lunes, 28 de febrero de 2011

Televisión 2

La vida es así… o consecuencias de ser el adulto responsable que acompaña a un niño a ver televisión.

-Apá, ¿Por qué llora esa gente?

- Porque se le murió la familia

- ¿Y por qué se le murió la familia?

-Porque se le vino esa montaña encima…

-¿Y por qué se le vino esa montaña encima?

- Porque ha estado lloviendo mucho y la tierra no aguantó

- ¿y por qué la tierra no aguantó?

- Porque había muchas casas ahí

- ¿Y por qué hicieron allí esas casas?

- Porque fue el único lugar donde las pudieron hacer

- ¿Y por qué fue el único lugar donde las pudieron hacer?

- Porque no tenían otro lugar

- ¿Y por qué no tenían otro lugar?

- Porque eran pobres

- ¿Y por qué eran pobres?

- Por qué no tenían plata

- ¿Y por qué no tenían plata?

-Porqué no tenían trabajo

- ¿Y por qué no tenían trabajo?

- Porque se vinieron del campo a la ciudad

-¿Y por qué se vinieron del campo a la ciudad?

- Porque los sacaron de allá

- ¿Y por qué los sacaron de allá?

- Para quedarse con la tierra que tenían

- ¿Y por qué querían su tierra?

- Porque tenían algo que otra persona quería

- ¿Y por qué quería eso la otra persona?

- Para ser más rico

- ¿Y por qué quería ser más rico?

- Para ser más poderoso

-¿ Y por qué quería ser más poderoso?

- Para dominar a la otra gente

- ¿Y por qué quería dominar a la otra gente?

-Para que los otros hagan lo que él quiere

- ¿Y por qué quería que otros hagan lo que él quiere?

- Para no tener que hacer nada

- ¿Y por qué no quería hacer nada?

- Para ser feliz

-¿Y por qué esa persona es feliz?

- Porque tiene todo

-¿y por qué tiene todo si no hace nada?

- No sé, así es la vida

-¿Y por que la vida es así?

- Sabe qué mijo, más bien apague ese televisor y váyase a dormir, que usted está muy chiquito para entender estas cosas.

“Los terremotos y las inundaciones no son la historia. La historia siempre tiene un rostro humano. Es un desastre pasional que nos imponen nuestros semejantes. La historia son los archivos del crimen”

Aforismo de György Konrad

Tomado del disco. “Matar o no matar” de Liliana Felipe


Algo sin importancia…

Dos amigos acostados en una manga. Con los ojos rojos, miran las nubes pasar. Maravillado, por las caprichosas formas de algodón celeste, uno le dice al otro:

-Mirá… Ahí está Dios.

-¿Dónde, dónde? - contesta el otro- Yo solo veo un marrano con un puñal clavado.

-Al lado…- le orienta uno.

-Es cierto - sonríe otro- Y está crucificado y todo.

-Mi abuelita dice que él entregó su vida para salvarnos…

-Tan bella mi abuelita - comenta uno.

-Pero no murió en vano. – afirma el otro.

-Es cierto… sigue en los aromas de las flores, en los colores que se riegan en el mundo, en la caja negra de nuestro cerebro, en la inagotable fuente de sensaciones, en el oscuro misterio de un universo en expansión, en la infinita combinación de elementos, en la vida, en la música, la mejor forma del tiempo... está en la infinita red que une cada ser… en el amor… Si señor, ahí está Dios.

-No lo digo por eso.- replica el otro, molesto.

-Ah no… ¿y entonces por qué?- contesta uno, intrigado.

-Porque gracias a Dios existen los vicios; para entregarnos al gozo pagano, para olvidar nuestras miserables vidas… y las demás. Para evadir la cruda realidad, y vivir engañados, anestesiados y felices.

-Cierto.- asiente uno.- La realidad sola es insoportable. Pero todo es tan sublime, tan perfecto, que siempre hay una salida de emergencia, una salida que te dice: nada es tan grave, nada es tan importante. ¡Solo existe el momento, maestro!... Pensándolo bien, ojalá uno pudiera vivir siempre en éxtasis, fluyendo con el mundo, como esas nubes.- afirma uno.

-Imposible. - Dice el otro-. Tarde o temprano, buscaríamos regresar a la cordura, al amo, al rejo, a las cadenas, como si fuera un gran anhelo.

-Mirá, esa nube… parece un conejito vomitando.- dice uno

- Y tiene cara de enguayabado… - sonríe el otro.

Pasa un silencio.

-… Que te estaba diciendo… Te iba a decir una cosa, pero se me olvidó…- le dice uno al otro.-

- ¿De que era que estábamos hablando?

