lunes, 30 de mayo de 2011

LOCO


Es moreno y tiene la barba crespa y entrecana como esos musulmanes enfurecidos que uno ve en las noticias alegando a manotazo limpio, prendiendo hogueras en la calle y quemando banderas gringas. Pero éste es de aquí, nada lo altera y ni se molestar en alegar. Está tostado por el sol, motilado a ras y calvo en la coronilla. Tiene ojos verdes color gato y la mirada fija que atraviesa tus ojos. Todos los días, así haga un sol picante o caiga agua Dios Misericordia, lo ves parado en el mismo semáforo de la canalización de Bulerías, por allá en La 33. Chupa intemperie todo el santo día y de ahí no lo mueve ni el afán de limpieza social de la autoridad, ni la envidia de la competencia callejera.

Y sin embargo, con tanto trajín y smog de carros que lo rozan zumbando, siempre tiene la misma camisa blanca impecable, brilla de blancura con el sol y resalta inmaculada en los días encapotados de nubarrones grises... De la misma estampa lucen los tenis, tan relucientes que ni con grifin, y ni los aguaceros se los curten. ¡Cómo contrastan esos tenis limpios de cuerina cuarteada, con ese eterno pantalón de paño azul oscuro, con la línea finamente marcada en la mitad! ¿Quién le lava la ropa, quien se la plancha diario?, ¿cómo le hará para permanecer con la camisa tan lisa cuando a mi, que gracias a mi mamá estreno lavada diario, se me arruga desde que me la pongo? Eso es lo que uno se pregunta cuando lo ve.

Ni me le sé el nombre, pero sé que la gente le llama el Árabe Loco. Y también sé que su trabajo es estirar la palma de la mano sin musitar palabra. Pide limosna de 8 a 6 como en horario de oficina, y de noche nunca se le ve por ahí deambulando. Quien sabe a donde irá a pernoctar. Pero no suelta rollos. Ni habla siquiera. Repele a la compasión No mienta cuentos lastimeros; se ahorra las mentiras piadosas, no pone cara de tragedia ni derrama lágrima, no intimida ni amedrenta blandiendo garrotes, no muestra el hambre, no pide ni pal el vicio- si es que tiene.

Pide sin pedir. Es la economía del mendigo en pasta y lo asume con tal dignidad, que uno se vuelve a preguntar si con esa actitud alguien le dará alguna cosa. Porque entero si está. Ronda ya los cincuenta y no parece sufrir de achaques, ni penurias, ni dolores ni enfermedades raras. No se levanta la camisa para pelar cicatrices de puñal ni exhibir morbosos apostemas o bultos tumorales. No pone como escudo molestas explicaciones de familia ni hijos que sostener. No se queja con carteles ni justifica el destino del dinero que quiere que le den. No responde cuando lo insultan, no se arisca cuando le gritan que mejor trabaje, ni se inmuta cuando le echan en cara que es un descarado.

Si le dan comida se la come, si le dan billetes se los guarda y si le dan monedas también. Y así le den cualquier cosa, tampoco da la gracias nunca. Avanza sin afán al siguiente carro a paso de procesión con su ritual de extender la mano para recibir por igual plata, comida o reproches, como si fuera una santo.

Haciendo memoria yo lo conocía de antes. Hacía lo mismo en el semáforo frente al Éxito de El Poblado, con una salvedad. En ese tiempo no se molestaba siquiera en ejercer su oficio de limosnero, o más bien, lo hacía riéndose a mandíbula batiente, pero pasito. Ni estiraba la mano siquiera. Pasaba entre los carros riéndose quién sabe de qué hasta que un conductor condolido le tiraba monedas al piso, pensando “pobre loquito”. Y también no faltaba otro más alcahueta que le cambiaba esa carcajada limpia por una burla infame.

Y sin embargo, él no se burlaba de nadie, simplemente reía diáfano, esparciendo risas al cielo cual pajarillos efímeros que desaparecen como pompas de jabón. Porque reía sin ambición, para sí mismo, como los niños pequeños que aún no han domado la malicia y son delatados por una sonrisa pura que revela por anticipado sus secretos. Reía sin razón, promulgando a los cuatro vientos que nada es tan grave, como si supera que todo es sueño como lo dijo Calderón de la Barca, como si entendiera que todo en la vida es fatuo, fugaz, falaz, feo, fantástico, formidable y feliz. Como si hubiera descubierto que el inefable sinsentido de la vida sólo se puede expresar con una sonrisa arrojada al viento, echada a perder.

