martes, 28 de junio de 2011

Sara

El poder es de los políticos, el dinero de los comerciantes, el amor del resto del mundo, y de los desengaños… es que viven los poetas.

I

-Pues si le gusta esa nena, escríbale un poema y verá… caen como moscas.

Esa fue la sugerencia de René. Sentado en una rama del árbol del patio de la escuela, se chupaba un carnoso mango maduro, recién cogido. Y nunca supe si lo hizo por hacerme un favor o un daño. Lo cierto es que a René no le hacía falta ningún poema. Con esos ojazos verdes que él se mandaba, el pelo castaño siempre revuelto, la cara felina y los hoyuelos en las mejillas cada vez que se reía, qué iba a necesitar palabras el muy presumido.

Con solo picar el ojo, aquel galancete de pacotilla dejaba a las niñas fulminadas, flotando en medio del patio. Era un ladrón de suspiros. Y para qué… tenía lo suyo, mientras que yo… Yo apenas si era un niño lacónico y aplicado de quinto de primaria, al que le escaseaban las palabras a menos que fuera para recitar una lección de memoria.

Yo era de los que se la pasan con los ojos cuadrados de estar pegado del tablero. Con la lengua seca como loro de tragar nubes de tiza. Era de esos que prestan atención en clase concentrado como un burro aconductado, que por temor se pone sus anteojeras para evitar distracciones, bajar la mirada obediente y mirar siempre al frente. Así era yo hasta el día en que la Señorita Gabriela, en una demostración de ecuanimidad me removió de los primeros puestos. Me exilió a la parte de atrás de aquel salón mixto, hacinado con cuarenta cabezas piojosas, para ubicar adelante a Luis.

El pobre de Luis había quebrado sus gafas en una de tantas peleas casadas a la salida de la escuela por lo de siempre, porque le decían “El biz… el biz co”… Eso lo reventaba, se tornaba rojo de la ira y se agarraba con el que fuera, así fuera a perder… Como sus padres no tenían un centavo para comprarle más gafas de repuesto no le quedó más que lo trastearan a ver de cerquita, no fuera a ser que de tanto forzar la vista quedara doblemente miope. Fue ese castigo el que me trajo la bendición de tener a Sara a mi lado y la maldición de no poder prestar atención a nada más que a ella.

Por culpa de ese brillante consejo de René ahí estaba yo, a media noche en la mesa del comedor, fingiendo ante mi mamá en pijama que me estaba quemando las pestañas de tanto estudiar, simulando ser alguien que ya no era; lejos de mis cabales, de mi juicio antes sensato, pero qué va, desvelado pensando en Sara y muerto de la dicha, sintiendo cosquillas revoloteando dentro de la piel con solo evocarla.

Me la pasé rompiendo, arrugando, botando hojas a diestra y siniestra, tratando de garabatear palabras bonitas, forzando versos, enredando frases rebuscadas, retorciéndole el pescuezo a rimas que chillaban como gallinas agónicas. ¡Y ese primer e inolvidable terror a la hoja en blanco!, en blanco como mi mente. ¡Si al menos esto fuera una operación de matemáticas, -pensaba yo-, la haría con los ojos cerrados, y se la soplaría a ella al oído… hasta le aplicaría la fórmula de comprobación con resultado, demostrándole cifra por cifra entre susurros! Pero la poesía no era lo mío.

Y verme así, como un guiñapo esa desconocerme. Antes de que perdiera el juicio contando las pecas de la cara de Sara, yo era un juicioso ejemplar de dedicación, disciplina y rigor. Hasta que esa mona me embelesara con ese pelo largo hasta la cintura, yo era otro piojoso de tantos que sólo pensaba en salir en los recreos a corretear a los demás sin finalidad ni agotamiento. Antes de que Sara me petrificara con sus ojos azules agua marina, lo mío era tratar de vencer la parálisis cuando me ordeñaban con una diminuta pelota de caucho y evitar aquel infame túnel, donde me aguardaba pata hasta tocar el poste de la salvación al otro lado del patio. Y para qué lo voy a negar, antes de Sara y su olor a hierba silvestre no había sentido otra agonía, ese vacío que ahora me inundaba por dentro, que tenía su horma exacta.

