martes, 31 de agosto de 2010

¡Descansa y deja descansar!


Cuando mis hermanos y yo éramos niños y salíamos a vacaciones, mi mamá, para descansar de nosotros, nos llevaba a la casa de la abuela Virgelina, en San Antonio de Pereira. Antes de acostarnos la abuela siempre nos contaba historias, mitos y leyendas, de aquel pueblecillo frío del que no salió en toda su vida.

Memorables, inolvidables, eran sus historias cargadas de suspenso, emociones, terror y finalmente una moraleja, el beso de las buenas noches… la oración al ángel de la guarda mi dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día...“Y que sueñen con los angelitos mis amores”. Luego apagaba la luz de su humilde casa finca y se iba a dormir.

Tan buenas eran sus historias que después de contarlas, por exigencia nuestra, las volvía a contar en resumen, y luego daba a paso a una rueda de prensa, donde le preguntábamos cosas como: “¿Abuelita: Y Por qué el jinete sin cabeza no trata mejor de buscar su cabeza en vez de ponerse a asustar a la gente?, ¿Abuelita: Y de que raza era el perro negro que escupía fuego y que se le apareció por desobedecer a su mamá? Ó ¿Abuelita: Y de quien era la pata sola, y ese señor se murió?, ¿Abuelita, abuelita, abuelita?... Preguntas irrespondibles, a las que sin embargo, la abuelita siempre encontró una respuesta satisfactoria. Quizás por eso, no la dejábamos ir a acostarse hasta que estaba ya fundida, la pobre.

Hasta que una noche ya cansada de “Abuelita y por qué esto, abuelita y por qué lo otro”, nos contó quizás la mejor de sus historias: La Historia de Lázaro, versión Virgelina, resumida de la Biblia. Y era algo así:

Resulta que Lázaro se murió y la mujer le pidió a Jesús que lo reviviera. Llega entonces Jesús a la tumba y le dice: Levántate Lázaro y anda… Y Lázaro se levanta y anda. Entonces Lázaro se siente muy feliz de haber vuelto a la vida y anda a la cantina más cercana a celebrar… pero toma trago día y noche, dejando a la mujer y los hijos con hambre, se lo gasta todo en vagamundas y no lleva el mercado, pierde la cosecha jugando tute, y termina vendiendo unas tierritas de su esposa, dejándolos prácticamente en la calle.

Entonces la mujer le puso la queja a Jesús y él fue a buscar a Lázaro, que estaba pasando guayabo en la cantina. Lázaro le pide a Jesús que le quite el guayabo. Pero Jesús le dice: Con esa bebedera y esa cabeza tuya arruinaste a tu familia; así que mejor Lázaro, “descansa y deja descansar”… Entonces Lázaro se devolvió derechito a la tumba y se fue a descansar... Desde entonces a los niños que no quieren descansar temprano, se les aparece Lázaro y les dice con tufo a trago que huele a mortecina: "Descansa y deja descansar"… Así que a dormir. Apagaba la luz y salía de nosotros así de fácil.

Aquel susto no nos dejaba dormir y como no dormíamos nos daba más susto de que se nos apareciera Lázaro. Hasta que finalmente, arropados bajo las cobijas caíamos uno a uno, profundos.

Después de mencionarnos varias noches la historia de Lázaro, sólo bastaba con que la abuela susurrara aquella frase tan miedosa de “Descansa y deja descansar”, para obligarnos a dormir.

Y sin embargo, mi abuelo, tenía una mejor versión que la historia de Lázaro de la abuela. La historia de él es exactamente igual, con la diferencia de que en la parte en la que Jesús ya mamado de las parrandas de Lázaro le dice: “Lázaro, descansa y deja descansar”… y Lázaro se devuelve derechito a la tumba, mi abuelo agrega: “Y Lázaro se quedó encerrado en la tumba con su esposa y sus hijos y vivió muy maluco, con cantaleta hasta en la sopa por toda la eternidad”.

¡Descansa y deja descansar!