Pero la gente, acostumbrada a cuestionar la felicidad ajena siempre sospecha de que algo esconde el que a solas se ríe. Y no tardaron en darle una explicación lógica y sensata a tal “desequilibrio”.

-Ahí donde lo ve,-me dijo cierto día un taxista- ese pobre loco es todo un genio. Es estudiado en la universidad y fue hasta profesor de biología. ¡Una cabeza! Dicen que era uno de los más reconocidos expertos en estudiar hongos del país, ¿cómo es que le llaman…?

-Micólogo,- le completé.

-No, no estudiaba micos, ya le dije que estudiaba hongos…

-Por eso…

-Bueno, como se diga, con todo lo estudiado que era, se iba de expediciones monte adentro y se perdía varias semanas. Luego aparecía todo raro, hablando incoherencias y se encerraba con una pila de libros varios meses hasta que se volvía a perder en la selva. Dicen las malas lenguas que hongo que estudiaba hongo que se comía y que eso lo enloqueció porque como que en una de esas se quedó en el viaje y ya no pudo volver jamás. Perdió más que la cordura. Terminó viviendo con una familiar que lo recogió en la calle. Y mire como es la vida… él que estaba acostumbrado a alojarse en hoteles de 5 estrellas y viajar a dar conferencias a gente prestante, cuando lo vieron en la mala nadie le tendió la mano. Sólo esa vieja desarrapada y boquisucia que le dicen la Tía. Esa fue la única que lo acogió en esa cueva. Ahora vive en esa casucha de tablas al lado de la cañada, donde venden vicio a diestra y siniestra. Y mire donde fue a parar, en ese fumadero con un montón de sopladores en condiciones paupérrimas.

-¿Y de qué se ríe entonces?- le pregunté.

-Vaya usted a saber. Usted sabe como son los locos. O les da por la agresiva y a todo el que se encuentran lo cogen a palo, o terminan mansitos como ovejas deambulando por ahí sin hacerle daño a nadie. Él es como de esos… Ya quisiera uno vivir así de despreocupado, sin pensar en el arriendo, los servicios y los problemas con la señora… a lo mejor de eso se ríe, de nosotros, porque él sabe que es ajeno a toda esta agitación para hacerse la papita diaria, porque no tiene que llevar ninguna obligación.

- Usted si cree…

- Ya ve, pensándolo así, el loco más bien parece uno que se mete con una mujer, se casa, le da por tener hijos con esta situación como está y tiene que pasarse la vida ruleteando; quebrándose el lomo como una mula para llevar de comer a la casa… mientras que un tipo como él ¿qué? Se la pasa feliz y dichoso vagando por ahí sin destino, sin darle explicaciones a nadie, sin nadie que le eche cantaleta ni le joda la vida… qué le dio por tirarse en una manga toda la tarde y ver pasar nubes, pues listo; qué le dio por gastarse lo que le dan en vicio, allá él… ¿Entonces quien es el loco?

Meses después la policía desalojó a punta de bolillo a la Tía y a su cueva de sopladores. Tumbó la casucha para darle paso al puente de un moderno intercambio vial, y el Loco se fue con su risa a otra parte. No se supo donde. Nadie lo volvió a ver hasta que reapareció al año; con la ropa andrajosa y sucia, vistiendo un gabán raído destilando suciedad, con rayones de roña en el cuello, un bombacho azul de colegio roto en la rodilla, botas negras sin cordones, y luciendo el pelo crespo, largo y crenchado como venido de la misma tierra que se lo había tragado. Se paraba entonces en otro semáforo cerca del centro, por el sector de Niquitao; laberinto de callejones y pensiones de mohosos cuartuchos de alquiler.

Pero esta vez el Loco ya no reía más. Se la pasaba todo el bendito día acercándose a la ventanilla de los carros diciendo de manera aleatoria números: 23, 54, 45, 67, 49 y se quedaba esperando que el conductor de turno le retribuyera algo. Si no le daban soltaba una murmuración numérica: 23, 76, 89, 281… moviendo la cabeza en señal de negación, como quien dice: “aquí no hay nada que hacer”, como quien no puede creer que el otro por necedad no acepte el peso de una evidencia contundente, y se iba hasta al siguiente auto. Pero si le daban una moneda acaso, agradecía en su lenguaje cifrado: 26, 87, 36… y se marchaba serio y orgulloso como si le hubiera hecho un gran favor a su benefactor.

Por esa época, otro taxista siguió alimentando el mito, con otra versión de su pasado.

