miércoles, 16 de marzo de 2011

A palabras necias…

Primer paso.

Hace un año mi mamá me pidió que le prestara mi nombre para sacar una tarjeta de crédito. Sin más remedio, acepté. ¡Qué hijo desnaturalizado impide que su madre se endeude a nombre a de su hijo, mucho más cuando fue ella quien le dio el nombre! El que niega el nombre niega a la mama y el que niega a la mama no tiene nombre.

El caso es que dos días más tarde yo estaba en la sala de mi casa frente a un trajinado tipejo, de traje curtido, corbata barata y una sonrisa de oreja a oreja. Con la sumisión que debe mostrar el diablo cuando le vendes tu alma, aquel hombrecillo flaco y moreno, con la cara manchada de paños de sol, y juagado de chupar intemperie, exaltaba las maravillas de entrar al mundo del crédito; “la nueva forma de comprar en el mundo neoliberal”. “Eso sí- agregó mi mamá- porque el que no fía no consigue…”

Con impostada hipocresía, aquel pelele me hizo un nutrido interrogatorio sobre mi actual estado financiero, escarbó en mis activos y pasivos, deudas y ganancias ocasionales (como si las tuviera). En un santiamén me sacó la información para que la entidad bancaria aprobara el crédito y para que yo pareciera un tipo boyante; es decir, apto para asumir la deuda sin temor a defraudar ni al banco ni a mi señora madre.

Luego de aquella disección económica, el sujeto terminó de llenar una interminable planilla donde puso mis datos: referencias personales, familiares y laborales… sólo le faltó escarbar mi historial médico. Finalmente, con cínico orgullo; como si me estuviera haciendo un favor, me extendió el formulario: firme aquí, aquí, allí dos veces, más allá con la huella digital, una firma acá con cédula y un teléfono donde lo podamos localizar, y luego vuelva a hacer la misma operación en las dos planillas restantes; dos copias, una para el banco y otra para verificar sus datos en la aseguradora de riesgos… me disculpa que no haya traído el papel carbón, pero hasta mejor, usted sabe que nada como la firma en original… déjeme yo reviso las 23 hojas, que todo esté bien, okey.

Listo Don Francisco, mañana mismo mando la papelería para la central y si todo sale bien, en término de un par de semanas le está llegando a vuelta de correo la tarjeta con su respectiva clave… Recuerde que su tarjeta es personal e intransferible… y antes de que se me olvide, y para no quitarle más de su valioso tiempo, necesito que me haga un último y pequeño favor: adjunto necesito que me facilite dos copias de su cédula, el último extracto bancario, las dos últimas colillas de pago de su actual trabajo y una carta laboral con declaración juramentada donde su jefe certifique que su contrato es a término indefinido, que se va a jubilar, y que obtuvo el trabajo luego de dar culo y una memorable mamada, con dos copias debidamente autenticadas en notaría pública. -Le recomiendo la veintisiete que allá trabaja un amigo mío-. De nuevo le damos muchas gracias por elegir a Colpatria como su entidad preferida para hacer realidad sus sueños.

Yo me quedé callado, esperando que ese monigote me pidiera otro papel para encenderlo a pata. Pero mi mamá le dio las gracias con afectada devoción- hasta le dio la bendición-, como los desahuciados hacen con los médicos que les recetan placebos para su mal. Mientras vi marcharse a esa ave de rapiña, pensé que el diablo debe pedir menos papeleo por un alma atormentada.

Segundo paso.

Más se demoró la tarjeta en llegar que mi mamá en salir a probarla. Cómo mi mamá no puede tener plata en mano, me capturó la cédula y salió a gastar. “No se preocupe mijo, que yo voy a ser muy juiciosa, todo lo que compre lo difiero a cuotas y lo pago con la pensión de su papá (Q.E.P.D)… además yo sólo la voy a usar para mercar…”, me aseguró mientras se arreglaba, no como alguien que va al supermercado si no como quien se prepara para irse a un gran evento social.