- No me acuerdo.

- Seguramente… algo sin importancia… ¿pero que era?

- Entonces uno levanta el dedo y dice al otro:

- Mirá… Ahí está Dios.

-¿Dónde, dónde?

sábado, 26 de febrero de 2011

Naturaleza Humana


Siempre buscamos en el lugar equivocado. Después de que convertimos la Tierra en una cloaca, nuestros científicos trataron de hallar un planeta con vida para colonizar. Exploramos los vastos confines de esta galaxia, surcamos el espacio como tratando de hallar una aguja en un pajar y perdimos miles de vidas en esta exploración hacia ninguna parte. Y sin embargo, el lugar siempre estuvo más cerca de lo que cualquiera pudo imaginar.

Lo obvio es lo más difícil de ver. Si no hubiese sido por la equivocación de Smith, que cambió la ruta en el cinturón de asteroides de Saturno jamás habríamos encontrado el portal. Ni el mismo capitán O´Connor lo podía creer. Cuando caímos en aquel agujero de gusano el capitán se lanzó contra Smith. Trató ahorcarlo por el error que nos dejaría vagando a la deriva en el universo hasta morir. Pero cuando la nave desembocó frente a aquel planeta azul, lo besó en la boca y estupefacto ordenó desembarcar para ir de exploración.

Según los cálculos del radar, la coincidencia de este nuevo planeta con el nuestro era asombrosa, irreal, casi imposible. Tenía una luna gris, un mar de agua salada con olas, la proporción de oxígeno era exacta para nuestra respiración, el cielo tenía nubes, la tierra estaba cubierta por una verde capa vegetal. Había agua dulce, potable, sin rastro de contaminación, emanando de la tierra como una bendición; H2O, vida en su estado más puro. El visor infrarrojo identificó la temperatura de miles de formas de vida, en la tierra, en el aire y en el agua. Hasta la gravedad era la misma que nuestra agonizante Tierra, antes que la convirtiéramos en aquel plantea mortecino del que tratábamos de escapar.

“Dios no juega a los dados”, dijo el capitán, sospechando que tal similitud presagiaba problemas. Aunque se detectó la presencia de primitivas civilizaciones, los nuestros formaron un equipo armado hasta los dientes. Salieron en la nave de exploración y no volvimos a saber de ellos. Un segundo equipo de rescate fue en su búsqueda pero también desapareció. Ni el radar, ni el registro de audio, ni las grabaciones de vídeo mostraron ataque alguno. Perdimos 10 hombres, 10 mujeres y 20 androides de nuestra tripulación. Solo quedaron unos cuantos minutos de imágenes, que registraron una hermosa tierra virgen y exuberante; un paraíso terrenal como aquel que debieron encontrar los conquistadores españoles al descubrir América. Tan pronto como nuestros exploradores encontraron vestigios del primer asentamiento de vida inteligente, la señal se cortó abruptamente. Asustado por los desaparecidos, Lander, el de mayor rango abordo, decidió regresar por donde vinimos.

A riesgo, volvimos a la Tierra por el mismo agujero de gusano, sin novedad. Los científicos examinaron con minucia las imágenes y los registros captados. Algunos pensaron que habíamos viajado en el tiempo, pero la Teoría de Hawkins descartó esa posibilidad. Otros aseguraron que se trataba de un universo paralelo, pero la sola afirmación ya era producto de la ficción. Finalmente, nuestra ciencia concluyó que aquel planeta era una paradoja, una réplica exacta del nuestro. “Era lógico; los elementos son los mismo en cualquier lugar del universo porque todo procede de un mismo punto en el espacio-tiempo. Así que no era de extrañar que los procesos que hicieron posible la vida en aquel planeta fueran similares a los de la Tierra”, aseguraron.

Sólo persistía aquel problema de los desaparecidos. Pero estos se ocultaron a luz pública. Nuestros superiores nos ordenaron guardar silencio bajo amenaza de muerte. A muchos compañeros con tendencias soltar la lengua les hicieron una lobotomía y los confinaron en hospicios para enfermos mentales. A los demás, una vez ellos obtuvieron toda la información, trataron de desaparecernos con métodos menos ortodoxos. Yo escapé y tuve que refugiarme en un suburbio del tercer mundo, cuya ubicación no puedo revelar, ya me mi vida depende de eso.