No vamos a arreglar (2)


Antes de que yo soñara siquiera con tener un carro, mi hermana menor, Marcela, ya lo había comprado. Apenas había salido de la universidad, y gracias el préstamo de una cooperativa, fue la primera que tuvo carro en la casa. Desde entonces comprendí que si quieres conocer realmente a una persona, solo debes ponerla detrás del volante para que saque a relucir su verdadero yo interior.

Como familia de clase media que se respete, sus hermanos no tardamos en desafiarla para que nos sacara el fin de semana a darnos la “palomita” por el oriente antioqueño, para despegar el motor. Excusa barata porque el carro era un sprint de segunda que tenía el motor más que despegado, literalmente.

Así me di cuenta de qué estaba hecho el carácter de mi hermana, y eso que había pasado más de 20 años conviviendo en la misma casa con ella. Y no exagero. Tan pronto como empezó a manejar, su temperamento se tornó huraño y belicoso. Comenzó a acelerar, poseída por un innecesario afán, empezó a zigzaguear en la calle para pasarse a otros conductores más lentos, no dudó en insultar a paquidérmicos buseros, y a proferir toda clase de insultos cuando rebasaba a impertinentes taxistas que, como ella, zigzagueaban adelante.

Se quejó de la demora de los semáforos en rojo saliendo de la ciudad, le pitó con ira a uno que otro transeúnte que apenas si tuvo tiempo de pasar la cebra, echó cátedra sobre los peligros que entrañan los ciclistas en carretera, a los que no se los llevó por delante de milagro, y subiendo por Las Palmas, renegó hasta el cansancio de que le hubieran dado el pase a “esos malparidos” que se iban por el carril izquierdo en primera, cuando se supone que es el carril de alta velocidad, haciéndole perder fuerza a los que sí manejaban con tal destreza como para subir en tercera, es decir, como alma que lleva el diablo.

En menos de media hora, su mal genio, se tiró en el ánimo festivo de los que queríamos pasear, estrenando carro usado. Y no veíamos la hora de llegar al primer estadero para no tenernos que aguantar más su mala leche por todo… y ni eso bastó, porque después de un tener que aguantar una perorata suya de 15 minutos contra un camionero que “no avanzaba ni dejaba avanzar”, nos vinagró hasta el apetito.

Tras ser víctima de aquel “delicioso” viaje, entendí que no era que Marcela hubiera cambiado, sino que todo lo peor de su ser salía a relucir cuando manejaba. Y por eso, para evitar aquel irritable estado me prometí no comprar carro todavía.

Pero el tiempo pasó más rápido que las carreras de Marcela, y mi necesidad de hacerme a un vehículo para evitar del desangre económico de pagar tanto taxi, fue cada vez más apremiante… hasta que finalmente me compré el carro y salí a esa batalla campal que se libra en las calles, con la conciencia de que tarde o temprano, iba a terminar como mi hermana para sobrevivir, o mucho peor.

Luego de reiteradas varadas de aquel carro usado, de perder más plata de la que creí ahorrar, en arreglos, y mientras me acomodaba a los pereques de mi viejo bólido, me di cuenta de que no iba a pasar de la fase de “buñuelo eterno”. Así es como se conoce a esos conductores que ya son viejos, sin importar la edad, y que así se quedan porque nunca se toman confianza con la velocidad, ya que cualquier aceleramiento les parece frenético; que tienen un problema de motricidad irremediable y nunca aprenden a parquear en reversa o a rebasar a los demás carros en vías rápidas.

Padecemos de “Exceso de prudencia”, con este eufemismo, es que tratamos de encubrir los buñuelos nuestra incapacidad de ponernos al volante con la agilidad estrepitosa de los “velociraptores” que inundan las calles. Y no nos abochornamos, pese a las burlas e insultos que recibimos a diario, porque en el fondo sabemos que nuestra condición nos mantiene al margen de los cotidianos y bizantinos enfrentamientos. Resulta de lo más conveniente para la salud aislarse de estas nocivas riñas, cuando lo que uno ve en la calle es a los conductores particulares contra taxistas, a taxistas contra volqueteros, a volqueteros contra buseros, a buseros contra buseros, a buseros contra motociclistas, a motociclistas contra todos, a todos contra peatones y a todos contra todos, echándose su vehículo, como kamikases.

