martes, 27 de diciembre de 2011

Who plays the evil

Tal y como Pachanga les había indicado, justo a las ocho y media de la noche, aquel tipo cruzaba la calle de Los Huesos y se internaba en aquel oscuro sector de talleres mecánicos. Cuando dobló la esquina y lo envolvió la penumbra, aquel par se le fue encima como sombras, apurados, con pasos largos y decididos, empujados por el apremio que exigen las obras de caridad.
-… ¿Y cómo sabremos que es él?- le había preguntado la noche anterior el flaco de la cresta roja.
A este le llamaban El Clavo. En vez de pómulos tenía unos pronunciados huesos cadavéricos; la piel de su rostro, grasosa y brillante, estaba surcada por agrietadas cicatrices como cráteres lunares y manchas coloradas, marca indeleble de su acné juvenil; sus ojillos apenas destellaban un brillo débil, intermitente, perdidos en dos cuencas profundas, enmarcadas por eternas ojeras de mapache insomne, y sus dientes verdosos y lamosos, le imprimían un aire de zombie de película. Adicto empedernido al bazuco, el sacol y las pepas de Rubinol desde los 12 años, hasta los Punketos Podridos del Centro, decían que él no consumía drogas sino que las drogas lo consumían a él. Pero como yerba mala no le dolía ni una muela. Siempre empacado en sucios bluyines botatubo ceñidos a sus piernas largas y raquíticas, su único par de zapatos eran botas marca Grulla, de platineras raspadas en la punta de dar tanta pata a todo lo que se le atravesara a su fácil resentimiento. Esa noche tenía una camisa negra estampada con la calavera del legendario grupo The Misfits…
- No tiene pierde, Clavo; lo van a reconocer por la camisa de cuadritos que nunca se baja de encima- le aclaró Pachanga, sentado en las jardineras de la placita de El Guanábano. Y le dio un sorbo a la caja de Niquelado que le hizo arrugar la cara como una uva pasa…
- … Pero la Bayadera es caliente y más de noche… esa zona la cuidan los paracos- repuso el otro.
A este le decían El Petizo; gordo bajito, siempre rapado, con un eterno tufo que apestaba a Curva de Rodas, a ese relleno sanitario ya clausurado. Se distinguía a leguas porque sin importar el calor nunca se quitaba su chaqueta taches de metal y cuerina, mona de tanto uso: pintada en la espalda por él mismo a punta de plantilla stencil con el escudo de Nuestra Señora de la Candelaria; convertida en la muerte con una hoz, coronada sobre una torrecilla que se erige ante pecadores que arden en las llamas del infierno y claman por su redención, mientras son sometidos por ángeles demoniacos con alas de vampiros y tridentes.
- ¿Ese no es el escudo de Mutantex, el grupo de Rodrigo D No Futuro?- le preguntó Pachanga.
- No, este es el emblema de esta puta ciudad, es la heráldica de Medellín- le contestó el Petizo con aire de sobrado indiferente; con pedantería de melómano, y fastidio presumido de intelectual yupi del Colombo Americano; un ademán que acentuó prendiendo un grueso porroncho de marihuana, mientras una patrulla de policía pasaba al fondo con sus luces rojas y azules, y la sirena a todo taco abriéndose camino entre el trancón de la carrera El Palo.
- Que chimba parce… después de esta vuelta me va estampar uno igual en la chaqueta mía.- le pidió Pachanga, esperanzado.
- Este es diseño exclusivo, pero ahí vemos… - le contestó el Petizo sin mirarlo siquiera.
- Que te la vas a tirar de picado con el Pachanga,- intervino El Clavo, dándole un calvazo al Petizo, - este man que siempre ha estado en rebuena con nosotros… ¿y te le vas a torcer?... Sabés qué… - y le arrebató el bareto al Petizo para no irse a mayores. Le dio chupadas cortas y seguidas como simulando un trencito de vapor en marcha y soltó por la nariz el humo fuerte como chimenea de locomotora. Sin darse respiro, como si quisiera acabar con todo de una vez, le quitó la caja de Niquelado a Pachanga y se dio un trago largo que le blanqueó los ojos, y le hizo mover su pronunciada manzana de Adán hasta que dejó seca la caja…
- Ahggddg, este veneno lo hacen cada vez peor… nos quieren es matar estos hijueputas…- concluyó con una mueca de repelencia, sacando la lengua a lo Gen Simmons, el de Kiss.
- Era mejor el Ron Jamaica… lástima que lo descontinuaron esos perros. – aportó el Petizo, buscando congraciarse con El Clavo.
- Ese era peor, ¿no le decía Rayaica? …o no se acuerda como nos rayaba a todos la entendedera… intervino Pachanga.
- Sisas, como esa vez que a este gordo marica- dijo Clavo mirando con reproche al Petizo- en una de esas rayadas le dio por empelotarse en un bus de Caicedo La Toma lleno hasta las tetas, y a morbosear a esas negras culonas.
-Yo no me acuerdo… y que me vas a venir a banderear…- negó el Petizo, frunciendo el ceño; tiñendo de rojo sus cachetes ya bermejos. Acalorando más su redondo rostro siempre enjuagado en sudor.
- Como te vas a acordar si estabas llevado, después de que te tomaste una botella entera de Jamaica a escondidas, de puro angurrioso- dijo Pachanga- Y para colmos nos tocó encendernos a golpes con todos los tipos del bus, mientras las viejas gritaban y nos arañaron como gatas…
- …dizque todos ofendidos esos pirobos, cuando ellos mismos son felices restregándose el pito con esas negras y ellas también ni cortas ni perezosas…. -Agregó El Clavo.- Y si no es porque Pachanga quiebra la ventanilla de Emergencia y nos tiramos de ahí, ese busero nos mata a punta de varilla. De eso sí no te acordás, porque te conviene.
- Es que se aprovechan de nuestra debilidad,- aportó Pachanga.
Y como si fuera una revelación providencial, el Clavo le peló sus dientes podridos en una risa desencajada. Lo abrazó, atenazándolo con sus manos alrededor del cuello y se dirigió al Petizo.
-Si ve con las que sale este malparido… Por eso que yo quiero tanto a este carechimba.
Pachanga, rojo de la asfixia logró soltarse de aquella cariñosa opresión que por poco lo estaba matando y le mientras recuperaba el aliento, le respondió a Clavo con una sonrisa condescendiente.
-Por eso Petizo, por esta cruz que a este parcero lo respaldo pa´ las que sea…. Sabe que mi niño,- miró esta vez a Pachanga- cuente conmigo para esa vuelta… ni más faltaba.
El petizo miró a Clavo entrecerrando los ojos y luego a Pachanga con cierto reparo.
-Qué hijueputas yo también me anoto… A ver si ya les pago de una vez por todas ese favor y no me lo siguen echando en cara, par de malparidos… ya de por sí deber un favor es bien caro, y más caro cuando uno no se acuerda que es lo que debe.
Sin dilación Pachanga terminó de tomar la última bocanada de aire y con un sincero y profundo agradecimiento se lanzó a abrazar a sus dos compinches.
-Y a todas estas… ¿por qué es que le tenés tanta hambre a ese fulano?- preguntó el Clavo.
Pachanga tomó un segundo aire para dejar que su corazón tomara impulso.
- Es que me la tiene velada… y me está consumiendo la vida, se la está chupando como una sanguijuela- Se lamentó, con los ojos empapados de impotencia, inundados de vergüenza ante sus camaradas. Casi como una justificación, comenzó a hacerles una lista pormenorizada de los escabrosos detalles que lo tenían exiliado de la calle, marginado de sus gustos, alejado de sus amigos, y últimamente, condenado a convertirse en una caricatura ridícula de sí mismo.
Por culpa de aquel, se vio sometido a la penosa tarea de aceptar un trabajo en aquella oficina de contadores públicos, hacía varios meses. Por eso andaba tan perdido, tan escaso para la fiesta y sus devaneos. Tal como aquel se lo hizo ver, era la única solución para salir de las deudas contraídas por su hermano ludópata con unos mafiosos videntes que ya le habían profetizado dejarlo inválido si no pagaba. Así, arrinconado por la dura realidad, se rindió dócil a aquella supuesta mano amiga. Sin pensar en las consecuencias de entregar su alma, se dejó seducir como rata de Hamelín, por la flauta del capitalismo hasta quedar encadenado hasta el cuello, esclavizado a una rutina de 10 horas diarias encerrado un diminuto cubículo sin ventanas ni ventilación; sin tardes libres para errar por el mundo sin ton ni son, sin permisos ni tiempo disponible para contemplar atardeceres, sin horas extras que reclamar y para colmos, sin un centavo para emborracharse como dios manda y olvidarse de aquella pesadilla en la que estaba sumido. Pero eso sí, con cansancio de sobra, exprimido al final de la jornada, buscando como único remedio desplomarse en su cama para aliviar el dolor de espalda que no tardó en afincarse como un parásito.
Lejos de sí, a causa de ese otro imperioso, se encontró desviado a las malas, torcido en su camino de convertirse en un prominente antropólogo contra-revolucionario de universidad pública. Tuvo que postergar el sueño de erigirse como el promotor del anarquismo criollo; ideal que le habían inspirado aquellos filósofos outsiders que cantaban verdades con puño levantado y escupían en la cara al abusivo sistema explotador, al político corrupto, al terrateniente tirano, al empresario vil. Entonces se vio forzado a traicionar con sus actos a aquellos grupos de punk tutelares que lo habían educado, ocupando el lugar del padre que lo abandonó, y que se encargaron de su crianza, levantándolo a punta de resentimiento, alimentándolo con ira, arrullándolo con decepción, para que hiciera valer su condición de hijo bastardo y reclamara por siempre esta deuda a la sociedad.
Y sin embargo, con resignación debió aceptar el oprobio de venderse por el salario mínimo legal vigente al más ruin de los postores del sistema… “Con calculadora en mano, echando cuentas diarias de un incesante alud plata ajena que no paraban engrosar las arcas de aquellos agiotistas de mierda que tanta repulsión le provocaban. Quebrándose el lomo y cultivando lumbagos para el beneplácito de aquellos cerdos que no paraban de hacerse cochinamente millonarios por concepto de negocios varios. Siniestros dioses ocultos a los que ni siquiera les conocía la cara y que manejaban a la gente, -lo manejaban a él-, como marionetas enredadas en los hilos de su oscuro poder, a su buen resguardo, en sus ostentosas mansiones”, mascullaba para sus adentros, con profundo odio.
Al comienzo llegó a sentirse como una diminuta hormiga llevando a cuestas una pesada carga, conducida en fila hacia la boca del Oso Hormiguero; como burro al matadero, dispuesto a ser convertido en embutido de carnes frías baratas… ¡Y todo por unas cuantas monedas pagadas al portador cada quincena!... ¡Migajas a fin de cuentas!, que apenas le daba para silenciar la eterna cantaleta de su madre, siempre enferma y martirizada por su vida licenciosa, y acaso el tímido agradecimiento sin contrición de su hermano jugador! Pero lo peor de todo, fue que sin darse cuenta se estaba adocenando al perfil y requerimientos de aquellos borregos con los que compartía oficina.
De la noche a la mañana, aquel otro fue cambiando drástica y aceleradamente sus modos. La primera afrenta fue la obligación que le impuso de cambiar su atuendo de camisas negras de calaveras estampadas, colgar las botas platineras y archivar en el armario los bluyines desteñidos y rotos que tanto amaba; en suma, renunciar a aquello que definía su identidad y su carácter, la imagen que tanto esmero le costó edificar en la calle durante sus años de adolescencia y que lo diferenciaban de aquella terrible manada de homogenizados que tanto criticó. De pronto, se encontró en supermercados Éxito, guiado por el brazo orientador de su mamá: haciendo fila en los vestieres para medirse pantalones de dril con prenses, color caqui, con correa delgada de tirilla; saliendo al pasillo de espejos para la consideración y aprobación de la doña… y llegó a la oficina, engominado, peinado de lado y rasurado a más no poder, enfundado en zapatillas tipo mocasín, alternando camisas cuadriculadas, metidas dentro del pantalón, escogidas al gusto de su señora madre.
A la par, aquel otro comenzó a corregir sus hábitos en el desempeño de sus labores. Lo primero que modificó fue su postura en la silla de su cubículo. Al cabo de unas cuantas semanas, de manera subrepticia, aquella posición desparramada con la que se sentaba fue reemplazada por una rectitud marcial de 90 grados. De manera subliminal, aquel otro también le fue suprimiendo las continuas distracciones y veleidades diarias en los que se le enredaba el día. Los comentarios sobre el partido de fútbol de la noche anterior, la noticia del niño muerto por una bala perdida, la caída de un lápiz, la selección que no levanta y hasta las especulaciones sobre las bonificaciones ocasionales del mes… todo fue suprimido y reemplazado por un cúmulo de trabajo mecánico. Le asignaron labores operativas que cercenaron el tiempo libre que dedicaba a dejar perder sus pensamientos en la bruma del ocio. Aquella barquita con la que salía a navegar a la deriva por el mundo de la imaginación fue anclada, y aquel puerto de evasión clausurado durante el horario de oficina.
