martes, 21 de febrero de 2012

Urabá

(O la noche de la temida verdad)

Nayibe terminó de extender la ropa en el patio. La misma brisa que movía las sábanas como banderas le trajo el olor a banano podrido. Pasó por el espejo del corredor y quiso arreglarse. Vio su cara morena, delgada, sus ojos castaños, sus pómulos huesudos, sus labios carnosos. Se recogió el pelo crespo con una moña y escurrió la blusa mojada en una matera. La falda de flores goteó un rastro de agua hasta la puerta de la calle. Entonces comenzó a atisbar a su hijo.
Levantó la vista  al cielo. La tarde regaba una luz rojiza sobre los techos de zinc. Los rayos de sol pintaban las nubes de color durazno y bañaban la calle terrosa de un amarillo brillante.
Echó un vistazo a la cuadra. Vio a los niños descalzos jugando con una pelota desinflada. Miró a los ancianos saboreando el tabaco en sus mecedoras en el mismo vaivén de las plataneras. Adelante y atrás al compás del viento húmedo, tibio y pegajoso. Trató de ver a su hijo en la esquina pero solo encontró a los hombres del caserío. Negros de todos los calibres, barrigones y flacuchentos, macilentos y alentados, en pantaloneta, pantuflas y la camisa sin abotonar. Calentaban una cerveza frente a los billares, donde sonaba un vallenato a todo volumen. Al lado sus mujeres en corrillo, iluminando sus caras azabaches con carcajadas blancas.
De repente, en la esquina, dobló un hombre de camuflaje, armado de una metralla. Detrás de este otro y luego otro. Salían de la platanera, en marcha lenta y desganada. Nayibe pensó en esa silueta humana que se recorta en un papel doblado, y que cuando se abre multiplica una serie de figuras, repetidas, unidas de la mano. Esa silueta había sido la tarea que le hizo a su hijo para la escuela. Sintió el escozor de una mala premonición. La angustia de madre comenzó a recorrerla como un ciempiés bajo la piel. Se terminó de ofuscar con una ola de viento caliente que pasó rozándola.
Se apagó la música en los billares y las persianas se bajaron. La cuadrilla de chilapos, mestizos, zambos, negros y mulatos avanzaba por la calle, uniformados de verde camuflado, bajo un silencio sepulcral.
Las mujeres silenciaron sus risas y entraron a los ancianos a las casas arrastrando las mecedoras. Algunos hombres escondieron la cerveza, otros se abotonaron la camisa, unos quedaron petrificados mirando al piso y otros apuraron la despedida, tomando a los niños para llevarlos a la casa, sin importarle si eran propios o ajenos.
En unos minutos, se cerraron ventanas, puertas y postillos, como si aquellos hombres armados arrastraran una estela de vacío a su paso. De pronto sólo se escuchó nítido el rumor del mar, como un sartén hirviendo a unas pocas cuadras.
Todos se encerraron a mirar en los agujeros de las paredes de madera, menos Nayibe, que siguió en parada en el umbral de su casa esperando con afán la llegada de su hijo. Llamándolo, con un tono que se elevaba al igual que su angustia.
Aquel pelotón la saludó con respeto y desconfianza, siguiendo de largo. Al final de la fila, un hombre moreno, de ojos verdes, con uniforme que delataba mayor rango, rompió el orden de la fila y se acercó a la mujer.
-          Hola Nayibe. Ha pasado el tiempo - le dijo confianzudo.
-          Qué más Wilson… le respondió ella, reconociéndolo con una mirada tajante.
-          Es mejor que se entré- le sugirió el hombre.
-          Ya estoy adentro- dijo Nayibe, agria.
-          Enciérrese entonces.
-          No puedo, Carlitos todavía está en la calle.
-          Entonces vaya y búsquelo- le dijo el hombre. – Mire que mañana nos entregamos y hoy vamos a ajustar unas cuentas pendientes.
-          ¿Y por qué mejor no dejan que el gobierno les haga el trabajito?… ¿Acaso no es eso lo que ustedes hacen con los que ya no les sirven?- le dijo Nayibe, desafiante.
-          No empiece con eso otra vez, Nayibe, ya le dijimos que lo de Raúl fue un accidente.
-          Claro, pero ese cuento de que lo confundieron con los otros, no me lo voy a tragar nunca.