Tal es el dantesco panorama al que uno se enfrenta. Y esto te lo recuerdan a menudo, la cantidad de accidentes que ves cuando pasas al lado de los interminables choques y accidentes que hay en las calles, con varios motociclistas vueltos papilla por su imprudencia o la ajena, en las grescas que provocan enormes tacos de taxistas o buseros armados de crucetas, a “elegantes” señores sacando el fierro y haciéndole tiros al aire a una atemorizada señora que apenas si puede subir la ventanilla. Como en el salvaje oeste. O viendo a púberes adolescentes atontados, saliendo de un carro volteado, chorreando sangre, heridos y lesionados como si escaparan de un holocausto, en plena madrugada. Para eso, mejor sigo buñuelo, miedoso o lo que se diga, así me gocen. Como dice mi mamá: “Más vale que digan: Aquí corrió un cobarde, que aquí murió un gallito”. Por eso, frente a la ineludible disyuntiva de manejar a la defensiva o la ofensiva, yo prefiero ser un cobarde que conduce a la defensiva.

Poco a poco me he acostumbrado a ceder el paso al que tiene mucho afán, a abrirme al que viene como si tuviera diarrea, a dejar pasar los transeúntes pese a los pitos de los irascibles de atrás, a no cerrar ni acelerar nunca a nadie que haya cometido una burrada, a no responder a ningún insulto ni provocación y hacerme el bobo mejor. Y es que en esencia me he mantenido sano y salvo porque sé que mi lado más oscuro es bobo.

Pero así uno trate de evitar, cuando uno tiene carro lo único seguro es que se va a chocar, como es inevitable la caída para el que tiene moto.

En los escasos años que llevo manejando, gracias a mi prudente temor, nunca he chocado a nadie. He rayado hasta el cansancio el carro tratando de parquearlo en reversa, una vez por accidente le pisé el pie al novio de una amiga reversando también, afortunadamente sin huesos rotos que lamentar; si mucho un esguince. Pero si me han chocado por detrás. Dos veces. Y siempre leve.

La primera vez, fue un muchacho atolondrado que por andar tocando a la novia no calculó y me dio en plena avenida San Juan, una de las vías más cogestionadas de la ciudad. Quedamos en medio del tráfico, en plena hora pico formando un taco del demonio. En aquel entonces ya sabía de lo engorroso que son los trámites con informe de tránsito por los choques que había enfrentado Marcela contra taxistas o buseros, que tardaron meses para ir descargos y que finalmente se negaron a pagarle o el fallo no fue positivo. Pero Como el daño, fue apenas una pequeña abolladura y descascaramiento de la pintura en el bomper trasero, preferí arreglar por las buenas; era mejor evitar.

Experto en rayones hechos por mi mismo, terminé por aceptarle cualquier 40 mil pesos al enamoradizo infractor, ya que calculé que eso valía el ajuste y la pintura de la pieza averiada. Aunque el muchacho puso problema al comienzo, luego de que su novia le hizo caer en cuenta de que “el que pega por detrás paga” y de que el guarda de tránsito le advirtiera que, aparte de pagar el daño, debía cancelar la multa si íbamos a pleito, el muchacho aceptó a regañadientes y cada uno se fue por su lado, sintiendo que era lo más conveniente y satisfactorio.

Pero en el segundo choque, el melao supo distinto. Por esos días estaba estrenando novia. Una señorita a carta cabal en la calle, pero una verdulera una vez se pone al volante. Insulta con palabras de grueso calibre a quien ose pitarle, se iguala con taxistas furibundos, no escatima en vituperios a buñuelos como yo que se le atraviesen a su paso. Incluso me dice “Noñete” de cariño, en homenaje a mi manera de conducir. Mientras conduce mastica chicle para mantener su enajenación, hasta le tiembla un párpado y se le brota una vena en frente.

Cuando va en carretera, está en su salsa; le exige a su copiloto que la vaya atendiendo como es debido; esto es, que le compre y le abra las cervezas para el camino, que le de su dosis de copitas de aguardiente, y que le esconda la media de guaro en el retén, que destape los chicles y se los de en la boquita, y me advierte que por nada del mundo se me ocurra decirle como manejar, porque si algo la saca de quicio es “que le enseñen al papá a hacer hijos”. Es en resumidas cuentas mi antípoda al volante. Es peor que mi hermana incluso.

