lunes, 6 de junio de 2011

EL SECRETO DEL BUEN CROAR

(Fábula)

Dedicado a la memoria del maestro Mario Escobar Velásquez


Estimado Señor Ornitorrinco:

Embargados por el dolor de detener un proceso educativo a causa del inevitable curso de la vida, lamentamos informarle que el tercer nivel de “Croar” ha sido suspendido de manera indefinida, hasta que no encontremos un sapo idóneo para tal menester. Le agradecemos su comprensión y respaldo.

Atentamente,

La Rana de Árbol

Directora General

Laguna-Escuela “Voz Propia”

Si hay algo que deteste más que los recuerdos digestivos del correo de gaviotas sobre las cartas, es la ramplona diplomacia de las ranas. Por eso emprendí este viaje hacia la laguna-escuela para reclamar mi depósito de savia. Lo que nunca imaginé fue verle las ancas tiesas al Sapo sobre un lecho de hojas otoñales. Con su mirada cristalizada en esa expresión adusta que embellecía su rugosidad. Tardé en asimilarlo: me hallaba en el funeral del viejo, en compañía de sus discípulos y enemigos. Cientos de animales de todas las especies, se agolpaban en torno a la laguna, esperando un mítico espectáculo: que el croar del difunto se elevara al cielo y se uniera al coro celestial de los ancestros cantores que habitaron estas tierras.

La primera en recibirme fue aquella odiosa Rana, que después de un sofisticado saludo, me apartó con el pretexto de devolverme el anticipo de savia. Pero en su lugar me acorraló con sus ojos sanguíneos. Me asedió con sus dedos ventosos que encontraron cualquier excusa para adherirse a mi cuerpo.

-Sabe una cosa…- me dijo insinuante- quiero confesarle que siempre he tenido una extraña fascinación por los inusuales alumnos del maestro.

-¿Qué quiere decir con inusuales?, le pregunté con cortesía, conservando la distancia.

-No se haga el ingenuo… pero si le apetece, seré más explícita: usted sabe que su forma es algo extravagante, y sobre todo me encanta esa combinación de pico y cuerpo peludo… Es tan, tan exótica…

Nada podía resultar más aterrador; traté de guardar la compostura, pero ella me saltó encima frotando su cuerpo viscoso.

-Por favor señora, este no es el momento, estamos en un velorio.

-Lo sé, pero es que la ausencia del maestro me ha dejado un vacío insondable… Vea, sienta mi pecho y se dará cuenta que mi corazón necesita alguien que lo haga latir de nuevo.- me imploró, acercando mi garra a su pecho gelatinoso.

-Señora, a riesgo de ofenderla, le recuerdo que nuestros cuerpos están anatómicamente diseñados para repelerse… Y deje esa garra quieta que mi uña ponzoñosa la puede lastimar…

-No me importa, aún su veneno sería un elixir para mí - y me lamió el pelaje con su pegajosa lengua.

No me quedó otra opción que darle un picotazo. Ofendida, se separó de mí. En un arranque melodramático, con una mano en la frente y otra en las alturas, me respondió agitada, hinchada de la pena:

-Por favor perdóneme, pero no soy dueña de mis actos. Cuando las de mi especie pierden a un ser querido, nos vemos en la penosa obligación de reemplazar con urgencia al macho perdido. Estamos al borde de la extinción… Ya no quedamos muchas de nosotras y las que prevalecemos estamos al límite del ciclo reproductivo.

- … No se sienta mal. Además recuerde que fue precisamente usted, con sus atributos y dones, quien obtuvo el merecimiento del maestro para ser elegida como su última y más ilustre compañera.

-Que va… él nunca me dedicó más atención que a sus alumnos más rezagados. Toda su lírica se la guardó para sus “aclamados” recitales. Y la poca pasión que le quedaba, se la entregó a cuanta anfibia joven le saltó encima…

- A propósito del maestro, ¿de qué fue que murió?- le interrumpí intrigado, para cambiar de tema…

Pero ella se hizo la de oídos sordos… y continuó su perorata.