Claro que mercó y más de la cuenta. Aprovechó para cambiar los colchones de mis hermanos; cambió el paquidérmico televisor de 34 pulgadas Crown Mitchun, de veintitantos años, por otro aparatoso televisor de pantalla LSD de marca; y como no hay quien gaste más que un pobre con plata, al televisor le compró la cómoda, un par de muebles, un ventilador de techo con lámpara para ambientar un espacio más acogedor… también empacó un horno microondas para darle a su hermana en el día de la madre y varias mudas de ropa a sus otras hermanas, también madres; no sin una lágrima, que le recordaba la falta que le hacía nuestra abuela, justo en este día de derroche en el que podía darle a su santa madrecita lo que ella quisiera. “Toda esta plata y ya pa qué”, exclamó entre suspiros entrecortados.

Pero esa meditación tampoco le dio mesura. Y como si no fuera bastante también mercó. Adicionó a la canasta familiar enlatados y conservas importadas para estar, por fin, a la altura de esas señoras pinchadas que tanto había envidiado y que atiborraban sus carritos con productos que ni ellas mismas podían leer… Al cabo de un extenuante recorrido llevó a casa manjares que nuestras lenguas vulgares no estaban preparadas para degustar.

Nadie quiso probar bocado del paté de riñón de ganso, made in París. A mis hermanos, acostumbrados a la mortadela, les supo a carne cruda el jamón serrano, muy picante el salami y rancios los chorizos españoles. Yo que me las tiré de sofisticado me la pasé un día entero en el baño por culpa de un apestoso pulpo en su tinta y del queso azul que olía a podrido… Y ni la empleada del servicio se escapó; botó el caviar pensando que esa lata se había llenado de hongos y huevos de moscas. Las demás conservas se vencieron, íntegras.

Para acabar de ajustar, luego mi mamá vio el comercial de un teatro en casa y se lamentó de no haber comprado el kit completo… y eso que solo ve telenovelas y se queda dormida con las noticias de la noche, porque ella de películas nanay nanay.

Tercer Paso.

Como mi mamá estaba estrenando nieto, no tardó en sobrepasar el cupo disponible en alcahuetearle al niño una infinidad de cosas que no necesitaba… que el babero antiadherente, que el chupo relajador de encías, que el tetero inteligente, que los tenis masajeadores de puente, que la leche fortificada con vitamina B3 que es la que le dan a los astronautas gringos, todo importado de la USA, para que al niño no le falte nada y le sobre lo que nunca tuvimos, ¡que para eso hay plata, carajo!. Y como no le reciben tarjetas, qué demonios, saque avances y más avances en efectivo que eso se paga en la factura del mes entrante.

Pero llegó el invierno y con él las vacas flacas. Con tanto aguacero el restaurante de mi mamá empezó fue a dar, pero pérdidas. Entre los gastos operativos y mi mamá gaste que no ha gastado, apretaron el negocio hasta asfixiarlo… y ya ni le alcanzaba para completar los pagos de la tarjeta con la pensión que le dejó mi papá.

En contados meses las facturas se fueron acumulando y ya no le daba ni para el pago mínimo de la tarjeta, y si se pagaba, estaba tan avanzada la adicción de mi mamá que la plata recogida con tanto sacrificio, se iba más rápido que una vaciada de retrete.

Mi mamá se colgó y, furtivamente, dejó acumular las facturas sin decirme nada. Mientras ella se pegaba de los santos con novenas para que le ayudaran a pagar, los del banco se guindaron a hacerme llamadas para recordarme la obligación contraída. No tuve más alternativa que confrontar a mi mamá y con lágrimas en los ojos me confesó que se le había ido la mano. Y se le fue bien hondo. En menos de lo que canta un gallo, se gastó todo el cupo de la tarjeta y ante la dimensión de la deuda hasta los santos se le hicieron los sordos.

Al final yo era el titular, el que había firmado el papeleo, puesto la huella, la cédula, los juramentos autenticados, la promesa de pago y la cara; era yo quien estaba amenazado con ser aventado a enfilar las listas negras de pro-crédito y data-crédito, y en últimas el que debía asumir la deuda so pena de manchar mi historial crediticio, de y terminar en la cárcel por incumplimiento de “las módicas cuotas” que debía pagar cada mes.

Cuarto paso.

Entonces comenzó la persecución telefónica. Diariamente recibí llamadas a mi celular de números desconocidos. Antes de que alguien hablara sonaba una musiquita de sala de espera. Luego, justo cuando iba a colgar, irrumpía la voz de una mujer, con un marcado acento rolo (bogotano).

