domingo, 21 de febrero de 2010

TOTO (FINAL)


Entonces Toto levantó la navaja, me cogió de un brazo, yo cerré los ojos con ganas de llorar todos los llantos del mundo, y esperé el chuzón… hasta que escuché la voz de Macana, que desde el frente le gritaba, como un reproche: “¡Toto!”…

Lo demás no lo recuerdo bien. No vi que pasó en aquellos cortos y eternos instantes entre Macana y Toto. Me perdí la mirada de furia e indignación de Macana, su desengaño. No vi la reacción de Toto, al que sólo le escuché: “¡Metete en lo tuyo, Macana!”… solo sentí el estrujón que me tiró al piso y escuché como los pasos de Toto se alejaban entre la hierba.

Después, oí a Macana que me decía: “Ya puede abrí los ojos, muchacho… recoja loh hapatos y váyase pa su casa… y que esto le sirva pa que no esté ahí solo dando papaya… que el palo no está pa cuchara”… Le di las gracias y le dije que en el parque habían dejado a dos muchachos del INEM en pelota… Macana me repitió que me fuera, le dio un pitazo al tabaco y me dijo que no preocupara que él iba a ver… “como pinta ese jaleo”. Y salió con los pies descalzos y el paso lento, envuelto en su propio humo.

Cuando llegué a mi casa, ya eran como las 6 de la tarde. Estaba tan tembloroso y tan pálido por el susto, que mi mamá no tardó en preguntarme qué me pasaba. Yo que me había prometido mantener la calma y dejar todo sepultado en el silencio, para evitarme la pela por haber sacado el reloj sin permiso, la miré y estallé en llanto. Entre chorros de lágrimas le conté que Toto me había atracado y que por poco me chuza.

Mi mamá comenzó a revisarme de arriba para abajo, asustada buscando alguna herida, y muy brava mientras me daba palmadas por desobediente. Horas después, yo seguía llorando más por el susto que por los golpes cuando llegó mi papá.

Al conocer la historia por boca de mi mamá, a mi papá se le salió el cantinero que llevaba adentro, y salió furioso a ajustar cuentas con Toto, a la casa de Dona Rita, entre las súplicas de mi mamá que le decía: “deje así”, mientras le pedía encarecidamente no agravar más el problema.

Mi papá regresó al cabo de media hora. Mi mamá le sirvió la comida y de una le preguntó que había hecho. Pero papá le dijo que no quería hablar de eso ahora para no dañarse la comida y comió en el más absoluto silencio. Yo quería preguntarle que había pasado, cómo había enfrentado a Toto, quería saber si había podido recuperar mi reloj, pero antes de que pudiera preguntarle algo, acalló toda mis dudas cuando me dijo: Mañana hablamos. Y se fue para la tienda de la esquina a tomarse unos tragos que le despejaran la cabeza.

Esa noche no pude dormir a causa del miedo y la excitación palpitando en mis venas. Cuando las luces estaban apagadas, y mis hermanos dormían, escuché entrar a mi papá a la casa. Luego escuché como se quitaba la ropa, justo al lado de nuestra pieza, donde yo los podía escuchar nítidamente. Tan pronto como sonaron los resortes del colchón por el cuerpo gordo de mi papá, mi mamá despertó y le sacó información al viejo, por donde era.

- Augusto, que cosa con vos, hasta en los peores momentos de tus hijos encontrás una excusa para irte a beber con esos borrachos de la esquina… Pero hoy no te voy a echar cantaleta, porque si no me quisiste contar y te fuiste con todo ese misterio es porque algo pasó… que pasó, contame.

- Yo te cuento pero no le podés contar a nadie.

- Vos es que crees que yo soy como esas viejas desocupadas de por aquí que no tienen nada que hacer mejor que andar inventando chismes…- le replicó mi mamá, molesta.

- Bueno, si te vas a poner así no te cuento, le dijo Augusto.

- Ah bueno, no me contés, pero entonces las perdés todas conmigo…

- ¡Ah que pereza… con vos no se puede hablar!… (Y hubo un silencio)

- A ver pues, contame… no me dejés con la intriga.- le pidió mamá, más condescendiente.

- Pues nada… que yo llegué a la casa de Doña Rita para contarle la situación. La tienda estaba cerrada y casi no me abre. Cuando me iba a ir, salió en levantadora.

- Cosa rara en ella- dijo mi mamá…

- El asunto fue que cuando yo le voy a contar lo que su adorado nieto hizo, ella ni me dejó hablar. Me dijo que ya Macana había ido y le había contado todo para tratar de enderezar a ese muchacho. ¿Y entonces qué vamos a hacer?, le pregunté yo… Y ella me dijo que lo acompañara al fondo de la casa. Yo la seguí y llegamos a un cuarto. Cuando me abrió la puerta, vi a ese Toto, con la cara hinchada de golpes y amarrado a la cama con una soga. Temblaba, y con la respiración toda agitada me dijo: “Qué querés calvo hijueputa… vos también venís a pegarme, hacele perro, hacele, pero no vas a oler el reloj de ese malparidito hijo tuyo nunca”. Doña Rita, cerró la puerta y el muy hijueputa comenzó a insultarla, diciéndole hasta de que se iba a morir. Estaba como loco… Hasta me dio pesar.

- ¿Y que fue lo que le pasó?…- preguntó mi mamá acelerada…

- Al salir de la pieza, me encontré con ese Camilito, el otro nieto de la doña, que llegaba de lavarse las manos en el patio, con la camisa salpicada de sangre. Me pidió disculpas por lo que había hecho su primo y por boca de él me enteré que el Toto ese estaba llevado del vicio. Desde hacía rato venía soplando bazuco… empeñó cosas de la abuela, hasta robarle la plata del surtido de la tienda y cuando lo pillaron, se hizo el güevón. Empezó a traer zapatos a la casa, robados porque eran talla de niños. “Yo no le dije nada, porque me dijo que dizque estaba vendiendo zapatos y yo le creí”, me dijo Doña Rita, que me juró por todos los santos que ella no sabía nada de los robos, porque ni Camilo ni Toto le cuentan nada y cómo se la pasa metida en la tienda todo el santo día, qué iba a saber que pasa afuera.

- Eso dice ella para hacerse la boba- replicó mi mamá- porque a mi me consta que tiene una lengüita…

- Pero suponiendo que le contaron, qué se iba a acordar con la edad que tiene esa señora… - dijo papá

- Pero… ¿quién le pegó?… - arremetió mi mamá, intrigada.

- Quien iba a ser… el Camilo ese… Había acabado de llegar de estar perdido y se encuentra que en la casa está Macana soltándole todo el rollo. Entonces como que se fue a buscarlo, lo encontró en Barrio Antioquia soplando, lo trajo del pelo, lo encerró en la pieza y lo cascó dizque “porque él no podía soportar que fuera bazuquero y para acabar de ajustar ladrón”… Mirá quien lo dice. Entonces me aclaró que lo amarró porque lo iba a desintoxicar a las buenas o las malas, ya que siempre que le habían llevado a esos centros de rehabilitación se gastaron un furgo de plata, pero a la semana se volaba y volvía peor.

- ¡Ay que pesar…!- exclamó mi mamá, conmovida y sincera.

- ¡No cierto!... Pero más pesar me dio de Doña Rita. Con lágrimas en los ojos, me pidió el favor de que no le contara a nadie para no dañarle la vida a ese pobre muchacho en el barrio. “Mire que desde que se le murieron los papás él solo me tiene a mi y yo sólo lo tengo a él y a Camilito… y le juro que yo me muero don Augusto si él se me va por ahí en malos pasos y no vuelvo a saber de él”. Por eso me fui a pensar… Y con todos los problemas que ya tiene esa pobre señora con ese par, yo creo que es mejor dejar las cosas así para no terminar matándola es a ella.