-… en esta laguna infestada de bichos, yo fui sólo el hazmerreír a causa de ese cínico que usted idolatra como un maestro… ¡Un maestro del engaño!, eso es lo que era, para que lo vaya bajando de esa nube. Abra los ojos… porque su amado maestro no quería a nadie más que a sí mismo…

Con actitud de mártir teatral, la Rana me dio la espalda y dejó perder la mirada en el horizonte. Se sumergió en un memorial de agravios contra su fallecido consorte… Pronto su rabia le aceitó la pasión y comenzó a frotar su cuerpo con sus dedos. Volvió a entrar en calor, recordando la rudeza con que el Sapo la conquistó y la hizo suya en una veraniega tarde de abril. Entonces aproveché el descuido de mi verde admiradora y me escabullí.

Al tratar de escapar me tropecé con el lamoso caparazón de una centenaria Tortuga que estuvo camuflada allí; observándonos durante mi ardiente charla con la Rana. Su mirada desconfiada me intimidó. Aunque sé que son lentas y carecen de una buena audición, para compensar tienen un gran olfato y una visión aguda. Son prácticamente mudas, ¡pero ponen un cuidado!…

Trate de disimular, como si hubiera sido descubierto infraganti cometiendo algún pecado. Y me infiltré en los pequeños patos que acababan de desembarcar desde la otra orilla, custodiados por la maestra Ganso. Venían a rendirle un homenaje al Sapo que no conocían. Chapuceaban al borde de la laguna, absortos en el juego, junto al cadáver que ostentaba su encantadora expresión de disgusto perenne. Esta indiferencia infantil, me llevó a recordar el día en que conocí al viejo maestro.

Por aquella época terminaba mis estudios de nado y construcción de túneles y guaridas, pero no sabía que iba a ser de mi vida, ya que siempre he sentido que no estoy hecho para algo funcional. Viéndolo bien, qué se puede esperar de un ser que durante el día permanece escondido en una madriguera; que de noche se la pasa nadando en arroyuelos de agua dulce; que vive con un apetito insaciable embutiéndose de animalillos hasta engullir su propio peso; que nada con los ojos cerrados, confiando a ciegas en el censor de su pico… es como si usted, estimado humano, saliera a trabajar cerrando los ojos, confiando en que su nariz hará todo el trabajo sucio y le llevará comida a casa. ¡Habrase visto tal exceso de confianza!

Para colmos, vivimos con un cuerpo prestado, sin identidad propia, hechos con partes de otros animales: hocico con forma de pico de pato, cola de castor y patas de nutria. Somos además de los pocos mamíferos venenosos; los machos tenemos un espolón en las patas traseras que libera un veneno capaz de producir hasta la muerte en algunos anfibios. Y bien se sabe que cuando a uno le sobra el veneno, le escasean los amigos.

Para acabar de ajustar, no he conocido un macho de mi especie que tenga serias intenciones de contraer un compromiso nupcial. Luego de la cópula, no desarrollamos ningún papel en la cría de nuestra descendencia; preferimos retirarnos a seguir viviendo solos, confinados en nuestra madriguera, firmes en la convicción de que el buey solo bien se lame.

Con este prontuario, fácilmente uno cae en un estado de depresión o termina mucho peor: uniéndose como adepto a sectas subterráneas, que acaban ingiriendo renacuajos venenosos en grupos hacinados en túneles, motivados por la esperanza de reencarnar en otro animal.

En esas desoladoras meditaciones de pubertad me encontraba yo, vagando sin destino en medio de la noche, cuando de pronto, escuché proveniente de la laguna el eco de un melodioso croar. Áspero pero profundo. Inquieto me abrí camino entre los juncos y furtivamente lo vi por primera vez. Ahí estaba él, un sapo arrugado y melancólico, emitiendo su canto triste frente a un topo, una tortuga (la misma que me espiaba), una salamandra y aquella rana lasciva de provocativas ancas que en ese entonces exhibía una piel brillante, aceitosa y firme.

