se tomó el trabajo de buscar suplentes. Así que el Gordo fue declarado oficialmente el dueño indiscutible de la banca. Cuando le advertimos a Vampiro la necesidad de unos jugadores para reemplazarnos en caso de lesión, Vampi afirmó confiado que a nuestra edad estábamos físicamente preparados para recibir leña sin consecuencias graves. Y no hizo nada al respecto. Es más, aprovechó esta excusa para despachar al Gordo del equipo, al asegurar que ya había conseguido el patrocinio con su mamá que era confeccionista.

El muy taimado lo tenía todo previamente calculado. Pero el Gordo también había conseguido un patrocinador, y mucho mejor. Aprovechando su encantadora picardía de obesito bonachón, logró que el dueño de una pizzería famosa, se enterneciera con la propuesta de apoyar a un equipo de niños y nos diera uniformes con guayos y todo.

Vampiro se resistió, pero no hubo oposición que valiera cuando el Gordo nos dijo que por cada partido que ganáramos nos darían una pizza jumbo, del sabor que quisiéramos. ¿Hawaiana? Si. También hawaiana.

Herido en su ego, Vampiro nos puso a escoger entre el Gordo y él. Pero para cualquier niño, harto de nutritivas sopas de mamá, la razón siempre va a estar de lado de las pizzas. Para mayor indignación de nuestro mentor, nos terminamos inscribiendo como “Los redondos”, por exigencia del pizzero, como un homenaje al gordo.

Antes del torneo ensayamos estrategias que Vampiro trataba de inculcarnos. Pero todas fueron un fracaso. El Gordo era el único aplicado pero a Vampiro no le importó. Aún así, ganamos los 8 partidos amistosos que se programaron con selecciones de colegios de la zona. En ninguno pudo jugar el Gordo por lo apretado de los resultados. No teníamos táctica pero sí comunicación de sobra a través de la pelota, y un aliciente más poderoso: muchas, muchas ganas de comer pizza gratis.

Para ganarse su puesto, cuando uno de los nuestros cayera víctima de una lesión, en casa, el Gordo comenzó a ver partidos de fútbol, grabados en Betamax por un tío solterón, y a practicar solo hasta bien tarde en la noche con una pelota de caucho. Por las mañanas, al despertar, lo descubría haciendo abdominales y flexiones. Incluso le pidió a mi papá que le comprara un libro sobre fútbol para aprender estrategias y jugadas. De no ser por su edad, podría jurar que el Gordo llegó a tener más fundamentación técnica que el propio Vampiro.

Un día antes de comenzar el torneo, Vampiro nos reunió para la concentración psicológica. Nos invitó a helado de ron con pasas y nos preparó para la meta: llegar a la final y darle con todo a los Lomeños. Esa invocación despertó nuestro espíritu competitivo. Atrás quedarían los años de humillación, nunca el barrio tuvo un equipo tan compacto, tan lleno de deseos de revancha. Por primera vez, nos sentimos vencedores, y nos entregamos a la celebración anticipada.

En la placa deportiva, Calilla y el Pecoso fumaron unos tabacos; Bizconti sacó una garrafa de Trespatadas que consumimos con avidez; bajo los efectos del alcohol, los gemelos se pidieron perdón por todo lo malo, y se abrazaron jurándose que se querían mucho; Tréllez y Reynaldo, por el contrario, se fueron a las manos porque Tréllez le dijo a Rey que no le iba a ganar de negro cuando ni siquiera le sabía pegar al balón. El ciego y el bizco trataron de separarlos pero sus problemas visuales terminaron dándose golpes ellos mismos. Mientras que el Negro y Balín, después de dar una de sus acostumbradas “vueltas”, no pararon de reír. Reían tanto que terminaron con los ojos rojos. A mi el mundo me mareaba demasiado como para levantarme y dejar de ver las nubes. Mientras que el Gordo seguía en la cancha, solo y obstinado, probando y probando tiros de media distancia con pelota quieta, en movimientos, haciéndose pases con el muro, como un autista. Pero aunque el Gordo era el único apto para jugar al día siguiente, no tocó el balón.

El primer cotejo lo empezamos con el píe izquierdo, perdiendo por goleada, ante los que rápidamente fueron los coleros del torneo; con solo un triunfo, contra nosotros. Pero a causa del insoportable guayabo, del dolor de cabeza por el sol, y del reguero de vómito en mitad de cancha, a nadie pareció importarle.