¿Hablo con el señor Saldarria, por favor?... ¡Saldarriaga!, corregía yo, molesto. Que no supieran mi apellido era lo que más me ofendía. Una cosa es que lo llamen a uno a cobrar, eso de por sí genera una cierta repelencia, todo hay que decirlo; pero que no se tomen la delicadeza de decir bien el nombre que se sabían al momento de meterme la tarjeta, eso me reventaba… qué antes fuera Don Francisco, y ahora que era un deudor moroso me trataran como cualquier “Pedrito”, eso sí que me dañaba el genio. Llámelo cinismo o conchudez, pero así me sentía.

Pero eso sólo fue la punta del iceberg. Lo que realmente me sacaba de casillas fue la enloquecedora repetición de lo mismo. En la primera llamada me recordaron la deuda, mis obligaciones, el tiempo de mora, los intereses, la amenaza latente de que si no me ponía al orden día me mandaban a cobro jurídico donde la cosa pasaba de castaño a oscuro… y me las tenía que ver con abogados, que esos sí, no tenían consideración ni paciencia para excusas; Hasta ahí la cosa estaba clara. Pero a los desgraciados del banco no les bastó mi propósito en enmienda, y procedieron a recordarme todos los benditos días la deudita que tenía pendiente.

Me llamaban hasta tres veces al día, como si yo fuera el único moroso del banco. Una vez la chica, otra vez un odioso tipo, también rolo, y de nuevo la chica, como si hubieran dispuesto a dos volantes de contención para que me hicieran “el pressing” en el medio campo y no me dejaran respirar; como si el banco les estuviera pagando a estos dos, exclusivamente para sacarme la plata como fuera, y de paso, para sacarme de quicio. Como si yo les hubiera negado la deuda, como si yo me les estuviera haciendo el güevón y me les fuera a volar… ¡Cómo si eso fuera remotamente posible con los bancos de este país, esos taimados”. Y lo peor eran las horas que escogían los desgraciados para llamarme; la primera a las seis y media de la mañana para dañarme el día de entrada, la segunda al medio día para vinagrarme el almuerzo y la última al final de la noche, pasadas las diez, para que me fuera a dormir, si podía, soñando con estos desgraciados. Y eso que les debía apenas tres cagados millones de pesos, lo que me ponía a pensar, desvelado, que si así era conmigo como sería la miserable suerte que corrían aquellos que deben más y de verdad no tienen como responder.

Fin.

Mentiras…

Ya yo quisiera que este fuera el final de esta terrible historia pero apenas empezaba mi calvario. Las reiterativas llamadas sólo lograron indisponerme más. Entonces, ¿por qué les seguía contestando?... no lo sé. A pesar que sabía que su rutina, siempre volvía a caer; como Ned Flanders en el capítulo en el que Homero compra un marcador automático de teléfonos pidiendo un dólar para una “altruista causa”, y el pobre de Flanders pasa la noche desvelado, contestando cada que suena el teléfono, esperando que alguien llame para una verdadera emergencia… algo que nunca pasará porque aquel marcador está programado sólo para llamar a ese número toda la noche.

Así estaba yo, como Flanders y no podía haber caído más bajo. Y lo peor de todo es que asumí aquellas llamadas como algo natural y hasta las incorporé a mi vida ordinaria. Aconductado, como un perro de Pavlov, cada que escuchaba: “¿Con el señor Saldarria?”, dócilmente me alejaba de quien estuviera a mi lado para evitar comprometer más mi lacerada reputación. Luego escuchaba a esos molestos emisarios todo su insoportable y predecible discurso, con la única variación de que los intereses que se multiplicaban como un virus que me estaba carcomiendo vivo día tras día. Al final de la llamada que yo les prometía, entre murmullos para mantener las apariencias, que pronto les iba a pagar, que ya estaba que me caía el pago de un cliente y asunto arreglado. Así viví un par de meses.