A fuerza de kilos y kilos de folios por digitar, tuvo que dejar de hacerse el loco, el disperso. Dejó de fingir que digitaba cuando en realidad estaba jugando solitario, y le enfocaron su inestable concentración en los asuntos pendientes con seriedad. Le clavaron la mirada a la pantalla del computador, le encalambraron los dedos exigiéndole una digitación acelerada y sin errores: Uno de aquellos jefes, mandos medios, se le sentó toda una mañana a respirarle en la nuca, a cronometrarle el tiempo que se demoraba transcribiendo una lista de números y con base en esta medición, le programaron el número de páginas que debía digitar en las 10 horas hábiles. Para evitar errores le asignaron a otro empleado, un sapo de lo peor, encargado de hacer una revisión minuciosa de cada número digitado y ay de él si encontraban inconsistencias, le advirtieron. Al primer llamado un memorándum, al segundo, un llamado de atención personal del jefe de la unidad y al tercero, mejor iba pensando quien le iba ayudar a pagar a los mafiosos aquella deudita pendiente de su queridísimo y desagradecido hermano. Con base en este resultado de rendimiento, le controlaron hasta los esfínteres: le dieron sólo 5 minutos en la mañana y 5 en tarde como único permiso para sus satisfacer sus necesidades fisiológicas; 2 minutos en cada jornadas para pausas activas tal como lo exige el reglamento interno de salud ocupacional y 30 minutos para el almuerzo… y el reposo de este, mientras se reiniciaba el equipo. Lo trataron como a una máquina y mucho peor, porque al menos las maquinas tenían medio día apagadas cada semana cuando iban a visitarlos los de mantenimiento.
Alentado por la promesa de que a mayor atención, lograría mayor productividad, le sugirieron que podría salir más temprano y obviamente esto representaba más tiempo libre para sí mismo. Aunque nunca fue cierto. Sin darse cuenta, también había aprendido nuevas palabras como redireccionar, proyectar, eficiencia, interactividad y otras tantas que vinieron a enriquecer su léxico con un argot de tecnicismos de oficina, de hecho también léxico y argot, ya hacían parte de su vocabulario usual.
Al cumplir el primer mes, el lavado cerebral aplicado por aquel otro, había surtido efecto y rendía sus primeros frutos. Atrás había quedado el pesado fardo de tener que madrugar cuando aún el día no había aclarado. Sin darse cuenta aquel otro lo reeducó: aprendió a acostarse temprano, y abandonó el trasnocho. Eliminó necedades como quedarse escuchando hard core hasta altas horas de la noche o salir entre semana para beber con sus amigotes de esquina. ¡Quién lo iba a creer! justo él que siempre fue un animal nocturno… o como decían los que le conocieron: “como una chucha que duerme de día y sale de noche”, había dejado esos hábitos que antes creía inamovibles. Lejos ya estaban las carreras para cumplir con su horario de entrada en la mañana, porque se levantaba a las 5 a.m. con tiempo de sobra para anticiparse a todos los retrasos y neutralizar todos los afanes, como lo hacen los prósperos ejecutivos que van un paso más adelante que los demás, rumbo al éxito. Y ya ni renegaba cuando la acumulación del trabajo extendía la jornada nocturna, pensando en un aumento, en el reconocimiento de horas extras y a veces, cuando lo abandonaba la razón, en un posible ascenso.
Y si esto no suena ya bastante preocupante: baste decir que la gota que robozó la taza fue el profundo deleite que comenzó a experimentar por las tablas de Excel. Se aficionó entonces por las gráficas, las tablas comparativas, comenzó a pintar de colores filas y columnas para hacer más didácticos las entregas de sus informes; las tortas porcentuales fueron para él todo un descubrimiento, encontró un gusto particular en aplicar las fórmulas y sacar resultados estadísticos, placer en incorporar los diseños predeterminados y un solaz en las plantillas 3D de rendimiento financiero. Pero sinceramente alcanzó su nirvana al alimentar y actualizar bases de datos. Íntimamente hablando, con aquella postura recta que asumió al sentarse, sumada al éxtasis que le daba el estricto orden que le inculcaron, comenzó a sentir que la flor de su ano se contraía en espasmos orgásmicos cada que terminaba una tabla. Como el perro de Pavlov, llegó a disfrutar esa sensación de fruncir el culo de manera furtiva, y a modo masturbación comenzó a propinarse este placer secreto, que subía en intensidad entre más psico-rigidez le imprimía a su postura y a la ejecución de sus labores.
En un abrir y cerrar de ojos, las cuadriculas de sus camisas y de las tablas de su computador comenzaron a dominar sus pensamientos y a incidir en sus comportamientos más sutiles, a tal punto que se irritaba cuando alguien llegaba a su cubículo a alterar el orden neurótico con el que había dispuestos sus lápices, su cosedora de ganchos, y hasta sus carpetas pendientes. Cualquier intromisión, cualquier mínima alteración en la disposición de estos objetos le parecía un caos, un desorden que lo inundaba de una rabia contenida, le pintaba la cara de rojo, y le hacía pitar como jarra de café.
Y sin embargo, ante las adversidades, diariamente procuró irradiarse una actitud positiva y emprendedora, proactiva (esta palabra la usaba ya con frecuencia para darse alientos en momentos de debilidad y duda). Cuando desfallecía le hicieron pensar que estaba ganando más del salario del que realmente recibía, para que su carga de trabajo se viera justificada al menos en teoría, para que las nobles intenciones no sucumbieran al desánimo. Tan pronto como terminó de saldar la deuda de 2 millones de pesos con los mafiosos, aquel otro le hizo una nueva jugada más vil para retenerlo en aquel trabajo. Destinó el 50% del recaudo de su salario a una cuenta bancaria que le abrió a nombre de su madre, para evitar que cayera en la tentación y no recayera en el vicio ya domado. No contento con esto, aquel otro le asestó una puñalada más fortífera y certera. Con el 50% restante, le infundió la necesidad de sacar a crédito una motico de bajo cilindraje, como merecido premio a sus esfuerzos, renuncias y sacrificios. Tras este golpe, en adelante lo encadenó a un círculo vicioso del que difícilmente podría escapar. Las cuotas mensuales que debía pagar sumados a los gastos fijos de manutención, alimentación y transporte, terminaron por convertirse en las únicas preocupaciones que le daban sentido a su existencia. Al igual que sus colegas de oficina comenzó a tazar el mundo bajo la ecuación de costo-beneficio. Gracias a los consejos ambiciosos de aquel otro, terminó por asumir una actitud estoica y ahorrativa, avara y recelosa, para prodigarse hasta el más mínimo gusto. Se privó entonces de los placeres del licor y en su acética actitud de abstemio, renunció también a los costosos placeres de la carne, por costosos. No sucumbió ni al placer de regalarse una solterita con crema  siquiera. Con lo mucho que le gustaba esa crema naranjada y aquella crocante galleta; la relegó a un lejano recuerdo de infancia que ahora no podía permitirse si quería progresar.
Cómo aquella fábula de la Lechera que iba con su cántaro sobre su cabeza haciendo cuentas sobre lo que iba a hacer cuando vendiera la leche, él se la pasaba echando cuentas todo el santo día sobre lo que ahorraría cuando terminara de pagar la moto. Entonces ahí sí que iba a darse gusto, a darse el gusto de ahorrar. Ahorrar con juicio para pensar en un futuro más promisorio de hombre independiente, lejos por fin la sombra de su madre y el molesto yugo de su hermano que tantas contrariedades le seguía causando. Felizmente solo, sin nadie que le pidiera plata, y hasta apartado en una casita de Santa Elena, rodeada de pinos, que pagaría con hipoteca a 15 años de plazo. Aquella idea se convirtió en su dicha secreta… pero como le pasó a la lechera, distraída en su camino el cántaro se quebró antes de poder conseguir todo lo que soñaba. Sólo que para él, el cántaro era la acechanza de una idea perturbadora: la incertidumbre de perder su trabajo empezó a oscurecer aquel halagador horizonte.
Comenzó entonces a temer que lo despidiera, y sin darse cuenta lo fue invadiendo el miedo a quedar cesante. Inyectado por el veneno de aquel otro, vio en sus compañeros de oficina a potenciales enemigos que querían tumbarle el puestico y asestarle la puñalada marranera por espalda para entregar su curul a algún familiar recomendado. Así que optó por evitar cualquier contacto humano más allá de un cordial e hipócrita saludo. Con esta paranoia se acostumbró a levantarse los últimos meses, con un miedo que lo hacía sudar frío cada que algún mando medio se le acercaba para que le rindiera cuentas por su trabajo. Se sentía con la soga al cuello, y entre más se esmeraba por evitar equivocaciones aquel susto lo empujaba a evidenciar más los errores cometidos.
Con los días el dolor en su espalda se agudizó, atenazándolo como si llevara un enorme parásito a cuestas. Siguiendo la recomendación de aquel otro, su cuerpo se comenzó a enrollarse sobre sí como un ciempiés para denotar sumisión y humildad ante sus jefes. Sus manos permanecían trémulas y sudorosas ante cualquier llamado, y comenzó a padecer de presión alta, lidiando con constantes mareos, a causa de la tensión de olla pitadora a punto de estallar en la que había convertido su vida.
Si no hubiera sido por el hallazgo de aquella noche, seguro muy pronto habría muerto de un derrame cerebral causado por el intenso estrés con el que ese otro lo mantenía sometido, con especulaciones sobre su inminente despido. Si no hubiera sido porque al llegar a su casa descubrió su vieja ropa de punkero dispuesta para botar, otra sería su historia. Porque fue gracias a esos chiros ajados y sucios que su madre iba a eliminar definitivamente de su vida, que retornó de la locura en la que estaba envuelto. Fue precisamente aquella camisa negra de calaveras estampadas la que le regresó el recuerdo del viejo Pachanga, y lo alejó de Pachito, el nervioso, el tímido y el retraído digitador de la unidad de cuentas. Fueron aquellas botas platineras y aquel tarro de moco de gorila para levantar la cresta el que le devolvió la cordura, y sobre todo la valentía para reencontrarse consigo mismo y enfrentar a aquel otro, que con su perniciosa influencia lo había encaminado hacia su propia perdición, a negarse a sí mismo. Y finalmente, fue aquella cara de guasón sonriente con sombrero de hongo: el emblema de The Adicts, estampado en su chaqueta de cuero, el que le dio los cojones para reírse como el desquiciado inconsciente y calavera que nunca debió dejar de ser, que lo regresó del camino extraviado y le impulsó a fraguar la venganza contra aquel otro por todo el daño que le había propinado.
-Hay que matar a ese hijueputa- exclamó entonces el Clavo, con los ojos encharcados, conmovido por aquella infame historia de Pachanga.
-Hay que darle con toda a es efulano- agregó el Petizo, más tocado aún por los vejámenes a los que aquel otro había sometido y manipulado a su antojo en contra de su amigo de mil batallas.
-No, cuidado, que no se les vaya la mano- les pidió Pachanga-. Sólo denle su merecido…
… fue así como esa noche, cuando aquel otro caminaba rumbo hacia su moto, se vio interceptado por aquel par. En medio de la cuadra más oscura y desolada de aquella zona de talleres mecánicos, fue molido a puño limpio, castigado con hebilla de correa de cuero y ablandado como carne a punta de platina de bota de obrero.
Durante aquel escarmiento, ni Clavo ni Petizo le vieron la cara, apenas si lograron ver como los chorros de sangre salpicaban aquella camisa de cuadritos que aprendieron a odiar con el relato de Pachanga. Tampoco pronunciaron palabra a petición de su atribulado amigo. Sólo, cuando ya se cansaron de trabajarle la región abdominal a aquel paciente, le advirtieron:
-Y que esto te sirva para que no te volvás a meter con Pachanga. ¿oiste?
Cuál sería la cara de terror y espanto de aquellos dos cuando de la sombras emergió la cara lacerada de Pachanga que les dijo, jadeante, mientras escupía sangre:
-Muchas gracias muchachos. Gracias a ustedes este hijueputa no me va a joder la vida nunca más.
El Clavo, atónito, se quedó mudo, mientras que el Petizo, por primera vez con iniciativa propia dijo:
-Y después dicen que el rayado soy yo.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Fantasías… y no hay quien la culpe