Todos aquellos jóvenes animales escuchaban atentos y fascinados las indicaciones del Sapo sobre la forma de emitir aquella hipnótica musicalidad. Tan pronto como terminó la clase, los alumnos le rodearon. A excepción de la Tortuga, que penas musitaba palabra, los demás le preguntaron qué ejercicios necesitaban para croar así. El Sapo, con aquella embrujadora tristeza sembrada en su rostro surcado por mil penas, les aclaró con parsimonia:

-Lo importante no es tanto croar como yo, sino encontrar el sonido propio.

Aquel consejo fue la epifanía que estaba buscando mientras me perdía. Pero ellos, confundidos ante tal revelación, volvían a indagar:

-¿Pero podemos croar, croar como usted?

-Pues si eso es lo que quieren, tal vez lo hagan siempre y cuando el croar salga de sus entrañas, y se cante con vísceras… todo es posible pero no es lo realmente importante… Cierta vez conocí a un Burro que cantaba como un Sinsonte. Y eso que en las Islas del Caribe se dice que los Sinsontes imitan a otros pájaros tan bien que se les olvidó su propio repertorio-, les respondió el viejo.

Los estudiantes lo miraron sin comprender.

-Lo que quiero decir es que cualquiera puede llegar a ser incluso un imitador de imitadores y ser muy bueno en ello si se lo propone,- les explicó con una desmotivación proporcional al destello de felicidad hueca de esos alumnos que vitoreaban “aquella señal de aliento” sin entender la analogía.

Esa noche el viejo me descubrió espiando tras la hierba. Cuando me invitó a acercarme, me pudo el susto y huí sintiendo que no era merecedor de tal sabiduría. Sin embargo, luego de varios intentos infructuosos, con el cambio de luna nueva vencí mis temores: me acerqué y le di la cara. Sin cruzarnos embarazosas justificaciones me admitió.

Debo confesar que asistí a las clases más por el deleite de escuchar croar al maestro que por aprender a hacerlo. Total, mi pico de pato es muy nasal y torpe para los sonidos finos.

-Ese cuac-cuac es un sonido muy bello, - me dijo cuando me instó a que le cantara- y es una lástima que sea menospreciado en nuestros días. Hay muchos que se atreven a decir que no es más que un sonido hilarante, chistoso, pero contra eso precisamente es que debes luchar. Y si lo dejas fluir podrás encontrar tu voz interior.

Gracias a su sabiduría, también pude distinguir que hay croar de croares. El que más descrestaba a todos mis compañeros era el que tenía mayor alcance, es decir, el que podías escuchar al otro lado de la laguna. Pero éste canto era muy débil y desaparecía muy pronto, sin eco. Este croar “vistoso” abunda en nuestro charcos donde se piensa que en el arte de los sonidos vale más ser escuchado que comprendido. Como réplica a este pensar el maestro sugería ejemplos como el de descomunales seres acuáticos, nunca vistos por nadie de esta región, y que él llamaba Ballenas; que emiten infrasonidos melodiosos, inaudibles para la gran mayoría, pero que llevan en sus ondas mensajes a través del vasto mar y son comprendidos a muy largas distancias. “No sólo se trata sólo de potencia sino de claridad”, acentuaba.

Afirmaciones como estas levantaron ampolla en diversos círculos de cantores y sobre todo en rebeldes artistas de moda. Durante su juventud el Sapo se había granjeado una reputación como potente tenor de croar clásico. Así que aquellos, aprovechándose de su vejez, no desperdiciaban oportunidad para desafiarlo a medirse en competencias de canto. Durante algún tiempo, el Sapo accedió a tales desafíos, para que lo dejaran en paz y sobre todo para demostrar la veracidad de sus postulados. Como no le costó mayor esfuerzo que su croar se extendiera a los confines más remotos de la selva, y dejaba en ridículo a sus más avezados oponentes, pronto se cansó de aquel jueguito y en adelante los rechazaba con una sagaz ironía. Por supuesto, estos cantores quedaban tan ofendidos que él mismo prefirió marginarse de la envidiosa escena local, y de paso se privó de seguir dando presentaciones a un reducido y selecto grupo de cisnes, considerados de élite, que pagaban para asistir a sus conciertos a cueva cerrada. Por eso no es de extrañar que muchos de aquellos cantores y demás aristócratas resentidos quisieran sacarlo del camino definitivamente.

