jueves, 22 de julio de 2010

Tabaco

En Guayaquil se mantenía un señor al que todo el mundo conocía como Tabaco. Nadie le sabía el nombre, solo Tabaco le decían. Era un viejo negro, viejo ya sin edad, tan pretérito como la guerra de los mil días, en la que batalló, se decía, como saldado raso, igual de viejo, y más viejo quizás en esos días.

Calvo y de pies descalzos, con plantas callosas de veinte mil leguas recorridas, de uñas enquistadas de tantos pasos perdidos, de tanto deshacer los pasos. Siempre vestido con unos eternos pantalones blancos, ya grises, curtidos y rotos, remangados hasta las espinillas, con camisa roja raída, ceñida al vientre prominente que delataba su obligo oscuro, más oscuro que su piel; camisa rayada de tigre sucio y vagabundo, que empacaba aquella piel de pantera deslustrada.

No tenía amigos, pero todo el mundo lo conocía en aquel arrabal de cantinas mortecinas y agonizantes, cuna de ebrios perdidos y guarida de olvidos de aquellos que ya no quieren recordar. De borrachos irreversibles era su camada, de esos que se quieren disolver en el néctar dulce del alcohol de anís; de ese licor que es medicina y veneno a la vez, para matarse en vida.

Y le decían Tabaco porque su fiel compañero; su triste consuelo para penas jamás confesadas, para llantos no llorados, era un puro barato, de tres pesos, que nunca dejaba de fumar.

“Fuma hasta dormido”, decían los que no ya nada recordaban. “No come por fumar”, decía otros ya sin memoria. “Se está consumiendo en humo y ni cenizas quedarán de él”, decían los últimos, los que ya aguardaban el mismo destino.

Y como fumaba dormido, fumaba entre sueño y sueño, mientras soñaba que fumaba, y más aún en la vigilia, fumaba. “Fumaba más que lavandera mueca y más mueco que lavandera era”, porque dejo caer todos sus dientes por preferir el tabaco. Era mito su resplandeciente dentadura blanca de negro cimarrón, cuando en sus años mozos era un roble, un ébano mejor. Pero cambio aquel blanco destello por esa hoja seca, agria y enrollada que lo consumió.

Dejo caer uno a uno sus dientes perlados, ya cariados, y los que se resistían, ya picados, sin salvación, se los arrancó de un tirón para que el humo del tabaco no avivara aquel dolor.

No se conoció en aquel lupanar un amor más grande de un hombre por un cigarro, y se dudaba, especulando, que hubiera un amor más grande en todo el ancho orbe y en la larga historia de la atribulada humanidad, de un hombre por un habano.

Pero también tomaba aquel portento de hombre, de carnes recias y azabaches, y con ansias inagotables, con la sed seca de un desierto y la amplitud de una represa. Tanto como para tumbar elefantes él solo en una noche, y cien más, si los paquidermos tomaran trago.

Pero un día conoció el tabaco, que le dio un extranjero a falta de pago por un servicio de cotero y lo picó el amor. “Fue amor a primer fumada”, decían las señoras de la noche cuya vida no es nada fácil, así las tilden de esas, porque precisamente son de esas tierras donde el sexo es una esperanza mortecina que se cambia por centavos, por segundos ya contados desde la víspera, por polvos tan exiguos como las arenas de un reloj.

Y desde entonces, sin poder dejar su antiguo amor que era la beba; tan ineludible como la obligación de una esposa, y el cigarro, tan apremiante como una amante recién estrenada, fue que el negro se negó a escoger entre aquel dilema y se dedicó con devoción mística a darle gusto a las dos; como haría cualquier hombre sensato y leal a sus amores, a su corazón amplio y a si mismo; así fueran contradictorios, rivales y disímiles si alguien quiere protestar.

En el génesis de aquel idilio compartido, fumaba entre trago y trago y así se fue el salario, la salud y los recesos. Hasta que el tabaco no le dio más esperas, como exigen las amantes luego de que se le dan alas con promesas de rupturas a un pasado que ya ata, oprime y aprieta. Pero aquel negro, avaro y ambicioso, no se decidía a abandonar aquel placer por duplicado, y optó mejor por tomar cada trago de licor sin dejar de fumar un instante, sin dar tregua ni amnistía.

Dividió entonces el lado izquierdo de su bemba para el cigarro con la promesa de nunca abandonarlo y relegó al trago a su comisura derecha, para que lo refrescara de cuando en vez, como para no perder la costumbre, ni ceder un ápice de terreno a esas dos dueñas que lo gobernaban.

Una lástima que dos amores al unísono siempre terminen riñendo, porque no se puede rendir a dos amos por igual, así el esclavo se deba con la misma sumisión a ambos, ya que alguno celoso, más temprano que tarde, comienza a recriminar y exigir más de la cuenta. Y usualmente es el más viejo, el que más atributos se otorga y más demanda del amado.

Así que mientras fumaban, el trago una vez tomado empezó con el pereque de la nausea, que despachaba el humo por el camino viejo de su garganta sedienta, y desataba una tos, cansona y quejumbrosa, que no le dejaba ya fumar tranquilo.