Haciendo memoria, quizás, antes de Sara si hubo otra mujer; una prima de 13 años, que me usó cuando yo apenas tenía 6. Se las arreglaba para que me dejaran bajo su tutela. A la hora de la siesta, mientras mi mamá salía a hacer vueltas, se metía dentro de mis cobijas, -le encantaban las tardes frías-, para frotarse y calmar sus exigentes calenturas de pubertad, siempre con el pretexto de ponerme a soñar con los angelitos. Pero gracias a mis manos la que veía querubines era ella. Por eso no cuenta, era harina de otro costal. Ni en los más profundos sueños supe yo nada de visiones angelicales hasta deslumbrarme con Sara, a quien yo aprendí a soñarla despierto todas las mañanas en la escuela.

También antes que Sara fue Jackeline, aquella Lomeña flacuchenta, larguirucha y ojerosa que olía a cebolla; intoxicante hasta las lágrimas. Un día Jackeline me pidió que le explicara matemáticas porque se iba a tirar el año. La invité con segundas intenciones a mi casa. Mientras le explicaba los números primos deslice mis manos bajo el mantel de flores del comedor, me interné en su falda y me cerró las piernas, pidiendo que pasáramos mejor a los números quebrados... Momento incómodo, impulsado por la curiosidad que Sergio Gallo despertó en mí cuando me dijo que ella se dejaba tocar en los baños. ¡Claro que se dejaba tocar!, pero solo por Sergio Gallo a quien adoraba por su porte salvaje y su trato brusco; ahí supe lo que iba a ser de ella, lejos de tipos blandengues y timoratos como yo. Por eso conmigo peló el cobre, fue sólo una vana ilusión, una exploración castrada, que me hizo sentir vergüenza por mi atrevimiento, mucho pudor y hasta rabia por no satisfacer una promesa que yo daba por cumplida sin contar con ella.

Por eso antes que Sara sólo Sara. Sara mi Eva, mi mujer fundacional, la creadora de ese primer deseo que uno siente por una mujer en la vida; mi piedra angular, la primera de la catedral que yo mismo erigí y sobre la que edifiqué mi primer amor. Y aún sintiendo todo esto, la poesía, esquiva, escasa, me abandonó. Así que cual mercenario vendí mi corazón y cambié los versos por confusas frases en la alucinación de la noche, me descocí en el balbuceo de la vigilia y traté de escribirle mejor una carta, que empezaba así, si mal no recuerdo:

“Sara:

Cómo no sé qué decirle, mejor le escribo. Y como no sé qué escribirle mejor se lo digo con números: 1+1=2. Usted que dice, nos cuadramos o qué…”

Luego de una exhaustiva noche era lo mejor que tenía. Hasta ahí llegaba mi inspiración. Como el sueño ya me vencía, tuve que aceptar que esas palabras eran mi línea limítrofe. Mi mayor esfuerzo en esas lides. La suerte parecía echada, al día siguiente le entregaría aquella metafísica y abrupta declaración. No era gran cosa, ya lo sabía, pero era demasiado para mis escasos dotes líricos. Y no sé si por desgracia o por fortuna, al menos el destino si resultó más poético que yo.

Justo cuando metía la carta en un sobre, entró mi papá todo traguiado; calvo, bajito, rechoncho y tambaleante, con los ojos prendidos y una libra de morcilla bajo la axila. Con su inigualable sonrisa de tres dientes, se ofreció a revisarme la tarea, pensando que yo andaba en esas, como de costumbre. Cuando estaba sobrio nunca se ofreció ayudarme en nada que tuviera relación con el estudio, me revolcaba el pelo cual cachorro, y con un gesto cariñoso me decía:

-Siga así de verraco en el estudio pa´ que saque a esta familia adelante.

Si esto parecía sentenciar mi futuro. Más aterrador me resultó aquel repentino e inusual interés. Sin darme tiempo a reparos, me arrebató la carta y la leyó arqueando las cejas y estirando trompa.

-La verdad es que las matemáticas no sirven de mucho para levantar mujeres.- me dijo.

Pero al leer el desconsuelo que se dibujó en mi cara, se corrigió con un silogismo afanado, con la premura de quien apaga un incendio.

-Aunque a la final sí, porque la matemática es muy buena para que a uno no lo tumben… y al que no lo tumban por lo general consigue plata, y la plata sí que le encanta a las viejas…

En ese momento apareció mi mamá, emergiendo entre las sombras de su cuarto, con crema en la cara y la expresión hinchada que da el sueño.