La salpicadura de agua de los patitos, me sacó de estas meditaciones y me trajo a la cruda realidad. Al ver a esos pequeños revolotear, me dirigí a un grupo de Lagartos que croaban con pedantería, como una burla frente al cadáver. Eran acérrimos detractores del Sapo, quizás porque debido a su carácter esnobista y marrullero, fueron rechazados por el maestro. En coro recitaban con sobreactuación facial fragmentos de canto, croados por el maestro en vida (y eso que esta especie es inexpresiva). Aquella pantomima, y su actitud arrogante, como si estuvieran en un coctel más que en un funeral, me sacaron de quicio. Al verme así, comenzaron a murmurar. Hasta que uno de ellos me abordó con sus ojos destellando malicia.

-¿Y usted también croa, amigo?

-Croar lo que se dice croar no. Pero el maestro me enseñó a perfeccionar mi Cuac. ¿Quiere que le recite una adaptación de “Visiones desde el fondo”?, le pregunté molesto y desafiante.

- Ya tuvimos suficiente con el “maestro” y esos alaridos que nos espantaban las presas. Nosotros comprendemos la generosidad del viejo sapo frente a su limitación.

Sus petulantes carcajadas de filosos dientes retumbaron en la laguna. Tuve ganas de sacar mi espolón ponzoñoso, pero me contuve. Sin embargo, aquel cinismo me recordó la segunda manifestación del buen croar: “No siempre el que más cacarea es el que mejor canta. Pero tampoco por ello hay que dejar que la humildad eclipse la confianza”. Así que me armé de valor, y comencé a entonar con mi débil y desentonado cuac-cuac, el “Himno a la Diosa Natura”, en medio de las burlas de los Lagartos.

-Da lo todo lo que tienes, con toda tu pasión. Que si eres sincero y tienes convicción, otros corazones conmovidos elevaran sus voces y se unirán a tu canto- nos decía el maestro cuando nos veía desfallecer.

Y así fue. Como por arte de magia, mi trémula voz fue ganando seguidores. Contagiando a más y más voces de diferentes sonoridades. Uno a uno, los animales se fueron levantando, con sus pechos henchidos de orgullo y sus ojos destellando una melancólica gratitud hacia el maestro. Pronto toda la laguna cantaba al unísono un babélico y armonioso himno. E incluso la poderosa fuerza de ese homenaje obligó a que los Lagartos salieran reptando despavoridos.

Este bello momento pletórico de confraternidad, se ensombreció al caer en cuenta de que el Sapo no podía disfrutar aquel anhelado momento que tanto había propiciado.

Cabizbajo, llegué a un grupo de Cocodrilas seniles, contratadas por la Rana como plañideras para llorar frente al Sapo desde el alba. Mientras derramaban lágrimas, especulaban sobre las causas del misterioso deceso del maestro. Rumores, chismes y conjeturas iban y venían, no por ello menos interesantes.

-Qué se envenenó con cicuta para seguir los pasos de su máximo ídolo, - decía una.

- Que su corazón no aguantó el voltaje cuando sostenía relaciones con un alumno macho al que le doblada en edad- decía la otra, mientras fingía sollozar.

-Que lo mató su exagerada inclinación por la bebida de alcohol de raíz.

- Que dio término a su vida tras aceptar que no tenía más de que croar y se cortó sus cuerdas vocales hasta desangrar.

-Que la rana, esa ladina, lo intoxicó porque no aguantó más sus infidelidades, que eran un secreto a voces en toda la laguna; no sin hacerle firmar un testamento, donde ella figuraba como la beneficiaria universal de todos los derechos de su obra.

Que una cosa y que la otra, y así, esas hembras no pararon de dar inagotables explicaciones a la muerte del Sapo, al que en vida no dejaron de adular de frente y de criticar de espaldas. Sólo en el velorio soltaron más injurias que lágrimas derramadas.