… cuando la Señorita X está quebrada, que es casi todo el tiempo, se pone a divagar para olvidarse un rato de sus penurias financieras.
Entonces sueña despierta que se gana el Baloto (la más cuantiosa lotería nacional) sin intención siquiera de comprar el boleto ganador.
Imagina que se gana el acumulado de miles de millones y comienza a elucubrar como distribuir ese montón de plata.
Sabe que la mitad se le va en pagar los impuestos que cobra el gobierno, “esos taimados”, por concepto de ganancia ocasional.
Le queda como mil millones largos y esa exorbitante suma la invierte en comprar propiedades: el apartamento que siempre ha soñado cerca de su barrio de infancia, ahí se le van como 400 millones. Un par de propiedades moderadamente lujosas, encalladas en urbanizaciones de barrios bien, de estrato alto, para vivir de la renta y ahí se le van otros 400 millones más.
También se compra un carro para cambiar el twingo que tiene. No último modelo, más bien estándar, bajo perfil, para evitar llamar la atención de los envidiosos que no faltan y también para que no se le vaya mucho de sus utilidades pagando impuestos, mantenimiento y repuestos carísimos. Una cosa es tener plata y otra dar la ganga, ni más faltaba.
El dinero restante lo mete en un banco y abre un CDT o una Fiducia que le representen intereses más o menos de 10 millones de pesos mensuales para poder vivir tranquila, dándose lujos pero no derrochando.
Pero también trabajaría, se aclara; se pondría a vender ropa por hobbie, creando una minúscula empresa de confecciones, modesta, sin muchos alardes para darle trabajo de paso a una que otra señora necesitada, de esas que le tendió la mano cuando estaba en la ruina. Y todas las ganancias las donaría a la caridad, para agradecerle a Dios por los favores recibidos.
De vez en cuando para darle gusto a varios caprichos pendientes viajaría a esos parajes ostentosos que ha visto en el canal Living and Travel: Quintana Rock, en límites de México, Guatemala y Bélice, antiguo imperio Maya, sería el primero. Luego se daría un recorrido por la glamurosa Europa de las postales, con residencia permanente en Londres para conocer el Palacio de Bukingham, a la reina, a la princesa o cualquier infanta y para aprender el inglés autóctono y sofisticado de la tierra madre. Y si con todo esa plata los gringos no le niegan la visa por quinta vez, iría a darse un paseíllo por New York, a conocer por fin Disneylandia, ya vieja pero no importa, y para acabar de ajustar se internaría como loca en los laberínticos Malls de Miami, dándose gusto a sus anchas.
Pensando en toda la plata que tiene, la Señorita X se anima y se va a un centro comercial de esta pobre ciudad del tercer mundo. Entra en una tienda de departamentos y comienza a escoger cuanto se le antoja. Impulsada por un voraz instinto consumista llega a la caja registradora con el carrito repleto. Para cuando se da cuenta, sale del almacén de marca con una bolsa llena de ropa. Cuando reacciona, ya es demasiado tarde. Se da cuenta que por inercia y envolate ha pagado todo aquello con una de sus dos tarjetas de crédito pensando que es rica, que se ha ganado el Baloto, pero que nada de eso aún ha ocurrido todavía más que en su fantasía.
Entonces llega a su casa de nuevo, a llorar frente al espejo mientras se mide sus costosos y finos vestidos que no tiene con qué pagar, que no le cabe en el estrecho y saturado closet de su habitación de un metro por un metro en la casa de su madre.
Tarde se da cuenta que esa manía de vivir a punta de ilusiones, la tiene esclavizada a seguir jornaleando como administradora de negocios internacionales egresada de una universidad de garaje, pero pagada como secretaria ejecutiva de una insipiente oficina de exportaciones.
Tarde advierte que esa ropa carísima que luce diario en la oficina la tiene condenada a seguir padeciendo los piropos y las insinuaciones de los clientes; esos viejos verdes a los que se expone como un maniquí cuando la obligan a acompañar a sus jefes costeños a vender a domicilio el portafolio de servicios de la empresa, y todo por tener una cara bonita y unas jugosas tetas bien puestas como carta de presentación.
Tarde para más lamentos, echa cuentas, las de verdad, las que se gana con sudor, aguante y padecimientos, para darse cuenta que los 800 mil pesos apenas le alcanzan para pagar la cuota del carro y la gasolina de mes, los servicios de la casa de su mamá donde vive después de un fallido matrimonio, completar para el mercado, darse el gustico de pedir una que otra pizza a domicilio, y lo que sobra para quedar colgada y más empeñada que antes con el pago mensual de las tarjetas de crédito, sin poder vislumbrar otro horizonte más prometedor que la ilusión de acertarle al premio gordo de la lotería.
Tarde siente que es demasiado tarde para comenzar de nuevo. Sin mucha experiencia acumulada se siente acorralada, frustrada, vencida, y se doblega ante su propio cansancio; más le puede su derrotismo, su amancebamiento a la precaria la comodidad de ser empleada; y se rinde fácil ante la idea de renunciar en pos de lanzarse a nuevos emprendimientos propios, que alimenten sus verdaderos sueños. Y eso que solo tiene escasos treinta años. Justo cuando la vida comienza pero ya se es demasiado viejo para volver a empezar de cero. “Mejor asegurar el futuro que arriesgar el presente”, piensa; con toda esta zozobra con la que se levanta a diario, con todo este miedo que carga como una pesada joroba sobre su espalda, tal como está la situación: de mal en peor, quien no piensa así... se consuela y no hay quien la culpe.
Por eso, cuando la Señorita X está quebrada, que es casi todo el tiempo, se pone a divagar para olvidarse un rato de sus penurias financieras.
Entonces sueña despierta que se gana el acumulado del Baloto (la más cuantiosa lotería nacional) sin intención siquiera de comprar el boleto ganador.
Imagina que se gana miles de millones y comienza a elucubrar como distribuir ese montón de plata…

lunes, 14 de noviembre de 2011

revelación de ducha fría en la mañana

Político: Persona que usa como pretexto ayudar y servir a los demás para ayudarse a si mismo sirviéndose de los demás

jueves, 27 de octubre de 2011

... sin comentarios

... Entonces me acuerdo de esa melodiosa frase: "Con suavena y su pitillo"... y sólo se me ocurre alabar a quien en su desocupe se la inventó; tan rica, tan inútil, tan deliciosa... como pa que la saboreé el que le de la gana de repetirla. Dios Bendiga a todos esos juglares del ocio, doctores de la improductividad, renovadores de la lengua, Gracias a esas ocurrencias epifánicas el gusto que da hablar y el placer del oír no se agotan jamás. Y de paso nos mantienen vivos.

miércoles, 19 de octubre de 2011

LA NINFA (Balada en 10 movimientos)

1.

Mi novia me había dejado y ustedes ya saben cómo es… nada me valía. Sabía que el camino a seguir era largo y penoso, y sin embargo, me repetía a mi mismo: Mi mismo no hay de otra; hay que sentar cabeza.