Pero yo la quiero y quizás por eso fue que terminé por copiarle su teoría. Ella es de las cree de que si uno se queda callado antes las infracciones ajenas y permite que “esos” atarvanes pasen por encima de uno como pedro por su casa, entonces uno está contribuyendo a que esos “malparidos” sigan haciendo de las suyas impunemente, hasta que le hagan un verdadero daño a cualquiera.

Fue por eso que la última vez, en el segundo choque dejé mi actitud pasiva, mi estilo defensivo y puse los puntos sobre las íes.

Eran como las 8 de la noche y regresaba a mi casa por la avenida 80. Para esa hora ya estaba medianamente descongestionada. De pronto, detrás de mi viene un tipo en una camioneta, al que no pude ver bien, porque tenía las luces altas y me enceguecía. Tomé el carril izquierdo, en vista de un taco que se formó adelante, precisamente por un choque.

Aceleré, pero no parecía suficiente para el tipo que comenzó a pitarme con insistencia. Ante su manera de pitar, pensé que llevaba algún enfermo o herido de urgencia para la clínica de las Américas que quedaba adelante. Tan pronto como pasé el taco busqué la manera de hacerme a un lado, hacia el carril derecho, para darle paso. Pero descubrí que el tipo venía solo y siguió de largo en la clínica. Así que volví al carril izquierdo, dado que el derecho se movía lentamente hasta que llegué al semáforo en rojo.

Allí, me volví a encontrar detrás del tipo, que por andar hablando por celular no se percató de que el semáforo había cambiado. Como el tipo no se movía, a pesar de que le pité, yo aceleré, tomé el carril derecho y luego el izquierdo de nuevo. Entonces, en menos de lo que canta un gallo, volví a tener al tipo detrás, cegándome de nuevo con sus luces altas y pitándome que me abriera. Pero esta vez recordé las palabras de mi novia, como los globitos que se le aparecen a las caricaturas y no le di paso.

El tipo siguió pitando, trató de pasarse al carril derecho pero no pudo, casi se choca y por evadir el choque, a la velocidad que iba no le dio tiempo de reaccionar, volvió a tomar el carril izquierdo y terminó pegándome por detrás.

Yo paré de inmediato mientras que él, limitado para un escape por el flujo lento del carril derecho, no le quedó otra opción que detenerse también. Fueron esas intenciones de evadirse a la fuga, las que despertaron en mi, el principio inamovible de no querer arreglar como en el choque anterior y esperar al tránsito. Así se hiciera el taco que se hiciera. Era lo que se merecía. Quería darle a aquel atarván, por fin su lección.

Me bajé del carro tratando, eso sí, de parecer muy calmado y cortés. El se bajó también pero visiblemente ofuscado. Era un tipo gordo y rapado, rubicundo, con una guayabera blanca, cadena de oro, que titilaba con la luces de los carros que pasaban, jean apretado y desgastado, y botas vaqueras negras.

Una vez se paró frente a mi, no dudó en lanzarse con alegatos, manoteos y muecas pendencieras. Yo le escuché tratando de mantener la calma y no dejarme descomponer ni provocar. “El que se enoja en una discusión, pierde”, recordé a Borges para tratar de mantenerme invulnerable a su agitación. Reacción que lo alteró mucho más. “Usted me pegó por detrás, y el que pega por detrás paga”, fue lo único que dije en mi defensa… “Y no vamos a arreglar”, sentencié, sugiriéndole que gracias a esa misma mala actitud él había provocado el choque, y que por eso mismo no me iba a mover un ápice hasta que no llegara el tránsito.