-Augusto, vos que le estás diciendo al niño… dejalo estudiar más bien que vos estás tomado… y vení comé…

En su camino a la cocina mi mamá refunfuñaba entre dormida. Mientras le recalentaban frijoles recalentados, como sedante de grasa antes de lo que despacharan a dormir, mi papá entendió que la mejor manera de ayudarme era postularse como el ejemplo idóneo en las artes amatorias.

Me pidió que le prestara atención y se encaminó hacia mi mamá. Con una sonrisa pícara, le ofreció aquella envoltura de papel café, como si le diera un ramo de flores. A lo que mi mamá respondió recibiendo el paquete sin aspavientos, espantó a mi papá de la cocina con un sacudidor y fríamente extrajo la tira de morcilla, partió un trozo generoso y con él, coronó el montículo de fríjoles que vertió en un plato hondo, al lado de dos largas tajadas de plátano maduro. Cuando puso el plato sobre la mesa, mi papá conmovido, con los ojos encharcados, me dijo:

-Si ve mijo, vea ese par de tajadas… ahí donde ve a su mamá dormida como está la pobre, tiene la delicadeza de mostrarme lo mucho que me quiere decorando el plato… Mire que elegancia, que belleza. Y que esto le sirva de lección que para que vea que en el amor sólo se necesita hacer las cosas con cariño.

Emocionado, mi papá se llenó de motivos romanticones. Se paró a darle un pico babeado en la mejilla a mi mamá. Ella lo recibió con resignación; se aguantó el tufo a aguardiente y las punzadas de la barba picosa.

-Mejor comé callado y dejá terminar la tarea al muchacho que tiene que madrugar- le respondió mi mamá… - Y mañana te afeitás, le advirtió mientras se iba para su cuarto, moviéndose a paso lento, deslizando sus arrastraderas como esquís.

Al igual que mi poesía, aquel era el mejor ejemplo que a mi papá se le ocurría, noche tras noche, para renovar su rutina de pareja y vencer la monotonía del matrimonio. Cambiaba la morcilla por medio pollo asado, el pollo por tamales, y estos por chorizos de Santa Rosa o por pandequesos de carretera encargados a algún camionero… en fin. Era su máximo esfuerzo por mantener viva la flama de la conquista. Pero no contento con ello, quería ayudarme más, y se le ocurrió una de sus genialidades.

-A nosotros los hombres, el amor nos entra por los ojos, pero a las mujeres el amor se le mete por los oídos… - Pontificó- lo que usted necesita es meterle alma, corazón y vida, puro sentimiento- dijo con la boca llena, masticando frijoles.

Apenas pude esquivarle la mirada. Cuando me iba a hacer el bobo, y decirle que esa pelada ni siquiera me gustaba, que no era para tanto, me preguntó:

-¿Usted sabe donde está todo el sentimiento, al alcance de todo el mundo?

-En los libros… pero dejemos eso así ya apá, que no hace falta…

- Falso- me interrumpió sin darme tiempo a más replicas, impidiendo mi retirada- La poesía más hermosa está en la música vieja… El Dueto de Antaño, Los Tres Diamantes, Julio Jaramillo, Los Cuyos, eso sí que son poetas de verdad…

-Que va apá, eso es pura gente lamentándose ahí para poner a beber a borrachos despechados.

- No está ni tibio… ¿Cómo cree que yo conquisté a su mamá, ah?… A punta de esa música y si no me cree mañana le pregunta, eso las mata, es más efectivo que el Baygon para acabar con las cucarachas.

-Eso era en sus tiempos…

-Quizás los tiempos cambien pero el corazón de una mujer ante palabras hermosas nunca jamás- me aseguró categórico.- Venga mejor anote, y verá yo le canto una canción que es bendita para enamorar… Lo sabré yo… que pa´ algo me ha de servir ser cantinero.

Lo miré con reparo, mientras le copiaba.

- A ver cómo era que decía esa letra… espere un momentico yo me acuerdo… No, no esa no era… esa es de Agustín Magaldi… esa si es de puro despecho… un momentico, no me acose… No estar su mamá levantada para preguntarle… es que se me escapa el ritmo… Espere yo le cojo el sonsonete y verá que se va solita… Hombre, Martha es la que siempre me hace acordar lo más de fácil… Y saber que yo soy el de la memoria, el que se las dedicaba y se las cantaba en serenata… Ya está…

Y así, a empellones, mientras hacía pausas para tararear la canción, le seguía la pista a la letra. Así fue desenrollando una canción de amor de esa, su música vieja. Y yo transcriba como su amanuense, dándole cuerda a la locura emocionada de mi papá. No me dio tregua hasta que no terminó con su tarán tarán. Y no nos fuimos a dormir hasta que no me dio completa la fórmula en estrofas de aquel santo remedio para el mal de amor.

