martes, 31 de agosto de 2010

No vamos a arreglar (2)


Antes de que yo soñara siquiera con tener un carro, mi hermana menor, Marcela, ya lo había comprado. Apenas había salido de la universidad, y gracias el préstamo de una cooperativa, fue la primera que tuvo carro en la casa. Desde entonces comprendí que si quieres conocer realmente a una persona, solo debes ponerla detrás del volante para que saque a relucir su verdadero yo interior.

Como familia de clase media que se respete, sus hermanos no tardamos en desafiarla para que nos sacara el fin de semana a darnos la “palomita” por el oriente antioqueño, para despegar el motor. Excusa barata porque el carro era un sprint de segunda que tenía el motor más que despegado, literalmente.

Así me di cuenta de qué estaba hecho el carácter de mi hermana, y eso que había pasado más de 20 años conviviendo en la misma casa con ella. Y no exagero. Tan pronto como empezó a manejar, su temperamento se tornó huraño y belicoso. Comenzó a acelerar, poseída por un innecesario afán, empezó a zigzaguear en la calle para pasarse a otros conductores más lentos, no dudó en insultar a paquidérmicos buseros, y a proferir toda clase de insultos cuando rebasaba a impertinentes taxistas que, como ella, zigzagueaban adelante.

Se quejó de la demora de los semáforos en rojo saliendo de la ciudad, le pitó con ira a uno que otro transeúnte que apenas si tuvo tiempo de pasar la cebra, echó cátedra sobre los peligros que entrañan los ciclistas en carretera, a los que no se los llevó por delante de milagro, y subiendo por Las Palmas, renegó hasta el cansancio de que le hubieran dado el pase a “esos malparidos” que se iban por el carril izquierdo en primera, cuando se supone que es el carril de alta velocidad, haciéndole perder fuerza a los que sí manejaban con tal destreza como para subir en tercera, es decir, como alma que lleva el diablo.

En menos de media hora, su mal genio, se tiró en el ánimo festivo de los que queríamos pasear, estrenando carro usado. Y no veíamos la hora de llegar al primer estadero para no tenernos que aguantar más su mala leche por todo… y ni eso bastó, porque después de un tener que aguantar una perorata suya de 15 minutos contra un camionero que “no avanzaba ni dejaba avanzar”, nos vinagró hasta el apetito.

Tras ser víctima de aquel “delicioso” viaje, entendí que no era que Marcela hubiera cambiado, sino que todo lo peor de su ser salía a relucir cuando manejaba. Y por eso, para evitar aquel irritable estado me prometí no comprar carro todavía.

Pero el tiempo pasó más rápido que las carreras de Marcela, y mi necesidad de hacerme a un vehículo para evitar del desangre económico de pagar tanto taxi, fue cada vez más apremiante… hasta que finalmente me compré el carro y salí a esa batalla campal que se libra en las calles, con la conciencia de que tarde o temprano, iba a terminar como mi hermana para sobrevivir, o mucho peor.

Luego de reiteradas varadas de aquel carro usado, de perder más plata de la que creí ahorrar, en arreglos, y mientras me acomodaba a los pereques de mi viejo bólido, me di cuenta de que no iba a pasar de la fase de “buñuelo eterno”. Así es como se conoce a esos conductores que ya son viejos, sin importar la edad, y que así se quedan porque nunca se toman confianza con la velocidad, ya que cualquier aceleramiento les parece frenético; que tienen un problema de motricidad irremediable y nunca aprenden a parquear en reversa o a rebasar a los demás carros en vías rápidas.

Padecemos de “Exceso de prudencia”, con este eufemismo, es que tratamos de encubrir los buñuelos nuestra incapacidad de ponernos al volante con la agilidad estrepitosa de los “velociraptores” que inundan las calles. Y no nos abochornamos, pese a las burlas e insultos que recibimos a diario, porque en el fondo sabemos que nuestra condición nos mantiene al margen de los cotidianos y bizantinos enfrentamientos. Resulta de lo más conveniente para la salud aislarse de estas nocivas riñas, cuando lo que uno ve en la calle es a los conductores particulares contra taxistas, a taxistas contra volqueteros, a volqueteros contra buseros, a buseros contra buseros, a buseros contra motociclistas, a motociclistas contra todos, a todos contra peatones y a todos contra todos, echándose su vehículo, como kamikases.