Después de las esperadas recriminaciones de Vampiro, y sentir nauseas con revoltura en el estómago, el Gordo encontró algo que pudo consolarnos. ¡Ganamos!, llegó diciendo a la Pizzería para reclamar nuestro premio. Esa fue nuestra primera pizza y la mejor motivación para levantar la cabeza y seguir adelante.

Sin embargo, en la primera ronda, sólo ganamos dos partidos; uno por autogol del otro equipo en el único contragolpe que logramos hacer, cuando estuvimos todo el tiempo cercados como gallinas, y el de la clasificación; gol espinillero de Rey, por rebote, en el agónico minuto final, cuando ya todos habían perdido las esperanzas.

Los demás partidos los empatamos y a duras penas, porque Tréllez nunca la soltó. Se pasó cada juego tratando de hacer la chilena de lujo y el escorpión que nunca hizo. El Negro y Balín, muertos de la risa, desperdiciaban los tiros con amagues al arquero y los enviaban al palo de mangos. Incluso el Ciego y yo tuvimos que frenarlos a pata, cuando en un arranque de bufonería emprendieron un ataque contra nuestro propio equipo y por poco, si no hubiera sido por una voladora magistral de Bizconti a la telaraña del pórtico, nos meten el mejor gol del torneo.

En el medio, Calilla y el Pecoso no paraban de toser, corrían dos metros y se asfixiaban y aún así no podían dejar de encender cigarrillos en el entretiempo. Del medio campo en adelante no tuvimos nada. Así que a los gemelos no paraban de alegar entre ellos por no regresar a tiempo y dejar la defensa sola. Por eso al Ciego y a mi, nos tocó aguantar y jugar al rechazo porque todos los partidos estuvimos encerrados.

Si no hubiera sido porque Bizconti estaba purgado, fijo se emborracha y nos eliminan. Pero hay que reconocerlo, Bizconti sobrio no veía doble, veía por dos. Y atajó hasta las naranjas que le tiraban desde el público, como aquel excelso arquero Lorenzo Carrabs.

A pesar de que siempre le exigimos cambios a Vampiro, para que hiciera valer su autoridad y sentara a uno de los charlatanes del medio, o a Tréllez por personalista y no soltar el balón, él prefirió dejar al Gordo en la banca y asumir la derrota.

En vista de los repetidos desplantes, el Gordo no tuvo más remedio que volverse un aguatero honorario y calentar preventivamente, cada vez que un contrario le hacía falta a uno de los nuestros. Pero así no jugara, nunca hizo un reproche. Ni una recriminación salió de su boca, ni una mirada rencorosa pobló su mirada; ganarámos o perdiéramos siempre llegaba con la misma sonrisa a la pizzería, diciendo: ¡Ganamos!...

Cuando nos traían la pizza, embelesaba al dueño con el relato de pasajes de cada partido como si en realidad las jugadas de Tréllez se hubieran convertido en gol; como si los volantes creativos lo hubieran tomado en serio; como si los de contención hubieran recuperado los balones; como si los marcadores hubieran enloquecido a la defensa contraria con pases exactos de lado a lado.

Así llegamos a segunda ronda, de milagro y comiendo pizza con mentiras solapadas, alcahueteadas por el Gordo. Cuando nuestra gula estaba saciada, la culpa nos acusaba y todos en alguna ocasión, le repetimos al Gordo la misma promesa: “En el próximo partido lo ponemos a jugar Gordo así Vampiro se desangre de la ira”. Pero llegaba el partido y nadie quería salir. Al final, eso sí, todos se acordaban del Gordo para ir a llenar la barriga.

Vampiro por su lado, cada vez se apagó más, porque todos le hacíamos caso omiso a sus indicaciones. El equipo ensueño terminó convertido en una pesadilla. Aquel grupo unido se volvió una caterva de muchachos desganados dando tumbos en una cancha, en un afán desesperado por tener la pelota. Para ese momento, el Gordo era el único creía en nosotros. Hasta que en las semifinales, un buen día el Gordo se cansó de esperar que lo pusieran a jugar, al menos los últimos minutos, y no volvió. Solo así comprendimos la falta que nos hacía el gordo, y la pizza y sin decirnos nada, volvimos a jugar como sabíamos.