II

Llegué a la escuela con ojeras de mapache, luego de pasar la noche en vela tratando de descifrar la manera adecuada de entregar aquella declaración. No me preocupaba que Sara advirtiera que esos inspirados versos eran un vil plagio, ya que mi papá se las había ingeniado para sacar una de las canciones más escasas de su repertorio. Lo que me desveló fue la incesante especulación de las excusas que usaría y el momento preciso en que arremetería para darle aquel papel. ¿Qué treta podría esgrimir?

Para ser franco, hasta ese momento apenas le había balbuceado a Sara algunas palabras inconexas, no había sido capaz de articular una sola frase con sentido. No podía sostenerle la mirada, se la esquivaba al primer contacto y me hacía el tonto, me temblaba el cuerpo y sudaba frío cuando ella me pedía siquiera un borrador prestado. Lo máximo, mi mayor cercanía con ella, fue la vez que se le cayó un lapicero y ambos nos dimos un fuerte cabezazo cuando coincidimos en agacharnos. Salvo esto, no sabía nada de ella; ni donde vivía, ni qué le gustaba hacer, qué pensaba de cosas triviales, cuáles eran sus apetitos y preferencias, sus miedos y sus fobias… nada en absoluto sabía yo. ¿Por qué me gustaba entonces? No lo sé. Sólo sé que estar cerca a ella me descontrolaba, era como si sufriera de un corto circuito que afectaba mis funciones más básicas y aún así, neciamente, parecía necesitarla más a ella el origen de mis males… en fin, sólo sé que me gustaba con la misma certeza con que sé que detesto la remolacha.

Por esa misma incertidumbre, por esa necesidad de una respuesta definitiva que cesara aquel dolor, en fin, porque la ansiedad me estaba devorando vivo, opté por hacerle caso omiso a lo que vendría después… Si bien aquella canción prestada no era propiamente una declaración, si dejaba expuestos mis sentimientos… “a buen entendedor pocas palabras, pensaba yo…”, lo fundamental era cumplir la misión de entregar la misiva y luego… ya vería cómo hacerle frente a lo demás; que en esencia era lo más difícil: declararle mi amor de frente, con palabras en carne viva a una completa desconocida, sólo por el impulso caprichoso del gusto. Y siquiera no lo vi así en aquel entonces porque jamás me habría permitido tal atrevimiento.

Sin embargo, cuando mi mano trémula desobedeció al buen juicio, no encontré aquel papel que había pasado releyendo durante toda la jornada. Al parecer, mientras divagaba, aquella hoja desapareció. Un zarpazo misterioso la arrebató de mi buen resguardo. Miré alrededor buscando culpables, pero todos parecían absortos en sus quehaceres, ignorantes de mis intenciones. Para cuando me di cuenta, ya era muy tarde. El destino conspiraba contra mí.

Aprovechando que la Señorita Gabriela salió del salón a atender una llamada, Juan Diego se levantó en su silla, y llamó la atención de todo el mundo:

-Miren todos, presten atención- pidió al salón entero que puso los ojos prestos y paró los oídos- miren la dedicatoria de Francisco a una niña…

Y comenzó a leer la canción frente a todos, como un presentador de circo que expone un fenómeno al público, a recitar verso tras verso con la zalamería de un declamador barato.

Hasta ese momento Juan Diego era mi amigo. Era un muchacho rubio y crespo, flaco y desalentado, con la piel amarillenta, pálida verdosa, aquejado por una anemia severa. Era de esos chicos que sufrían de una extraña enfermedad: exhibía una laminilla permanente de lagañas en sus pestañas, con los párpados rojizos e hinchados como si se mantuviera llorando. Alguna vez me confesó que a veces despertaba con el suplicio de no poder abrir los ojos, ya que las lagañas petrificadas le sellaban sus párpados durante la noche. Por eso debía soportar la penosa tarea de aplicarse durante varias horas paños de agua caliente y ungüentos para derretir aquellas secreciones y recuperar la vista.