“Vamos a ponernos bien sanos y a volvernos un genio de pura cagada. Vamos a levantarnos temprano. Vamos a hacer ejercicio para limar barriga; dejemos de fumar (bueno, sólo cigarrillos), vamos a leer como un poseído: una novela por semana; vamos a escribir un cuento diario y vamos a hacer bastantes películas”. En fin… promesas que uno se hace para no seguir derramándose en desamor...

Y aunque muchos juran que el deseo atrae, no cumplí ni media. Pasé varios meses sin ganas de hacer nada. Cambié las novelas por telenovelas; me la pasé tirado en la cama, mirando el techo. Engordé como una morsa varada, y terminé fumando más que antes, y a escondidas para ocultar mi débil fuerza de voluntad.

Pero en noviembre la señorita L me salvó la patria.

Llevaba más de una semana encerrado, viviendo a punta de comida a domicilio, y cubierto sólo por unos pantaloncillos curtidos. Fue entonces cuando la Señorita L me llamó para que fuera profesor de guión de un taller de jóvenes entusiastas que querían hacer cine. Bueno, video, porque es para lo único que alcanza la plata que dan para hacer cine en este país. Así que sin pensarlo acepté.

Más tieso y más gordo, más calvo y oxidado, regresé a las canchas, y las mañanas de mis sábados me vi llegando tarde, todo enguayabado, a dictar clases.

Mis pupilos eran una robusta y malgeniada niña, de décimo grado, que a sus 15 años ya vivía enredada de pleitos legales con su familia, con sus vecinos y peleada hasta con el señor del granero del esquina; su profesor de colegio, un gordito bonachón que quería contar la truculenta historia de su nana que fue violada, se volvió prostituta y tuvo como 8 abortos; un veterano líder comunal que quería gastarse todo el presupuesto participativo en la reconstrucción dramatizada de su gestión, un muchacho con esquizofrenia que quería ser director de Dragon Ball y sobretodo ella.

Por esa casualidad fui yo quien la vio por primera vez.

Mi ego a veces me dice, todo fanfarrón, que fui yo quien la descubrió y que por eso nadie más se la merece. Por eso seré el primero en dar mi versión. Debo confesar que al comienzo no le paré bolas. Ni siquiera me gustó. Para mi era una simple niñita de veintitantos años, que estudiaba diseño de algo en universidad privada. Cuando la reparé la vi flaquita y morenita, tímida y un poquito frentona para mi gusto. Siempre se sentaba en la mitad de salón a escuchar, simplona y anodina. Cada vez que le preguntaba algo respondía con frases entrecortadas: “no, bueno, si… no sé…” Y así en cada clase.

Como tarea les propuse a mis pupilos que escribieran una historia para grabar la mejor. Pero ella era la única que llevaba una historia nueva en cada clase. Cuando le llamé la atención sobre su falta de decisión, ella respondía: “No sé… normal…” Sus respuestas eran todo un enigma. Confundía mis preguntas más simples y simplificaba mis indagaciones más capciosas.

Hasta que al tercer sábado descubrí que no sólo eran sus palabras las que me inquietaban. La mirada profunda de sus ojos avellana, su actitud pasiva, lenta si se quiere, me confirmaron que ella era una nebulosa donde podía perderme.

De pronto su flacura se me volvió delgadez; su porte derecho se me volvió un fino garbo, y comencé a admirar furtivamente su recta columna vertebral desde su cuello delgadito hasta el fin… con admiración reparé sus manos largas, aquel cuerpecillo preciso, la lozanía de su piel trigueña, y otros atributos que prefiero llevarme a la tumba. Y conste que esto lo digo como advertencia para que no sigan cayendo los que vienen. O mentiras, para que caigan también y me lo agradezcan después.

Finalmente comencé a preocuparme cuando en la mitad de la clase perdía la concentración viendo como ella se rozaba las yemas de sus dedos mientras dejaba perder la mirada. En esos momentos soñaba despierto y me daban ganas de decirle: “…volémonos”. Entonces me di cuenta que su inalterable estado de ausencia me tenía cautivado. Nada que hacer. Grave. Muy grave. Viaje sin retorno.

Desde eso, cada sábado que regresaba a mi casa suspiraba al mediodía y no veía la hora de que llegara la semana entrante para volver a verla. Al demonio si había cambiado otra vez su historia, o si no la traía; mucho mejor, era el pretexto para una asesoría personalizada, lejos, aparte de aquel molesto grupo de entusiastas cinéfilos… el todo es que fuera bien puntualita y me dijera al menos: “No sé… normal…” Justo ahí pensé, pilas con esa mujer, es una ninfa. Y hasta donde yo sé, todos los amigos que se han enamorado de alguna ninfa terminan destruidos, convertidos en verdaderos animales en celo, rabiosos, desengañados e inconsolables. En resumen: Rayados. Pero como yo ya estaba acabadito de rayar por mi queridísima exnovia, pude mantener la distancia… bueno eso fue lo que creí hasta que comenzaron a llegar mis amigos.

2.

El primero en llegar fue M. Tras un año de ausencia regresaba de la capital a su tierra natal: Envigado. Llegó borracho y le tocó trabajar con L, la exnovia que ahora era su pena de amor. Entonces se emborrachó más, y pareció inmune a los encantos de la ninfa.

Fue precisamente M quien se convirtió en mi relevo, en las sesiones de ensayos con actores. Y por esa razón mis sábados se volvieron una bruma de nostalgia. Lo confieso: sentí por él unos celos indomables, pero como a nadie le agradecí también cuando me pidió que lo acompañara, como su primer asistente de guayabos.

Luego llegó diciembre con su alegría, mes de parranda y animación… y como nadie disfruté en silencio la presencia de la ninfa. Siempre al otro lado de las mesas tendidas por coloridas sabanas de producción. Hasta ese momento no me atreví a preguntarle nada, nada que no fuera estrictamente académico. Me sentí como un adolescente otra vez… me daba miedo mirarla de frente y más pena que me descubriera. “Pensar que ya paso los 30 años y sigo comportándome como un culicagado”, me recriminaba en el baño de Otra Parte, mientras me secaba el sudor de la cara.

En fin, aprovechando la navidad y las vacaciones de la ninfa, comencé a beber para dejar salir al tipo extrovertido que hay en mí. Volver a la senda del alcohol fue lo que alentó mis desahuciadas esperanzas; a pesar de mis precarias cualidades para la conquista.

En esas sesiones etílico-laborales, resultó que la ninfa no sólo era encantadora cuando estaba sobria, para mi sorpresa demostró ser una tomadora profesional de aguardiente, una potranca del anís… “pequeño pony, pequeño pony, toma tu aguardientín”…cantaba yo para mis adentros, pletórico de dicha, embobado, mientras la veía prenderse con blancas copitas. Gracias a los tragos la pude ver más altiva y encantadora, más expresiva y sobretodo… más cercana. Casi íntima, como si ya no fuera suficiente la tortura tenerla cerca.

En resumidas cuentas: entraba en confianza. Y eso fue sin duda el castigo más placentero que pudiera propinarme… “¡Qué placer esta pena!”, como dice Charly García. Y es que verla tomar provocaba ganas de gritar: ¡Maldita, te amo!, como suele aullar M ante la inevitable belleza de una mujer. Después de todo cuando a uno se le atraviesa una ninfa sólo se puede aullar: ¡Ay que rico!

Y sucumbir.

3.

Así mismo mis amigos llegaron para sucumbir. Y sucumbieron como yo, en medio de grabaciones de los cortos y fiestas navideñas; donde cualquier ocasión es un motivo y cada motivo una celebración y la celebración un maremoto etílico. En ese maremoto muchos de nosotros seguimos naufragando, despidiendo a diciembre ya en principios de febrero. Con ganas de seguir y con melancolía de parar, y parando porque ya nos toca pagar deudas, porque si no fuera por eso… si no fuera por eso, seguíamos ahogándonos con la ninfa en trago y contemplación, todos en tropel y turnándonos de lunes a domingo. Desde bien tempranito llamando a la mamá para que nos la pase y dedicarnos a tardiar con ella; y disfrutar de una noche bien larga, solo por el placer de tenerla ahí, hasta que uno ya no pueda más de la borrachera… porque si es por ella, uno se queda sin dormir días enteros.

Y como el que menos corre vuela, calladito, calladito, el primero en sucumbir fue C, -aunque lo niegue-. Porque C está comprometido con un hada, pero no pudo resistirse a los encantos de la ninfa.

Él que es tan serio, todo un ruin-señor, me dijo la primera vez que la vio, con esa seriedad caballeril y pecho duro, como el de Pepe Cortisona el enemigo de Condorito: ¿Quién es esa niña? Y no le prestó atención a mi respuesta porque sabía que de todos modos iba a trabajar con ella. Y yo que me moría de ganas de ir con ellos a ver locaciones, aunque sólo fuera a estorbar.

Días después, con los ojos brillantes de picardía, C me habría de confesar: La invité a salir… yo me contuve. La había invitado a tomar unas cervezas, caminaron por ahí… “es hermosa…- dijo con ojitos de cachorro-, no me malentendás… a mi me caben muchos amores en el corazón… pero yo sé a quien amo”… Luego hablamos de otras cosas y terminó por confesarme, riéndose de si mismo: Imaginate… con tragos le dije que me gustaba… pero yo sé que es caso perdido, yo amo a mi hada”.

Cuando me contó sus intenciones con la ninfa yo pensé: este man tan angurrioso… Pero después de todo, como soy de lentejo, me dio alegría que al menos C, comprometido y todo, hubiera logrado algo con la ninfa. Sin embargo, él tampoco pudo, y tuve que resignarme a desearle la mejor suerte a la fila de amigos que siguieron cayendo, por supuesto, con cierta envidia, muchos celos y como en las buenas tramas hasta intriga.

Al fin y al cabo, yo descubrí a la ninfa y luego descubrí con C, que uno simplemente no puede olvidar a una ninfa así de fácil. No valen ni peros, ni mentiras ni verdades. No le vale nada.

Fue precisamente C, a pesar de ser tan parco, el primero en resaltar los peros de la ninfa. Luego entendí que era la única solución para poner los pies en tierra y alejarse de su influencia. Lo cierto es que me dijo: Mi hada ya vio a la ninfa… y me dijo lo que yo pensaba, que tiene su encanto pero no es bonita; es como frentoncita, ¿no?

Como si fuera el único antídoto, cada uno ha dicho que no es tan bonita, y lo dicen como si fuera un acto reflejo del instinto de conservación. Afortunados ellos, porque el único “pero” que a mi se me ocurre es una pequeña cicatriz que ella tiene, que me parece un delicioso secreto marcado en su mentón. Un secreto que aún me pone a divagar sobre su tierna infancia y me engolosina el misterio.

Y por cosas como esas después de C, todos los que estábamos y los que fueron llegando nos volvimos unos mentirosos.

4.