A causa de la escasez de recursos para subsistir, los países desarrollados se habían volcado contra su despensa: el tercer mundo. Después de haber malgastado, derrochado y exprimido lo poco que quedaba en alimentos, medicinas, combustibles y agua, las potencias descargaron su poderío militar contra sus proveedores, luego contra sus enemigos y finalmente contra sus aliados. Guerras civiles e intestinas diezmaron la población por unas cuantas migajas. La tierra estaba enferma y no producía nada. El resto lo hizo el hambre, el cáncer y la sequía. Vivíamos en anarquía. Nos condenamos a nuestra propia extinción, cuando siempre creímos que todo acabaría cuando se apagara el sol.

Al descubrir aquel planeta, lo demás fue predecible. Los líderes de todos los países antes poderosos, imperialistas, o lo que quedaba de ellos, conformaron una cruzada invasora. Conquistaríamos aquel territorio y lo colonizaríamos “por la fuerza si era necesario”. La población mundial reencontró la fraternidad.

Se armó un ejército conformado por millones de voluntarios y se construyeron máquinas de guerra. Nunca nuestra especie estuvo tan unida, quizás porque nuestra existencia nunca dependió tanto de nada. Una vez tuvimos un arsenal capaz de destruir una galaxia entera, se enviaron las primeras misiones de exploración. Estas detallaron con excesiva precisión las características y condiciones de aquel planeta. Por supuesto, sólo fueron mediciones externas, nadie puso un pie en el planeta y por eso regresaron a salvo. El camino estaba dispuesto y no había reversa. Sería la hazaña más grande en toda la historia de la raza humana. La invasión tendría proporciones épicas.

El anhelo y alegría de encontrar una nueva tierra para vivir, habitar y volver a destruir a nuestro antojo hizo que nadie pensara, o temiera siquiera, por su propia vida. El paraíso prometido estaba a la vuelta de la esquina o mejor dicho, al final del agujero. Y no íbamos a desperdiciar esa posibilidad porque un grupo de astronautas se hubiera perdido. Además contábamos con el factor sorpresa, teníamos la tecnología como ventaja. Nada podía fallar.

Obviamente muchos intelectuales y los mismos científicos advirtieron sobre las implicaciones éticas de llegar por la violencia para dominar y subyugar las culturas que allí se asentaban. Pero su discurso fue usado en su contra. Los líderes, sagaces en la diplomacia del engaño, enviaron a una comisión de los más eminentes representantes del pensamiento terrestre para establecer un primer contacto pacífico (entiéndase negociar) persona a persona o persona a lo que fuera. Aunque se les ofreció protección armada, esta comisión se negó. Prefirió ir sola para no generar asperezas ni prevenciones, pero ello tampoco regresaron.

Los líderes utilizaron este “terrible incidente”, como pretexto para justificar la invasión. Miles de naves partieron de la Tierra, pero tampoco regresaron. Desparecieron como si la nada se los hubiera tragado. Quienes se quedaron en la tierra monitoreando la misión no obtuvieron ni el más leve indicio de lo que les pudo haber ocurrido. Cuando la Tierra lloraba con espanto el magnicidio, fue captado un mensaje. Era la voz del teniente Bush, jefe al mando de las fuerzas de choque. Afirmó que, después de superar algunos problemas de comunicación con la Tierra, ya habían establecido contacto con los habitantes de aquel planeta. No hubo un solo disparo.

Después de explicarles nuestra situación, ellos, los anfitriones accedieron acogernos de manera voluntaria, con la única condición de cuidar y aprovechar de forma sostenible los recursos de su planeta para no repetir nuestra historia de devastación. El luto se convirtió en celebración. La noticia se esparció por todo el mundo. Muchos escépticos exigieron pruebas de la veracidad de la comunicación, para evitar caer en una trampa. Entonces se enviaron registros con los millones de humanos que arribaron satisfactoriamente a las nuevas tierras. Se veían felices y plenos. Allí estaba Smith y el Capitan O´Connor, los demás compañeros, los de la misión de rescate, los intelectuales, y hasta los androides. Gran alegría me dio saberlos vivos, pero ver los científicos, intelectuales y los miles de soldados y militares que enviamos, me causó una profunda desolación. Llegué a pensar que hubiera sido mejor su exterminio.

En la Tierra la esperanza de volver a empezar, en un nuevo hogar, hizo renacer como un fénix, lo mejor de nuestra humanidad. Pero no duró mucho tiempo. Los líderes y sus secuaces aseguraron sus privilegios. La distribución en el nuevo mundo hizo renacer el odio. Por más que se trató de conciliar, la repartición distaba mucho de ser equitativa. Y todo parecía comenzar donde habíamos quedado: en la imposición del capitalismo salvaje y un modelo de gobierno armamentista basado en el monopolio de las armas, el uso y abuso del poder, un sistema jerárquico de castas y linajes, la única diferencia es estaban en un mundo nuevo, pletórico de riquezas. “No es perfecto, pero es lo mejor que tenemos”, justificaron los nuevos dominadores.