Aquello demacraba más su aspecto enfermizo y se acentuaba con el hecho de que tenía un permiso especial para no hacer educación física, debido a que también padecía de repentinos ataques de asma, decía él. Para colmos, gagueaba con frecuencia cuando recitaba la lección, no sé si por inseguridad o aquejado por un trauma más severo.

A diferencia de la gran mayoría que veníamos estudiando juntos desde el preescolar, aquel era el primer año de Juan Diego en la escuela. Por su fragilidad antes que amigos se hizo enemigos burleteros que no escatimaban oportunidad para gozarse su gaguera y uno que otro abusador lo obligaba a invitarlo a la merienda del recreo, so pena de mandarlo a su casa con los ojos cerrados pero de un moretón.

Víctima de tantos abusos y amenazas encontró en mí a un aliado incondicional. No le costó mucho advertir que yo me había ganado el respeto de los más pendencieros, manteniéndolos a raya, porque les prestaba el cuaderno para que transcribieran la tarea del día. “Hágale, copie, que usted es el que se engaña”, era mi frase de batalla. Así que cierto día, Juan Diego me invitó a su casa para que hiciéramos una tarea juntos.

Para mi sorpresa Juan Diego vivía a escasas cuadras de mi casa. Pero mayor sorpresa me llevé al descubrir que tras la modesta fachada de un segundo piso, se escondía un santuario para la diversión infantil. La Casa de Juan Diego era una lujosa mansión decorada con muebles finos y demás extravagancias decorativas que sólo los ricos se pueden permitir. Enormes esculturas de caballos plateados y bustos en bronce, gigantescos y coloridos cuadros, costosos e imponentes electrodomésticos que hacían soñar con la casa del mañana; que a su vez se combinaba con la solemnidad de viejos y ostentosos palacios imperiales, con el piso de mármol y columnas dóricas.

Más extraordinario aún resultó el cuarto de Juan Diego, que tenía todas las diversiones tecnológicas que ningún niño de esa escuela pública jamás habría soñado. Un gigantesco televisor; un aparato para ver películas de plateados discos laser, lo último en guaracha por ese entonces (cuando el Betamax era el rey); un consola de video juegos Atari 2600 con más de 50 películas, mejores que las de la sala de maquinitas de centro comercial, con decir que tenía un juego de Pimball en el cuarto, un batallón de muñecos y naves de la Guerra de las Galaxias made in USA, y un arrume, una torre completa de juegos de mesa gringos, muchos de ellos aún sin desempacar.

¿Por qué un niño con todos estos lujos estudiaba en una escuela pública, obligado a codearse con niños de todas las raleas? Nunca se lo pregunté. En mis asiduas visitas mientras jugábamos Atari o veíamos películas como Tron o Los Goonies, las últimas y más estimulantes aventuras que ni siquiera habían llegado a la cartelera local, me soltaba retazos de su intimidad. Que su mamá había muerto, que su papá se mantenía de viaje y que venía a pasar unos días con él cada mes, que mientras tanto lo cuidaba Mercedes una empleada del servicio morena, churrusca y malaclase que se la pasaba viendo telenovelas, que el papá le hacía jurar que no chicaneara con las cosas que él le daba porque había mucha gente envidiosa y que por andar de boquisuelto lo podían secuestrar, que si le preguntaban por lo que hacía el papá dijera que era comerciante, que lo tenía en aquella escuela pública para aprendiera a tratar a esa gente que no tiene la vida arreglada como él, para que empezara desde abajo como su papá empezó y sobre todo para que dejara de ser tan caprichoso, altanero y malagradecido con lo que Dios les ha había dado.

Muchos días pasé en la Casa de Juan Diego. Yo hacía las tareas de ambos en un santiamén y después nos dedicábamos a jugar hasta el hastío. De vez en cuando nos volábamos de Mercedes y lo sacaba a callejear. Pasábamos tardes enteras explorando nuevos territorios, metiéndonos por callejones, internándonos en los túneles de la canalización de aguas negras a ver donde salíamos, enseñándole a subirse a los árboles, a coger mangos, a develar vastos universos plagados de acechanzas en lotes baldíos y a encontrar belleza en la contemplación de insectos.

Como corsarios atracábamos la nevera pletórica de helados, pizzas, hamburguesas y sanduches de todos los calibres con las carnes frías y quesos más excelsos. Nos volvimos un dueto inseparable… éramos de dos planetas distintos y sin embargo, juntos conformábamos una armoniosa galaxia, nos complementábamos en una curiosa simbiosis; alguno siempre tenía lo que el otro anhelaba. Llegué a pasar más tiempo con él que con mis hermanos y amigos de la cuadra, porque él se volvió mi hermano y mi amigo, pero no hay cuña que más apriete que la del mismo palo.