“No vamos a arreglar”, le repetí, aunque en medio de sus insultos no mostraba señales de querer pagar el daño hecho. Y él que sigue insultado y yo que “es que usted no me ha entendido, no vamos a arreglar”, le repetí una vez más. Hasta que él me mira y me dice: “Es que no vamos a arreglar”. Por un segundo pensé: “Hasta que por fin entendió”… Y entonces yo le contesté: “Perfecto, por fin entendió… no vamos a arreglar”… Pero entonces el se acerca, me mira con odio y me dice: “No, el que no ha entendido es usted… no vamos a arreglar”, y saca de su espalda una pistola plateada, que como su cadena, brilla con las luces de los carros del carril derecho, que esta vez si aceleran al ver el arma. “Claro, como usted diga, no vamos a arreglar”, le dije convencido, me monté al carro y arranqué pálido y nervioso. De una me ubiqué en el carril derecho como pude y lo dejé pasar.

Como estaba tan tembloroso, volví de inmediato a mi actitud defensiva para manejar. Opté por dejar el carro frente a mi casa, y me fui caminando hacia la casa de mi mamá. En el trayecto, se me volvió a subir el susto cuando vi aquel carro parqueado en el DAS y al tipo charlando como si nada con unos celadores armados de Mini Usis. Seguí a paso rápido para que no me viera. Y una vez di la vuelta a la cuadra aceleré. Dos cuadras después, un poco más calmado, pensé: “Tan güevón yo, es que hay veces en que no vamos arreglar”.

sábado, 28 de agosto de 2010

Varado y sin arreglo (1)

Como todo en mi vida, aprendí a manejar carro tarde. Pasado ya los treinta. Hice el cursillo práctico en una academia de conducción de garage sin destacarme y aunque no fui a la clase teórica de señales de tránsito, obtuve el pase en un santiamén.

Gracias al cuñado me compré un carrito de segunda: un Daewood Racer del 96, vinotinto, que antes había sido un taxi. "Una lancha", tipo sedán, con sistema de gas, que me evitaba las restricciones del pico y placa. Me valió 6 millones de pesos; un gangazo, si se tiene en cuenta que yo le pagaba al cuñado, ya que el carro se lo habían dejado en consignación por un negocio, y que lo saqué a crédito, pagando módicas cuotas de 500 mil pesos mensuales. Ni lo sentí.

Creo que ha sido el negocio más acertado de mi vida, sobre todo cuando yo me tumbo solo en cada nuevo emprendimiento. Era evidente que cuando lo compré el carrito estaba viejo y descuidado, que daba señales inequívocas de que su antiguo dueño lo había tratado a las patadas hasta dejarlo averiado. Y sin embargo, los arreglos mecánicos y los repuestos resultaron irrisoriamente baratos pues la mayoría de estos carros están descontinuados o en proceso de chatarrización. Así que con todo y los achaques de mi nuevo bólido, ponerlo a rodar nuevamente requirió una mínima inversión.

Entonces salí a la calle, con el orgullo del cicatero; de haber pagado lo menos posible, así “un lado de la papaya esté podrido”. Y me hice al volante con la satisfacción de haber evitado dar la ganga al comprar un carro nuevo, ya que como se dice en mi comarca: “Carro nuevo no es siquiera una inversión, es un lujo costoso y desagradecido, que comienza a perder plata desde que sale del concesionario”.

Lo más gratificante es el sentimiento de libertad e independencia que brinda un automóvil. Podés ir donde querás y cuando querás sin pagar más. Adiós a las eternas y demoradas rutas de los atiborrados buses, adiós a los molestos taxistas con su andar desenfrenado, sus quejas, impertinencias y avionadas.

Pero más agradecida aún quedó mi economía personal. Tanquear a gas resulta una bicoca en comparación con la gasolina, y por 30 mil pesos podés andar una semana completa y hasta más, lo que resultó ideal para mi apretado salario de profesor de cátedra. Como no tenés pico y placo no hay limitaciones de horarios ni de días para rodar. Como es carro viejo, no hay ladrón que se moleste en ponerle el ojo, ni gamín que le robe los accesorios, porque es tan poco lo que le darían en el mercado negro que se encartan. Y lo mejor de todo, si aún eres un buñuelo y apenas estás despegando motor como piloto, no te preocupes que los repuestos y reparaciones te valdrán huevo.

Precisamente, mi novatada me hizo rayar el carro reversando en uno que otro parqueadero. (Reversar es un arte que requiere oficio) o encunetarme en una que otra zanja. Cosa que no hubiera sido así de fácil con un carro último modelo, en el que el más nimio rayón me habría implicado empeñar la nevera, que es lo más valioso que tengo en mi patrimonio.