Hombre come hombre y sálvese quien pueda. Con esa consigna muchos de nosotros, los pobres, los desposeídos, los miserables, los desterrados, nos vimos obligados a quedarnos en la antigua Tierra, sin forma de salir. Frente a nuestros ojos, se acordó formar una sociedad nueva donde no teníamos cabida, aunque oficialmente los que nos quedábamos seguiríamos recibiendo ayuda. La ayuda de Caín. La intención fue clara: matarnos de inanición o en el mejor de los casos dejarnos a nuestra suerte para que movidos por la desesperación nos matáramos a nosotros mismos. Sobre esa base se cimentaría aquel nuevo mundo soñado y el que quedaba como premio de consolación para los desposeídos.

Mientras se dio esta ocupación, los seres nativos de aquel planeta, que físicamente eran idénticos a nosotros, se marginaron de intervenir en nuestra distribución y poco a poco fueron siendo usados como esclavos. No opusieron resistencia, hasta aquel día en que las naciones unidad terrícolas, declararon que ningún otro ser humano podía ingresar a aquel planeta para evitar la sobrepoblación y garantizar el futuro abastecimiento de los recursos. Ese día en la Tierra, después de presenciar la sentencia que nos condenaba a no hacer parte del paraíso prometido, vimos como comenzaron a estallar las cabezas de todos los millones de seres humanos que llegaron a ese planeta. No quedó cuerpo con cabeza.

Luego uno de los seres se dirigió a nosotros, y nos explicó que ellos mismos habían provocado la masacre con sus habilidades mentales. Era la única manera de salvar nuestro planeta de nosotros mismos. Finalmente, anunciaron que la Tierra no estaba muriendo; como organismo viviente, sólo estaba padeciendo una enfermedad que le habíamos generado la plaga humana. Pero se recuperaría en poco tiempo si convivíamos en armonía con ella. Nos dieron unas indicaciones para subsistir mientras nuestro planeta se regeneraba. Prometieron no hacernos daño si no le hacíamos daño a la Tierra. Pero tampoco supimos aprovechar esta nueva oportunidad y comenzó la eliminación sistemática de los pocos humanos que quedamos aquí en nuestro viejo hogar.

Cansados de nuestra contradictoria naturaleza humana, su idea es borrarnos completamente para asegurar la permanencia de la Tierra. Luego dejarán a algunos de sus seres para repoblar nuestro planeta y propiciar un nuevo comienzo, un génesis amonioso. Yo soy uno de los últimos humanos y sé que falta poco para mi aniquilación. Ahora me doy cuenta que efectivamente, la teoría de Hawkins estaba erraba, sí viajamos en tiempo. Aquel agujero nos llevó al futuro. Y aquel planeta paradisiaco nunca fue otro que la misma Tierra, el único lugar en que nosotros y ellos (nuestros descendientes) han podido vivir. Nuestro único hogar en todo el vasto universo.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Hágalo usted mismo

Gobelino: Amplio tapete tejido, decorado con diversos motivos, usado para colgar en las paredes a forma de cuadro.

Primero está la pared; recién pintada, color blanco hueso… “amarillenta, curtida como los dientes del pintor”, para los que no sabemos de los caprichos del color. El pintor de brocha gorda, con un pucho de Pielroja en la boca, entrega su lienzo a mi padre, luego de darle la segunda mano.

-Pero… ¿Y ese parche?- Reclama mi padre, al recibir el trabajo, receloso a desenfundar el pago.

-Es la pintura mi Don… está fresca, pero en un rato asienta.- responde el pintor mientras pule la mancha con la uña del pulgar.

Mi papá le cree y le paga. El “maestro” se va a beber la plata ganada a pulso, a cambiar cada brochazo por copas de aguardiente. Al fondo queda la pared con ese parche mojado… “con ese lunar, blanco hueso oscuro, como diente cariado”, para los que no sabemos de las sutilizas de los contrastes.

La fragancia a pintura, fuerte, penetrante, química, deliciosa, impregna la habitación de noche. Aquel perfume sintético nos hostiga, emborracha y envuelve en ese cuarto donde dormimos los cuatro hijos del hogar. Todos pequeñajos.

Marcela de 8 años y Alejandra de 5; juntas las damiselas duermen en una misma cama; decorada en su cabecera con calcomanías rosadas. Los figurines de Hello Kitty, espolvoreados de mirella, rodean un pequeño cuadro de plástico color crema, con el rostro de una virgen niña, en relieve.