Yo me creía el más mentiroso, hasta que llegó R. Al volver de Argentina vino con dos propósitos: dedicarse a la pernicia y hacer películas, ambas con sus amigos. El caso es que cuando R vio a la ninfa no pudo resistirse a la tentación de incluirla en sus prioridades.

Lo curioso es que C fue el primero en confesarse, pero solo sentí que tenía un rival cuando R apareció.

Desde las grabaciones ví como R se le acercaba a la ninfa y le decía murmullitos de amor al oído, el muy aventajado. Yo no escuché nada de lo que le dijo a la ninfa, pero luego de esas parrandas M me contó que había escuchado cuando R le dijo a la ninfa, con voz dulzona de galán de radionovela: “…Dame la oportunidad de conocerte”.

Y es que había que verlo filtrarse silencioso entre el equipo de grabación, como una lagartija ebria y terminar al lado de ella, con su figurita delgada y esa carita de adolescente forever. R riendo allí, más acá haciéndole cosquillas y acuyá tocándose la chivera fingiendo interés intelectual. Cómo lo odié entonces por aquel engaño barato y sobre todo por no ser yo quien lo ponía en práctica con ella.

Aquellas imágenes me invadieron de resentimiento. Y mi pesimismo me hizo pensar entonces que R era el elegido. Por eso bajé la guardia y me entregué a la derrota como el caballero inepto que suelo ser. No sin antes usar mi último recurso: Sacar a la ninfa a bailar merengue.

Cuando bailamos lo primero que ella me dijo fue: A mi no me gusta el merengue… y a mi tampoco, le contesté yo, sabiendo que era una vil mentira, que me encanta el merengue, que es la única cosa que se bailar, porque quien sabe trapear sabe bailar merengue y yo en cuestión de oficios caseros solo sé trapear.

Pero sobretodo sentí la profunda decepción de que muchas de las cosas que a mi me gustaban, la ninfa las odiaba. Le aterra la guayaba y yo que soy presidente de la federación colombiana de catadores de pastel de guayaba: y por el estilo era todo lo demás, pues casi nunca nos pusimos de acuerdo. O como ella misma me lo dijo con un aforismo: “Somos idénticos en que no nos parecemos en nada”. Para acabar de ajustar, también resultó inteligente la condenada.

Con estos precedentes, comencé a quemar mis últimos cartuchos antes de que R se saliera con la suya. Pero como yo soy un burro, terminé diciéndole a la ninfa mientras bailábamos, pasadito de tragos, y con un tonito pedante: “… A mi me encantan las mujeres ignorantes”…

Yo no me hubiera dado cuenta que había dicho tal burrada, si no es porque el novio de E, la realizadora de uno de los cortos, me lo restregó en la cara mientras pasaba bailando al otro lado. Que piropo, no… dijo el muy cabrón y evidenció un insulto que no era más que una de las más torpes insinuaciones que un hombre puede decirle a una mujer. Es más, creo ella no se hubiera percatado si no es por aquel infame metido, pero ella lo sigue recordando y me lo echa en cara cada que puede.

Experto en harakiris, acepté mi derrota y me hice a un lado para despejarle el camino a R. Pero también elegí profesar mi propio credo, para consolarme un poco. Un credo que alertaba a los incautos de los peligros que entrañaba aquella adorable criatura. A espaldas de la ninfa, me volví un predicador antininfas, anti ella, mientras que con hipócrita cortesía la trataba como si yo fuera su confesor, su amigo gay.

Luego sostuve varias conversaciones con R, donde cuestionó mi proximidad a ella… ¿Vos estás detrás?, decime, porque si algo yo me retiro. Pero yo la negaba como Pedro negó a Jesús; más de tres veces, y sin gallo mañanero; como si estuviera renunciando al demonio, me ponía vehemente y daba acto de fe, recalcando: Yo caí en su trampa, pero gracias a Dios vi la luz. Esa niñita lo puede destruir a uno, vociferaba mesiánico, y luego mostraba una actitud de serenidad y regocijo al confirmar que ya no me interesaba para nada.

Conmigo fuera del camino, R se armó de valor y contó con el apoyo incondicional de D, que recién llegaba también como actor de reparto, haciendo el papel del ladrón. Y sin escrúpulos, como admirador de la belleza femenina y hombre felizmente casado, cuando D vio a la ninfa no escatimó sus halagos, incluso alentó a R, su colega en la actuación, para que descargara todas sus armas, para que literalmente, metido en su papel de la manera más orgánica posible, “se la robara”. Su actitud generosa, terminó por convencernos de que si un amigo tenía la fortuna de estar con esa pispura, eso sería una victoria para todos nosotros, amén.

Pero mientras encaminaba a R, D nos exhortaba a contemplar a nuestra ninfa cuando ella daba la espalda, nos demostraba como se trata a una dama de aquella urdimbre, y nos deleitaba diciéndole floridos piropos y dichos antioqueños que le robaban carcajadas. Y todo por la sencilla razón de que D en su amplia sabiduría popular, en su estampa de criollo de pura cepa, resultó siendo para mi como esos patriarcas de la Selección Colombia del mundial del 90. Como un René Higuita, como un Leonel, o como Un Pibe Valderrama, tan criollo como la arracacha, tan extrovertido como el chontaduro, y tan picarón como el borojó. Por eso lamenté no haber tenido su bendición de padrino para lanzarme a conquistar la ninfa, como si lo hizo con R, su cómplice en el papel de ladrón de uno de los dos cortos.

Pero el tiempo pasaba y la ninfa parecía inmune a las tácticas de R. En las fiestas, nos mirábamos y yo le preguntaba con los ojos, como le está yendo, pero R me hacía una mirada de: ¡Qué dicha, pero nada!… y los días y las nadas se comenzaron a confundir, y a R no le valieron las llamadas al celular ni de día ni de noche, ni sus galanteos alcahuetiados por D.

Al cabo de unos días, me encontraba con R, hablando de ella como si fuera un aviso de peligro no tocar. Nos vimos unidos en la derrota y con el firme propósito de no volver a caer nunca más en aquel hechizo.

R me aseguró que mejor se dedicaba a resolver asuntos pendientes con la señorita L, con quien había terminado antes de irse para Argentina y debía hacerlo cuanto antes, ya que ella se iba para Argentina en enero sin él. Pero en vez de resolver sus asuntos, la ninfa le trajo más enredos.

5.

Por ahora dejémoslo ahí, porque casi se me olvida J, que antes que R y D, escuchó a la ninfa mejor nadie, y todo porque era el sonidista del primer cortometraje que grabamos. Entelequia o no, nadie como J vio en primer plano el ombliguito de la ninfa puesto como una joyita en ese abdomen plano y suave, mientras ella sostenía una luz. Nadie como J, le vio la gracia que tiene cuando levanta los brazos, nadie como J la miró, con esa seriedad que pone su cara barnizada de eterno treintón, de perfecta cabellera en bucles… y sobretodo nadie como J le dijo tantas bobadas en una noche a la ninfa.

A pesar de que J le confesó a la ninfa que su propósito navideño,- como el de todos los años- era dejar de decir bobadas el 31 de diciembre. Él, que parecía tan mesurado, terminó dándole a la ninfa en una sola noche, todo un espectáculo multicolor con lo mejor de su repertorio de bobadas, que hacen las delicias de grandes y chicos. Todo un programa de bobadas ingeniosas y tonterías geniales a las que nos tiene acostumbrados y que se me hacen imposibles de transmitir porque su gracia depende de la ocasión. Además porque es de esos comediantes cuya seriedad genera esa sensación de risa y asombro.

Otro que mordió el polvo, pensé yo, viéndolo, explayarse en bobadas para ganarse la atención de la ninfa. Pero después de aquella maravillosa función, J desapareció durante varios días sin dejar rastro de sus intenciones. Ni siquiera esa noche, que dio hasta pa´ vender, se escuchó a J declarar sus sentimientos a la ninfa, ni se le vio invitándola al oscurito para decirle unas bobaditas a ella sola.

Luego de esta caterva de lobos hambrientos no tardaron en sumarse Jotica, otro actor, un metalero bajito de pelo largo, chaqueta de cuero, ojos delineados de negro y anillos de calaveras, que se interpretó a si mismo, es decir, a un metalero bajito y encuerado de negro.

Y a la lista de pretendientes también se adhirió L; un buen muchacho, con pelo de crispeta que venía como cuota de una corporación de cine que estamos bregando a montar en homenaje a nuestro maestro. Al principio Jotica no mostró interés por la ninfa, pero luego sacaría sus uñas de metal y esto es literal, porque usaba entre sus accesorios, unas garras de metal en sus dedos meñiques. Y qué decir de L, que siempre “sale pa pintura”, como el mismo suele decir. Aunque ha dicho en su defensa, que la ninfa no le interesa porque a él le gustan rollizas como la actriz que hizo de hippie. L jura y rejura que si se terminaba yendo con la ninfa luego de las fiestas, ya en la madrugada, era para que la ninfa compartiera con él pasaje de regreso a Envigado. Yo hasta le creo, porque a sus veintipico de años es más grande su amor por la hierba, de la cual se ha rehabilitado 6 veces en su corta edad, o al menos eso dice él.

Con todos estos pretendientes al acecho, todos amigos, las fiestas se volvieron bacanales, revoltijos, nudos de borrachos en pos de la ninfa.

En medio de tanta emoción no faltó quien se atreviera a proponer que había que renovar el plantel de mujeres, y a las de siempre, había que jubilarlas porque ya eran parte del paisaje.

Hasta ese momento, cada uno por su lado hizo lo suyo por ganarse la atención de la ninfa. Pero todos nos volvimos aves de rapiña, en lo que yo llamo la noche de los gallinazos.

6.

Esa noche, fue todos contra todos, alentados por el trago que la ninfa nos servía. Esa noche, ella fue nuestra anfitriona y nuestra perdición. No sólo demostró todas sus habilidades para emborracharnos, sino que brindó con cada uno a ritmo maratónico. Nos deslumbró con su capacidad de aguante y no era para menos, era la anhelada premiere de nuestras películas.

Hasta esa noche yo llevaba como una semana sin ver a la ninfa, no por gusto, sino porque me tocó irme a editar con un par de desconocidos, al otro lado de este valle de lágrimas. Mientras tanto M, que ya había parado de tomar y L, que tenía un computador, editaron el otro cortometraje con ella en Envigado. Entiéndase bien: muy lejos de mí.

Irónico, yo pensaba en la suerte que tienen los desinteresados. “Dios le da pan al que no tiene dientes”, me decía con resentimiento, odiando mi suerte, envenenándome de motivos. Mientras ellos se daban el lujo de tenerla al lado, todo un banquete, yo hambriento, trasnochando, madrugaba para viajar de polo a polo en pleno diciembre, sobrio, dolorosamente sobrio, y regresaba muy tarde a mi casa luego de una extenuante jornada peleando con un computador resabiado, que se demoraba una eternidad para un rendercito de la imágenes del video.