Pero un día me desperté con mal genio, me sentí arrinconado y sometido, una basura. Y la poca dignidad que me quedaba estalló y tomé una decisión radical. Cuando ellos me preguntaron por el señor Saldarria, yo les dije que estaban equivocados, que mi apellido era Saldarriaga. Y cuando trataban de confirmar: Hablo con Francisco, yo les contesté categórico, para despistarlos, que no; que yo me llamaba Fernando, Fernando Saldarriaga, abogado litigante, que habían errado el número y que no me volvieran a llamar so pena de denunciarlos por acoso y persecución con las autoridades competentes…

Y santo remedio. Pareció que este par de bobos estaban tan acostumbrados a aquel estribillo que me tenían que decir, que su entendedera no les dio para más y terminaron por creerme. Pronto cesaron las llamadas y si alguno se atrevía verificar, a ver si yo caía de nuevo, cuando me les ponía bravo como una fiera, reculaban como animalillos asustados y colgaban, para dejarme en paz.

Quinto paso.

Pero la dicha no me duró mucho. Sin haberse cumplido el mes de tranquilidad, me volvieron a llamar desde números desconocidos. ¿El señor Saldarria?, pero esta vez no eran los del Banco. Con el mismo acento rolo, pero con un tono más decidido, intimidante, pendenciero si se quiere, se presentaron. Le llamamos de Gestiones y Cobranzas. Me advirtieron que mi deuda ya estaba en cobro jurídico, que si me obstinaba en no pagar el paso a seguir era aventarme a los abogados, y que esos tipos sí me iban a sacar hasta el tuétano de los huesos… así que arreglábamos a las buenas o a las malas.

Así que a las malas, me fui a la oficina de estos buitres a arreglar por las buenas. Gentilmente, lo primero que me exigieron fue que le quitara la tarjeta a mi mamá, que ya de nada servía porque estaba bloqueada, pero era mejor evitar.

En segundo lugar, me obligaron a firmar un compromiso de pago, donde yo aceptaba, bajos sus términos y condiciones, la refinanciación de la deuda. Me abrocharon con pagar 400 mil pesos mensuales durante un año y medio. Viendo la extensa fila de pobres diablos que estaban en aquella oficina, en la misma situación, les hice la única pregunta posible en estos casos: ¿Dónde le firmo?

Cómo ya era diciembre aproveché para cancelar la primera cuota con el pago de una prima que me entró; entiéndase bien, al hablar de prima me refiero a una plata que un cliente me debía por un trabajo que le hice en diciembre del año anterior. Yo vivo de ilusiones, es decir, soy Free Lance, trabajador independiente del sufrido gremio audiovisual, y hago videos al peor postor para sobrevivir.

Así, de ilusiones vivo esperando que alguna alma caritativa se acuerde de mi. Se apiade y me ofrezca un trabajo, el que sea, donde se me explote al máximo, me exprima, me ponga a trabajar como mula, y donde yo tenga que poner los gastos de operación mientras el cliente desembolsa la plata, hasta que se me pague una miseria varios años después o meses, si uno está de buenas.

Por eso mismo, tampoco podía darme el lujo de colgar el celular, de no contestar, cuando comencé a faltar en mis pagos de enero y febrero, por falta de trabajo y de liquidez. No bastó con que me quedara sin traído de Niño Dios, sin una muda de ropa para estrenar en diciembre, ni que mi estrechez económica me hubiera obligado a vivir de nuevo arrimado en la casa de mi mamá, ni que me mantuviera encerrado viendo películas online gratis, que es el último refugio y entretenimiento de los arruinados. Nada de esto bastó para que los fulanos de Gestiones y Cobranzas me montaran la perseguidora de nuevo, esta vez, con un nuevo ingrediente: cartas cargadas de un confuso y terrorífico argot jurídico. En ellas se me advertía con porcentajes y amenazas legales los exorbitantes intereses que ahora estaba contrayendo por cada día de mora, que se sumaban implacablemente a la deuda.

Mientras tanto yo, como el Coronel no tiene quien le escriba, seguía a la fútil espera de una llamada, ya ni siquiera para que me pagaran viejas deudas, sino para que al menos me llamaran a esclavizarme de nuevo, para que me dieran la esperanza de engrosar las filas de un nuevo proyecto audiovisual, así fuera con incertidumbre de pago.

Y así esperé hasta que a mediados de febrero, se me hizo el milagrito. Después de aquel yermo laboral, un amigo caritativo me llamó. Había dejado de trabajar con él porque me ofrecía trabajitos que “se hacen en un ya”, pero que en realidad eran chicharrones, que se demoraban una eternidad por culpa de clientes caprichosos y plagados de pereques, y que para colmos, pagaban seis meses después de incontables y absurdos cambios.