Harto de tanta hipocresía busqué refugio en el grupo de mis antiguos compañeros que se agrupaban en un corrillo alejado. Verlos reunidos me hizo evocar de nuevo aquellos crespúsculos croando en ese lago manchado de un cielo encendido. “Las verdaderas amistades se construyen en el ocio compartido”, era lo que decía el maestro cada que nos veía juntos, lanzando nuestros cantos al viento, como gallos en alborada.

Conformábamos una camarilla muy unida en aquel entonces. Estaba compuesta por un Hurón con corbata que trabajaba en una corporación financiera para nidos y guaridas; una Zarigüeya que se resistía a sólo cumplir con sus obligaciones de marsupial y acarreaba a sus siete críos a las clases, que en parte asumía como una suerte de estimulación temprana; también estaba un joven Mandril, venido de la llanura, sereno y habilidoso en el arte de callar, quien además demostraba un gran talento en el perfeccionamiento de su dialecto nativo: el aullido (él era uno de los preferidos del maestro, quizás porque nunca manifestó interés alguno por croar); había una Guacamaya con peluca, ya catana, experta en psicología humana y gran imitadora del lenguaje de esa especie, que no escatimaba ocasión para enfrascarse en discusiones bizantinas con el maestro sobre la preeminencia de la ciencia sobre la sabiduría; un Topo octogenario y cegatón, cansado de profundidades y cavernas que emergía a la superficie para tratar de describir con su canto las maravillas de un cielo que no podía ver; estaba una Ardilla desempleada, a la que habían echado de una enorme fábrica de selección de nueces, y que ostentaba el título de secretaría bilingüe, ya que también hablaba en lenguaje de Castor con gran fluidez… También nos acompañaba esa misma Tortuga que me asedió durante todo el funeral: de ella se rumoraba que era una pertinaz crítica musical y melómana empedernida; gozaba de un olfato insuperable para descubrir a talentosos intérpretes y de un oído excepcional, pero era tan exigente que nada le gustaba, sólo valoraba al maestro como el único representante de las artes vocales de la laguna. No hablaba nunca, pero cuando hablaba deslumbraba con una voz melodiosa, de un suave y dulce color, que de manera muy sucinta sólo revelaba irrefutables verdades. Se dice que en sus años mozos ella pudo convertirse en una intérprete brillante, pero al sentirse a la sombra del maestro prefirió guardarse para sí todo su talento y evitar la fatiga. Para cerrar con broche de oro este singular cuadro de honor, estaba un Mimo, el único humano al que el Sapo le permitió estar con nosotros, porque no nos envenenaba con palabras malsanas. Un Mimo que encontró la fatalidad al ingresar a una secta subterránea. Paradójicamente fue hallado envenenado junto a seis Ornitorrincos que tenían su espolón cercenado, y que se habían suicidado con la firme intención de reencarnar en otro animal.

Excepto el Mandril, todos queríamos croar, y no era de extrañar al quedar deslumbrados con el canto celestial del Sapo. Por esa razón soportábamos los anquilosados prejuicios del maestro contra las nuevas tendencias y vanguardias de la juventud, padecíamos con estoicismo su mal aliento y nos aguantamos los pereques y resabios de ese viejo curtido y mañoso. Sin mencionar su manía de propinarse aperitivos de mosquitos en medio de una lección. Todo por croar, a pesar de la reiteradas advertencias del viejo de que lo verdaderamente importante no era croar sino encontrar la voz propia y esencial de cada ser.

-El mundo está lleno de animales que sueñan con ser artistas del cacareo, del barritar, de graznido y de otras bellas artes, sin entregar a cambio una parte de su alma, sin intentar conocerse siquiera, sin ofrendar al menos un trozo de su espíritu. Todo el mundo cree que porque “su” sonido le sale natural, y viene con él, ya cantan… Es cierto que muchas vacas mugen pero solo unas pocas cantan al mugir.- nos decía exaltado y colérico, cual profeta.

Se me desvaneció toda esta nostalgia, cuando volví a escuchar la voz de la Rana. Pidió silencio y atención a la concurrencia mientras la maestra Ganso organizaba a los patitos frente al cadáver del Sapo. Al compás de un graznido, las pequeñas aves comenzaron a croar al unísono, en un desentonado tono agudo: “El Canto a la Laguna Gris”, una de las más aclamadas composiciones del maestro y fundamento de nuestra educación primaria, que al igual que la popular canción de “Los Pollitos dicen” está marcada indeleble en nuestra memoria desde críos.