Por mucho que traté de hacerme al ambiente (o a mi condena), no podía quitarme las ganas de decirle a la señorita L, que me mandara a la ninfa aunque fuera un día.

Quizás fue su ausencia, una semana eterna, perdón quise decir, entera, la que despertó al animal que todos teníamos dentro, y que clamaba por salir. Porque después de la premier, cuando la vimos, esa noche en la terraza de El Poblado, nos enloquecimos como bestias.

Recuerdo que al comienzo de la velada, la ninfa y yo hablamos de los peligros del sereno en los borrachos. Entonces ella me dijo que le temía más al chiflón… ¿el chiflón?, si, dijo ella, dominando el tema, esa corriente de aire que de pronto te sube los tragos a la cabeza, le hace un moño a la borrachera, te enlaguna y te despacha. Y quien iba a pensar que esas palabras se convertirían en un mal presagio.

La noche fue larga, intensa y llena de tragos de copitas blancas rodando por todas las bocas. Ella bailando con cada uno, dándole una vueltita a cada borracho, ebrio de trago y ebrio por ella: La ninfa aquí y allá, dándole contentillo hasta el más apático y dejando con ganas al más insistente. Y yo enloquecido, que me alejo para verla en plano general y me acerco para vacilarla en primer primerísimo plano; pagando así mi tributo al cine y a su ineludible belleza.

De pronto, yo aquí, avergonzado, prendido y con culpa, confesándole a R: “…no creas en mi que te he fallado, soy un falso predicador, esta noche estoy traicionando todo lo que creído”… hasta que R me dice, feliz. Tranquilo que yo también… entonces nos abrazábamos y nos fuimos como dos compañeritos de escuela a buscarla para arrebatársela al que osara interponerse a nuestro egoísmo.

Así pasó la noche hasta que nos dimos cuenta que ya eran las dos de la mañana. Fin de la fiesta, pero todos coincidimos en que la noche aún prometía. Todos menos ella, que nos dijo tambaleante. Yo creo que me cogió el chiflón, y quería irse para su casa. ¡Tan temprano!, nos lamentamos en coro. Y corrimos a buscar la manera de volverla en si.

Mientras unos pedían un café para reanimarla en un llamado de auxilio, yo vi que ella estaba buscando a M.

Como M era el único que no estaba tomando, ella vio en él su salvación en medio de aquella caterva de borrachos corsarios, desesperados por robársela, y se aferró a él como a un mástil en medio de una tormenta. Yo traté de tomar la delantera fingiendo ser el mástil de un velero y traté de darle un nuevo aliento invitándola a comer salchichón. Coma grasita mi reina para que se reponga, le dije con grandes expectativas… pero ella comió y regresó un poco más animada a su mástil con M de sobrio.

Allí pude ver la desesperación de mis amigos ante su inminente partida y propuse salvar la noche con una invitación heroica y desesperada: Vamos para mi casa… frase se me volvió un cliché en diciembre.

Aquella avezada propuesta dibujó de nuevo la esperanza en los ojos de R, L y Jotica y los tres comenzaron a sobrevolarla, dando vueltas en círculo. Cada uno esgrimiendo un pretexto para que soltara el mástil, y se dejara llevar por aquellos gallinazos. Cercada, y visiblemente mareada, ella les respondía, como maluca… Yo me voy con él, y señalaba a M, quien se vio acorralado por sus propios amigos que ya no eran sus amigos sino aves de rapiña. Y ay de él si se movía. Y Ay de él si se la llevaba. Se quedaba sin ojos a causa de aquellos cuervos.

Quedate, mirá que la noche apenas empieza, le decía Jotica, con aires vampirescos, adhiriéndose en gancho con sus uñas de metal. Mientras yo le decía: Eres como Remedios La Bella, el personaje de Cien años de soledad… Acaso no te das cuenta de tu belleza… Luego L interrumpía, No me dejés ir solo para Envigado, le suplicaba, mirá que si algo te dormís en la casa de P, nosotros te acostamos y la encadenaba a sus manos. Por mi parte, viendo la humillante escena, a mis amigos convertidos en mendigos, le decía… y como Remedios La Bella podés matar a un hombre con solo una promesa… Ella hizo desnucar a más de uno… Pero el más avispado de todos si fue R. Mientras los otros dos la tenían presa de gancho, yo la molía a cantaleta literaria, a metáfora irónica, ella se amarraba a M. Por su parte, el pícaro de R le daba piquitos en el cuello. De un ladito y de otro, le dijo cariñosamente, con los mismos murmullitos de amor: Quedate, piquito a la derecha del cuello, te queremos, piquito a la izquierda del cuello, si te vas nos vas a hacer mucha falta, piquito en el cachete derecho, la noche no será nada sin ti… otro piquito, y en que quedamos pues con la oportunidad que me ibas a dar… y como disco rayado R se pegó en el mismo punto, se encarnizó y comenzó buscarle las mejillas con sus piquitos. Mientras tanto yo pasé de aquel halago a un reproche indignado, le prendí la mecha a mi lado punketo y terminé embarrándola más: Por mujeres como vos, le dije, es que los hombres nos perdemos, pero eso a vos no te importa, vas a acabar con la humanidad entera, porque no sos una mujer: ¡SOS UNA NINFA!, una ninfa, y comencé a gritarle ninfa con la mirada brillante y la sonrisa desencajada que le da a los obsesivos, convencido de que le dedicaba el peor de los insultos… mirá en lo que nos has convertido, ¿estás contenta?, ¿vos que es lo que querés con nosotros, ¿nos querés acabar?, ¿querés que nos matemos entre todos por culpa tuya?, respondé… pero lo único que ella simplemente respondió fue: No sé… normal. Y yo simplemente me volví a enamorar, caí redondito y me callé derretido… Entonces le dije, con sonrisa de perro domado, bueno, mañana nos vemos en el sancocho de S.

Mientras yo estaba tan exaltado, M notó que L y Jotica, estimulados por el pájaro carpintero que se había vuelto R, no paraban de darle piquitos en las manos a ella, como un par de franceses de película, como dos copias del Zorrillo de la Warner. Así que emprendió la huida, no fuera a ser que entre piquito y piquito le tocara a él también.

Resignados, pero sin dar un paso atrás en nuestra batalla escoltamos a la ninfa hasta el carro, le hablamos por la ventanilla: le ofrecimos mi casa como el mejor de los paquetes turísticos, mientras yo le decía a los demás, volviendo a mi resentimiento, déjenla que se vaya, pero de inmediato los cuatro le hablamos de la tristeza que embargaba nuestros corazones ante su inminente partida: También le volvieron a ofrecer café como tónico bendito contra el chiflón, para que se quedara al menos otro ratico… Usted no puede volver a su casa así como está… que va a decir su mamá… Yo no se lo voy a permitir, dijo Jotica, mientras trataba de sacarla por la ventanilla del carro, pero ella, vencida por el chiflón, solo repetía… Mañana, mañana nos vemos en el sancocho. Eso mismo nos dijimos poco más tarde, ya en el Parque de El Poblado, con cara de derrotados los cuatro, sentados y aburridos, literal y moralmente enguayabados, mientras la policía nos mandaba a dormir.

Que más le vamos a hacer… tocó mañana en el sancocho y nos fuimos a seguir la fiesta, sintiendo que la noche ya estaba descovalada sin ella y prometiéndonos darle punto final a aquella obsesión.

Por favor muchachos reaccionemos, no podemos seguir así, esta es la peor forma de humillación a la que se ha sometido nuestro género. Acaso no vieron lo que nos hizo, nos emborrachó, nos dio casquillo y nos dejó como el ternero… La próxima vez les juro que vamos a terminar dándonos trompadas por ella. Esto no puede seguir, mañana no le paremos bolas… propuse yo, con tono proselitista pero sin convencimiento.

¿Pero cómo hacemos P?… me preguntaba herido R… Cómo estar indiferente a esa belleza… Y sin respuesta L decía, a mi ya se me salió… pero alguien tiene para que me preste pal taxi hasta Envigado. Entonces R y yo lo miramos… Es que todo lo que tenía lo puse para la vaca del guaro. Ella la hizo y cómo pedirle la devuelta a esa belleza, nos dijo L, un poco avergonzado. A pesar de nuestra indignación, L tenía razón, como pedirle siquiera la devuelta a esa belleza.

Aunque juro que cuando la ninfa se fue yo tenía la firme intención de no volverla a ver, de no ir a ni ningún sancocho ni a ningún Pereira, hasta que sonó el celular. ¿Y adivinen quien era? Era ella.

Aquí es donde tengo que confesar que en adelante dejé de ser un mentiroso y me convertí en un hipócrita.

7.

Al otro lado de la línea, ella, el dulce cisne que rechazó a los gavilanes polleros, me hizo aleteos mágicos que me regresaron la ilusión. Que ironía, llamaba justo al mismo tipo que segundos antes exhortaba a sus amigos para que la quemáramos viva como a una bruja. Pero no fue sino escuchar su voz y de inmediato tenía una sonrisa de idiota, de oreja a oreja, sintiéndome escogido, bendecido y alejándome de la turba que yo había enardecido para prestarle toda la atención.

Aló, me dijo, ¿P?... si con él… usted por qué no vino con nosotros… Y yo que no entendía… Como así… pues venga… Como así y es que para donde van… Voy para mi casa a dormir con una amiga y quiero que venga y se acueste… Y yo emocionado, como debe ser cuando uno se saca la lotería o cree en la virgen y se le aparece en un buñuelo. Pues yo ya voy… Y ella… es que estoy muy borracha… Mis ilusiones declinan entonces me doy cuenta de la realidad: ella no está en sus cabales… Y lo reafirma después: Nos vemos en el sancocho… pero dígame una cosa… ¿usted mañana es responsable de sus actos?... no sé, pues si… normal, terminé respondiendo yo, como acto reflejo. Pero seguro, mire que yo mañana necesito que usted sea responsable de sus actos… Bueno, dije ya consciente de que no había caso, nos vemos, que duermas…Y colgó.

Entonces quise gritar: Maldita, te amo, Como diría M, con su pelo de león, rugiendo al viento.

Lo curioso es que sabía que esa llamada no contaba, que ella estaba realmente chiflada (o como se diga cuando a uno se le emborracha la borrachera con el chiflón) lo realmente simpático es que me irradió una extraña alegría. Pensé, realmente pudo haber llamado a cualquiera, y su inconsciente me eligió a mí. Así que pasé embobado el resto de la noche con esa idea. En adelante traté de ocultar mis suspiros a los amigos, que motivados por mis palabras previas, ya estaban convencidos de darle su merecido con el látigo del desprecio.

Esa noche en el único bar que había abierto en todo Medellín a las 4 de la mañana, pululaban las niñas necias, pero ninguna mujer que pasaba sudorosa y rica, rozándonos en medio de la agitación del baile, fue más importante para nosotros que el recuerdo de la ninfa, así la odiáramos.