-          Mire Nayibe crea lo que quiera. Mejor vaya a buscar al niño para que después no siga llorando sobre la leche derramada.
-          Sobre la sangre derramada querrá decir- dijo la mujer con furia en sus ojos.
-          Hágase un favor Nayibe, no siga dando lora que… más bien acuérdese de donde viene y agradezca lo que le dejó su marido.- le dijo Wilson, ahora serio y fastidiado.
Nayibe volteó a ver al interior de su casa. Su mirada se fue por el pasillo de baldosas, hasta el patio con grama, lleno de materas con flores. Las sábanas de colores bailaban sobre el alambre al ritmo del viento. Se regresó viendo la cocina integral, las escaleras el segundo piso, los muebles de la sala de terciopelo rojo y madera, el minibar en la esquina, el equipo de sonido con sus dos enormes bafles, y el aparador lleno de porcelanitas, que su marido le trajo de sus viajes en Maicao.
Miró cuadra abajo. Comparó a su casa de ladrillo con las otras de la cuadra, hechas en tablones de madera sin cepillar, sin antejardín y con el piso de cemento barnizado de rojo.
Varias cosas pasaron por su cabeza en segundos: recordó a su marido sonriente llegando los fines de semana con el equipo de sonido y una botella de whisky en su mano. Sus ojos se llenaron de lágrimas al rememorar la sonrisa de oreja a oreja de moreno zalamero que tenía Raúl. Una ráfaga de viento que se coló entre la falda le regresó la sensación cuando él le acariciaba el culo. Y hasta recordó la broma que él gastaba mientras dirigía a los obreros en la plancha de la casa. Lo vio patente divisando la colcha de retazos de latón que eran los techos ajenos.  Diciendo que así como en el cuento de los tres cerdos, él era el marrano de la casa de ladrillos. “¡Y ha fuerza la que tendría que hacer cualquier lobo envidioso para tumbársela!”… Pero esa insinuación le trajo la ráfaga de metralla que escuchó aquel día imborrable, cuando encontró a su marido tirado en un charco de sangre. Abaleado por los lobos, arrastrándose, tratando de entrar a su casa de cerdo precavido.
Su mirada perdida volvió a enfocar cuando Wilson silbó a la fila, que lo esperaba. Los hombres siguieron su marcha y se perdieron por la otra esquina. Se fueron como vinieron; en una hilera de figuras comprimidas como en el fuelle de acordeón.
Nayibe le echó doble llave a la puerta y salió a buscar a su hijo, en sentido contrario a la fila armada. Recorrió las calles vacías y polvorientas, iluminadas por la luz violeta que prepara la noche. Acortó camino por los estrechos pasadizos de las fincas bananeras. Cruzó entre alambradas con nauseas por el olor de la boleja.
Gritó el nombre de su hijo como alma en pena en varias cuadras. Custodiada por ojos y oídos escondidos a buen resguardo entre las casas de madera. 
Cuando el corazón lo tenía en la garganta, Nayibe llegó a la playa. Para entonces el mar era una sopa ácida y espesa. La efervescente sal del aire le lastimó los ojos. Confundida y angustiada por su hijo, pensó que la espuma de las olas, tantas veces vista hasta la apatía, era como babaza de perro rabioso.   
De pronto en se detuvo en la mitad de la playa. Después de recorrer medio pueblo sin hallar rastro de su niño, ya no supo para donde más coger. Si no hubiera sido por doña Tránsito, la vieja de las arepas de huevo que regresaba con la totuma en la cabeza a paso de tortuga, se habría echado a llorar allí mismo. La vieja, con su carita arrugada como uva pasa, venía contrariada porque los paracos la habían hecho regresar a su casa. Apenas encontró a Nayibe desconsolada, intuyó el motivo de su pena y le dijo que vio a Carlitos, su hijo con otro niño por los lados de la invasión. Nayibe le dio un beso en la frente. Salió corriendo en dirección a “las casas de paja”. Y pensó de nuevo en el cuento de los tres cochinitos.