Tal es el dantesco panorama al que uno se enfrenta. Y esto te lo recuerdan a menudo, la cantidad de accidentes que ves cuando pasas al lado de los interminables choques y accidentes que hay en las calles, con varios motociclistas vueltos papilla por su imprudencia o la ajena, en las grescas que provocan enormes tacos de taxistas o buseros armados de crucetas, a “elegantes” señores sacando el fierro y haciéndole tiros al aire a una atemorizada señora que apenas si puede subir la ventanilla. Como en el salvaje oeste. O viendo a púberes adolescentes atontados, saliendo de un carro volteado, chorreando sangre, heridos y lesionados como si escaparan de un holocausto, en plena madrugada. Para eso, mejor sigo buñuelo, miedoso o lo que se diga, así me gocen. Como dice mi mamá: “Más vale que digan: Aquí corrió un cobarde, que aquí murió un gallito”. Por eso, frente a la ineludible disyuntiva de manejar a la defensiva o la ofensiva, yo prefiero ser un cobarde que conduce a la defensiva.

Poco a poco me he acostumbrado a ceder el paso al que tiene mucho afán, a abrirme al que viene como si tuviera diarrea, a dejar pasar los transeúntes pese a los pitos de los irascibles de atrás, a no cerrar ni acelerar nunca a nadie que haya cometido una burrada, a no responder a ningún insulto ni provocación y hacerme el bobo mejor. Y es que en esencia me he mantenido sano y salvo porque sé que mi lado más oscuro es bobo.

Pero así uno trate de evitar, cuando uno tiene carro lo único seguro es que se va a chocar, como es inevitable la caída para el que tiene moto.

En los escasos años que llevo manejando, gracias a mi prudente temor, nunca he chocado a nadie. He rayado hasta el cansancio el carro tratando de parquearlo en reversa, una vez por accidente le pisé el pie al novio de una amiga reversando también, afortunadamente sin huesos rotos que lamentar; si mucho un esguince. Pero si me han chocado por detrás. Dos veces. Y siempre leve.

La primera vez, fue un muchacho atolondrado que por andar tocando a la novia no calculó y me dio en plena avenida San Juan, una de las vías más cogestionadas de la ciudad. Quedamos en medio del tráfico, en plena hora pico formando un taco del demonio. En aquel entonces ya sabía de lo engorroso que son los trámites con informe de tránsito por los choques que había enfrentado Marcela contra taxistas o buseros, que tardaron meses para ir descargos y que finalmente se negaron a pagarle o el fallo no fue positivo. Pero Como el daño, fue apenas una pequeña abolladura y descascaramiento de la pintura en el bomper trasero, preferí arreglar por las buenas; era mejor evitar.

Experto en rayones hechos por mi mismo, terminé por aceptarle cualquier 40 mil pesos al enamoradizo infractor, ya que calculé que eso valía el ajuste y la pintura de la pieza averiada. Aunque el muchacho puso problema al comienzo, luego de que su novia le hizo caer en cuenta de que “el que pega por detrás paga” y de que el guarda de tránsito le advirtiera que, aparte de pagar el daño, debía cancelar la multa si íbamos a pleito, el muchacho aceptó a regañadientes y cada uno se fue por su lado, sintiendo que era lo más conveniente y satisfactorio.

Pero en el segundo choque, el melao supo distinto. Por esos días estaba estrenando novia. Una señorita a carta cabal en la calle, pero una verdulera una vez se pone al volante. Insulta con palabras de grueso calibre a quien ose pitarle, se iguala con taxistas furibundos, no escatima en vituperios a buñuelos como yo que se le atraviesen a su paso. Incluso me dice “Noñete” de cariño, en homenaje a mi manera de conducir. Mientras conduce mastica chicle para mantener su enajenación, hasta le tiembla un párpado y se le brota una vena en frente.

Cuando va en carretera, está en su salsa; le exige a su copiloto que la vaya atendiendo como es debido; esto es, que le compre y le abra las cervezas para el camino, que le de su dosis de copitas de aguardiente, y que le esconda la media de guaro en el retén, que destape los chicles y se los de en la boquita, y me advierte que por nada del mundo se me ocurra decirle como manejar, porque si algo la saca de quicio es “que le enseñen al papá a hacer hijos”. Es en resumidas cuentas mi antípoda al volante. Es peor que mi hermana incluso.

Pero yo la quiero y quizás por eso fue que terminé por copiarle su teoría. Ella es de las cree de que si uno se queda callado antes las infracciones ajenas y permite que “esos” atarvanes pasen por encima de uno como pedro por su casa, entonces uno está contribuyendo a que esos “malparidos” sigan haciendo de las suyas impunemente, hasta que le hagan un verdadero daño a cualquiera.

Fue por eso que la última vez, en el segundo choque dejé mi actitud pasiva, mi estilo defensivo y puse los puntos sobre las íes.

Eran como las 8 de la noche y regresaba a mi casa por la avenida 80. Para esa hora ya estaba medianamente descongestionada. De pronto, detrás de mi viene un tipo en una camioneta, al que no pude ver bien, porque tenía las luces altas y me enceguecía. Tomé el carril izquierdo, en vista de un taco que se formó adelante, precisamente por un choque.