Pero no todo es alegría y diversión. Están las varadas. Suceden cuando menos lo esperas, y se dan justo en los lugares más oscuros y tenebrosos que puedas imaginar si es de noche; en medio de una transitada avenida si es de día, ganándote toda clase de improperios por el taco que has formado; o en torrenciales aguaceros, que hace aún más engorroso labores tan tediosas como cambiar una llanta o empujar el carro.

Como si fuera Murphy el que trazara las leyes de aquel incómodo momento, cuando te varas descubres lo solo que estas en la vida, porque los demás conductores pasan a tu lado y hacen de todo menos tenderte una mano. Son muy pocos, diría uno, excepcionales, aquellos que se solidarizan contigo, porque en estos tiempos aciagos, la gran mayoría van de afán, temen que tu “supuesta” varada sea una treta para un atraco, o simplemente siguen impasibles a tu lado para mirarte con lástima o para echarte la madre porque no movés el carro para evitar el embotellamiento que estas causando.

Entonces, hay que llamar a la aseguradora para que mande una grúa, o te den una asistencia tecnomecánica dirigida… pero ¡Cual seguro!; a los carros viejos no los aseguran. Por eso hay que dejar el carro bien cerrado, poner los conitos del kit de carretera con el sacudidor rojo de advertencia sobre una roca, no vaya a ser que además de varado te choquen y dejar tu patrimonio tirado en medio de la avenida para ir a buscar ayuda. “siquiera es un cacharro de segunda, nada le va a pasar”, piensas para tu consuelo.

Justo ese día el cuñado, que siempre se ofrece cordialmente a desvararte no está en la ciudad. Tus familiares cercanos saben menos que vos de mecánica y si los llamas entran en un estado de alarma y pánico, porque para ellos varado es sinónimo de accidente. Así que no hacen otra cosa que llamarse entre ellos, como un teléfono roto, regando el chisme de que “Pacho se accidentó”. Se la pasan preguntándose que pueden hacer, sin una solución aparente. Como la mayoría están trabajando, muy ocupados o no se quieren levantar de la cama, te mandan en tu auxilio a un taxista conocido.

Media hora después, el profesional de servicio público revisa el motor por encima, especula posibles problemas, dictamina cual médico mediocre que sólo queda acudir a un mecánico y se marcha a seguir con sus carreras porque no puede perder el día y tiene que liquidarle al patrón.

Queda entonces el mecánico que te recomendó el cuñado pero no tienes el teléfono, y no hay de otra que el mecánico del taxista; que éste se demora una eternidad en localizar por el readioteléfono, mientras les dice a sus colegas “que un chopo conocido está armando un taco tremendo, QTH entendido (entre burlas y comentarios de que ya le dan el pase a cualquiera)”

Cuando por fin se logra contactar al mecánico, no está, no puede, no contesta, si contesta dice que justo sacó el día libre y está en el parque de las aguas con la familia, si puede dice que no tiene herramienta, sugiere que te las arregles para llevarle el carro al taller, o si queda en venir, luego de dos horas de hacerte esperar no aparece y apaga el celular.

Lo anterior en el mejor de los casos, porque siempre que te varas ya no tienes minutos de celular, todos los teléfonos públicos alrededor están dañados, no hay chazas de muniteros cerca, no hay nada cerca, y si hay, no hay nada abierto, y si están abiertos no hay minutos de celular y si hay, es solo del otro operador, y si hay del operador tuyo, no tienes plata.

Y si no hay minutos menos habrá un cajero, pero si hay un cajero electrónico es de otra entidad bancaria, o tienes fondos insuficientes, o está temporalmente fuera de servicio. Así que hay que echar infantería para buscar un mecánico cercano que mínimo está a 10 cuadras.