Con el corazón agitado, no por la carrera sino por la incertidumbre, llegó a la ciénaga. El laberinto de tugurios, se abría ante sus ojos, en la naciente oscuridad. Avanzó entre el camino de tablones sobre el pantano pletórico de mosquitos que danzaban en círculos concéntricos, alborotados en un mapalé acalorado y frenético y se internó en aquellas casuchas de invasión y materiales de desecho, dispuesta a escrutar casa por casa de ser necesario. El olor cenagoso le trajo una vieja nausea, que ya creía olvidada. Desde las casas sin puertas, los ojos de sus moradores negros, brillaban como miradas de gato. Esquivó a los niños barrigones por el hambre, vestidos con un pantaloncillo mugroso y raído. Al internarse por aquel recoveco apretujado de ranchos, se sintió deshaciendo los pasos, regresando a su origen.
Trató de espantar los enjambres de mosquitos de las seis, que la picaban sin tregua. Se había prometido jamás volver a pisar aquella tierra de nadie; fango inundado de plagas, pero allí estaba, sintiéndose débil y vulnerable. Rodeada de envidia.
No quiso gritar el nombre de su hijo, como lo había hecho en el pueblo, para no encontrarse con sus viejos compañeros de infortunio. No quiso preguntar en ningún rancho si habían visto a su niño para evitar hablar con sus antiguos vecinos. Quiso mantener en el olvido su pasado sin tierra, sin Dios ni ley. Pensó con repelencia en la palabra que resumía toda aquella miseria: Desplazados…
Se sintió aliviada y agradecida con la vida, y con su marido por haberla sacado de aquel moridero, que en otro tiempo se le adhirió a la piel como la roña. Pensó que era una ingrata, una infame pero al fin y al cabo, limpia como la ropa que había dejado en el tendedero. Libre de la pesada cadena de ser una desterrada más.
De pronto, la voz de una mujer la sacó de sus pensamientos mezquinos.
-          ¿Nayibe? – preguntó una sombra, dentro de un rancho iluminado por velas.
Nayibe se detuvo. Vio a una mujer, negra, flaca, con el cabello recogido con una moña morada y preñada. Pero no le respondió.
-          ¿Eres tú Nayibe?…- le volvió a preguntar la mujer.
-          Si. – contestó por fin, con voz seca y temblorosa, tratando de reconocer a quien le hablaba desde la penumbra.
-          ¿Y ese milagro que se acordó de venir a visitar a los llevados?
-          ¿Quien habla?- preguntó Nayibe.
-          Quien va a ser. Felicia. No me va a decir que no se acuerda de mí.
Nayibe sonrió nerviosa y la abrazó con angustia al reconocerla. Claro que se acordaba de Felicia, su antigua vecina. Al abrazarla Nayibe aguantó la respiración al no soportar el ácido sudor de la mujer.
-          ¿Y qué estas haciendo por estos lados, a estas horas?... ¿No sabés que los paracos están regados en el pueblo, ajustando cuentas? – le preguntó a Nayibe.
-          Por eso mismo, estoy buscando a Carlitos… ¿Lo has visto? – preguntó ansiosa.
-          Claro, está al frente donde Zuleima, Él se iba a ir pero no lo dejamos.
Nayibe se sintió ruin y miserable, pero lo ocultó dándole un beso a Felicia en la mejilla. Y se despidió con un sincero agradecimiento.
-          De nada, pero si no es por eso no vuelve…- le recriminó la mujer.
Al llegar a la casa del frente, Nayibe reconoció la voz de Carlitos. Entonces vio a Robinson, su amiguito de la escuela, hablando con un hombre negro, alto y fornido. En la silueta del hombre advirtió que estaba armado de una metralla. Pero no le importó. Entró en el rancho de madera, se acercó corriendo a Carlitos y lo abrazó. El negro, reaccionó por reflejos apuntando, pero cuando Carlitos reconoció a su mamá, el hombre bajó el arma.
Saludó a Nayibe, reprendiéndola por el señor susto que le pegó. El regaño del hombre hizo estallar el llanto de un niño, que al instante detonó otros dos llantos más en las casas vecinas, como los perros de noche, que se contagian de ladridos y ecos. Nayibe, temblorosa le ofreció disculpas. Regañó a su hijo por perderse sin avisar, pero luego lo colmó de besos. Quiso llevarse a Carlitos y de paso también a Robinson, pero el niño le aclaró que aquel hombre era su papá. El hombre le comentó que se estaba despidiendo de su familia porque se iba a entregar las armas.
-          ¿Entonces… Usted es la esposa de Raúl?- le peguntó el hombre.
-          Era- contestó Nayibe, incómoda, mirando al fondo de aquel cuarto, que apestaba a pantano.