Aceleré, pero no parecía suficiente para el tipo que comenzó a pitarme con insistencia. Ante su manera de pitar, pensé que llevaba algún enfermo o herido de urgencia para la clínica de las Américas que quedaba adelante. Tan pronto como pasé el taco busqué la manera de hacerme a un lado, hacia el carril derecho, para darle paso. Pero descubrí que el tipo venía solo y siguió de largo en la clínica. Así que volví al carril izquierdo, dado que el derecho se movía lentamente hasta que llegué al semáforo en rojo.

Allí, me volví a encontrar detrás del tipo, que por andar hablando por celular no se percató de que el semáforo había cambiado. Como el tipo no se movía, a pesar de que le pité, yo aceleré, tomé el carril derecho y luego el izquierdo de nuevo. Entonces, en menos de lo que canta un gallo, volví a tener al tipo detrás, cegándome de nuevo con sus luces altas y pitándome que me abriera. Pero esta vez recordé las palabras de mi novia, como los globitos que se le aparecen a las caricaturas y no le di paso.

El tipo siguió pitando, trató de pasarse al carril derecho pero no pudo, casi se choca y por evadir el choque, a la velocidad que iba no le dio tiempo de reaccionar, volvió a tomar el carril izquierdo y terminó pegándome por detrás.

Yo paré de inmediato mientras que él, limitado para un escape por el flujo lento del carril derecho, no le quedó otra opción que detenerse también. Fueron esas intenciones de evadirse a la fuga, las que despertaron en mi, el principio inamovible de no querer arreglar como en el choque anterior y esperar al tránsito. Así se hiciera el taco que se hiciera. Era lo que se merecía. Quería darle a aquel atarván, por fin su lección.

Me bajé del carro tratando, eso sí, de parecer muy calmado y cortés. El se bajó también pero visiblemente ofuscado. Era un tipo gordo y rapado, rubicundo, con una guayabera blanca, cadena de oro, que titilaba con la luces de los carros que pasaban, jean apretado y desgastado, y botas vaqueras negras.

Una vez se paró frente a mi, no dudó en lanzarse con alegatos, manoteos y muecas pendencieras. Yo le escuché tratando de mantener la calma y no dejarme descomponer ni provocar. “El que se enoja en una discusión, pierde”, recordé a Borges para tratar de mantenerme invulnerable a su agitación. Reacción que lo alteró mucho más. “Usted me pegó por detrás, y el que pega por detrás paga”, fue lo único que dije en mi defensa… “Y no vamos a arreglar”, sentencié, sugiriéndole que gracias a esa misma mala actitud él había provocado el choque, y que por eso mismo no me iba a mover un ápice hasta que no llegara el tránsito.

“No vamos a arreglar”, le repetí, aunque en medio de sus insultos no mostraba señales de querer pagar el daño hecho. Y él que sigue insultado y yo que “es que usted no me ha entendido, no vamos a arreglar”, le repetí una vez más. Hasta que él me mira y me dice: “Es que no vamos a arreglar”. Por un segundo pensé: “Hasta que por fin entendió”… Y entonces yo le contesté: “Perfecto, por fin entendió… no vamos a arreglar”… Pero entonces el se acerca, me mira con odio y me dice: “No, el que no ha entendido es usted… no vamos a arreglar”, y saca de su espalda una pistola plateada, que como su cadena, brilla con las luces de los carros del carril derecho, que esta vez si aceleran al ver el arma. “Claro, como usted diga, no vamos a arreglar”, le dije convencido, me monté al carro y arranqué pálido y nervioso. De una me ubiqué en el carril derecho como pude y lo dejé pasar.

Como estaba tan tembloroso, volví de inmediato a mi actitud defensiva para manejar. Opté por dejar el carro frente a mi casa, y me fui caminando hacia la casa de mi mamá. En el trayecto, se me volvió a subir el susto cuando vi aquel carro parqueado en el DAS y al tipo charlando como si nada con unos celadores armados de Mini Usis. Seguí a paso rápido para que no me viera. Y una vez di la vuelta a la cuadra aceleré. Dos cuadras después, un poco más calmado, pensé: “Tan güevón yo, es que hay veces en que no vamos arreglar”.

3 comentarios:

  1. Jaja, mera caja de historia Pacho.
    Yo ni siquiera sé manejar ome.
    La parte de los accidentes automovilísticos me hizo pensar en esta canción: http://www.youtube.com/watch?v=MiUQ6lj1C4I
    Saludos.

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  2. hombre soltame que llevo toda la mañana leyendo el archivo, tienes un blog muy entretenido felicitaciones

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  3. Francisco mira que lindo, tu blog coje mucha fuerza, Gracias de nuevo por escribir y por stas historias tan locas.

    Cuidate pacho y no olvides ser feliz.

    Saludos

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