- Eso si es verdad, mijo- dijo mi mamá.

- Así que Martha por el amor de Dios, aquí no pasó nada, mañana le decimos a Francisco que no vaya a abrir la geta y no le vamos a contar a nadie…

- Ni de fundas…- dijo mi mamá, cómplice y comprensiva, y comentó-… Y yo que pensaba que vos con tragos no pensabas… Hasta me hacés sentir orgullosa del marido que me conseguí.

- No vas a empezar…

Y no empezó… escuché como mi mamá le daba un pico a mi papá y se durmieron.

A la mañana siguiente, en el desayuno, mi mamá me hizo prometerle por la vida de ella, no le iba a contar nada a nadie. Que si me preguntaban donde estaba el reloj iba a decir que se me había perdido o que se había dañado cuando lo mojé. Me advirtió que si ella se llegaba a enterar que abría la boca, me daba una muenda de Dios y señor mío que no se me iba a borrar y me iba a castigar encerrado sin televisión meses, muchos meses. Como yo ya sabía todo, le pregunté si al menos me podían dar otro reloj. Pero mi mamá, para sepultar cualquier reclamo, sentenció que ni riesgos, que ella no iba a dejar que me arrancaran una mano por robarme otra vez. Y remató diciéndome que me fuera olvidando de pedirle una bicicleta al niño Dios, ya que: “esas cosas no traían sino raspones, dientes y huesos quebrados y, lo peor, coge “malos vicios”, rodando por ahí sin ton ni son”.

Obedecí y cumplí al pié de la letra mi promesa. Cuando estaba con mis amigos me mordí la lengua para no confesar nada a nadie, ni en secreto. Ni siquiera semanas después desmentí a Federico cuando alardeó con una mentira que nos contó. Dijo que el día que el misterioso ladrón le había robado la ropa a los bachilleres del INEM, él estaba gateándolos. Que fue él quien le aviso a Macana y lo acompañó a auxiliar a la pareja de “enamorados”. Para colmos dijo que cuando la pareja vio a esa mole oscura, descalzo, soltando chorros de humo de su tabaco frente a ellos, pensaron que era un “loco” y salieron disparados en pelota, asustados y corriendo despavoridos. Eso si fue verdad, y a los muchachos en cueros los terminó por coger la policía cerca del supermercado Éxito. Pero también es verdad que Federico nunca estuvo allí.

En cuanto a Toto, pasó varias semanas encerrado mientras Camilito lo desintoxicaba… para que la gente del barrio no escucharan los gritos e insultos de ansiedad, y las rabietas que le ocasionaban el síndrome de abstinencia, Camilito lo amordazó y le insonorizó la pieza con cajas de huevo y espumas… hasta doña Rita cerraba la tienda más temprano.

Con lo colgado que estaba Toto, antes fue un milagro que saliera al mes, con un tembleque en sus manos y pálido como una pared. Alertadas por algunos gritos nocturnos, lo único que pudieron averiguar las viejas chismosas era que Toto se estaba desintoxicando, pero no lo asociaron con los robos. Tan pronto como salió a la calle, la gente le demostró su apoyo y comprensión. Hasta las peladas de la barra le volvieron a dirigir la palabra. Pero Toto no tardó en volver a las andadas y la embarró del todo, semanas después.

Todo trabado le robó el reloj calculadora a José David. Como vaca ladrona no olvida portillo, fue en el mismo Parque de los Enamorados, a pleno sol, de frente y con una lata oxidada. Pero esta vez doña Nazareth, la abuela de José David, ofendida, no dudó en regar la noticia de inmediato de puerta en puerta, mientras que Jose David hacía lo suyo con los niños y muchachos de la cuadra.

Total, de la noche a la mañana Toto se tuvo que perder del barrio porque todos querían ajustar cuentas pendientes. A Doña Rita nadie le volvió a comprar por “vieja alcahueta” y Camilito comenzó a negarlo, cual Pedro traidor; al punto que llegó a parecer que nunca hubiera tenido un primo hermano.

Meses después volvimos a ver Toto. Hasta entonces la gente contaba que lo habían visto rondando por el Parque Astorga, tirando vicio. Al principio, cuando alguien lo reconocía, él salía corriendo, pero se fue demacrando tanto y lo llegó a estar tan colgado, que después se le acercaba desesperado a la gente del barrio y les pedía plata para comer. Nadie le daba porque sabían que era para alimentar su vicio. Por fortuna cuando nosotros lo vimos no había modo de que se nos viniera encima. Veníamos de jugar un partido de fútbol en los Guayabales de las Vegas. Cuando subimos por la Calle 10 A hacia Manila, lo vimos al lado de la canalización de la quebrada, acompañado de Clavo, un jíbaro del sector. El Clavo estaba sentado en la misma Mongoose plateada que alguna vez fue de Toto, pero ahora era la cicla del Clavo y estaba carcomida por el óxido.

Al vernos, Clavo le entregó un par de papeletas de vicio a Toto y se abrió del lugar. Por su parte, cuando José David vio a Toto, se sacó su clavo. Comenzó a azuzar a los 15 que lo acompañábamos: “Miren, ahí está esa chucha… vamos a encenderlo”… Todos se aprovisionaron de rocas y empezaron a tirárselas desde el otro lado de la calle, sin miedo, con rabia y resentimiento, como si fuera un “Loco”.

“Fuera ladrón”, “Perdete Bazuquero”, “Abrite gusano”, eran las frases que le gritaron todos menos yo, porque me afloró un miedo que tenía guardado y me quedé paralizado. Al comienzo Toto tomó un par de rocas, pero le quedaban tan pocas fuerzas que ninguna alcanzó a pasar la canalización. Ante la inclemente lluvia de piedras, terminó por refugiarse descalabrado, con sangre chorreando de su cabeza, en un tubo donde salían aguas negras, hasta perderse en la oscuridad. Si la primera vez lo ví como un angelito, ahora parecía más bien un demonio regresando a los confines del averno.

Al subir a casa, Federico se atribuyó, orgulloso, el haberle asestado a Toto su rocazo, aunque fue el niño del que no me acuerdo el nombre el que acertó con su puntería.

Ya en el Frito, resguardados en la seguirdad de nuestro terruño, mientras todos se sentían envalentonados por su heroíca acción, por desterrar a “aquella lacra viciosa”, a “ese bazuquero ladrón”, a ese “loco”, como ya le decían, yo solo pude ver a Doña Rita en la ventana de su tienda y me partió el corazón. Atisbaba hacia arriba de la calle 9, como esperando que Toto bajara en cicla haciendo el “angelito”, para gritarle: “Toto, Toto, mirá que te vas a matar”.


Post data:

Toto murió meses después. Algunos dicen que fue encontrado en una cueva de vicio de Guayaquil y otros dicen que murió en Barrio Antioquia, ajusticiado por un jíbaro al que le debía esta vida y la otra.

Al enterarse de la noticia, mi mamá concluyó, en tono de mamá: “Al que a yerro mata, a yerro muere”.

También dicen que cuando le contaron a Camilito Rúa que a Toto lo habían matado, volvió a negarlo y prohibió que se le tocara más ese tema o iban a tener problemas. Con esa advertencia hasta las viejas chismosas guardaron silencio y nadie le dijo nada a Doña Rita para no matarla de pena moral. Le hicieron creer que lo habían visto en Pereira cogiendo juicio, que a lo mejor un día de estos volvía y le daba la sorpresita… y con esa ilusión se murió la vieja años después. Al saber su muerte, como nadie del Frito quiso acordarse de él. Fue sepultado sin “angelitos” como un N.N. en el Cementerio Universal, en una fosa común, que ni siquiera llevaba inscrito el nombre que todos ya botaron, como basura, en el olvido: Toto.