Sin más opción que el abandono que produce una elección, una noche cualquiera, llegó a la cantina diciendo que abandona el licor. “Pero como vas a cometer esa barbaridad, le alegaron con vehemencia los dementes y hasta el más desconocido opinó: mirá que el trago te endulza la vida cuando te sabe vinagre, te ilumina los caminos más oscuros con luz propia como el sol, más si es de noche y con la luna escondida te guía, hace que el diablo te cuide cuando no hay Dios redentor, y para colmos te cuesta menos que cualquier factura de servicios, porque para convidarte al trago nunca escasean los amigos, como si los pesos pa´ un mercado cuando el hambre te acorrala… mirá que te embellece hasta las mujeres más feas y te nubla la mirada, con desenfoque si las seguís viendo fea, que da bríos pa pelear hasta por causas perdidas y da alientos pa´ ganarlas si querés, mirá que te da amor y compasión por toda la obra sagrada de cuanto ha sido creado, mirá que te prende el corazón, que te ilumina la entendedora para renegar de la mentira y gritar a los cuatro vientos la verdad inocente y pura, como solo la sienten los niños, mirá que te relaja y distensiona el cuerpo para vagues errante, cuando los caminos están hechos para la rectitud, mira que te regala esa osadía de que nada parezca grave, de que nada te importe tanto, de que bailes sin saber y cantes sin recordar, desafinado como el peor de los cantantes, y sin embargo, con la emoción inefable de Gardel o de Magaldi, mirá, reaccioná, recapacitá por el amor de Dios”, le decían todos en tropel, como una letanía, como una cachetada ante tal ofensa al buen juicio y eso que lo decían los que ya perdieron hasta el juicio final.

Pero aquel negro ya era Tabaco y no quiso o no podía ya recapacitar, cuando tomó aquella decisión de dejar de tomarse un trago desde ahora y para siempre, porque prefirió las volutas de humo emparedándolo de cenizas por dentro, a trago cualquiera de cualquier trapiche por muy fino que fuera, y así fuera regalado. Renegó de aquella bendición de los que quieren perderse y volvió un credo su culto a su tabaco, el cual, como si no hubiera más verdades, asumió como un bautizo de renuncias, al que entregó su nombre también.

Sólo dijo a su favor, y en defensa propia, que sólo se puede amar de verdad a una sola cosa en la vida, porque con dos ya le estás mintiendo a una, así se lo lleve a uno de las patas el mismísimo putas, hasta el rincón más oscuro del más incandescente infierno, así uno llore, chille, berree y patelee, solo se ama a quien más daño prodigue, porque así es el amor verdadero, ingrato y funesto como el que más, porque así es el amor; no se deja elegir, sino que se impone con capricho y desorientación, porque el amor fue hecho por el buen Dios que nos abandonó cuando nacemos para matarnos de a poquito con dulzura y compasión, dijo luego sabiamente, porque prefiero aquella tos gris que me envenena y aquel humo que se come mis entrañas todo el tiempo conmigo, acabándolo y acabándome con él, a cualquier vana y transitoria ilusión. Así me entrego al necio amor que reclama todo el tiempo como suyo, y exige sin consideraciones ni lamentos, la unión infinita e imposible de las cosas que están hechas para ser una sola, que niega toda negación como ultima verdad, por eso no voy a dejar de fumar y punto, dijo el negro ya en Tabaco convertido, entregado a un placentero sacrificio como su más grande acto de fe. Y no dejó de fumar ni un segundo más. Hasta que se consumió…

aunque eso tampoco se sabe, porque para evitar más reproches y cantaletas banales, se perdió como un monje maldito de estas calles recelosas; y se fue sin avisar y sin dejar rastro alguno para entregar su cuerpo a esa aspiración sin fin…

Pero mala hierba nunca muere, y nos morimos primero todos, antes que aquel vicioso devoto; y enterrará al más sano de los que algún día al verlo fumar así, le vaticinaron una horrenda y prematura muerte. Seguro que sigue vivo y coleando como el diablo que sabe más por viejo que por diablo, como en la guerra de los mil días, en la que batalló, se decía, como saldado raso, igual de viejo, y más viejo quizás en esos días.

viernes, 2 de julio de 2010

Queda entre familia

- Si te descuidás te como la mujer, - le dijo mi tío a mi primo en una reunión familiar el día del padre, en casa de mi abuelo.

- Ah sí, malparido, si querés también te voy pasando las cuentas de la luz y el arriendo para que vas pagando de una vez- le respondió mi primo.

- Listo, pero eso sí, no me vas a chistar cuando el niño me salga igualito.

- Cómo así, hijueputa, y entonces vos y yo que quedamos siendo…- preguntó el primo.

- No se preocupe sobrino, para que no se sienta cabeceado lo pongo de padrino de Bautismo.

La mujer de mi primo que había estado en el medio de toda la conversación, abraza a mi tío y le dice a mi primo:

- No le hagas caso mi amor, yo sé que vas a ser el mejor padrastro del mundo… - y se va de gancho con mi tío.

Entonces mi abuelo, que estaba al lado me dice:

- Ese tío suyo, salió igualito que el papá...- y suelta una risita, que era más de verdad que de mentira.