Esos tres partidos fueron gloriosos. No comimos pizza pero Tréllez hizo su anhelado gol de chilena; Balín se sacó a medio equipo, esta vez al equipo contrario, y metió el mejor gol del torneo. Los gemelos no dejaron de pelear, pero su furia se les volvió temple para proyectar el equipo, y los dos gamines de contención fueron un dique ante las mareas invasoras. El único problema fue Bizconti que dejó las pastillas y volvió al Trespatadas. Tapó tan borracho que nos confesó que se sentía fusilado por los tiros de 4 delanteros al tiempo, y no sabía a cual balón tirársele. Al final pasamos con fama de campeones.

Nuestras victorias llegaron a oídos del pizzero, quien nos informó que asistiría a la final. Preguntó por el Gordito y nosotros le dijimos que era el goleador. Nuestro patrocinador se llenó de más ánimos y nos sentenció: “Espero que el día de la final lo pongan a jugar porque gracias a él es que ustedes están vestidos y comidos”. Ahí todos tragamos en seco y buscamos la manera de que el Gordo regresara. Pero el Gordo no quiso ni hablarnos.

Como se esperaba, el partido final fue contra Los Lomeños. La mayoría morenos, altos y fornidos, y va la madre si no se pasaban de la edad. Los más pequeños eran enanos maliciosos. Allí encontré a Fredy, un excompañero de la escuela al que la señorita Gabriela, la directora, le decía: “Ay Fredy esa maldad tuya es la que no te deja crecer”.

El primer tiempo fue una batalla campal: Patadas iban y venían, pero no les dejamos hacer ni una, no les comimos de fuerza, no les dimos ventajas ni espacios y los humillamos a punta de clase. Nuestro honor estaba en juego y no íbamos a permitir que lo mancillaran de nuevo. Vampiro, nervioso, no paró de tomar aguardiente; pobrecito, era su desquite por los años de burlas, pero bebió tanto que durante el entretiempo hablaba en letra pegada… Solo pudo anotar: “Ganen muchachos, por lo que más quiera, ganen…”

En el segundo tiempo, el partido se calentó más… Uno de los mellizos se dejó provocar de Fredy y los expulsaron a los dos. Después Calilla se ofendió porque le cogieron la camisa, pero el árbitro pitó falta a favor de los Lomeños. Entonces le gritó al juez que esta comprado y lleve la roja. Por acumulación de amarillas el Negro salió del campo faltando quince minutos. Nos encerramos. Había que aguantar la arremetida y el bombardeo de riflazos y patadas hasta la resolución desde el punto penal.

De pronto, al Ciego le tumban las gafas, no ve al zaguero izquierdo, reacciona tarde y penal a 5 minutos del pitazo final. Roja para el Ciego, quien sale alegando y manoteando. Cobra el portero del otro equipo. Bizconti, más sobrio que nunca lo espera lo enfrenta con su mirada estrábica y lo asusta. En esas llega el Gordo y le da aliento a Bizconti. Todos le sonreímos y le pedimos, como a un talismán, que haga bastante fuerza.

El otro portero se apresta a cobrar. Chuta a donde le duele a los que tapan, pero Bizconti vuela, increíble, y lo saca a la línea final. Todavía hay esperanzas… Tiro de esquina. El balón se levanta y el de contención de ellos le cae encima a Tréllez, que baja a defender. El balón lo atrapa Bizconti pero Tréllez queda en el piso lesionado. Pide cambio, pero Vampiro le exige que se levante. Tréllez no puede… Lo sacan de la cancha cojeando. Entonces el pizzero grita: “Metan al gordito” y el público no tarda en unirse a su clamor: “¡El gordito, que metan al gordito!”; los de nuestro barrio lo hacen por cariño y los Lomeños, también; que vamos a inventar, el Gordo era muy popular en la escuela y en el barrio. Bueno, algunos lomeños fastidiosos gritaron para burlarse de nosotros. Pero ahí es cuando Vampiro pela los colmillos; de pura pica y desesperado, le dice: “Gordo, entre y haga lo suyo que no vamos a perder por W”.