El tormentoso recitar de aquellos tiernos patitos me hizo retornar a la evocación de aquel grupo de aprendices. No había que tener un oído musical para darse cuenta de que éramos una caterva de desafinados sin remedio.

La vieja Guacamaya, con lo sensible y conocedora que era del comportamiento humano y la psicología animal, chillaba de tal forma que parecía un llamado en época de celo; Con sus colores desgastados, su canto parecía más bien un llamado de auxilio menopáusico.

El Topo, como si no tuviera suficiente con su avanzada ceguera, en cada intento perdía más el habla.

La Zarigüeya nunca dejó de ser una madre devota y se la pasaba como una Urraca contándonos anécdotas de la crianza y las ocurrencias de sus críos en el despertar a la vida, con un predecible croar que todos conocemos desde la infancia.

El Hurón con corbata, era el que más acercaba a una digna imitación de croar. Pero su estilo era seco como una transacción; carecía de fuego, de gracia, pese a que en ello ponía toda su voluntad y empeño, y no le valió que practicara con férrea disciplina.

El Mimo, por su parte, comenzó a dar explicaciones psicoanalíticas sobre los problemas que impedían su correcta fonación. Y no tardó en echarle la culpa a su naturaleza humana, que lo condujo a su fatídico fin.

Mientras que la Tortuga, hizo una pausa en su irrompible silencio, para cantarnos una verdad de perogrullo: “Así como son de singulares, así de terrible es su cantar”. Entonces el maestro la reprendió severamente. Y él sí que le cantó la tabla. Le advirtió que después de haberla acogido durante tantas décadas, sin haberle exigido siquiera un mínimo progreso en su cantar, no le admitía por ningún motivo, que atentara contra nuestra autoestima.

-Puede ser que tus dotes te hagan, lejos de estos aprendices, la más destacada en estas lides… pero ambos sabemos, más que nadie, el gran daño que puedes hacer con tus comentarios insidiosos… Por favor, no mezcles los asuntos personales, no descargues lo que tienes pendiente conmigo con estos pobres chicos, que lo único que quieren es encontrarse a sí mismos… Si no has podido hacerle frente a tus miedos y decepciones, allá tú, pero a ellos no me los toques.- Sentenció el Sapo. Luego su piel se tornó oscura, se infló de furia y emitió un estrepitoso eructo de disgusto.

Nunca se me olvidará como la Tortuga bajó la cabeza aquella tarde, sumisa y derrotada. Y dio media vuelta para no volver nunca más.

Y sin embargo tenía razón: Éramos terribles y de todos, la Ardilla fue la peor. Su croar resultó una experiencia soporífera, al extremo de que nos privó a todos, incluso puso a roncar al maestro. Algo impensable, ya que él siempre tuvo oídos prestos para corregirnos. Paradójicamente, gracias a esos desplantes la Ardilla encontró su voz propia, y con ella su verdadera vocación. Renunció a las clases y montó una guardería de arrullos para polluelos.

Al finalizar el acto de los patitos volví de mi letargo. Y me dispuse a escuchar la intervención del presidente de la prestigiosa Academia de Búhos y Lechuzas. Una Eminencia en aspectos académicos. Literalmente, el Búho se sentó en la palabra. Resaltó la importancia de la obra del viejo Sapo para las futuras generaciones; se refirió a la necesidad de difundir este legado a otras lagunas; de rescatar “el invaluable patrimonio inmaterial de este croar”, y de combatir las nocivas influencias de un reino animal cada vez más domesticado por la voraz especie de humanos. No escatimó en halagos, en recalcar las virtudes del “benemérito occiso”. En fin, pura retórica, un discurso que parecía de nunca acabar y que terminó siendo más efectivo que los arrullos de la Ardilla. Gracias a su sonsonete más de la mitad de la concurrencia se sumergió en un profundo y babeado sueño de bocas abiertas y ronquidos solapados. Un sartal de hipocresía académica para un Sapo que siempre se mantuvo al margen de satíricos y venenosos intelectuales y que odiaba más que nadie los halagos de sectas dogmáticas.