Por lo regular este mecánico es un tipo adusto, malaclase y perezoso al que despertaste de su eterna siesta y se levanta molesto. ¡Son una belleza! Primero te preguntan que tiene el carro. Si uno supiera prescindiría de sus servicios… luego se demora una eternidad buscando herramientas o terminando de resolver algún asunto que le da por resolver justo en ese preciso momento, cuando le resulta trabajo. Camina con la parsimonia de quien tiene todo el tiempo del mundo y rezonga tanto por tener que caminar tantas cuadras que temes decirle que luego del arreglo debes ir a un cajero o casa de tu mamá por plata para pagarle. Así que mejor no le cuentas, no vaya a ser que se arrepienta a priori y te deje más tirado y más varado “más solo que solo”, sin esperanza alguna.

Cuado por fin llegas con el mecánico. Ves desde la distancia el taco tan impresionante que se ha formado en torno a tu carro. Ves tu carro como una isla que parte el flujo del tránsito en dos corrientes lentas y torrenciales. Pero qué más da, ya perdiste todo un día de trabajo y en la agitación y el acelere nisiquiera pudiste llamar a explicar nada. Es la hora pico y ya nada importa.

Te acercas a tu carro en medio de miradas inquisidoras, y descubres que no tiene los conitos ni el dulce abrigo siquiera, se los han robado, y hay un agente de tránsito, con la libreta de comparendos en mano, que mira hacia todos lados para zamparte la multa.

Cuando llegas y le explicas lo ocurrido: que nadie te ayudó a empujar el carro y tuviste que dejarlo allí con los conitos y el dulce abrigo, te exige que lo muevas en el acto. Luego, del pesado esfuerzo, mientras el mecánico reniega que “así queda muy difícil, mover semejante armatoste entre dos”. El tráfico te pide los papeles. Como están en regla, se le ocurre revisar el resto del kit de carretera para creerte que los conitos fueron robados. Allí encuentra que el extinguidor está vencido y que al estuche de primeros auxilios le falta la pomada contra quemaduras. Como ya había hecho el comparendo, te lo entrega. Si todo hubiera estado en orden, se habría pegado de cualquier problema para entregártelo igual. Y se marcha inmediatamente, para evitar quejas y reproches.

Entonces quedas con el mecánico. El tipo revisa el carro, y cuando crees que por fin todo se solucionará, el mecánico te especula sobre algunos problemas y dice que debe llamar al mecánico. “¿Luego, usted no es el mecánico?”… No, no es el mecánico, es el ayudante del mecánico y debe llamar a su jefe - que también debe estar haciendo la siesta- para explicarle el problema y que traiga la herramienta precisa que me desvare… ¿Dónde hay un teléfono para llamar por aquí?”, te pregunta, y todo vuelve empezar.

Dos horas más tarde, el mecánico jefe, más malaclase y somnoliento que su ayudante, después de escarbar en el motor buscando el problema, asegura que no es el arranque, no es el motor, ni la caja de cambios, ni el "cloch", ni los discos, ni el encendido, ni la parte eléctrica... y sentencia que hay que llamar a una grúa y llevar el carro al taller para encontrarle el daño... Dos horas depués de esas dos horas llega la grúa y debes ir con ellos a la casa de tu mamá para pagarles el acarreo, soportando sus denuestos.

Y así quedas varado tres días más, porque el carro pasa en el taller, en estado suspendido, porque los mecánicos tenían trabajo pendiente. Al final te dicen que al carro se le descargó la batería, que no hay que cambiarla porque la pudieron recargar, pero que hubo que cambiarle los pistones de no sé que, las balineras de no sé donde, los conectores del regulador de quien sabe qué...

El arreglo te termina valiendo un ojo de la cara, descompletándote la quincena, porque ... "no es que los repuestos valgan mucho, usted sabe, es el trabajo, la mano obra la que vale; componerle los pereques a estos carros viejos". Y no te puedes quejar porque ahí se les acaba lo adormilados y negligentes, se aprovechan de tu ignorancia en el tema para sacarte toda, y si reviras te sacan la cruceta, lo smás queridos.

Lo peor es que tampoco te sirve de nada quejarte ni con tu mamá siquiera, porque te dirá: "Deje de ser desagradecido, que lo que es con plata se arregla, pero la salud mijo es más valiosa... antes dele gracias a Dios que no le pasó nada en ese accidente".

Y sin embargo, el principal problema no es vararse… es chocarse. (Espere la parte 2)