Fin.

TOTO (3)

De inmediato el barrio dio inicio a la cacería del misterioso ladrón. Camilito Rúa ofreció a los cuidadores de carros y celadores del sector una jugosa recompensa por quien suministrara información. Los muchachos y peladas de la cuadra formaron brigadas nocturnas para pillar personajes sospechosos en los sitios más oscuros. Y durante el día, Toto hacía recorridos en cicla a barrios aledaños, para identificar posibles maleantes en cicla.

Mientras tanto, el ambiente de desconfianza creció a tal punto que los padres de familia se volvieron herméticos ante la presencia de cualquier forastero en la cuadra. Se negaban a abrir la puerta a vendedores ambulantes; cortaron las limosnas a pordioseros y señoras itinerantes que cambiaban ropa usada por loza, echaban a los gamines vertiéndoles agua caliente desde los balcones; a los niños, nos compraron juegos de mesa y nos enclaustraron cuando queríamos salir a jugar. Finalmente acordaron un toque de queda a partir de las 8 de la noche para los menores de 14 años, como medida preventiva.

Pronto, el rechazo a los foráneos se nos contagió a los niños, quienes, siguiendo el ejemplo de los mayores, encendíamos a roca a los “Locos” – que es como se les dice a los vagabundos en Medellín- para que se largaran de nuestro territorio y a punta de descalabradas no se atrevieran a volver nunca más.

Las medidas parecieron surtir efecto, ya que por esos días no le robaron a nadie. ¡Y a quién le iban a robar!... si ya no había gente en la calle; los maridos borrachos, que se tomaban sus traguitos diarios en la tienda de la esquina se compraban mejor la media de aguardiente para tomársela a buen resguardo en su casa; los niños ya ni salíamos y los muchachos y las peladas se mantenían en manada, armados de bates, correas y cadenas, ansiosos de asestarle una buena tunda a quien osara insinuar un atraco.

Así la situación se fue relajando y todo retornó a la misma calma y seguridad habituales. Sin embargo, en los días previos a que se levantara el toque de queda para los niños, se seguían haciendo rondas preventivas, cada vez con menor frecuencia.

El primero en desistir fue Toto. Ya ni se veía por el barrio haciendo piques, saltando andenes y avanzando en la llanta trasera de su cicla. Pronto sus arriesgados “angelitos” desaparecieron de la calles en bajada. Quizás fue el hecho de que Toto se convirtiera en un vigilante más, y que por eso nadie le reprochara sus intrépidas maniobras, lo causó finalmente que perdiera su entusiasmo antagonista. Lo cierto es que a Toto nadie le volvió a ver el polvero.

Y es que Toto siempre fue un tipo más bien extraño. Durante sus rondas sólo le daba su parte a Camilito Rúa. Ni siquiera el objetivo común de encontrar al ladrón lo integró a los muchachos del barrio. Nunca le interesó juntarse con esos “salseros y merengones de garaje”, como él decía; y las peladas daban fe de que fue el único de la barra que no practicó con ellas “el dulce caramelo de sus besos”, en las fiestas de baladas americanas con bombillo apagado.

A Toto lo único que siempre le gustó fueron las camisas de Airon Maiden, con calaveras dibujadas, el metal pesado de Slayer a todo taco en su walkman, y andar solo en su bendita cicla, autista y desorientado. El clásico ejemplo del muchacho asocial y outsider. El Psycho-ciclista, le decía Mincho Loaiza a modo de burla.

¿Pero si Toto se mantenía solo, a donde iba?, ¿Y con quién se hacía?... Las malas lenguas del barrio, que nunca faltan, decían haberlo visto mal parado con metaleros y punketos podridos del Guanábano, en el Centro; tomando tapetusa y alelí, chupando sacol y tirando esas pepas que todo el mundo llamaba Roches y Robinoles. Otros, decían que se mantenía con un combito de jíbaros de Barrio Antioquia y se la pasaba fumando hierba y metiendo perico por las mangas del zoológico. Ambas versiones coincidían en que se perdía por temporadas, regresaba demacrado, chupado y embalado, y se guardaba en la casa reponiéndose unas cuantas semanas hasta que volvía a perderse.

De otro lado, mientras Toto estaba perdido, el barrio parecía volver a su agitación habitual; los maridos borrachos a sus cantinas, los muchachos a sus bailes, las peladas a los besos, los niños a la calle y las madres a sus puertas y cotorreos. En medio de la confianza recuperada, escuchábamos como se comentaba que el ladrón se había trasteado de barrio. “Ahora están robando que da miedo en Patio Bonito, en Provenza, por Oviedo, y la zona industrial de Barrio Colombia no tiene arrimadero de noche”, decía las lenguas viperinas más procaces.

Algunos de los muchachos, charlaban especulando que la desaparición de Toto, coincidía con los robos en los barrios aledaños y los demás reían, con la arrogancia de creer que un ladrón acechando a nuestro barrio, era ya historia patria.

Los niños en cambio, reunidos en una esquina después de picado de fútbol callejero, sudorosos y agitados, nos dividíamos entre los que creían que Toto estaba tan metido en ritos satánico que robar para él era un juego de niños sin importancia, y los que pensábamos que se marchaba en su cicla para practicar nuevos y asombrosos trucos que dejarían boquiabiertos a los del barrio en su regreso triunfal. Algunos incluso se atrevían a sugerir que estaba preparando un record guiness de “Angelito”. Pero todos nos quedamos mudos cuando lo vimos regresar una noche sin la cicla, y nos dijo, todo mala clase. “Me la robaron”.

Ni Camilito Rúa, con sus amistades del bajo mundo, ni sus incursiones a Barrio Antioquia en camioneta de vidrios polarizados, pudieron dar con el paradero de la cicla robada. Mientras que Toto se veía día a día más demacrado, ojeroso y pálido. Salía como a las 10 de la mañana, como nunca: a pie, y volvía tarde en la noche, zigzagueando, tan llevado que no podía atinar las llaves en la cerradura. Durante un par de semanas se volvió costumbre que terminara dormido en la puerta de la casa, hasta que Doña Rita le abría y lo entraba fundido. Estaba destrozado por dentro y se le veía en la mirada turbia y perdida, en la cara huesuda y en esas ojeras de no poder conciliar el sueño nunca más. Sin su cicla, Toto era un animal incompleto, como un rinoceronte sin cuerno, como una elefante sin colmillos, como un centauro mutilado de sus dos patas traseras, como un ángel de alas rotas.

Al verlo tan alicaído Camilito Rúa le prometió que le iba a mandar a traer de la USA otra bicicleta Mongoose, igualita, ¡cuál igualita!, mejor. Con más gallos, con tenedor de carbono y amortiguadores, con frenos de disco, cuadro de silicio, que es el mismo material de las naves de la Nasa, que nada lo quiebra, con sillín aerodinámico y más plateada que la otra. Y se la había dar en una nada, tan pronto como coronara un negocio que ya estaba en vuelo.

Pero el negocio se le cayó, o lo cogieron, o lo sapiaron, el caso es que Camilito se tuvo que perder en un abrir y cerrar de ojos. Hasta los perros del DOC (Seguridad y Control) le allanaron la casa y se la dejaron patas arriba a la pobre Doña Rita.