El único que no se adhirió a nuestra cruzada fue Jotica, quien con la cabeza gacha y la mirada turbia decía, como si repitiera la frase de un coro de metal o fraguara una venganza: Esto no se queda así. Yo voy paso a paso… y ya todos ustedes van a ver como ella llega a mi solita. Mañana en el sancocho será mía… y se echaba a reír solo, con risa gutural. Por supuesto ahí nos dimos cuenta que Jotica ya estaba muy borracho, y por eso lo despachamos en un taxi: Siguiendo el ejemplo cada uno se fue para su casa. Pero yo casi no pude dormir.

8.

A la mañana siguiente me levanté con ella en la cabeza. Al medio día, no me dio hambre pues la sentía revoloteando en mi estómago, hasta que C y R me salvaron de mi mismo, invitándome a editar un video. ¡Cualquiera que se aprecie en diciembre no trabaja!, pero salí de mi casa corriendo, lleno de dicha. Durante la tarde pegamos imágenes mientras nos tomábamos un vino casero que hacen en la casa de la hada. Al comienzo de la tarde R y yo no comentamos nada de lo sucedido, mientras que C se mostraba todo un caballero ante su amada. Pero conforme los tragos comenzaron a ebullir, volvimos a retomar las banderas a las que habíamos jurado lealtad. Esta noche no vamos a sucumbir a sus encantos, dijimos con la misma convicción con la que lo habíamos prometido la noche anterior.

Sin embargo, cuando parecía imbatible nuestra decisión, y charlábamos sobre nuestra endeble fuerza de voluntad, la ninfa me llamó. Para no quedar como un traidor a la causa, no oculté que hablaba con ella. Entre respuestas monosilábicas, con la mirada de R encima, acordé ir al sancocho de la noche, algo tarde, y le advertí que hasta de pronto no caíamos. Ella pareció sentirse mal, indagó porqué estaba tan raro, así que espanté cualquier asomo de duda y colgué rápido, disimulando volver a trabajar.

No pude haberle mentido más, en realidad quería hablar con ella, horas enteras, quería decirle que fuéramos a comer helado en aquella tarde azul, que nos escapáramos de todos y nos entregáramos a la irresponsabilidad de nuestros actos, al revés de como ella me había sugerido en su provocadora e inconsciente llamada.

Lo cierto es que desde aquella llamada no veía la hora de terminar de editar ese bendito video, en el que ninguna imagen pegaba. Quería salir pal sancocho a robármela por fin. Pero mantuve la contención frente a R, que me daba cada vez más razones para ignorarla y me cerraba más caminos para volarme.

Finalmente llegamos al sancocho, muy tarde en la noche, ya que tuvimos que esperar a que se arreglara el hada de C.

Los comensales ya estaban llenos, hartos de sopa, sentados de tanto bailar, la olla en la mitad de la calle con la leña apagada y el sancocho frío. Pero después de saludar procedimos a probar la sustancia para bajar la borrachera. Cuando saludamos, la ninfa no estaba, pero cuando R y yo sorbíamos el caldito, con un desconsuelo más agrio que el sancocho por su ausencia, por llegar irreparablemente tarde, apareció ella acompañada de M y su exnovia L, también la señorita L flamante exnovia de R, Jotica y un par de desconocidos, los dos hombres. La sorpresa de verlos hasta nos calentó el caldito y terminamos la comida en un santiamén para volver al aguardiente.

Todavía con yuca y papa en la boca corrimos a a ofrecerle trago a la ninfa pero no quiso; estaba pálida y demacrada, y advirtió que estaba tan enguayabada que no quería ver el trago ni en pintura. Y así se la pasó toda la noche: lacónica, seria y lo peor: sobria.

Sentada en las butacas o en el borde de la acera, seguía las conversaciones ajenas con aire ausente. Si la sacabas a bailar, bailaba sin ganas la langaruta, tanto que cada canción se hacía eterna. Hasta bailó merengues por no dejar, pero los dejaba en la mitad de la canción plantando al que fuera, así estuviera muy animado. Su brillo parecía apagarse a intervalos como si funcionara con pilas gastadas.

Jotica fue el primero en atacar. Llegó con el cabello suelto hasta los hombros, perfumado de shampu con olor a lavanda, la chaqueta negra de cuero, la de gala, con taches, botas platineras y con la oscuridad de su corazón de metalero brillante, recién embetunada. “Muy tieso y muy majo… con chupa de moda”, J siguió el consejo de Metallica: “Sheek and destroy”, localiza y destruye, y no tuvo dilación para sacar a la ninfa a bailar vallenatos- fue él quien la apestó con tanta manoseadera y la hizo sentar- rayándola toda la noche, pegadito, apechichado, pestañeando y hablándole de tú. Pero no pasó mucho para estar parado lejos del grupo, tomando un trago tras otro y mirando fijamente a la ninfa con resentimiento.

De otro lado, R tomó el camino inverso de Jotica, se emborrachó y comenzó a bailar salsa con la ninfa. Quiso retomar la confianza ganada en la noche de los gallinazos, pero cuando le comenzó a hacerle unas cosquillitas preliminares, a la ninfa dizque se le subió la presión, le dijo que estaba mareada, se puso pálida y dejaron de bailar. Así que al pobre R no le quedó de otra que hacerle morisquetas para hacerla reír, sentados uno lejos del otro, en butaquitas puestas en círculo, como en terapia de grupo.

Hasta que yo, cansado del asedio ajeno, embriagado de seguridad y dándomelas de rebelde propuse irnos del sancocho a dar una vuelta sin rumbo. M y L, que estaban volviendo a andar juntos pero no revueltos, se me unieron y la ninfa también. R no quiso ir, y prefirió quedarse con la señorita L, para aclararle eso que estaban diciendo por ahí de que él estaba como muy amiguito de la ninfa.

Lejos de R, en aquella caminata quise mantener la pose de chico difícil y misterioso pero sumamente agradable. Incluso llegamos a bromear acerca del asedio de la noche anterior, rozando peligrosamente el momento de la llamada pero sin tocar el tema. En medio de la charla, le pregunté que le parecía Jotica y me respondió que era demasiado dulce, muy tierno él… estamos hablando del metalero, por supuesto, dijo ella, con picardía.

Y de R… lo dudó mucho y terminó confesando… es como un muñequito cuando toma… Los dos nos reímos y nos volvimos a reír cuando regresamos al sancocho y lo encontramos bailando solo en la mitad de la pista, con una caja de aguardiente en la mano, y moviéndose como una marioneta que hubiera acabado de cortar los lazos que lo ataban. Poco después y más borracho R me contó que logró entrar en primeras conversaciones con las señorita L, que había avances. Ahora estaba celebrando por partida doble por salir del yugo de la ninfa, tomando una copa tras otra. Pero tampoco se quedó con las ganas de hacerle una mueca de victoria que la ninfa no pudo entender.

Por su parte, Jotica, nos recibió con efusividad, más borracho que R, abrazado a los dos tipos que habían llegado con M al principio de la fiesta y que no sabíamos quienes eran. Luego, los tres borrachos, abrazados con Jotica en la mitad, como si fueran amigos de toda la vida, discutían casi a gritos de punteos y guitarras eléctricas y cantaban en coro, una canción de Heavy Metal (una balada para ser precisos, imitando hasta los punteos de las guitarras con las yemas de los dedos).

Aprovechando que la ninfa ya bostezaba, y que la pista de baile de aquel garaje estaba desolada, esperé una canción de salsa del agrado de ella y la saqué a bailar. No le permití un no como respuesta.

Al compás de la música sentí que era la primera vez, de las tantas que bailamos, que ella se ceñía a mí con soltura. Así que aproveché para hablarle entre líneas y aclarar la situación que me tuvo en vilo durante toda la noche… ¿Y usted si es responsable de sus actos esta noche?, le pregunté con una sonrisa maliciosa. Como quien lanza una carnada. Pues claro, ¿pero usted por qué me pregunta eso?, me dijo entrecerrando los ojos… Cómo así… dije extrañado, eso mismo me preguntó usted anoche… ¡Si!, ¿cuando?... en la llamada… ¿Cuál llamada?... No me diga que… No, no me acuerdo, ¿yo a usted cuando lo llamé?, me dijo seria, preocupada… entonces supe que había fantaseado todo el santo día con un lapsus de olvido, había cimentado el comienzo de una historia de amor sobre una laguna etílica… Creo que vio mi cara de frustración cuadro por cuadro, y un poco abochornada me apretó firme, como si pensara que me iba a desvanecer, ahí mismo, en plena pista. Pero no se quede callado, cuénteme que le dije… no tiene importancia… le respondí, si no se acuerda no vale la pena… dígame que le dije, me exigió molesta, si usted no se acuerda me voy a acordar yo, le respondí, más incómodo… y para cuando nos dimos cuenta, ya no bailábamos, estábamos tomados en actitud de baile sin movernos, mirándonos a los ojos, ella esperando una respuesta y yo con ganas de desaparecer en el acto, realmente abochornado.

Como permanecí estático e inexpresivo, ella trató relajar la tensión bailando la siguiente canción, justo un merengue como prenda de buena fe. Yo le seguí el juego pero no musité palabra y cuando volvió con la preguntadera, yo me harté y le dije, le voy a responder como usted siempre me responde a mi… usted ayer me llamó por la noche, me dijo, venga a dormir conmigo- ella abrió los ojos, incrédula y… me separé de ella en mitad de la canción- y de lo demás trate de hacer memoria porque yo tampoco me acuerdo.

Con ademán fingido de caballero le desee una feliz noche, le di un pico en la mejilla izquierda, y cual Judas la entregué, la dejé sola en aquel garaje a merced de cualquier buitre y me fui para mi casa, sin despedirme de nadie; solo, y por primera vez desde que la conocí, orgulloso de mi, por fin dueño de mi voluntad.

9.

Pasó una semana sin hablarnos, hasta que C y su hada me invitaron a una fiesta en mi propia casa el 30 de diciembre. La idea era darnos el feliz año por anticipado ya que cada uno de nosotros viajaba a estar con su familia, en la víspera de año nuevo. Yo agradecí su pretexto para hacerme compañía, ya que me sentía viejo y desolado, cansado y herido, acabado como el año que estaba a punto de terminar.

Como sucede con las fiestas improvisadas, con la magia de los ágapes espoentáneos, terminaron cayendo el perro y el gato, todas las iniciales de los amigos a los que les he omitido el nombre. Y fue vigorosa en alegría y desbordada en licor. Cuando el jolgorio se calentaba, apareció la ninfa invitada por-no-se-quien y ni modo de echarla o hacerle el feo. Pero pese a mi desilusión no fue sino verla, tenerla al frente, haciéndose la que sabía nada, o mejor, sabiéndose la que hacía nada, para doblegarme dócil a sus encantos.