De allí Zuleima, una mujer aún más famélica que Felicia, emergió de las sombras. Se presentó. También estaba embarazada y rodeada de 7 niños, menores de 5 años, todos desnudos, escondidos, curiosos y temerosos detrás de las piernas de su madre. Nayive sintió que aquella mujer era un poco su reflejo: la mujer que sería de que haberse quedado allí. Entonces sintió una angustiosa necesidad de irse. Le dio las gracias a Zuleima por cuidar su hijo y se despidió del hombre. Zuleima le dijo que era muy peligroso salir al pueblo y la invitó a pasar allí la noche. Pero Nayibe insistió. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de salir de allí, quería evitar más preguntas o comentarios de aquel hombre y no soportaba verse a si misma en aquella mujer.
Por las calles oscuras y desoladas, Nayibe apresuró el paso halando a su niño del brazo. Sentía una opresión en su corazón, pensando que estaba desafiando a la muerte, al caminar con su hijo por el pueblo. Se encomendó al alma de su marido para que los protegiera y se fue por la playa para sentirse más segura.
Trató de disimular el peligro que corrían, regañando a Carlitos por desobedecerla; por ir a la invasión, por estar tan tarde en la calle y por volverla a ella, su madre, un manojo de nervios.
Preocupada le exigió a Carlitos que le dijera qué le había dicho el papá de Robinson, pero el niño dijo que nada.
-          Solo que Raúl, - su padre-  había sido un gran tipo.- soltó el niño, pasos después.
Nayibe se detuvo en mitad de la calle, se agachó y se pudo cara a cara con su pequeño. Le apretó el brazo y le preguntó:
-          ¿Qué más… que más te dijo?- le exigió zarandeándolo.
El niño se sintió acosado, confundido y no le quiso responder. Salió corriendo para la casa, asustado por su madre.
Nayibe alcanzó a su hijo en una esquina, le pidió perdón y lo abrazó muy fuerte. De pronto escuchó unos pasos que se acercaban. Entró a Carlitos a una platanera, se tiraron al suelo y le tapó la boca a su hijo. Dos hombres armados pasaron comentando que iban a hacer con la plata que les iban a dar por reinsertarse.
-          Yo voy a montar un putiadero que es lo que más plata deja- le decía uno.
-          Pues ya tiene el primer cliente, socio.- le dijo el otro.
Y se perdieron en la oscuridad entre sonoras carcajadas que resonaron en las plantaciones.
Nayibe y Carlitos llegaron a la casa pegados de las paredes de las cuadras, tratando de confundirse entre las sombras, en un juego que Nayibe improvisó.
Después de que Carlitos entró a la casa, no probó bocado en la comida. Aunque ya tenía 12 años, su madre lo trataba como un niño más pequeño. Eso le molestó. Nayibe no soportó verlo desganado y pensativo. Se mostró confundida al ver a su hijo siempre inquieto y vivaracho, sentado con la mirada perdida; tomando cucharadas de la sopa y dejando caer el líquido otra vez en el plato.
Nayibe quiso saber que le pasaba, pero la reacción del niño fue sumirse en un profundo mutismo. La madre insistió en arrancarle el motivo de su tristeza; ¿Acaso estaba sacando a flote el duelo por su padre? Se llenó de preocupaciones, pero prefirió consultar con la almohada las respuestas que daría a su hijo cuando llegara el día en que él le preguntara por la vida de su padre y peor aún, por su muerte.
Cuando Nayibe cobijaba a su hijo en la cama, el niño habló. Con la voz temblorosa le dijo a su mamá:
-          Ojalá el gobierno no acabe con los paramilitares.
Nayibe se asustó. Sintió que el mundo que había sostenido para su hijo se derrumbaba; que la muerte de su esposo, su secreto mejor guardado, había sido revelado. Trató de mostrar serenidad, restándole importancia al asunto. Cómo si fuera de lo más natural, Nayibe le preguntó a su hijo, ¿por qué no quería que el gobierno reinsertara a los paramilitares?
-          Porque el papá de Robinson se va a quedar sin trabajo y ellos son muy pobres-, dijo Carlitos, triste y solidario.
Entonces Nayibe lo abrazó, conmovida. Derramó lágrimas de alivio, hasta que un disparo, que resonó en las plataneras, rasgó el tenso silencio de la noche. 

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