Sólo hay que resistir 5 minutos. Los Lomeños se vienen encima, el arquero en la mitad de la cancha y el resto del equipo nos encierra. Remate tras remate como una metralleta y Bizconti que está en su mejor tarde. Reinaldo rechaza con la espinilla, el gemelo y yo sacamos tiros de la línea; todos bajo el arco. Entonces Bizconti le dice al gordo que suba a la mitad de la cancha. El gordo insiste en defender. Pero nuestro portero le dice que se suba, que en el área nos estorba es a nosotros.

El gordo sube. Uno y otro tiro de esquina en seguidilla hasta que por fin Bizconti toma la pelota y despeja. Lanza un balonazo certero que cae en las piernas del Gordo, el arquero está salido. Regresa de espaldas. “Patiá Gordo, Patiá”, le grita Vampiro… El Gordo, se cuadra mientras un gorila corre hacia él sin compasión. “Patiá, Gordo, Patiá”, le decimos todos. Y el Gordo cierra los ojos y patea con todas sus fuerzas… El Balón dibuja una curva en el aire, el arquero retrocede y resbala… Se cae. No hay nada que hacer… El balón se dirige a hacia la portería… y ese… ese fue el día que el Gordo no podrá olvidar.


Fe de erratas:

Así lo hubiera querido recordar el Gordo, pero la realidad fue bien distinta…

Al partido no fue el dueño de la pizzería, y si había tres Lomeños viendo el cotejo era mucho. Terminamos jugando en un potrero de cancha en San Lucas, terreno Lomeño, ya que era la única cancha buena en todo El Poblado.

Efectivamente, tras la expulsión de casi medio equipo nuestro, a Vampiro no le quedó más opción que meter al Gordo. Bizconti si hizo subir al Gordo al medio campo, porque ya estaba cansado de tener que tapar la mayoría de sus rechazos.

Así que el Gordo si recibió el balón, pateó y dejó tirado al arquero en su regreso. Pero el balón pasó rozando el palo derecho y… no entró.

Pudimos haber ganado por el gol del Gordo, pero acabó el partido y perdimos en los penales: 4 a 0, ya que todos los que quedamos para cobrar nos los comimos enteritos.

Ah, y no era la final, era el partido de clasificación de la primera ronda.

Así que volvimos a nuestro barrio, con el rabo entre las piernas, derrotados, sumando una página más en blanco a la ya intrascedente historia del fútbol de nuestro barrio. Y para colmos, cargando hasta el bus a Vampiro, nuestro D.T., completamente enlagunado de la borrachera, y llevándolo a cuestas hasta las manos de Doña Herminia, en su casa.

Sin embargo, para subir la moral, al Gordo se le ocurrió una idea genial:

¡Ganamos el torneo!, eso fue lo que llegó diciendo el Gordo en la pizzería ese día, acompañado por toda aquella caterva de niños muertos de hambre que éramos nosotros. El dueño de la pizzería, que nunca dudó de la honestidad del Gordito, nos dio doble porción de pizza hawaiana para celebrar aquella fecha inolvidable, histórica, un hito en aquel barrio de troncos. Héroes de una hazaña que ni siquiera los mayores habían podido alcanzar.

¿Y el trofeo?, ¿y las medallas?, fue la pregunta apenas lógica que nos hizo el dueño de la pizzería.

Ay, nos pillaron, pensamos todos; compartiendo un silencio cómplice, ya hostigados de comer tanta pizza. Pero el Gordo salió del paso como todo un crack. Gambetió la encerrona, y esta vez, se anotó un golazo que nos salvó el pellejo: “Eso nos los entregan la semana entrante, en la clausura de las Olimpiadas. Pero esté tranquilo que nosotros le traemos el trofeo”.

Gracias a esa promesa, sólo nos quedó una opción, para no tener que pagar las 10 pizzas jumbo y las malteadas que nos habíamos tragado en ese mes.

Al otro día hicimos una “vaca” entre los miembros del equipo, pero como era de suponer ninguno tenía ni un centavo. A Vampiro le duró la resaca una semana y después no quiso saber más de nosotros. Por eso nos dimos a la tarea de hacer una rifa de una botella de aguardiente, un pollo de Kokoriko y una caja de alkazetzer, "que juega el próximo viernes por la lotería de Mdellín". Con aquel fabuloso premio, tratamos de asegurar al menos la venta de la mitad de las boletas.