Pero esta vez era distinto, me aseguró… es un trabajo de un par de semanitas, que te ofrecemos por ayudarte… y tomalo como desagravio a las dificultades del pasado, para limar esas pequeñas asperezas que ya quedaron atrás. En fin, un trabajito de nada, mamey, para reconciliarnos… para que volvás a ésta, tu casa, a trabajar con nosotros, tus panas, tus colegas, tus amigos que tanto te quieren.

Conmovido acepté y di gracias a la divina providencia de que escuchara mis plegarias y me asistiera en estos momentos aciagos. Hasta prometí pagar una promesa al Señor Caído de Girardota, si me pagaban pronto para salir, de una vez por todas de aquella insufrible deuda. Olvidadas las rencillas del pasado, comencé a trabajar con mis viejos nuevos mejores amigos.

Pero pasaron las dos semanitas, y otras dos semanitas y aquel trabajo no cuajaba. El cliente retardaba las cosas, aplazando soluciones simples por falta de carácter y burocracia, y se contradecía echando todo para atrás y poniendo a repetir todo de nuevo por falta de huevos y claridad, hasta que me cogió marzo en las mismas. Volvieron a llamar los rolos de Gestiones y Cobranzas, esta vez con la misma intensidad y quizás peor que los del banco; hasta 5 llamadas me hacían por día, y esta vez en plena jornada laboral, cuando yo estaba reunido con el dichoso cliente, grabando con el equipo técnico, editando algún aparte del paquete de los 15 videos que se me habían encargado, o con mi amigo que me descargaba más trabajo sobre la marcha.

Para colmos, ya no podía colgar el celular porque ahora mi trabajo dependía de estar enlazado, comunicado todo el santo día, recibiendo llamadas de autorización y nuevas instrucciones del insoportable cliente que no dejaba de llamar, como si no tuviera otra cosa que pensar que en cómo torpedearme los videos, para que nunca los terminara a satisfacción… atado, sujeto y dependiente de un malparido insatisfecho por naturaleza. Por eso no podía colgar. Y así hubiera puesto el teléfono en vibración de nada me servía porque siempre el cliente me llamaba desde números desconocidos. Me tocaba contestar no fuera a ser que el cabrón se molestara y mandara todo a la mierda de buenas a primeras porque no le contesté a tiempo para darle gusto al nene en un capricho suyo, en una genial idea que se le acababa de ocurrir.

Por todo esto la última vez que me volvieron a llamar de Gestiones y Cobranzas a darme mi dosis de advertencias y amenazas, fue el acabose. Me llamaron justo cuando estaba en otra inútil reunión en pleno con el cliente y sus asesores personales, con mi amigo productor audiovisual, con el equipo técnico y el editor. Estábamos dedicados a la planeación estratégica y lluvia de ideas creativas sobre uno de los tantos videos también en mora. Sin más remedio que contestar, y obedeciendo a una reacción automática del instinto de conservación, o quizás del gen de la estupidez, allí mismo me acordé de los santos a los que se encomendó mi mamá y les hice lo mismo. Me les hice el sordo, el que no escuchaba, al que no le llegaba la recepción del teléfono y así les contesté:

Aló, aló, si con quien, aló, con quien hablo, no les escuchó y colgué…

Obviamente, todos habían escuchado con claridad y nitidez suprema que al otro lado de la línea, mi interlocutor, me decía con acento rolo: “Si… ¿por favor con el señor Saldarria?”, a pesar de mis negativas.

Entonces se detuvo la reunión. En medio de un silencio sepulcral, todas las miradas se tornaron hacia mi, inquisidoras. Mi amigo productor me preguntó susurrante: ¿vos es que te les estás escondiendo a alguien o qué?, el editor me preguntó si me estaba haciendo el loco y el cliente y sus asesores me miraron con reproche. Entonces tuve que hacerme el loco de verdad. Les dije que yo no había escuchado nada, en serio. Y los miré a todos con el convencimiento de quien debe mentir para salvaguardar su vida.