En el salón, cuando Juan Diego terminó de leer aquella canción, mi primera dedicatoria de amor, poniéndome en el escarnio público, me sentí traicionado. Humillado por el que pensaba era mi amigo entrañable. ¿Acaso se estaba cobrando una deuda pendiente?, ¿Quizás pensaba que yo me había aprovechado, que lo había usado por lo que tenía, y en su despecho me las estaba cobrando todas juntas? Lo cierto es que mientras él ridiculizaba mis más nobles intenciones, yo me quedé paralizado, atónito, viendo como los demás se burlaban de mí. Y para colmos, ahí si no gagueó el muy infame. Ni siquiera en esas palabras tan raras que me dictó mi papá, como crisálida, armiño, plebeyo, abyecto y similares.

-¿Y a quien se la dedica?- instigó Sergio Gallo, desde el final del salón, saboreando aquel ultraje.

Entonces Juan Diego me mira, abre sus ojos lagañosos, sabiendo que yo suelto chispas de la ira. Se pregunta por qué no hago nada, porque no me levanto e impido que revele la identidad de la amada… duda en responder a las presiones que se incrementan por saber quién es la destinataria de aquella declaración, como si quisiera que yo le partiera la cara, como si leyendo se hubiera dado cuenta de que había metido la pata, las cuatro, consciente de que me había traicionado de manera más desleal y quisiera resarcirse dándome unos segundos para detenerlo.

Pero ni me inmuté. Me quedé esperando, a sabiendas de que ese papel no me delataría porque no tenía inscrito el nombre de Sara. Era una simple canción romántica sin pelos ni señales; de música tan arcaica que nadie conocía aparte de mi papá y de la señorita Gabriela que tenía más años que matusalén y que le decíamos Señorita porque se había quedado para vestir santos y educar mocosos. Esa era la ventaja a mi favor para dejar mal parado a ese mal amigo.

No obstante, al constatar mi risa maliciosa que lo instaba a que fuera hasta el final de aquel lamentable teatro; presionado por los demás y sintiéndose por primera vez popular en su miserable vida de niño rico, aquel traidor proclamó a los cuatro vientos:

-…este poema está dedicado a… - mantuvo un silencio para aumentar el suspenso el desgraciado- “¡Para Estela! Con todo mi amor de Francisco”.

Luego el cabrón levantó la hoja para corroborarles a todos su infamia y puede ver como debajo de la canción, estaban escritas aquellas palabras: “¡Para Estela, con todo mi amor de Francisco!”. Pero a leguas se veía que la letra era una burda falsificación, era la evidente letra garabateada de Juan Diego que torpemente trataba de simular a la mía.

Mientras todos comenzaron a reírse de mí, a proferir toda clase de comentarios sobre mi alma de poeta y mi naciente relación, con profundo pesar vi como Sara me miraba con solidaridad y pena. Vi a René que me instaba a que aclarara la situación partiéndole la cara de una vez por todas a ese enfermo insidioso. Pero más desconsuelo me causó ver a Estela, agachando su cara, roja de la vergüenza, tratando de meter su cabeza entre las manos como si quisiera desaparecer, internándose dentro de sí misma.

A diferencia de Juan Diego, Estela no tenía papá y su mamá en nada se le parecía. Era una señora blanca, mona de cabello corto como lo estilan las mujeres de edad, con los ojos color almendras, muy activa ella y no paraba de hablar. Siempre vestía de colores vistosos y tenía una particular risa, muy contagiosa, con la que acompañaba sus comentarios vivaces. En cambio, Estela era morenita, menudita, flaca y frágil como si se pudiera quebrar con solo verla. Tenía el cabello crespo forzosamente alisado, la nariz aguileña y tímida como la que más. A duras penas se le sacaba una palabra. Era como un animalillo indefenso y asustado todo el tiempo. Sufría de pena ajena por los asiduas las imprudencias de su mamá y se sonrojaba con tal facilidad que su piel ya era de un tinte moreno enrojecido.

Todo esto lo sé porque la mamá de Estela conocía a mi mamá y le pidió el favor de que se la tuviera en las tardes, mientras ella salía a vender ropa. Mi mamá ni corta ni perezosa aceptó y como mis hermanos estudiaban en la tarde, a mi me endosaron a Estela. Así dejé de ir a la Casa de Juan Diego y pasé eternas tardes con aquella niña que ni se sentía.