Viendo declamar al Búho, con inspirado y entonado acento, atribuyéndose citas del maestro como suyas, recordé las palabras del Sapo en un discurso que pronunció en un homenaje que le hizo la Academia de Pájaros Cantores.

-Nada resulta más reprochable que el conocimiento ostentoso, ya que se convierte sólo en doctrina y en una manera cínica de vivir. Los infames que usan estos medios para alcanzar estatus, reconocimiento y poder no hacen más que engañar a los ingenuos, defraudar a los ignorantes, y animar a los parásitos. Su daño es grande y se sigue extendiendo como un maleficio en todos los sagrados recintos destinados al pensamiento. Esos “regurgitadores” de ideas prejuiciosas, nos han hecho creer que pensar es sólo un asunto de memoria, de repetición sin sentido, de acumular información prestada y de obediencia servil. Cuando no son más que pretextos para aconductarnos, para el control y la represión del verdadero pensamiento libre, disidente y renovador… (Aplausos de alas)

… Por eso, exhorto a todo el que me escucha para que siguiendo el noble ejemplo de las aves, podamos hacer que prevalezca esa bella idea de abrir las alas a la incertidumbre, arrojarse al viento y echar a volar la imaginación. Y ojalá que reaccionemos antes que someternos a la esclavitud de recitar sin pensar por cuenta propia, y de permanecer sumisos ante esos siniestros dueños del poder que usan la intimidación y la arrogancia para callarnos; justo cuando lo que demanda y clama nuestro corazón es revelarle al universo nuestra propia verdad.

En aquel entonces ninguna declaración resultó más polémica en la historia de esta laguna y sus inmediaciones. Al punto de que varias lunas después la Academia de Pájaros se retractó del homenaje al Sapo. Le retiró su título “Honoris Causa en Trino”. Lo consideró animal no grato. E incluso, malentendido por frases como “Regurgitadores de ideas prejuiciosas” al Sapo se le vinieron encima una serie de atentados de aves de rapiña; fue víctima algunos picotazos a mansalva propinados por sediciosas organizaciones de buitres fundamentalistas y de ciertos cuervos, pertenecientes al ala extremista del gobierno de turno, en los que casi pierde un ojo.

Durante toda su vida, sus agallas y su implacable franqueza no le acarreó más que enemigos. Así que cualquiera, incluso aquellos que decían llamarse sus amigos, corríamos el riesgo de ser implicados como sospechosos de su misteriosa y repentina muerte. A pesar de su longevidad, antes de su deceso, el maestro no se vio aquejado por dolencia alguna. Y esa ordinaria explicación de la Rana, de que la causa fuera muerte natural, sólo generaba más intrigas.

Luego de que el Búho fuera retirado a las malas por una indeclinable lluvia de aplausos, estimulada por la Rana; apareció un vigoroso Sapo adolescente, de piel firme y húmeda. Se abrió campo saltando entre la muchedumbre y pidió la palabra. Aquel mozuelo era la vívida imagen de su padre. Fruto de su primera unión con una gorda sapa verrugosa, que permanecía sentada al lado del fallecido.

Con un lenguaje lacónico e impersonal, el joven no paró de referirse a su padre como “El Maestro”. Recitó un croar melancólico y prometió honrar su memoria, abanderando la creación de un museo en su honor, que él mismo regentaría. Alborotada por la promesa de esa joven revelación del croar criollo, la Rana ardiente, no dudó en abalanzarse sobre el retoño del muerto. No faltó entonces el comentario malintencionado de una de las Cocodrilas:

-No le bastó acabar con el papá y ahora va a seguir con el hijo…

- ¿Con cuál de todos?- preguntaron asustadas otras ranas adolescentes apretando en su regazo a sus renacuajitos.