Nos pasamos una semana, saliendo de la escuela para ir de casa en casa, de tienda en tienda, y de cantina en cantina. Vampiro fue el único que no quiso comprarnos una boleta. Con los fondos recolectados, mi hermanito y yo nos fuimos al centro en bus, en busca del almacén El Deportista. Entonces el Gordo le preguntó al señor que atendía: “¿Aquí hacen trofeos?”…

Así que ese trofeo que todavía está expuesto en la pizzería. El que dice: “Campeones de Fútbol. Categoría Infantil. XV Olimpiadas de El Poblado. Inder. Alcaldía de Medellín. Año tal”, ese el es premio que nos mandamos a hacer ese día. ¡Mandamos es mucha gente! Mandó a hacer el Gordo, mi hermanito; un genio para ganar partidos sin haber jugado.

El premio al único torneo que ha ganado un equipo del barrio… el justo homenaje y recompensa al día en que el gordo casi mete un gol de campeonato, un día que el gordo nunca podrá olvidar.


VARIACIONES SOBRE CHEEVER


Todos los días son domingos


Arrancaba la maleza del solar cuando descubrí una lata de betún, vieja y oxidada, en una raíz. La tarde estaba azul pero yo hervía por dentro. Maldecía al viejo por obligarme a desyerbar, justo un Domingo, mientras que él, cerveza en mano, se explayaba como una morsa viendo el partido de fútbol, frente al televisor. ¡Y saber que todo lo hacía por unas miserables monedas!

Cuando abrí la lata, hallé un papel que decía: “Una gran sorpresa encontrarás/ en el solar debes cavar/ dos metros nada más”. Recordé que en esta casa vivía un viejo amargado que murió en la inopia. Lo encontraron, por el fétido olor, siete días después de estirar la pata. Desde entonces la casa se volvió un mito y papá aprovechó para comprarla a precio de huevo. Al reparar la nota, un leve temblor ascendió por mi espina dorsal y me erizó la piel.

Soñé despierto que abría un enorme baúl lleno de morrocotas de oro y me fugaba de casa. La malicia me dibujó una sonrisa. Así que tomé la pala y comencé a cavar.

Con cada palazo saboreaba el dulce momento en que todos los que conocía, en especial mis adorados padres, se rindieran a mis pies clamando perdón por sus abusos y menosprecio. Sobretodo papá. Ya no sería más un don nadie, estaba cavando mi respeto, un respeto tan hondo que sería tenebroso. Alentado por esas ideas, cavé con fruición hasta llegar a los dos metros de profundidad. En realidad cavé dos metros y medio para salir de dudas. Pero no di con mi anhelado tesoro.

Reaccioné y de pronto estaba atrapado en un agujero más oscuro que la noche que se cernía sobre mi. Mis brazos estaban flojos como los de un muñeco de trapo. Mis últimos alientos se extinguieron resbalando en aquel tubo de tierra, donde apenas podía estirar las manos. No quise gritar para evitar explicaciones; no iba a compartir el botín. Tomé fuerzas de mi avaricia Arañé la tierra como un gato. Con el último aliento cubrí la excavación con ramas secas para evitar que el viejo sospechara.

Antes de entrar a la casa, cambié el bombillo por otro quemado. Cuando pasé por la sala, papá soltó un gruñido y apagó el televisor. Me escabullí con una sonrisa sardónica.

Me bañé con la ropa puesta. Todo rastro de tierra se fue por el desagüe. Papá me llamó con la agriera que le da cuando pierde su equipo, -que nunca gana-. Vamos a revisar como quedó el solar, me dijo, pero se quedó con las ganas de criticar. El bombillo no prendía, no encontró el repuesto y se puso rojo de la bronca. Echó una última mirada tratando de ver a través de la oscuridad que se tragó el solar. Lo dejaremos para mañana, y la plata también, dijo y se fue a dormir.

Hice el simulacro de irme a la cama, con la satisfacción del deber cumplido, pero qué va, me fui a conspirar. Mamá apagó las luces. Esperé los ronquidos del viejo y fui al solar a quebrarme el espinazo.

Cavé y cavé como un endemoniado. Engullí el jardín a punta de pala. Una vez llegué a los dos metros y medio de profundidad avanzaba hacia los lados. Sentí el ardor de las ampollas que estallaron en mis manos. Cavar era la única salida de casa después de 35 años viviendo con mis venerados padres. Eso pasa cuando uno no quiere hacer nada con la vida.