Para mitigar el dolor de Toto, que deambulaba por ahí como un cadáver viviente, las peladas de la cuadra reunieron a la barra y organizaron un baile sorpresa con la gente de las Lomas y Manila, pro fondos para la cicla de Toto. Recaudaron la plata suficiente para comprar una cicla nacional nueva, tipo Láramo, o una de segunda de la USA. Le entregaron el billete contante y sonante, con la correspondiente repulsa de orgullo de él… Pero la sorpresa mayor se la llevaron ellas cuando pasaron los días y Toto nada que aparecía con la cicla. Cuando por fin lo arrinconaron y le pidieron que rindiera cuentas de la plata o de la cicla, el man, hosco y alzado, les contestó: “Me la robaron también”… ¡Qué va, se la sopló toda!, era lo que decían las peladas ofendidas. Y desde entonces le negaron hasta la mirada.

Pero aún en las peores desgracias y en los más terribles desengaños el show de la vida debe continuar. Días más tarde, cuando la cicla de Toto pasó a un segundo plano, yo tenía día libre en la escuela. Salí, con mi reloj en forma de robot, -a escondidas de mi mamá- a buscar amigos, pero todos estaban estudiando. Solo, jugando con el reloj ahora como avión de guerra; esquivando asteroides imaginarios entre los postes, en las rejas de las casas y entre la gente, erré por las calles sin destino para gastar la tarde.

Cansado de aburrirme solo, me acordé de las historias referidas por José David de las parejas de bachilleres del INEM, que iban justo a esas horas al parquecito del amor para comerse entre los matorrales. Pese a las advertencias de mi mamá de que el parque Astorga era aún zona roja, vetada para mi por la asidua presencia de viciosos, gamines y ladrones, se me despertó la curiosidad y me fui cual gato desobediente.

Tan pronto como vi una parejita chupando piña (dándose acalorados picos), ardiendo en deseo mientras se manoseaban, me monté en un árbol para gatearlos con más serenidad y evitar ser descubierto. La pareja se internó entre los matorrales más altos. Llegaron a un improvisado camastro hecho con cajas de cartón, sobre la yerba aplastada. Justo cuando se estaban empelotando y yo comenzaba a sentir una prístina erección, apareció un muchacho peli indio, que desde mi ubicación me daba la espalda. El tipo les peló una navaja patecabra. Los hizo arrinconarse mientras empacaba la ropa y los zapatos en las maletas. Al voltear, lo pude ver con más claridad y quedé atónito: Era Toto.

Me moví del susto y se quebró una rama. Toto levantó la cabeza y me vio con sus ojos rapaces, mientras la pareja gritaba que fuera a llamar a la policía. Toto y yo chocamos las miradas, me reconoció y me dijo: “Vean a este mariconcito dizque gateando… quedate ahí, quedate ahí”… y emprendió la subida por el barranco de matorrales hacia el árbol del que yo empecé a bajarme como alma que lleva el diablo.

Corrí con todas mis fuerzas, y como sentía que ya tenía a Toto encima, traté de acortar camino por la manga de Los Mesa. Me escondí detrás de una vaca que estaba echada, mientras Toto separaba la hierba alta con sus manos y me gritaba: “Fresco pelado, salga que no le voy a hacer nada… Tranquilo, que ahí partimos los dos”. Yo aproveché que el se había ido hacia la parte más tupida de maleza y corrí hacia el muro que lindaba con el palo de Caucho, al que ya había trepado tantas veces, que dominaba con memoria de primate.

Que no me vea, que no me vea, pensé mientras coronaba el árbol… No me vio, no me vio, me decía cuando emprendí la carrera hacia mi casa. Pero Toto si me vio, me cerró el paso en el alambrado de púas, a la entrada de aquel lote. Me apretó la garganta y me dijo: “Conque muy mironcito gran malparido… ahora vas a ver,- sacó la navaja…- a ver el reloj y los pisos ya”.

Muerto del susto, le entregué el reloj y le dije: “…pero Toto, mirá que los zapatos son pisahuevos de los baratos”… Pero sus oídos estaban cerrados, sus ojos estaban ciegos de ira, perdidos en el horizonte turbio de la locura, rodeados por oscuras ojeras, su cara estaba chupada y huesuda, su piel seca y manchada, marchita, sus dientes amarillos y desastillados, algunos quebrados por las caídas en la cicla y otros malpegados con pegaloca, donde se veía la línea verde del quiebre, con un tufo pestilente a banano podrido. Y sobretodo estaba tan sudoroso, tan tembloroso, que mejor me fui quitando los zapatos con el cuidado de quien coge una olla de agua hirviendo, no fuera a ser que en un movimiento brusco me clavara el puñal que punzaba mi estómago.

Cuando le di los zapatos, me dijo: “Y ahora vas a ver lo que te va a pasar si abrís la boca, sapito”… “No Toto, yo no le voy a decir nada a nadie”… fue lo único que alcancé a decir. “Claro que no le vas a decir a nadie”…


Continuará...


viernes, 19 de febrero de 2010

TOTO (2)


Días más tarde, acompañé a mi papá hacer unas vueltas en el centro, y quedé flechado por un reloj que vi en un Sanandresito del Hueco. Yo que, a mi escasa edad no sabía leer las manecillas del reloj, le insistí a mi padre que por lo que más quisiera me diera ese regalo. "Usted está muy chiquito y no necesita saber la hora... un reloj es para gente que tiene la obligación de trabajar y sabe que el tiempo es oro", me dijo mi papá para que yo desistiera. Pero no pasó media hora para que mi papá, harto de mi, terminara por comprármelo. No sin una advertencia: “Bueno, este es su regalo de cumpleaños y no me pida nada más”. Era abril y yo cumplo años en octubre pero no me importó pasar en limpio el resto del año.

Cuando llegué a la casa no vi la hora de salir a mostrarle a mis amigos mi nueva adquisición. Todos me hicieron corrillo para ver aquel reloj “electrónico” de dos botones; pulsando uno daba la fecha y el otro iniciaba el cronómetro. Pero lo más admirado era su forma: era un avión de combate plateado, con misiles en sus alas; la hora estaba en la cabina, y lo mejor, es que se desprendía a presión para que uno pudiera transformarlo en un robot. Mi nueva posesión no tardó en despertar la envidia de todos y no faltó quien me ofreciera cambiarlo por su miniatari. Pero yo estaba tan orgulloso de tener un artículo original por primera vez en mi vida - pues todo lo que mi papá nos daba era chiviado, pirata y hechizo- que desistí esta y otras tentadoras propuestas.

Desde entonces yo andaba ostentando mi reloj para arriba y para abajo. Pero la dicha me duro poco. En el barrio comenzó a correr el rumor de que estaban robando por el Parque Astorga, más conocido como el Parque de los Enamorados, porque allí las parejas de bachillerato del INEM iban a ahorrarse la plata de un motel entre los matorrales.

Por esos días, Medellín era un hervidero de ladrones; en el centro era cotidiano ver a cualquier parroquiano correr tras un ladrón gritando “¡Cójanlo!”; a señoras impotentes viendo como un gamín en cicla les jalaba sus cadenas de oro golfi, de plata y de fantasía, y varias veces había escuchado a mi papá, que trabajaba en una cantina de Guayaquil, contar aquel tétrico relato de aquellos ladrones que robaban anillos de oro, con dedo incluido.

Aunque El Poblado todavía se consideraba un barrio sano, ya circulaban noticias de que estaban robando los pisos, como le decían a los tenis de marca de la USA. Los Nike, los Reebook y los L.A. Gear, eran los más apetecidos por los cacos. Y fue Ofo (Oscar Adolfo) el primero en dar testimonio de que era cierto y de que el hampa ya rondaba nuestro barrio.