Al frente, pegados a la perfumada pared, el Gordo, mellizo de Marcela, y yo, apenas dos años mayor, dormimos en la otra cama a la par. También pegado a la cabecera hay un pequeño cuadro de un niño cabezón, arrodillado, con sus manos entrelazadas orando al ángel de la guarda; con los pantaloncitos a medio caer, que sugieren la pícara y tierna rayita del trasero, también en relieve.

Es como si ambos cuadros hubieran venido a propósito con las camas gemelas. Como si el vendedor de muebles le hubiera dicho a mi mamá: “Usted tiene cara de devota mi Doña… ¡Cómo va dejar a sus hijos en la noche expuestos a tantas acechanzas, y sin ningún amparo protector!”; o tal vez, como si algún vendedor callejero le hubiera metido el cuento y los cuadro por partida doble.

Sea lo que sea, así son nuestras camas. Camas que compartimos niños y niñas por separado, pero juntos en la misma habitación… y así será hasta el albor de la pubertad.

El costado de la cama que linda con la pared recién pintada es dominio del Gordo, reclamado desde siempre a fuerza de intimidación (jalones de pelo y otros empellones)… y a razón de calores.

Por su robusta constitución, el Gordo sufre de calores, duerme sin cobija, acaso una ligera sábana en las gélidas noches. El resto, pega a la pared su cuerpo de manatí para impregnarse de la frescura de la tapia. Se voltea cada tanto, como pollo en asador, para embadurnar de frío su adiposa envoltura. Así se la pasa cada noche, entre sofocos y resoplidos, vueltas y más vueltas, durmiendo en los intervalos que aplaca su exigente calor… Y eso que tan solo tiene 8 años.

De tanta adherencia, la piel sudorosa deja impresa una sombra de grasa en la pared. Razón por la que la mi papá llama al pintor cada seis meses. Se puede decir que la pared es al gordo, lo que la raída sábana es para Marcela que aún chupa dedo a estas alturas; como Liborio, el afelpado oso de Aleja, imprescindible compañero de sueños; como el abismo que hay entre la cama y el suelo, donde yo cuelgo el pie para cultivar calambres. Y no sólo eso, aquella pared ha terminado por volverse para el Gordo su Caverna de Altamira, donde inscribe, a su modo, pinturas rupestres. Aunque no son propiamente pinturas lo que el Gordo exhibe, son más bien ensayos de firmas, decenas de firmas: rupestres, eso sí.

Además de frotar su cuerpo contra cualquier superficie fría, esto incluye el piso, la nevera y algunos objetos de metal, el Gordo ha desarrollado la manía de hacer miles de versiones de su firma. “Oscar Darío Saldarriaga Gómez”, una y otra vez hasta la locura. Con su impronta llena cuadernos y como no hay cuaderno capaz de contener tal obsesión, estampa la firma en diferentes sitios de la casa: en el tanque del retrete, en el poyo de la cocina, en los baldosines del patio, en una matera, debajo de los escritorios al lado de chicles y mocos, encima de los chifonieres, en fin. Interminable sería el inventario.

Lo único claro es que el Gordo practica su firma; su bancaria, como dice mi papá, porque ha confesado que cuando sea grande quiere ser un acaudalado “Notario Público”. Un notario, y todo se debe a que alguna vez acompañó a mi papá en cualquier diligencia, y fue entonces cuando el Gordo vislumbró su futuro.

Allí estaba, al frente suyo, un tipo Gordo como él, como él podría ser años más tarde, sentado en una poltrona. Detrás de un enorme escritorio, con una jarra de agua helada, ganándose la plata sentado, haciendo sólo una cosa: estampar la firma a todo el que viniera con un recibo de pago.

¡Ay, pensó el Gordo, es el mejor trabajo del mundo!, y desde entonces, alimentó ese sueño facilista y perezoso. Comenzó a garabatear la bancaria, a prepararse para aquel glorioso día en la que él estaría detrás de otro inmenso escritorio. Con una jarra de coca cola dietética con hielo, bien fría, porque al Gordo prefiere la melaza de esa gaseosa que la normal que es tan dulce. Por eso, por abusar de las tajadas plátano maduro que chorrean grasa y por repetir bandeja paisa en el almuerzo es que el Gordo está como está. Y por supuesto, también aquella pared que linda con nuestra cama, es la muralla entre sus ilusiones y sus sueños, es el reflejo fehaciente de sus aspiraciones trazadas a tinta de lapicero.