No tardo una nueva llamada en entrar. Era otra arremetida, un contraataque de Gestiones y Cobranzas y yo contesté para demostrarles que efectivamente tenía problemas de señal en el celular, pero ellos hicieron un silencio tal, que hasta yo mismo escuché como resonaba en aquel cuarto de reuniones las palabras de aquel rolo: ¿El señor Saldarria…? Y con el mismo teatro de aló, aló les colgué y apagué el celular, golpeando y maldiciendo aquel tiesto de aparato.

De un momento a otro, el motivo de la reunión se diluyó y todos comenzaron a especular sobre mi evidente problema. Se enfrascaron a discutir sobre el misterio de que los escuchara a todos pero no pudiera oír el teléfono. Hasta que el cliente me pidió que prendiera de nuevo el celular. Así lo hice, sudando frío. Entonces el cliente marcó mi número y yo contesté. Tuve que hacer de nuevo mi pantomima de que no escuchaba nada… ¿Todos me escuchan?, confirmó el cliente a los demás. Y tan pronto como recibió la aprobación al unísono, me sugirió, ahora póngaselo en el oído izquierdo. Yo lo hice… y con el temor de que más fácil cae un mentiroso que un cojo, esta vez confirmé que si podía escucharlo perfectamente.

¡Tiene tapado un oído!, fue la exclamación victoriosa del cliente, para mi alivio y resolución del misterio. ¿usted ha estado en clima caliente estos días?, procedió a preguntarme un encopetado asesor. Si, estuve en Santa Fe de Antioquia con la familia, mentí. Eso es lo que pasa. Cuando uno pasa de un lugar a otro con cambios de temperatura, suele ocurrir que la cera se dilata y tapa el conducto auditivo… Ah, dije yo fingiendo agradecimiento por la explicación, y claro, como todos estos días hemos estados grabado en las empresas, a lo mejor el aire acondicionado que es más bien frío me hizo eso que usted dice… pero quien iba a pensar, es la primera vez que me pasa algo así en la vida… Y yo culpando al celular, dije para hacerle moño a la mentira y asegurarme credibilidad.

Aclarado el problema yo esperaba por fin volver a retornar a la reunión, pero los demás ya estaban muy dispersos, sin ganas de seguir trabajando, propusieron dejar las cosas así por el día de hoy y acordaron una nueva reunión. Cuando pensé que por fin me iban a dejar en paz. Todos se tomaron la gentil molestia de proponerme que hacer para recuperar la audición: cómprese unos copitos Jhonson esos son benditos… no, ese algodón se deshace, mejor métase con mucho cuidado una pincita de pelo, no muy profunda… lo mejor es que consulte a médico para que le hagan un lavado y le remuevan esa cera eso si que es efectivo, a mi me pasó y queda uno oyendo como recién desempacado al mundo… eso es verdad, dijo un asesor encorbatado, queda uno escuchando mejor que un perro y es más higiénico… y todos tuvieron algo que decir…

Así, entre risas por aquel curioso incidente todos se fueron despidiendo muy felices y cordiales, no sin antes soltarme bromas sobre mi sordera, y sumar a mi prontuario las ocasiones en que les pedí que me repitiera cosas o que me dijeron algún recado y yo no los escuché… “debe ser el celular”, fue la frase bandera con la que me cogieron de tema mientras se marchaban entre carcajadas y burlas cómplices a costa mía. Yo tuve que esperar que cada uno soltara su charada. Y también mientras se me bajaba el susto frío y me dejaban de temblar las piernas. Asumí las bromas como la mejor estrategia para mantener las apariencias y ocultar mi oscura e inefable verdad.

Superado aquel comprometedor episodio, al día siguiente llegué al trabajo. Tan pronto como me vieron mis adorables compañeros no tardaron en recordar y promulgar aquel incidente a los demás miembros de la productora. Y hasta la secretaría tuvo que decir. Para disolver el corrillo burletero que se agolpó a mi alrededor, para entrar ya de una buena vez al orden laboral, mi amigo me preguntó qué solución le había dado a mi problema. Y como yo no había pensado en nada, lo primero que me ocurrió fue decirles que mi mamá me había aplicado un viejo remedio casero:

Me hizo un cono con papel, como los que tienen los viejos tocadiscos y lo puso en mi oreja. Luego prendió fuego en la punta y al cabo de unos segundos, cuando el fuego se precipitaba sobre mi cabeza, escuché un golpe seco, como un escape de aire, y ahí por fin sentí que un líquido comenzaba a salir de mi oreja… fue entonces cuando volví a recuperar la audición, les dije con total seguridad, como si ello hubiese ocurrido, cuando la única verdad era que estaba reproduciendo un viejo consejo de mi mamá, que me negué a aplicar una ocasión en la que se me tapó uno de los oídos de veras.