-Ahí donde lo ve, ese loco es un genio- me dijo-. Antes de que terminara en la calle, ese Loco era estudiado. Era un profesor de la universidad, un experto en matemáticas, creo. ¡Una cabeza!... y no cualquiera, uno de los duros de este país si quiere que le diga. Asesoraba ministerios, alcaldías y cosas por el estilo, todo lo que tuviera que ver con cálculos, en todo caso muy inteligente. Dicen que hasta unos gringos se lo querían llevar para la NASA. Y no lo juzgue porque lo ve así de maltrecho… él viene de una familia de plata, de Los Uribe, o de los Ochoa, no sé, el caso es que el hombre es de esos que nace en cuna de oro y se deschavetó, él era de modito antes que cayera en desgracia.

-¿Y qué fue lo que le pasó?

- Pues lo que le pasa a esa gente, que de tanto estudiar recalentó la entendedera y de tanto libro se le fundió el cerebro. Y como no se pudo recuperar de ese corto circuito, ahora está como lo ve… ya no dice palabra, sólo se la pasa diciendo números todo el santo día.

- ¿Y cómo hace entonces para comprar comida?

- Sabrá usted… debe señalar, me imagino yo…

- ¿Y usted por cree que sólo dice números?

- Pues esto yo no lo sostengo, pero otro amigo taxista, que estudió en la universidad y ahora es profesional del volante, me dijo el Loco ese de tanto echar ecuaciones y cuentas había encontrado una fórmula que descifraba casi todo, como quien dice la ecuación de Dios… un algo… un algo qué…

- Un algoritmo

- Algo, una fórmula con la que se podía hasta saber de todo: como están esparcidos los pétalos de una flor, las celdas de un panal, los ojos de una piña… hasta dar con el premio gordo de la lotería.

- ¿Y eso si será verdad?

- Pues yo todavía no creo mucho, pero el compañero mío dice que un día trasportaba a un señor que había sido compañero del Loco en sus años mozos. Al verlo así de tirado el amigo le dio un billete de 50 mil. El Loco como que lo reconoció y en agradecimiento le dijo unos números, le sonrió y se los repitió cosa que él se los grabara. El señor ese sabía que el Loco se las traía con los números, también sabía que había dedicado toda su vida a descifrar un tal número… un número qué… un “número áureo”, eso no se me olvida, así fue que me lo dijo. Y parece que ese señor hizo esos números en la lotería y se ganó enterito el acumulado…

- Qué va puro cuento, pura leyenda urbana…

- Leyenda o lo que sea, créalo o no, parece que es verdad, porque luego el mismo señor le contó la historia a otro taxista, que me la contó a mi. Incluso para más señas, ese otro taxista que no es estudiado ni nada, me dijo que él mismo había acompañado a ese señor donde el Loco y que le fue a entregar un montón de plata, pero que el Loco no le quiso recibir ni un centavo y se fue de ahí corriendo y armando tremendo alboroto.

- ¿Y si el Loco ese sabe el número que va a caer en la lotería, por qué no lo ha hecho, ah?

- Pues eso sí pregúnteselo a él… pero yo también pienso lo mismo que usted. Es más, le voy a contar otra cosa para que se quede frío. Usted sabe que el gremio de los taxistas somos como las viejas chismosas. Cuando se corrió el rumor de aquel señor se había ganado ese montón de billete, no faltaron los taxista aprovechados y oportunistas que se fueron detrás del Loco a llevarle comida y darle plata para que les cantara los números de la suerte. Pero entonces el Loco, que no tiene ni pelo de bobo, se les pilló las intenciones y no les dijo ni mu. Se ponía a reírse solo, y de un momento a otro se perdió de Niquitao y no se volvió a ver más… Incluso dicen que unos malandros de por ahí se dieron cuenta de la vuelta; secuestraron al pobre loco y lo torturaron para sacarle los números a las buenas o a las malas, pero no el Loco no les dijo ni media. Y después de eso el Loco desapareció. Algunos dicen que los pillos lo mataron por angurrioso y otros que se fue a internarse al monte… pero hace poquito un par de compañeros me dijeron que lo volvieron a ver por los lados de La 33 y que está irreconocible: bañado, con ropa limpia y planchada, motilado… eso sí, como lo único que mantiene igual es la barba canosa y la tez morena, por eso lo reconocieron.

Cuento o no, estas palabras me alborotaron la ambición. Me pasé una semana entera dándole monedas al Loco cada vez que se me acercaba sin decirme nada. Me las arreglé para pasar por ahí lo que más pude, para que me reconociera, para que identificara mi carro podrido de segunda, con la pintura herrumbrosa, color vino tinto para más señas. Yo que nunca le doy nada a nadie porque ya estoy harto de decepciones, yo que soy de los que pienso y sostengo sin sonrojarme: “Y a mi quien me da”, yo con lo pelado que vivo, que a veces ni me alcanza para un miserable cigarrillo, me la pasé dándole cascajo al Loco, migajas para tratar de ganar la confianza de un limosnero curtido que ya ni pide.