Haciendo caso omiso a las habladurías, y a las nerviosas explicaciones de la Rana, la decrépita madre Sapa soltó una lágrima de orgullo por su hijo; luego, mientras le echó una última y despreciable mirada a su exmarido, emitió un sonoro eructo de complacencia sobre la nube de moscas que revoloteaban sobre su cabeza, haciéndolas caer sobre sí, como una leve llovizna.

Poco después, los animales se agolparon alrededor del cadáver, para rendirle un tributo con ofrendas y lágrimas. Al contemplar aquella procesión de dolientes, entre los que se encontraban mezclados amigos y enemigos por igual, me percaté de que todos, pese a sus diferencias irreconciliables con el viejo Sapo, le respetaban y admiraban, bien como un sabio maestro, bien como un adversario ejemplar… y sin embargo sobre la laguna flotaba un manto de duda sobre su muerte.

Antes de que las luciérnagas iluminaran la senda de flores dispuestas sobre el agua. Antes de que los grillos comenzaran a tocar la marcha fúnebre desde las hojas de loto para darle el último adiós, antes de que sintiera un pesar muy hondo por su ausencia, sonreí imaginando que ésta era una broma fraguada por el maestro para probarnos a todos como su última y más magnífica lección. Así que esperé unos segundos que el cuerpo estallara en una retumbante carcajada, pero permaneció inmóvil, imperturbable, para mi desconsuelo.

Ahora que la luna marca un sendero de luz trémula en el agua, recuerdo la tercera forma del buen croar y mi preferida. Es el croar que sólo resuena en el interior de cada ser. Que no necesariamente es un croar, también puede ser un cuac-cuac.

Y sin embargo, los demás esperan que empiece a sonar un eco, tal como dice la leyenda que ocurre con los grandes cantores cuando su alma abandona el cuerpo. En sus rostros expectantes veo que les molesta que no pase nada. Sólo suenan las Chicharras distantes y bohemias al otro lado de la laguna que no respetan funeral, porque ellas sólo creen en aquel adagio que dice: “El muerto al hoyo y el vivo al baile”. Y así viven y así mueren, consecuentes con su cantar, hasta que estallan de tanto chillar. Quizás ese sea el esperado eco del maestro, su último y definitivo croar: el canto honesto de quien se atreve a proclamar su propio sonido, celebrando con alegría aún embargados por la pena, sin importar los prejuicios del qué dirán. Pienso esto, y me animo a compartirlo, pero sé que todos sucumbirían a una gran decepción. Así que mejor callo.

Para disimular este silencio incómodo y sepulcral. Para cortar de raíz y acallar los denuestos de aquellos Lagartos que comienzan a proferir injurias al “falso maestro”, la Rana ordena a los grillos de que empiecen a entonar la serenata final.

-Descansa en paz Sapo adorado… Nadie te merecía... – le dijo la Tortuga, la última de la fila, mientras depositaba entre la boca del Sapo, la punta de un espolón de Ornitorrinco.

¿Por qué no la denuncié? No lo sé… Quizás porque pensé que ya era suficiente castigo que siguiera viviendo sin ese amor nunca correspondido.

Fue el hijo el que entregó el cuerpo de su padre a las aguas. Viendo al viejo Sapo alejarse en el horizonte me pregunto por qué todos querían croar... Lo que sí sé es que nadie quería ser Sapo. Porque serlo cuesta muchas arrugas, una alta cuota de soledad nocturna, la devastadora costumbre del insomnio y un inagotable asombro para encontrar la melodía que hay el vasto universo de cada alma.

Con el tiempo he conocido hasta elefantes que croan pero sólo sé de otro animal que puede croar como el viejo Sapo, y sin embargo, no lo hace. Él ha seguido las enseñanzas de su maestro, fiel a su naturaleza de Mandril. Con su ejemplo e instrucción he aprendido que los sonidos que multiplican las lagunas cuando mueren los grandes cantores no son croares de los espíritus de sapos ancestrales. Es la conjunción de sonidos de otros animales elevando al cielo su propia voz, que el eco dispersa para que cada cual escuche lo quiere oír. Pero a pesar de esta revelación, los animales siguen empeñados en imitar el canto ajeno. Ahora que el Mandril ocupa el lugar del viejo Sapo, su aullido es el croar de moda.

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