De nada le han valido al Gordo las advertencias inocuas de nuestro padre… y mucho menos le han servido a Papá. Por el contrario, ante más amenazas de que aparece otro rayón y le llueve rejo ventiado, el Gordo responde con más planas de firmas… Y hay que abonarle que en eso sí, el Gordo es más persistente que el viejo y su rejo, quien vencido termina por echarle en cara que “la pared y la muralla son el papel del canalla”, eso como pañitos de agua tibia que a la postre no alcanzan ni para el caldo.

Sin embargo, luego de la última pintada, aquel santuario del Gordo, no es el mismo. Pasaron los días, y el parche no secó y la mancha se acentuó. La pared se volvió más húmeda, tanto mejor para los calores del Gordo, pensó él. Pero conforme la humedad de aquel retazo se expandió, contagió de un frío seco al Gordo adherido y cayó enfermo.

Con el pasar de los días, ese frío se convirtió en gripa, luego en una tos de perro viejo y finalmente en principios de una pulmonía ronca y quejumbrosa que ya no dejaba dormir era a nadie en la casa. Y peor aún, con la amenaza de convertirse en una peste de neumonía o una tuberculosis para los tres que dormíamos allí, y en especial para mi, condenado a seguir al lado del infeccioso Gordo, padeciendo con estoicismo que me tosiera detrás de la oreja toda la bendita noche, a falta de más espacio.

Tal y como está pintado todo, parecen años de pobreza, hacinamiento y privaciones… y así era, pero para nosotros, eran años de fraternidad, unión y recogimiento. O al menos así tocaba asumirlo.

El caso es que cuando el médico da su dictamen, mi padre no tiene más opción que reacomodar el cuarto; esto es, mandarme a dormir a una colchoneta cerca de las niñas y trasladar al Gordo con cama y todo al cuarto de mis padres, eso sí, bien lejos de aquella peligrosa pared.

No contento con esta solución, mi padre corrió a la cantina y se trajo de una oreja al pintor para que le respondiera por la garantía. Pero el Maestro le salió adelante y le contestó que aquel asunto no era de su incumbencia, ya que el perjuicio se lo estaba haciendo otro.

-Yo le hice bien lo mío, el problema es la humedad que le está pegando el vecino… Si quiere yo le raspo y le resano, pero nada hacemos porque le vuelve a picar la humedad por otro lado… Lo que hay que hacer es coger la madre, desde la fuente.

Esta misma propuesta fue la que llevó mi padre a la casa vecina, donde funcionaba un laboratorio de revelado fotográfico. Pero el dueño nunca estaba, o no aparecía o no quería salir a darle la cara a ese Gordo irritado, calvo y barbado, pelirrojo y bermejo; con la camisa abierta hasta la prominente barriga, y que lo requería para que “le respondiera por un perjuicio que le estaba causando”.

Nunca apareció el tipo, y el empleado menos le pudo dar razón, ni la primera, ni la segunda, ni la visita veintipico que le hizo mi viejo al otro viejo para resolver la cuestión. Lo único que logró Papá, y eso en la primera visita, cuando no le conocían las mañas ni el mal genio, fue que lo dejaran entrar.

Allí constató que nuestro cuarto lindaba con un cuarto oscuro, donde se revelaba papel fotográfico y se dio cuenta de que los líquidos químicos que allí se desechaban se estaban filtrando por la pared provocando la extraña y terrible mancha fría en nuestro cuarto. Mi papá había llegado a la madre de la humedad, pero aparte de reconocerla, no pudo hacer nada.

La única razón que le dio el sonso dependiente del laboratorio fue una razón que le dejó su patrón, para salir de mi papá en un santiamén.

-Dígale que plata no hay, que bien pueda, que traiga el maestro de obra, o hágalo usted mismo, pero eso sí, tiene que dejar las cosas como estaban.

-… ah, cómo estaban: entonces ¡Húmedas!- le contestó mi papá furibundo, se fue refunfuñando… y como siempre, con la promesa de que iban a saber de él.

Mientras mi papá iba y venía reclamándole al vecino que diera la cara, el Gordo luchaba contra la fiebre. A medida que pasaban los días el Gordo sudaba kilos, literalmente. Si antes sufría de calores, ahora sí que era un horno viviente, que de repente pasaba a escalofríos trémulos que lo dejaban exhausto, rendido y fundido; aquellos cambios abruptos de clima corporal le absorbían la poca energía vital que le quedaba.

De pronto se tornaba rojo acalorado, pasaba por el verde mareo al azul álgido, luego del blanco pálido al amarillo nausea, al morado entumecido y finalmente le volvía el color trigueño a ratos, después de la sopa de pollo, pero no le duraba mucho porque la calentura de la sopa le subía de nuevo el rojo acalorado y el pobre Gordo, ahora con las carnes flácidas y escurridas volvía a tornasolarse del preocupante arcoíris de su enfermedad. Y toda esta mórbida aurora boreal contenida en el cuerpo de mi hermano, ocurría en el cuarto de mis padres.