A la semana cumplida, pensé que ya era hora de recibir una retribución justa por tan altruista colaboración. Y mientras le daba esta vez un billete grueso, de 50 mil, tal como lo había hecho el señor aquel, le retuve el billete con mis dedos y le dije:

- Entonces qué Loco… echate unos numeritos ahí de pura vacanería pues…

Entonces el Loco volvió a sus viejas andanzas. Jaló el billete para quedarse con él y de nuevo volvió a reír como cuando lo vi por primera vez.

Post-data:

Días más tarde cuando el semáforo en rojo nos obligaba a encontrarnos cara a cara. Tan pronto como aquel Árabe Loco me miraba, se reía y seguía su camino hacia otros carros, haciendo ese mismo gesto de negación de ¡aquí no hay nada que hacer!

lunes, 16 de mayo de 2011

Exploradores, Amantes, Cacorros o Sopladores

Al Loco le gusta caminar y a mi también. A los dos nos gusta tirar infantería sin rumbo fijo por las calles de Envigado y meternos por senderos que no sabemos a donde conducen… y lo hacemos porqué si, por el simple placer de perderse, por esa manía de andar sin destino. Casi siempre, subimos por calles estrechas y empinadas de esos barrios bajos (que siempre quedan altos) y sin darnos cuenta terminamos en esas partes donde el color ladrillo de casas disformes y apeñuscadas lindan con zonas rurales. De pronto, aparece un camino de piedra, se nos atraviesa una entrada angosta que se interna en una espesa vegetación, en un bosquecillo y como promete nos metemos a ver qué pasa, a explorar como dos niños chiquitos, a ver donde salimos si es que salimos o nos sometemos a devolvernos embarrados si las condiciones se tornan más agrestes que nuestra curiosidad.

En una de esas, viendo la expresión de un padre y de su niño de 12 años, cuando nos internamos en uno de esos senderos, le pregunté al Loco qué debe pensar la gente cuando ve a dos tipos de 30 años entrando en una manga un sábado a las 3 de la tarde.

-Seguro pensarán que vamos a tirar vicio…, me dijo sin dilación.

Es verdad, cuando uno va caminando por ahí y pilla a un par que se mete a un bosquecillo, piensa lo mismo de manera automática: que van a ir a soplar. Pero entonces recordé que no siempre fue así. Cuando era pequeñajo, los dominios de las mangas pertenecían a otra especie.

Antes de que las mangas fueran territorio marcado con el estigma de los viciosos fue de los amantes. De todos los amantes: de las parejas de noviecitos púberes y colegiales ardiendo en calenturas, despertando a los placeres carnales; de parejas clandestinas que a falta de motel y apremiados por la urgencia de un deseo desbocado, buscaban un refugio para dar rienda suelta a su amor clandestino; también de aquellos amores prohibidos, ridículamente pobres, que trataban de soslayar los ojos chismosos y las lenguas viperinas. Y entre esos amantes, los sentenciados al escarnio público de compartir la misma pasión y el mismo género.

Antes de que los senderos que conducían hacia ninguna parte fueran tomados por “los amantes de las drogas” y su corte de jíbaros, la gran amenaza que entrañaban aquellos retirados y ocultos parajes, era toparse con dos hombres desnudos teniendo relaciones sexuales. “Horrendo, execrable espectáculo para quien se lo encuentre”, era lo que te decían esos ojos abiertos de indignación, acuciosos de juzgamientos y brotados de moralidad que te prevenían. Como si fuera ayer recuerdo la advertencia de los mayores diciéndome en aquel entonces a mi, un niño aún ingenuo para malicias:

-Cuidadito se mete por esa manga, que es por allá donde se mantiene Guayaba – el más prominente marica del barrio, que destacaba andar en chancletas, pantaloneta apretada que le forraban el paquete y una camisa con un moño arremolinado en el ombligo como las bailarinas de mapalé- y cuidadito con ese otro cacorro, el tal Choro Yeyo, el de la camisa abierta en el pecho, que cada que se pasa en tragos se le voltea la arepa y le da por dar culo.

Gracias a estas ilustradas advertencias, también aprendí la diferencia entre aquellos especímenes que los demás trataban con repelencia como si fueran portadores de una suerte de lepra. Marica es al que le gusta dar y Cacorro el que disfruta que le den.