Ah, y yo que pensaba que eso no funcionaba y vea ud… es que como los remedios de la mamá no hay, esos son infalibles… Uy no, que susto ese papel prendido al lado de la cara, qué peligro… yo sigo insistiendo que no hay nada mejor que el ganchito de pelo, eso es lo más efectivo… Yo sí sabía que ese cono era muy bueno para sacar vientos encajados, pero no tenía idea de que sirviera para destapar oídos taponados… y en fin…

Como si ya no fuera suficiente vinieron las anécdotas: la esposa del amigo aprovechó para contar la ocasión en que un insecto se le metió en oído en una finca y cuando fue al médico, la practicante de año rural emitió un sonoro alarido que la traumatizó de por vida con este miedo… el socio de mi amigo por su parte relató una historia que había visto en Discovery Chanel en la que a un expedicionario del desierto se le metió al oído un cucarrón en medio de una tormenta de arena. Tras varios días de padecer el insoportable zumbido de las alas del insecto, lejos de cualquier asistencia médica, se punzó el oído, mató el escarabajo y quedó sordo de por vida en ese lado. Sordo pero al menos no quedó loco, concluyó.

Finalmente, mi amigo disgregó el corrillo, desbarató la guachafita y todos volvimos a nuestros puestos de trabajo. Minutos después sonó de nuevo mi teléfono. Aunque me prometí poner el maldito aparato en modo de vibrador, para evitar nuevas suspicacias y mentiras, en el trayecto me envolaté y lo olvide. Ahora que sonaba, todos pararon oreja para comprobar que efectivamente el remedio casero hubiera dado frutos. Así que contesté. Eran de Gestiones y Cobranzas de nuevo. ¿Con el señor Saldarria?... Si con él… y con esa simple respuesta los demás volvieron a lo suyo. El chiste ya no tenía gracia. Mejor para mi… aproveché para irme a un rinconcito alejado donde les volvía prometer con murmullos, y con mucha diplomacia, que les pagaría la deuda pendiente a final de mes, con intereses de mora y todo.

Tan pronto como colgué, apareció mi amigo para comunicarme que había acabado de recibir una llamada del cliente. Me dijo que desde hacía varios días venía con la desconfianza de que yo realmente escuchara sus aportes, cambios y sugerencias a los videos. Y que luego del incidente aquel, habían quedado confirmadas todas sus sospechas… Tras reunirse con sus asesores, habían llegado a la conclusión de que seguían con la empresa de videos para no afectar sus relaciones comerciales, de amistad, pero le sugerían que replanteara la idea de continuar con el realizador. Así, que en carta blanca mi amigo me notificaba, con todo el dolor del alma, por bien de la empresa, y porque no se podía dar el lujo de perder un cliente así de grande, que yo no seguía en el proyecto.

Como ves me ataron de pies y manos y no puedo hacer nada, pero eso sí te garantizo que te vamos a reconocer hasta el último peso… por supuesto, cuando el cliente nos pague… yo calculo en unos cuatro o cinco meses… vos sabés como es esa gente de complicada, me dijo con evidente lástima.

Derrotado llegué a mi casa. Entonces mi mamá me recibió toda efusiva. Yo le conté lo sucedido y ella me dijo que no me preocupara más, que nuestros problemas por fin habían terminado. Mire para que pague lo que debe, me dijo mientras me pelaba un millón de pesos en efectivo, mire para que esos ladrones lo dejen en paz. Y me entregó el fajo de billetes.

Amá, ¿y usted de donde sacó toda esta plata?, le dije mientras contaba.

Pues mijo, a veces para tapar un hueco hay que abrir otro… y saqué otra tarjeta de crédito…

Luego me dijo otras cosas, pero yo ya no quería ni podía escuchar nada.

1 comentario:

  1. Y por eso es que me dan pánico las tarjetas de crédito. Chimba de historia como siempre.

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