Mientras tanto, al otro lado, la pared reflejaba todos los cambios de anímicos de mi hermano, como si existiese una conexión íntima, misteriosa y enigmática. Como si se tratara del retrato de Dorian Gray, la mancha fue apoderándose de aquel muro, paulatinamente, conforme el Gordo era invadido y sometido por la enfermedad. Primero la humedad dejó aquel color ocre y se fue inclinando hacia un tono verdoso, que a su vez se extendió en ramificaciones caprichosas y quebradizas como los ríos de un mapa. Como venas enfermizas la mancha fue trazando un camino hasta las firmas, devorándolas, borrándolas en su inclemente avance. Luego, cuarteó la pintura seca, de la que empezaron a emanar pequeñas gotas de sudor, a la par que el gordo exudaba en medio de convulsiones y delirios febriles, mientras su cuerpo luchaba contra la virosis que se retorcía en su carnoso cuerpo.

Al cabo de unos días, como si fuera un organismo vivo, la pared parecía transpirar y segregar viscosos líquidos, al igual que mi hermano, enjuagado en sus humores batallaba por su vida. Pronto aquellas segregaciones blancas y glutinosas, se convirtieron en pequeñas esporas blancas; éstas incubaron ampollas en la pintura, que estallaban en medio del sopor de la noche, ablandaban y desmoronaban trozos de tapia, y esparcían el polen de la mórbida humedad a otros rincones del cuarto, extendiendo sus dominios hacia el techo. Así el Gordo y la pared parecían uno solo, en aquellos días en que ambos, corrían el mismo riesgo de desplomarse, de sucumbir al derrumbamiento por igual.

Y así, transcurrieron varios días más, entre la zozobra y la incertidumbre; días en que no dábamos un peso por la salud del Gordo ni por la estabilidad de la pared, días en los que impotentes y frustrados esperábamos la caída de uno o del otro, ¡cual primero! Hasta que justo cuando todo parecía perdido, el Gordo recobró su acostumbrado apetito, y pidió una Coca Cola y un lapicero, para el alivio de todos.

Mi madre atribuyó la mejoría de nuestro hermano a los medicamentos naturistas: a las infusiones de caléndula, a la boñiga fresca que le embutió con leche en uno de sus delirios, a los baños con juagadura de cualquiercosa y demás cuidados esmerados que le prodigó. Mientras que nosotros, los hijos, creímos que nuestras plegarias fueron por fin atendidas. Yo le di gracias infinitas al ángel de la guarda de la cabecera de mi cama, al que rezaba en silencio pidiéndole que el Gordo retornara sano y salvo a nuestra cama, así me fuera a toser detrás de la oreja toda la santa noche. Por su parte, mis hermanas exaltaban como curación milagrosa, a los rosarios secretos al cuadro de su virgen niña. Papá por el contrario, siempre tan simplista, concluyó que fue la constitución del Gordo, sus generosas carnes, ricas en lípidos, la que permitió que soportara los embates de tan cruel y agresivo padecimiento.

Con el Gordo aliviado, rayando paredes a diestra y siniestra, y hasta con mi papá alcahueteándole esa ociosidad, y dándole coca cola dietética… “para que se reponga el niño”, las cosas fueron retornando a su normalidad. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de la pared, que no corrió la misma suerte.

Una semana después de que el Gordo se hubo restablecido, mi papá ya harto de que aquella pared hubiera puesto en la cuerda floja a su adorado hijo, no aguantó más, y se fue lanza en ristre contra el vecino perjudicador, a sacarse el clavo.

-Dejá las cosas mejor así… no te vas a meter en la grande por andar de alzado… mirá que es mejor evitar… no le echés más leña al fuego… Mirá que ahora levantamos a Oscar de la cama y vamos a seguir con vos por andar de buscapleitos…

En fin, qué no le dijo mi mamá a mi papá para evitar que aquel problema no tomara dimensiones bíblicas. Hasta le mostró una plata que tenía ahorrada para que nosotros pagáramos el arreglo con un maestro de obra de esos caros, que garantizan el trabajo. Pero el viejo, terco, testarudo a más no poder, no cedió y se marchó a buscar camorra, a reclamar lo que por derecho le correspondía exigir.

Así de envalentonado salió… Y pasó una hora y otra, y otra y otra más, y nada que el viejo volvía. Eso nos preocupó a todos. No valió el rosario triple que mi mamá nos hizo rezar, arrodillados, ante la cabecera de la cama de mis hermanas, que ya era casi un altar de Hello Kity más que de la virgen. Así que mi mamá me mandó a buscarlo.