Mientras jugábamos a los policías y ladrones cerca de la canalización de Patio Bonito, Ofo, que jugaba de Policía, se escondió entre unos guadales cuando le apareció por la espalda un ladrón de verdad. Lo apercuelló con una navaja patecabra, le exigió que se quitara los tenis y le advirtió que si miraba para atrás, se devolvía y lo chuzaba. Durante el robo, Ofo se orinó en los pantalones y después se quedó como una estatua durante 15 minutos hasta que llegó su hermano Federico (que jugaba en el bando de los ladrones) para rematarlo con dos tiros invisibles de su pistola de plástico. El juego se terminó y de regreso a casa, los demás nos fuimos acompañando a Ofo en medias y oliendo a berrinche.

La noticia corrió entre las madres de la cuadra con la velocidad de los chismes y no tardaron las prohibiciones para jugar en ciertas zonas alejadas. Y sin embargo, también Federico, Esteban y otro niño del que no me acuerdo el nombre, quedaron sin tenis, víctimas del misterioso ladrón. Con todos se las ingenió para cogerlos de quietos e impedir que lo identificaran en su escape.

Con los padres alarmados y los policías de verdad más asustados que nosotros, ya que por ese tiempo Pablo Escobar estaba ofreciendo 2 millones de pesos por sus cabezas, la única pista, que aportó Federico, era que el ladrón andaba en bicicleta.

Como los niños estábamos "marcando calavera", mi mamá y mi papá tomaron dos medidas drásticas. Primera: No comprarnos zapatos de la USA, así berrearamos y patalearamos, y segunda; reunirse con los demás padres para acabar con el ambiente de zozobra que reinaba en la cuadra. Pero los padres no se mantenían en el barrio por sus obligaciones y trabajos, así que le pidieron a los muchachos más grandes del barrio su colaboración en la búsqueda y captura del ladrón.

Los jóvenes más creciditos de Los Loaiza, Los Tamayos, Los Escobares y Los Jaramillos, que era la barrita de la cuadra; muchachos de bien, jugadores callejeros de fútbol, bailadores de salsa e inofensivos tomadores de un bagazo de vino llamado tres patadas, se ofrecieron con gusto a emprender la pesquisa; también Sara, Catalina, Astrid, y las demás peladas de la cuadra se ofrecieron para peinar el barrio... con decir que hasta Camilito Rúa, al que Padres e hijos temían por su fama de pendenciero, y al que todos trataban de lejitos por sus negocios turbios como lavaperros de narcos, se unió a la causa y convidó a la cacería a su primo Toto. Y eso que Toto siempre fue muy casa-sola y no la iba con los demás muchachos de la cuadra.

Aunque mi mamá me tenía “terminantemente prohibido" volver a salir de la casa con el reloj, yo pensé que con lo malo que era Camilito Rúa y toda la gente del barrio con los mirada aguzada viendo movimientos sospechosos, estaba más que protegido. Incluso imaginaba que Toto se topaba con el ladrón y, ya que el ladrón también andaba en cicla, Toto se iba en su persecución. Lo seguía, como en las películas de acción, por calles estrechas, saltando escaleras, metiéndose por recovecos, sorteando carros, esquivando gente, insultando a unos policías en moto para que lo siguieran, deslizándose en el Pie que forma la canalización, hasta que, luego de un increíble salto de un lado al otro de la quebrada, Toto embala y le corta el paso; lo cierra con un frenón en seco... el bandido termina por derrapar sobre el pavimento y es encanado por los policías que Toto se trajo detrás.

Eso imaginaba yo, en mi cabecita de niño, y por eso metía mi reloj en la maleta a escondidas de mi madre y lo sacaba tan pronto como ponía el pie en la calle… A fin de cuentas, con Toto como “Angelito” de la guarda, qué malo iba a pasar…


Continuará...

martes, 16 de febrero de 2010

TOTO (1)


Hay personas que nadie quiere recordar... como a Toto. Pero Toto Chalarca es de esos truhanes que se resisten al olvido. Así uno se resista.

Y precisamente la primera imagen que tengo de Toto es inolvidable. Empieza con un espectáculo que jamás había visto. Yo tenía 7 años y estaba recién trasteado a la calle 9, más conocida como "el Frito". Sentado en una esquina con mis nuevos amigos, escucho que alguien grita: "Miren ahí viene el ángel de la muerte". Los demás levantan sus cabezas hacia la avenida El Poblado, y es entonces cuando lo veo.

Un tipo flaco y desgarbado como de unos 16 años. Peli-indio. De camiseta negra con una craneo dibujado en el pecho y el bluyin roto en la rodilla. Baja a toda velocidad por la calle, desde la falda del Parque Lleras. Parado en el marco de una bicicleta plateada, marca Mongoose, va con las manos extendidas, como un equilibrista sobre la cuerda floja.

Cruza la avenida, segundos antes de que el semáforo cambie a rojo. Deja atrás los carros que por poco lo atropellan. Pasa zumbando como un mosquito frente a los conductores que lo insultan. “Ese es el angelito… Uffhhh!”, exclaman todos, exitados por el roce de la cicla con un carro que alcanzó a frenar en seco.

Sigue bajando, y cuanto más se acerca parece que aumentara la velocidad. Pero él sigue impávido en su angelito de alas extendidas.

Cruza el parque, y pasa frente a su casa. Allí, doña Rita, su abuela, tiene una pequeña tienda de comestibles viejos, duros y rancios. Al verlo cruzar por la ventana, Doña Rita; vieja blanca y gorda, canosa de pelo embombado, siempre en levantadora y arrastraderas, le grita: “Toto, Toto, mirá que te vas a matar”. Pero su nieto, terco como una mula, no mira hacia atrás.

La cicla pasa por la esquina donde estamos. Una ráfaga de viento nos roza, como la estela de un cometa. Deja atrás la casa de los Loaiza, de Los Tamayo, de los Uruburu y de Los Jaramillo, mientras yo me pregunto cómo es posible que el manubrio de la cicla siga de frente, con el asfalto lleno de baches.

Finalmente, pasa como una bala frente a la última casa de la cuadra. Toto saluda al viejo negro, macizo como una almadana, que se la pasa descalzo, soltando humo de tabaco en su mecedora. "¡Macana!", le grita Toto sin mirarlo, y el negro, que ostenta el mito de haber pegado todos los ladrillos de la iglesia de San José con su cuerpo de orangután, le pela los tres dientes que le quedan, y se ríe de aquel muchacho loco.

Sigue de largo por la manga de Los Mesa donde pastan tres vacas, y deja atrás el árbol de caucho donde jugamos como micos... hasta que Totó se enfrenta al inminente fin... el cierre de la calle en Astorga.

Todos, ya mirando para abajo, pensamos que Toto terminará estampado de bruces y se convertirá en un angelito de verdad. Pero él alcanza a sentarse y frena la cicla. Derrapa justo sobre el antejardín de la casa que lo aguarda como muro de contención y daña unas florecillas rosadas.

El jardinero molesto sale a pincharlo con su tridente para hojas secas mientras Macana aplaude. Toto mueve su cabeza para echarse el pelo hacia atrás, en un ademán pretencioso. Sabiéndose una estrella callejera, una rueda suelta, sube pedaleando su cicla, muy despacio: espera la adulación de los niños, el reproche de los adultos y la cantaleta de su abuela. Sube orgulloso, con el vértigo aún palpitándole en el pecho; con ganas de alargar la eternidad que su arrojo le dio en esta vida mortal.

Desde ese momento, como le pasó a todos cuando lo vieron por primera vez, quise ser como Toto. Y así duré hasta que ese “angelito” me robó mi más preciado regalo de cumpleaños.


Continuará…

lunes, 15 de febrero de 2010

Clasificación de las mujeres (por una niña de 11 años)


-… y como son tus amigas?