Desde entonces el matorral se convirtió, en el imaginario de la gente y sobretodo en el de los niños que se les alborota la imaginación con cualquier insinuación, en sinónimo de depravación. Entrar a una manga era correr el riesgo de enfrentarse a aquella perversión excolmulgable de ver a dos hombre haciendo el amor, pero cual haciendo el amor, “esa gente no hace el amor, lo que hacen es una abominación, una ofensa a Dios, antinatura, lo que están es cometiendo un pecado mortal, el peor de todos después de matar”, eso era lo que te decían, y así quedaba uno traumado incluso sin verlo porque con esa sentencia ya uno se los imaginaba en pelota, como dos animales diabólicos, perversos, que dan miedo al nivel de esos mitos de la tradición popular como la madremonte o la pata sola y peor, porque uno los proyectaba en la mente gozando de un placer sedicioso y mórbido, capaz de enlodar la inocencia más pura sólo con el contacto de aquella visión, tirarse de por vida a un niño y hasta conllevaba la terrible amenaza de ser sorprendido por aquellos monstruos y terminar violado, o en el peor de los casos, ser convertido en uno de esos horripilantes seres.

Quizás fue esta elucubración la que llevó al cacorro de manga a convertirse en un violador despiadado y sanguinario en el imaginario popular. Lo cierto es que con el tiempo ya la amenaza de la parejita de cacorros parecía un pueril juego cuando la acechanza de los violadores de niños dejó de ser un mito y se convirtió en una realidad menos folclórica y mucho más peligrosa. Y así fue, hasta que los sopladores se tomaron aquel retirado reino y reclamaron la manga como suya, para su venta, distribución y consumo.

Allí la mafia, como en todo, con su ambición mercantilista se tomó el espacio de lo que el crimen por el crimen había declarado como suyo y desplazó a los violadores a otros confines más recónditos… y hasta mejor que fue así para el bienestar de la infancia, para el gozo decadente de la adolescencia, la perdición de los perdidos, la preocupación de padres de familia, el negocio de las autoridades y la resurrección de los muertos…

-Bueno, eso hasta que llegaron otros mafiosos peores, con más poder, política y plata, compran tierra a diestra y siniestra y siguen urbanizando, aclaró el Loco.

Después de esta disertación, mientras nos perdíamos monte adentro, lo que valoraba era que en el fondo aquellos parajes que las urbanizadoras no han tocado todavía, aun conservan, fuese quien fuese el coco o la amenaza de turno, aquella magia que da la alcahuetería; de seguir siendo un espacio ideal para la libertad y el vicio, para el amor sin restricciones y para el crimen descarado y aterrador; libre de precios y de platas, libre de autoridades represivas, libre para perderse sin explicaciones, libre para deambular, para escaparse de ese otro mundo con el que linda cercado por un alambre de púas y edificado como una fortaleza enrejada de ladrillo y cemento; libre al fin y al cabo para dejar volar los pensamientos sin justificaciones, ni tiempos apremiantes, para volver a sentirse un poco salvaje, mucho más en estos tiempos donde se te pide sensatez, lógica y coherencia con un sistema productivo, que paradójicamente te alienta a que te quiebres el lomo trabajando por un jornal toda la vida, y que ahorrés, para que al final de tus días te puedas dar el lujo de irte a perder entre senderos hacia ninguna parte y para esperar la muerte en mangas escondidas lejos del barullo devorador de esa ciudad glotona que se come todo el verde a a su paso, en ese frenesí demente de productividad, donde el tiempo es oro y hasta donde salir a caminar tiene su precio.

Pensando en ello, me sentía reivindicado con la vida porque la estaba pasando de lujo, porque me estaba dando cuenta del placer que entrañaba todo aquello y que ese placer además, como muchas de las mejores cosas de la vida, era gratis. En ese momento, se cruzaron por nuestro camino un par de hombres que venían mientras nosotros íbamos. Adelante, uno con la sien entrecana, de unos cuarenta años, flaco él y le seguía un muchacho de unos veintipico de años algo jorobado e igual de macilento (relación 40 y 20, a lo José José).

Caminantes, exploradores como nosotros, pensé al comienzo con el corazón henchido de libertad y fraternidad, hasta que el Loco me sacó de mi fantaseos y me preguntó:

-¿Y qué crees que pensarán esos dos de nosotros: que somos caminantes, viciosos o amantes?

-Lo mismo que nosotros pensamos de ellos, que ahí van otro par de cacorros… vos sabés, el ladrón juzga por su condición.

-Pues entonces mejor prenda el calillo, que a mi si me parece mejor dejar la fama de soplador…