Siguiendo sus instrucciones fui y toqué la puerta del laboratorio fotográfico. Con pelos y señales pregunté si había ido un señor de tal y cual estampa “por lo de la humedad”. Allí un viejo flaco, alto y canoso, me dijo:

-Claro que su papá estuvo aquí… vino todo alebrestado a reclamar… dizque por culpa de la humedad mía uno de los hijos casi se le muere… lo cree a uno güevón, como si la gente se muriera de eso… ¿Fue usted el que se enfermó?...

-No señor, fue mi hermanito y es verdad, casi se muere….

- Como sea, me dijo que arreglaba esa pared de aquí a mañana o iba a saber quién era él… Yo le dije que la casa no es mía, que cualquier reforma la tiene que hacer el dueño y como el dueño no aparece, yo no puedo hacer nada…

- Y entonces que le digo a mi mamá…

- Yo que voy a saber, yo traté de hacerlo entrar en razón, pero ese señor se fue de aquí amenazando, prometiendo bala…

Entonces me cerró la puerta y me devolví para mi casa con la razón.

Cayó la noche y mi papá nada que aparecía. Mi mamá me mando otra vez a dar una vuelta por la cantina de la esquina… preocupada porque Papá fuera a hacer una locura de borracho indignado. No lo encontré, pero en su lugar estaba el pintor, ya copetón. Me preguntó como seguía el asunto aquel del muro y yo aproveché y le solté todo el rollo.

-…¡Cómo que el Gordito casi se muere!, no charle con eso pelao… ¿en serio?…- exclamó asombrado el pintor.

-En serio.

-¿En serio? ¿El gordito, el hermanito suyo, el que va a ser notario…?- No lo podía creer.

-Si señor,- le respondí molestó de tanta reafirmación.

- No puede ser home, con lo bien que me cae el chanchito, y con el trabajo que me da… ¿Pero ya está bien, está recuperado, de pelea?

-Si, señor.

- Uy pelao, y todo por esa humedad… que vaina home…

Cansado del tufo de borracho, y de advertir que fue un error entablar conversa con aquel pintorcete, di media vuelta para volver a la casa. Fue en esas cuando el pintor me dijo:

-Sabe que pelao, dígale a su papá que mañana mismo voy a organizarle esa pared de mierda… que yo le cojo esa humedad de cuenta mía, de cortesía; no vaya a ser que alguno de ustedes se vuelva a enfermar, como se les quiere y se les estima en este barrio… … ah, y me le da saludes al Notario. Que me alegra mucho que ya esté recuperao.

Y yo que llego a mi casa a dar la buena nueva, y mi papá que aparece. Se baja de un taxi más traguiado que el pintor. Y yo que voy a contarle la noticia, pero él no me deja hablar. Lleva un rollo de tela largo bajo la axila. Ante mi insistencia, me manda a callar, me dice que después le cuento.

Cuando entra a la casa, levanta a toda la familia con su alharaca, tambalea por el pasillo hasta nuestro cuarto, haciendo oídos sordos a la cantaleta de mi mamá, anunciando que ya tiene la solución para que esa pared no siga jodiendo más.

-Ya que el vecino hijueputa ese no quiere responder, mire lo que vamos a hacer para tapar esa humedad.

Entonces mi papá extiende un amplio gobelino con la estampa de un par tigres de bengala, en medio de una noche de luna llena, al acecho entre juncos de guaduales.

Aún tambaleante, procede a pegar cuatro clavos, en el intento se pega un par de machucones, hasta que cuelga el largo tapete sobre la pared, y satisfecho pontifica:

-¡Adiós humedad!

Como el pintor sólo hizo promesas de borracho, ese tapete duró ahí lo que quiera, casi hasta nuestra pubertad, cuando los niños y las niñas comenzamos a reclamar camas individuales y propias, cuando los niños con la cara barrosa y bigote lulero, y las niñas, despuntando limoncillos prietos en sus pechos, exigimos a papá espacios personales y más intimidad.

Ese gobelino, ocultó durante unos cuantos años la humedad que devoró a escondidas casi toda la pared. La misma humedad que nos arrinconó a un extremo de aquella estrecha y apretada pieza; que hizo una purulenta llaga en la tapia, y terminó incubar un nido de cucarachas que después nos obligó a salir de esa casa.

Porque si hubiera sido por mi papá… ¡Hmmm! Ahí seguiríamos todavía, durmiendo en ese frío seco de la pared que nos hizo contraer una eterna tos, bajo la custodia de tigres de bengala.