- bueno, eso depende
- ¿de qué depende?
- de su clasificación
- como así… ¿y es que cómo se clasifican tus amigas?
- como el reino animal
- ¿y cómo se clasifica el reino animal?
- por grupos… ¿a usted no le enseñaron eso?
- ¿y de que depende que sean de un grupo o de otro…?
- pues de cómo son… no es lo mismo un avispa que una vaca…
- pues no… pero…
- entonces… ¿quiere saber o no?
- pues si, como son tus amigas
- pues están las mandonas, las nada que ver… las buenas para nada y las normales
- esperate, ¿y como son las mandonas?
- pues usted si no sabe es nada mijito…las mandonas son las que mandan… ¿necesita que se lo explique con plastilina o qué?
- ya sé que las mandonas son las que mandan pero. ¿qué hacen…?
- ah, eso depende
- ¿de que depende?
- de lo que hacen
- ¿y que hacen?
- bueno están las mandonas que viven para mandar y las mandonas que mandan para vivir
- ¿y como son las mandonas que viven para mandar?
- como le explico, esas son las que obligan a los demás a que hagan lo que ellas quieren
- ¿y como obligan?
- pues gritando, exigiendo, y hasta pegando
- ¿y qué es lo que estas mandonas quieren que hagan?
- lo que ellas no quieren hacer
- ¿y que pasa con las mandonas que mandan para vivir?
- que no obligan a nadie
- ah no, ¿y entonces como le hacen para mandar?
- pues muy fácil, cuando esta mandona le dice a cualquiera que haga una cosa, y esa persona no hace esa cosa, esta mandona no se enoja ni pelea sino que busca a alguien a que haga lo que ella quiere
- ¿y cual es la diferencia entre la mandona que vive mandando y la que manda para vivir?
- que la que vive mandando todos la odian y sufre mucho porque siempre termina sola y amargada, y como se va quedando sin nadie a quien mandar le toca hacer lo que no quiere
- …y la otra mandona, la que manda para vivir...
- pues esa consigue otro que no se de cuenta de que lo están mandando para que haga lo que ella quiere
- ¿entonces las que obedecen a las que mandan son las nada que ver?
- No. Las nada que ver son amigas de las mandonas, pero no quieren mandar ni quieren ser mandadas… usted no ha visto que en todos los grupos siempre hay una peladita que dice qué hacer y las otras las acompañan, esas que la acompañan son las nada que ver
- si, por eso las nada que ver son las que hacen lo que mandonas quieren.
- no, las nada que ver son las que nada que ver. ¿Es muy difícil de entender o qué?
- no, digo, si. La verdad es que no entiendo
- a ver como le explico. Las nada que ver siempre están para decirle que si a todo lo que la mandona quiere, pero cuando la mandona las manda, ellas tampoco hacen nada. Pero así no hagan nada siempre están al lado de las que mandan, por eso ellas siempre van estar nada que ver
- ¿y si ellas no hacen lo que mandan las mandonas, entonces ¿quien lo hace…las buenas para nada?
- no, las buenas para nada no sirven para nada
- como así…
- pues es que si una mandona manda a una buena para nada a que haga algo, la buena para nada no va a hacer nada bien, osea que no va a terminar haciendo lo que la mandona quiere. Por eso la mandona no se junta con buenas para nada porque si es una mandona que vive para mandar le da más rabia y termina gritándole, y si es una mandona que manda para vivir también le va a dar rabia, pero no le grita, se busca a alguien que lo haga bien
- y entonces… ¿quién es la que hace lo que la mandona pida… las normales?
- No, las normales no saben lo que quieren y por eso no mandan. No son como las nada que ver porque saben lo que no quieren. Pero tampoco son como las buenas para nada porque al menos saben algo.
- pero... ¿entonces quién hace lo que la mandona manda, lo que las nada que ver no quieren hacer, lo que las buenas para nada no pueden hacer y lo que las normas saben que no van a hacer?
- pues tan bobo, quien va a ser… ¡los hombres!

miércoles, 10 de febrero de 2010

Mi pirmer robo. Vol. 3 (Final)


Parecía inevitable que todas mis cosas fueran camino a la desaparición, hasta que un día ví a Estela, que se hacía a mi lado, con un color doblepunta, plata y oro, mordido. Traté de llamar la atención de la profesora Esneda, pero ella, curada en salud, se lavó las manos como Poncio Pilatos, y terminó por advertirme que nada podía reclamar porque mis cosas no estaban marcadas como era debido. “Cualquiera puede morder un lápiz”, concluyó, con un tono de reproche, mientras que Claudia, la otra profe, apoyó a Esneda y le dijo cual Judas: “Muy bien hecho… No vamos a volver a caer en los berrinches de esa mosquita muerta, mire en la que nos metió con esa carita de ternero huérfano”. Entonces me di cuenta que para ellas, yo no era más que el culpable de los robos. Estaba solo. Y si quería recuperar mis cosas me quedaba demostrar con pruebas quién me había robado.

Con las maestras haciéndose las sordas, y con los demás viendo como no le paraban bolas al alumno consentido, no me quedó de otra que hacer justicia por mi cuenta y amenazar a Estela poniendo mi puño en la nariz, tal como lo habían hecho conmigo, así logré que me devolviera mi lápiz doble punta.

Pero esto no impidió que se precipitaran los robos a mi maleta. De pronto, me encontré que no sólo Estela tenía mis lápices mordidos, también Patricia, Jacqueline y Jazmín… Hasta Sara, la mona ojiverde de la que estaba enamorado en silencio. “También tú, Sara”, pensé cual Julio Cesar desengañado antes de morir a manos de su hijo Brutus. Y ni que decir de los de atrás, que se aprovecharon de la situación y se paseaban frente a mi, con mis lápices y tarritos de vinilo. Incluso llegaron al descaro de no “compartirme” mis cosas en los trabajos de clase, amenazándome con el puño en la nariz.

No obstante, el robo se desbocó de tal forma, que no fui el único perjudicado. Hasta Federico José, el rico del salón, el niño mimado, se quejó de que en un mes su papá había tenido que comprarle 4 cajas de colores, y que ya no iba alcahuetear más a los ladrones. ¡Si el de modo decía eso, qué no íbamos a decir los demás!

En un abrir y cerrar de ojos, los útiles de todos comenzaron a escasear, al punto que las profesoras tuvieron que abolir ciertas tareas con colores y pinturas, y limitarse a las planas con lápiz. Así, con nuestra educación de culos y los ánimos encendidos, fueron cada vez más frecuente los enfrentamientos y disputas con mordidas, coscorrones, jalones de pelo, arañazos y otros empellones por un triste sacapuntas, por una simple regla o un mochito de crayón.

En medio de esta batalla campal, la evidente indiferencia de las profesoras, poco a poco permitió que resolviéramos nuestros asuntos con la Ley del Talión. “Lápiz por ojo, diente por regla”. Y no me quedó más opción, que marcar los pocos útiles que me quedaban, tallándolos con un cuchillo que tomé a escondidas en mi casa. Era una medida desesperada pero lo única que prometía salvar mi dignidad, evitarme la pela de mi papá y poner al descubierto al ladrón o a la banda que nos había convertido en mandriles rabiosos.

Sé que parecían patadas de ahogado, pero el sueñuelo dio resultado. Cuando apenas me quedaban 2 lápices, y la carterita ya estaba amenazada con desaparecer, vi que Federico, uno de los niños más pudientes de la clase, tenía uno de mis lápices, con tal descaro que ni se había molestado en borrar la talla con mi nombre.