En contados minutos la reacción en cadena se propagó como una pandemia. Los hombres no tardaron en reclamarla suya para la próxima pieza de baile; uno por uno se calentaba el gaznate con trago mientras esperaban su turno, y le veían de reojo su nalguita apretada de adolescente que se está volviendo mayorcita, su columna vertebral recta, sus senitos precisos despuntando apenas, ese cuello largo y delgado, esa manera de bailar ceñida y apretada con su pasito tun tun de quien no quiere la cosa pero provoca de todo.

Y baile con todos mamita y recíbale trago a cualquiera que se le atraviese, que estamos celebrando, es diciembre, qué carajo, ya mañana el año se va a acabar y las penas y las resacas de este año viejo, con el nuevo se olvidarán. Y conozca al que no ha conocido y que ya está antojado de ella por ese hechizo que ella misma desconoce, por esa magia que la contiene y que ella ignora o se hace la ignorada. Y baile porro, cumbia, merengue (ahí si le gusta a la condenada), pida que le pongan esa canción de rock que tanto le gusta, que ahora que ya está entonada le dio el capricho de oír, de cantar y de que todos los demás la acompañemos en un nutrido e inolvidable coro. Todos al unísono. Pida no más mamita que esta tierra de hombres lobos es suya, pedid y se te concederá dice la Biblia y dicen estos machos cabríos que ardiendo de pasión etílica le darán contentillo a su reina de la noche, acaso por una promesa de un beso robado que osará darle, que ella le negara dado el caso, así el ladrón haga la ocasión.

Entonces miras a todos tus amigos de letras iniciales y los ves sumidos en el fondo del fondo. Cada uno a su modo lanzándole las flores más preciadas de su jardín personal, los ornamentos más floridos de sus rituales de conquista. Allí J, la estrella enigmática que tanto la hizo reía aquella noche, diciéndole que le de sólo una oportunidad, Luego D, amnésico de licor, olvidado de su contrato matrimonial, reclamándole por no respetar su turno al timón en aquel porro sabanero; dos nuevos viejos amigos que ya llegan tarde y traguiados, inquietos y ansiosos preguntando quien es ese bombón, esa belleza… otros más, que nadie conoce, colados y ambiciosos buscando un intersticio, para propinarse los medios y acercarse, para presentarse por cuenta propia, porque para el levante no hay protocolos ni respetos cuando el trago apremia la entendedera. Y todos así hasta que ella se percata de que el tiempo ha volado y ya es 31 de madrugada y debe irse para que su mamá desvelada e histérica no le siga reventando la paciencia a punta de llamadas perdidas y de reclamos en mensajes de texto implorando que aparezca… Pobre de su mamá divorciada, imaginándola, temiéndola en estas en las que precisamente está su hija, presa de aves de rapiña que se la quieren devorar.

Pide entonces un taxi y se va como llegó. Dejando a todos con las ganas empeñadas, castrando malas intenciones de un tajo, y dejando a su paso con su perfume virginal de odalisca una promesa, un vago rumor de abril, una sensación de continuará, una sabor agridulce en la boca de esas bocas que quedan sedientos de sus besos y que se entregan a un sutil despecho con el agrio néctar del alcohol y ya ni quieren bailar, ni contar más chistes, ni mirar bien a nadie, ni hacer más amigos, ya pa qué…

Mientras llega el taxi, la acompaño a la puerta más por formalismo que por interés… en realidad estoy ya complemente desinteresado… y pensando en ello, le cuento la historia de Bola de Sebo de Maupassant, le digo como uno de esos cumplidos míos que terminan entendiéndose como agresiones, que ella es más bien como Bola de Cebo, la gordita aquella que fue usada en una carroza de gente sin escrúpulos e interesada para que los defendiera frente al ejército enemigo, entregándoles sus encantos… pero que una vez fue utilizada, todos los miembros de la carroza no hicieron más que repudiarla y repelerla argumentando moralidades e indignación por sus lascivos actos. “Vos bien sabés que ese es tu límite para no quedarte sola”, le dije con una mezcla de tristeza desahuciada y profunda pena. Ebria me miró sin comprender la analogía y sin reparo a respuesta o preguntas suyas la lapidé profetizándole: “Algún día, tras un desliz, vas a entender lo que te digo, y sentirás el cansancio ajeno hacia vos”… entonces llegó el taxi y se fue, no sin darme un pico y desearme con aquella liviandad ebria: “que tenga un feliz año”.

10.

Esta historia debería terminar aquí, y ya lo quisiera yo pero no. A la mañana siguiente el sonido del celular me despertó. Al contestar ella me contó que iba rumbo a la costa, hacia Moñitos, Córdoba a pasar unos días con su padre, unos tíos y unos primos, en el mar. A recibir el año nuevo con un reiterado ritual familiar frente a una fogata en la playa. Me confesó además que mi actitud de los últimos días la tenía intrigada, que por algún motivo mi evidente grosería había logrado lo que nunca pudo mi malograda iniciativa, que no podía dejar de pensar en mi, y en las últimas palabras que le dije antes de despacharla.

Tampoco esa vez me atreví a confesarle nada, incluso con la pista dispuesta, con las armas a mi favor, con la ventaja conseguida logre insinuarle mis sentimientos, los cuales, para ese momentos, ya estaban tan confundidos y maltrechos, que parecían no existir dentro de mí.

Y sin embargo, aquella honestidad desnuda, sin prevenciones ni aspavientos, logró calarme otra vez en mi cabeza… tanto que tan pronto le colgué, ya estaba extrañándola de nuevo, queriéndola cerca, exigiéndome irme, dejarlo todo, acosándome con la imperiosa necesidad de coger un bus y llegar a Moñitos a buscarla, a besarla y abrazarla para calmar ese dolor que daba su ausencia, su lejanía irremediable.

Después de esa mañana presa de suspiros entrecortados, me reuní con mi familia y emprendimos el acostumbrado viaje a Llano Grande donde se reúne siempre la familia de mi mamá a despedir el año viejo con otra intensa parranda hasta la alborada del primero de enero. Traté de integrarme a la verbena familiar pero por más que trataba mi cabeza aún permanecía esclavizada a la idea de tenerla cerca. La pude haber llamado una y mil veces, tanto como se me atravesó en el pensamiento, pero no lo hice porque sentía que cualquier jugada que iniciara yo, sólo iba a perjudicarme, a hacerme perder en el juego de tira y afloje que yo sin querer iba ganando con mi renovada indiferencia de chico malo malaclase. Así es la vida. Y así ese enredo de pensamientos que algunos osan llamar amor.

Férreo en mi propósito no marqué una tecla, me negué aunque me muriera de las ganas y logré mi cometido. Después de que el reloj marcara las 12, luego de los abrazos de buenos propósitos para el año venidero, de agüeros esperanzados, de ver a los tíos llorando a moco tendido por los que se fueron y no volverán, por los que nunca queremos que se vayan, por los que están y los que se han ido, luego de eso, el celular sonó. Era un mensaje de ella. Esperanzado en encontrar un señal de amor que marcara el rumbo de un año promisorio en esas lides, me encontré con un infausto mensaje: “Me HACEN mucha falta… LOS quiero mucho”.

Y entonces comprendí con la canción, que canté hasta la inconsciencia y el despecho embriagado: Que yo tampoco podía olvidar al año viejo, pero por motivos completamente opuestos a la canción… Tan opuestos que a mediados de Enero, la volví a ver cuando regresó color canela de la costa, más bella, indómita e inalcanzable de lo que pude siquiera imaginar. Tan opuesta a la canción, que me dijo que se iba a Bogotá a hacer su práctica universitaria, en una editorial capitalina… y de premio de consolación sólo me dejó un CD con la música que a ella le gustaba; una petición vaga de que sacara tiempo y le hiciera la visita por allá; un silencio tenso y atrayente mirándonos a los ojos, el propósito incumplido de hacer algo por nosotros, por cada uno en la lejanía por supuesto, una pregunta no hecha, y un beso pendiente que jamás me atreví a darle.

A su regreso seis meses después, NOS llamó a C y a mi para reencontrarnos. Nos advirtió que ya no bebía porque le estaba haciendo mucho daño. Aquella dipsómana encantadora había dejado aquel elixir. Y como si no fuera suficiente tal desengaño, nos presentó a su novio.

Este era un adolescente moreno y con un chillón acento rolo, de cabello revuelto e indumentaria de chico grounge con saquito de abuela deshilachado y tenis pisahuevos rotos. Un muchacho más joven que ella, díscolo, con ademanes imprevisibles y estallidos espontáneos de una risa autista que sólo él entendía, estimulaba. Hay que abonarle que trató de hacerse al ambiente cuando salió con nosotros… intenciones que desvaneció cuando la marihuana local le acosó el hambre. Entonces le dijo a la Ninfa, mientras se le hacía agua la boca recordando una suculenta hamburguesa capitalina: “Vamos a tu casa y nos preparamos unos perritos bien cargados”.

Sin ganas de irse, la ninfa terminó por aceptar a regañadientes la petición, para complacer al dueño de su corazón, no sin pelear con él por su apresurada insistencia que no la tenía para nada en consideración.

Antes de irse, mientras su novio alucinaba con viandas exquisitas y deliraba por el sabor de excesiva comida chatarra, ella me había confesado, queda, como quien cuenta un secreto en medio de una reunión:

“Se acuerda lo que me dijo de Bola de Cebo… en Bogotá me hicieron sentir así… Entonces conocí a Juan Diego…”, -así se llamaba aquel muchacho hambriento-… y tal parece que sus palabras atinaron en todo como una maldición.”

Cuando la vimos marcharse, J soltó la carcajada y procedimos a hacer los comentarios sangrones sobre el mal gusto de aquella ninfa… tan esquiva y repelente que era y mire con la joyita que resultó… Siquiera a mi ya no me gusta, se me salió gracias a Dios… Si, perdió el encanto… nada como una mujer que le guste el aguardiente como a uno, que trasnoche y no se sienta…

Entonces C me dice para cerrar el capítulo:…¿Se acuerda de esa vez que le hablé a ella seriamente?... pues esa vez le pregunté: ¿por qué era tan esquiva ante tanta manifestación de cariño que todo el mundo le prodigaba? Y me contestó altanera como es ella: “Es que yo soy la que escojo”.

Y nos fuimos riendo camino abajo entre aquellas urbanizaciones, diciéndonos todos socarrones: Ojalá uno pudiera escoger a quien amar… Pero lo cierto es que mal gusto si tiene ese niña… Una equivocación la puede cometer cualquiera... Sabés qué, le dije a C, estos días me volví a encontrar con la exnovia, está lo mas de linda y quedamos en salir...¿Será que la vuelvo a llamar?


Post-data: Esta confesión se escribió de un solo tirón, con escritura automática, en la noche del lunes 26 de enero de 2009. Ahora la recuerdo escuchando Influencia de Charly García.