De pronto, la luz del cuerto del viejo se encendió. Me escondí entre las sombras. Vi que mamá miraba hacia el solar, pero el viejo no tardó en regresarla a la cama. La noche corría a la velocidad de mi ansiedad. Vencía mis titubeos pensando que al amanecer sería millonario. Adiós humillaciones y regaños, sermones y cantaletas, adiós viejo, pensaba con cada palazo. Hasta que llegué al otro extremo del solar, -había cavado una área de dos por dos metros, con dos metros y medio de profundidad- En toda mi vida jamás había hecho algo con tanto empeño. Ahí me desanimé.

Cuando tenía el hueco en la mitad del solar me preocupé pero presentía que algo grande me aguardaba. Antes del primer palazo pensé que el botín iba a estar al otro extremo del solar, pero quise ser sistemático, y ahora que estaba al otro extremo, el sistemático me sabía a mierda.

Quedaba una esquina que cavé sin devoción y nada encontré. Miré al frente; la oscuridad de la noche se desvanecía en la bruma de madrugada. Quise largarme y dejarle abierto el hueco al viejo para que nunca se olvidara de mi. Pero solo pude clavar la pala en la esquina del foso. Entonces oí un choque con algo.

Traté de halar la pala, pero estaba atascada. Comencé a excavar con mis manos y descubrí una superficie metálica. Encontré el baúl, pensaba lleno de alborozo. Y con todas mis fuerzas saqué la pala. Pero en lugar de un cofre atestado de riquezas, de la tierra comenzó a emanar agua a borbotones; agua gris, nauseabunda y espesa.

El cielo estaba aclarado de un violeta entierro. Cuando miré a la pieza de mis padres, el viejo me gritó: ¡Sorpresa!

Luego le gritó a mamá. – sin quitarme la mirada-: Se lo dije mija, nos ahorramos esa plata. El muchacho fue capaz de terminar el hueco de la piscina.

Llena de orgullo, mi mamá dijo: Es que salió terco como el papá.

Entonces el viejo se dirigió a mi, sentencioso:

… Y usted, apúrele a tapar ese tubo antes que la casa se nos llene de mierda. Es que definitivamente si no sirve es para nada.

Lo que me gustaría que hubiera pasado

Arrancaba la maleza del solar cuando descubrí una lata de betún, vieja y oxidada, en una raíz. Cuando abrí la lata, me corté el dedo. Encontré el papel que anunciaba un tesoro enterrado. La avaricia me llenó de motivos y comencé a cavar. Como sufría de un extremo caso de diabetes, me desangré antes llegar a los dos metros de profundidad y morí. Desde entonces papá vive destrozado por esa culpa.

Lo que al viejo le hubiera gustado que pasara

Arrancaba la maleza del solar cuando descubrí una lata de betún, vieja y oxidada, en una raíz. Me corté, encontré la nota, excavé y a los dos metros encontré efectivamente un baúl lleno de morrocotas de oro. Pero me desangré porque aquí también sufro de diabetes crónica y morí antes de poder sacar algo. Mis pompas fúnebres fueron con todos los juguetes y ahora mis viejos viven en uno de esos condominios para ancianos de la Florida, tratando de sobrellevar la pena de mi ausencia; derrochando mi botín.

Lo que mamá temía que pasara

Arrancaba la maleza del solar cuando descubrí una lata de betún, vieja y oxidada, en una raíz. Esta vez no me corté. Encontré la nota. Y excavé. Llegué a la guaca, pero como era plata mal habida de aquel viejo avaro, acontecimientos siniestros nos rodearon… mamá fue a dar a un manicomio atormentada por el viejo ermitaño que murió en la casona, papá se pegó un tiro desesperado por sus acreedores y yo terminé en la ruina, grismente casado con una mala mujer… ¡Pobre mala mujer!

Lo que realmente pasó

Arrancaba la maleza del solar cuando descubrí una lata de betún, vieja y oxidada, en una raíz… pero conozco al viejo, y a sus trampas para ponerme oficio, y cuando encontré el mensaje del tesoro, lo único que logró fue que yo dejara el solar y me pusiera a escribir. Pensando que habría ocurrido si yo le comiera cuento al viejo.

… ¿Y el solar?... el solar que se joda, porque para mi, todos los días son domingos.