No le dije nada. Aproveché un recreo, y me deslicé de manera furtiva hacia su bolsita de colores. Allí encontré varios de mis lápices. Sabía que estaba sacrificando mi pellejo, porque si me pillaban nadie me creería que estaba tratando de hallar al ladrón, sino que yo era el mismo caco y que ese era mi modus operandi. Ahí sí que la pela de mi mamá sería inolvidable. Pero lo hice sin pensarlo dos veces y encontré que gran parte de mis colores estaban en su poder; algunos incluso mordidos, y marcados por encima con su nombre. FJGS: Federico José García Sandoval. Las mismas iniciales mías, pero en otro orden como un palíndromo, como si fuera mi bizarro, como el bizarro de Superman.

Viéndolo bien, todo parecía encajar. Federico, era el otro niño aplicado de la clase. Desde un comienzo se enfrascó conmigo en una pelea silenciosa por el primer puesto del salón. Si me quitaba mi material de trabajo, prácticamente me sacaba del camino… además su cuartada era perfecta. ¿Quién iba a sospechar que el niño más pudiente de la clase, que podía estrenar colores cada semana si quería, iba a ser el ladrón del salón? Por eso dejé todo como estaba para no despertar sospechas, porque si había alguien chillón y pataletoso ese era Federico. Por todo hacía berrinche y como el papá tenía billete, las profesoras nunca dejaron de prestarle una atención especial, no como a mi, un cualquiera de la clase media.

Es que hasta podía imaginar lo que su padre le había dicho a Fedrico cuando le dio los útiles, para salirse siempre con la suya. “Yo sé que esto no vale gran cosa, pero trate de que le dure al menos un mes para aprenda a cuidar lo suyo. No le preste nada a nadie y verá que nada se le pierde. Y tiene que avisparse porque yo no le voy a durar toda la vida. Cuando le falte algo para el estudio pídamelo y nada le va a faltar. Y si los demás niños le ponen problema, dígale a sus maestras que su papá les manda decir que yo lo tengo en un escuela pública para que aprenda a valorar a la gente de abajo, pero que si algo le llega a pasar a usted, lo saco del colegio y les corto el chorrito que les doy cada mes… ¡Entendido?... Pero eso sí, que yo no escuche decir que NO me ocupa el primer puesto… porque ahí si se las ve conmigo”.

Con la prueba fehaciente de que el riquito de la clase era el ladrón, salí al descanso para disimular y no despertar sospechas con mi ausencia.

La gota que robosó el vaso, llegó más tarde en el salón, cuando “en mis propias narices” Federico le regaló algunos de mis lápices a Sara, en una arrogante demostración de coquetería y un abierto desafío hacia mi. Luego fui testigo de cómo las otras niñas le pedían prestado los lápices a Sara y no se los devolvían, y como los demás niños les tomaban a su vez estos lápices, hasta que otro más vivo o más bravucón, lo amedrentara para quedarse con mis lápices ... Y ahí sí que no tenía forma de reclamarlos.

Harto por tan abierto cinismo, esperé que sonara la campana de salida y que todos se fueran. Me dirigí entonces a la oficina de la profesora Esneda para contarle mi descubrimiento: Aquella red de robos que se estaba perpetrando impunemente en el salón. Pero al llegar allí vi como su hija de segundo de primaria, salía portando una caja de colores nuevecita. En ese instante no asocié la relación de aquellos colores con nuestros robos, pero tan pronto me senté, vi que en la cesta de basura yacían varias etiquetas con cinta, marcadas con las iniciales: FJGS, la de Federico; que en su escritorio, metidos en un vaso Pug, había varios de mis lápices de lujo mordidos, y en la estantería de atrás, siete cajas de vinilos, rasgados en el cartón, donde supuestamente iban marcados con los nombres de sus legítimos dueños. “¿Qué me querías decir?, me preguntó Esneda, pero ya todo estaba dicho y sin embargo, no podía decir nada. Así que le pedí a la profesora que me eximiera de limpiar los borradores, ya que el polvo de la tiza, agravaba mi delicada condición respiratoria, y me fui derrotado.

Al regresar a casa abrí mi bolsita de colores y sólo encontré un mochito de lápiz, con el borrador gastado. Con él que tuve que hacer las tareas del día siguiente. Ni modo de contar que fui vilmente robado por todo el salón hasta quedar en la inopia, y muchos menos me iban a creer que la misma profesora le robaba al salón. Si contaba aquello no faltaría el careo, las pruebas que seguramente iban a desaparecer, y todo ello conduciría a la inevitable pela por tres razones: Por guevón y dejarme robar, por levantar calumnias contra la profesora, y por mariquita por poner quejas. Además de ganarme el el oprobio de todo un salón por sapo. Así que preferí cerrar la boca y ahorrarme la cantaleta de mi madre y los denuestos de mi padre.

Al caer la tarde, ya con un callo en el dedo, escuché lo que comentaron mis padres al verme haciendo, una plana más de espirales, con el lapiz mocho.

- Miralo que tan bello… con ese lapicito se parece a Marco Fidel Suárez…- dijo mi madre conmovida.

- ¿Cuál Marco Fidel?, le preguntó papá.

- El de Bello, el que era muy pobre, ese que tuvo que estudiar desde una ventana de la escuela con los pedacitos de lápices que botaban y fue presidente de la república.

- Claro, ese… ¡El mismo güevón que dejó que los gringos nos robaran a Panamá!


Post-data:

Varios oscuros y corruptos personajes del gobierno colombiano, fueron cómplices del gobierno norteamericano para despojarnos del istmo de Panamá en 1903. Pero sólo hasta 1921 Colombia se resigna a lo inevitable y negocia el tratado Urrutia-Thompson donde se indemniza a nuestro país con 25 millones de dólares.

El día 9 de noviembre de 1921, Marco Fidel Suárez envió al presidente del Senado una misiva en la que le hacía saber su determinación de separarse de la presidencia de Colombia. Dos días después hizo efectiva esa separación y asumió el mando el primer designado, Jorge Holguín. El 24 de diciembre fue sancionada la ley 56 de 1921 mediante la cual se aprobaba el tratado con los Estados Unidos de la venta formal del istmo de panamá. Sin embargo, el mito popular, que creía mi papá y que mucha gente aún cree, es que Marco Fidel terminó de vender nuestro Panamá a los gringos.


Fin.

Mi primer robo.Vol. 2


Seguro que están pensando: ¡Tan mariquita que era Pacho chiquito! Y es verdad. Cuando uno entra a una escuela pública, las madres ya saben que a su niño se le van a pegar tantos piojos como malos hábitos de los niños más guarros. Pero mi caso fue diferente. Yo salí de la casa con miedo y llegué a la escuela con más miedo, sintiendo, -porque uno escasamente piensa a los 6 años-,sintiendo un pálpito; la preocupación de que si mis propios hermanos, menores en fuerza y raciocinio, se adueñaron de todo cuanto yo tenía, qué podría esperar en aquella jaula diurna, con chicos piojosos de todos los pelambres, procedencias y criados en la calle desde que salieron de la concha de su madre.

Así que no tuve más opción que volverme un muchacho aplicado, juicioso, cumplidor del deber a carta cabal… ¡Que caspa! Y lo peor fue que me enrolé en el sistema educativo colombiano como un casposo más. A simple vista parece muy pelle, pero en una escuela pública ser casposo tiene sus ventajas. La principal y en realidad creo que la única, es que si uno simplemente va a la escuela y hace lo que tiene que hacer, que es prestar atención y estudiar, y si no te metes con nadie, nadie se mete contigo. Ese mito de escuela gringa de televisión, donde el niño abusador aparece con sus secuaces en la hora del descanso para quitarle su almuerzo y su mesada al niño casposito como yo, no era la historia que se vivía en la escuela, que era pobre pero honrada, al menos así pareció al comienzo.

En el Kinder-B, todos los niños se peleaban entre si porque uno le regaba el vinilo a otro, o porque el otro le partía un crayón, en fin… Yo simplemente me dedicaba a mis asuntos, y cuando alguien me quitaba lo mío no le decía nada, por temor más que todo a los jalones de pelo y a uno que otro golpe seco -toc-toc-, de cabezas contra las baldozas, que ya había visto como escarmiento por culpa de un borrador.

Al final como yo no le decía nada a nadie, podía reclamar mis materiales sin encontrar camorra al final de la jornada. Pero si alguien insistía en quedarse con mis cosas, simplemente le denunciaba a la profesora y ella simplemente procedía a mi favor. De esta manera, pasé de ser casposo a sapo.

Gracias a eso, la caja de colores Magicolor, doble punta doble color, las acuarelas, las témperas Prismacolor, la tijera de corte romo, los lápices HB, los pinceles y los crayones, seguían cuando regresaba a casa en la bolsita de colores.

Así pasó el tiempo, y me fui amoldando al agreste sistema escolar, abstraído en el salón y solitario en los descansos, paria por miedo y sapo por necesidad, pero al menos seguía con mis pertenencias. Y lo mejor, me mantenía invicto a la advertencia que mi papá me hizo cuando me dio los útiles: “Esto valió mucho, y es para que le dure todo el año, para que lo cuide. No le preste nada a nadie y verá que nada se le pierde. Y tiene que avisparse porque yo no le voy a durar toda la vida. Si lo molestan por eso, dígales que su papá les manda decir a los papás de ellos que trabajen, porque yo no va a sostener a nadie… ¡Entendido?... Y que yo no lo escuche decir que se lo dejó robar… porque ahí si se las ve conmigo”, concluyó mientras me daba la espalda.

Pero a mis seis años sólo entendí lo último: Y que yo no lo escuche decir que se lo dejó robar… se las ve conmigo, se las ve conmigo… Esas mismas palabras retumbaron en mi cabeza y me convirtieron en un sapo permanente.

Sin embargo, para las dos profesoras, Esneda y Claudia,-vaya nombres para un par de profesoras de pre-escolar- yo era simplemente un encanto, un niño aplicado y cortés, con bucles azabaches, ¡tan remotos a mi actual calvicie!, y tan querido, tan juicioso, tan falto de malicia, decían ellas, que acudían a mis llamados cuando denunciaba a un niño, y lo obligaban a entregar mis cosas en el acto.

Así mantuve mis cosas completas durante los primeros meses hasta que las madres se quejaron a las profesoras de que a sus niños les estaban robando los útiles, pues habían llegado al día en que sus hijos no podían hacer la tarea porque no tenían ni un color en la casa. La denuncia caló hondo; las maestras no tardaron en desconfiar de mi, porque era el único que tenía su bolsita llena a esas alturas del año. Así que le pidieron a todos que trajeran sus útiles marcados por sus padres, para evitar futuras pérdidas.

Yo le pedí a mi mamá que me marcara los útiles pero ella, al ver la cantidad de veces que tendría que escribir, bordar mis iniciales FJSG, y pegarlas a cada objeto, me dijo: “Esas maestras si son bobas, la cinta se la quitan y le roban igual, y el bordado sale con tijera… para marcarlos, muérdalos y cuando vea un lápiz o una tapita mordida es la suya. -¿Y con las acuarelas que hago?, le pregunté-. A esas manténgalas muy bien guardadas y póngale mucho ojo”.

Pasé el resto de aquella tarde mordiendo lápices y tapas de vinilo, pero de nada sirvió. Días más tarde comenzaron a desaparecer mis amados colores doble punta, uno a uno, de la bolsita de colores.

Por supuesto, los primeros sospechosos fueron mis hermanos. Al menor descuido traté de reblujar en sus cosas pero no encontré nada. Desde que comencé a estudiar, nos distanciamos de tal manera, que parecía que vivíamos en dos mundos paralelos pero disímiles. Ellos, en mi ausencia escolar, habían aprovechado para ampliar su botín de juguetes y sus territorios de aventuras en la casa y cuando yo hacía mis tareas, veían aquellos ejercicios como una labor tan monótona y aburrida que ni se molestaron en pugnar por mis útiles. Se retiraban con su incomprensión simiesca y retornaban a su mundo de quimeras mientras que yo me alejaba cada vez más de ellos; me adentraba en los terrenos del raciocinio intelectual y el desarrollo psicomotriz, que no era otra cosa que dibujar planas de espirales que nunca quedaban uniformes.

Sólo una sola vez volví a ser atracado. Marcela tomó una de mis escuadras, sacó las uñas y me hizo como si fueran tenazas a modo de advertencia, luego fue donde Oscar a que le devolviera su muñeca capturada por un Superman (juguete de él) y el hombre mosca (juguete mío), y por poco le saca un ojo. Incluso este incidente, provocó que mi mamá me prohibiera darles “mis cosas de estudio” a los niños, para evitar tuertos y entuertos.

Sólo me quedaba peinar el salón para encontrar pistas que condujeran al paradero de mis útiles y poner en evidencia al ladrón. Inicialmente centré mi atención en los de atrás, que es donde se refugiaban los vagos y desaplicados. Pero a duras penas descubrí que ellos tenían un solo cuaderno para todas las clases, con planas pésimas e incompletas, un lápiz viejo, una maleta rota y rotada de generación en generación, y un borrador gris de tinta, que en vez de borrar pelaba hojas. Pero a mi escasa edad, no podía comprender la estrecha relación que hay entre el bajo rendimiento escolar con la pobreza, entre la indisciplina con la precariedad de recursos, entre la lentitud de pensamiento y el hambre; para mi, aquellos desdichados eran como los zombies de las películas, que tanto miedo me daban, que erraban sin voluntad cuando las maestras nos ponían una ejercicio, en busca de temperas o colores ajenos.

Para colmos, la creciente escasez de recursos, alborotó el avispero en el salón. Los atrás migraban hacia varias partes del salón, para “compartir” con intimidaciones, los materiales con los niños más pudientes. Ellos fueron los que se acabaron mis temperas y mis acuarelas sin compasión ni mesura, sin que yo pudiera hacer nada. En cierto momento, iracundo, escondí mis cosas, pero la respuesta que recibí de un niño, que se llamaba Robinson, fue aquella advertencia silenciosa de poner su puño en su nariz, como quien dice: Si no me da de lo suyo, ya sabe lo que le espera.

Seguramente él como yo, tuvo su “momentum paternus”, en el que su progenitor le dijo le mismo que a mi, pero a revés: “Esto valió mucho, y es para que le dure todo el año. No le preste nada a nadie y verá que nada se le pierde. Y tiene que avisparse porque yo no le voy a durar toda la vida. Cuando le falte algo, hágase con los que tengan, píllese a los más pudienticos y nada le va a faltar. Y si lo humillan pelao, dígales que su papá les manda decir a los papás de ellos que pongan la cosa como quieran, o rómpales la jeta que yo respondo, porque a nosotros no somos mancos ni nos ningunea nadie… ¡Entendido?... Pero eso sí, que yo no escuche decir que está robando… porque ahí si se las ve conmigo”.

Su papá no se está quebrando el lomo trabajando para que usted sea un ladrón, ni un guevón, ni un mariquita. ¡Pobres pero honrados! Esa era al parecer la consigna común que nos tocó a los de atrás y de adelante con sus venerados padres en aquella época.

Así que tuve que compartir mis cosas con los demás, pero aparte de este abuso de frente, que más que un robo es una intimidación, una suerte de boleteo extorsivo, como dicen en las noticias, ninguno de aquellos pobres diablillos, mostraba evidencia alguna de haber sido el ladrón. Y sin embargo, cada día que regresaba a mi casa a hacer el inventario tenía menos cosas.


Continuará…