Hacíamos las tareas, veíamos telenovelas para quemar tiempo y jugábamos parqués hasta el hastío, hasta que dieran las 7 de la noche y la mamá viniera a recogerla. Si le preguntaba algo, Estela respondía con monosílabos, nada le chocaba, todo le parecía bien y soportaba el aburrimiento como si tuviera un corazón de concreto, carente de emociones. Pero lo que más me irritaba era que se confinaba en mi casa y no quería salir nunca, le daba miedo la calle y prefería mejor echarse una siesta que salir a “buscar peligros”. Era como si quisiera esquivar toda insinuación de sobresaltos, castrar cualquier tentativa de sorpresas y ahora que lo pienso jamás se reía. Por supuesto todo ello la hacía una niña ejemplar para cuidar, pero a mi parecer estaba muerta en vida. Por eso nunca me gustó, porque le faltaba sal, picante, porque me condenó a estar atrapado en mi casa, a soportar tediosas tardes, y me aisló de las aventuras desenfrenadas que vivía con Juan Diego.

Quizás por esa ausencia mía Juan Diego se resintió. Al pasar las semanas, cansado no corresponder a sus invitaciones no encontró otra manera que atacarme con sevicia. Tal vez pensó que el motivo de mi distanciamiento se debía a que me había enamorado de Estela, e invadido por los celos de perder a su único amigo, pagó mi deslealtad con otra similar, con una villanía más ruin todavía. Porque en el recitar de aquella canción no ocultó su tono pendenciero y ofendido. Cargado de sorna en cada palabra que leía me restregó en la cara una rabia fermentada, como si me reclamara aquel abandono repentino. Descargó su impotencia contra mí. Y se vino lanza en ristre, como si vaciara su furia contenida contra alguien que te da la espalda después de que le abriste las puestas de tu mundo.

Pero ya era demasiado tarde para excusas y consideraciones. Me había dejado en ridículo en frente a todos, y de paso me había alejado de Sara sin modo de aclarar el malentendido, sin camino de retorno, ya que decir que aquella canción prestada era para Sara, la habría abochornado más. Aquel bellaco le había cortado las alas a mi primer amor, antes de emprender siquiera el vuelo. Me había suplantado para urdir un engaño que lo distanció de mí de manera irrevocable. Aún así, lo único que hice fue tragarme toda aquella pena, con los ojos encharcados de lágrimas, lagrimas de dolor, hirvientes de rabia, saladas de ardor. Y aún así, no fui yo quien le dio su merecido.

III

Alebrestado, henchido por aquel triunfo pasajero, la victoria de Juan Diego fue efímera. Se llenó la boca de más injurias, y no contento con destrozarme, la agarró contra Estela y la convirtió en el siguiente hazmerreir.

- … Francisco está enamorado de Estela,- repitió con desprecio- Justo Estela, la negrita más fea del salón…

Y hasta ahí le duró la mofa porque entonces Luis le contestó todo alzado:

-A Estela la dejás quieta…

Para asombro mío, abrí los ojos y le pregunté a René:

-Cómo así, ¿a Luis le gusta Estela?

-Pues claro, eso lo sabe todo el mundo.- me contestó.

Luego, vi como Luis me miraba abatido, como si me recriminara él también una traición. Reconocí en sus ojos tristes la congoja de mis ojos. Y entonces entendí. No era cierto que a Luis le ofendiera que le recalcaran que sus ojos le bailaban; ya estaba acostumbrado y como no había que hacer ante el peso de esa contundente verdad, le daba lo mismo. Yo siempre había llegado tarde a sus memorables riñas callejeras y por eso no comprendía. Lo que realmente desatornillaba a Luis era que alguien denigrara a Estela con algún oprobio.

-Ja, ja- se rió Juan Diego al darse cuenta también de aquella revelación- al bizco le gusta esa negrita… y ese si está peor porque le toca ver doble a esa fea.

Ahí Luis lo paró en seco. Se le lanzó encima como bestia salvaje, como fiera herida. No le importó que Juan Diego estuviera parado sobre su pupitre. No midió consecuencias y lo tumbó de la silla con su propio cuerpo en una impulsiva voladora. En su caída Juan Diego aterrizó sobre Jackeline, que era la que más se había reído, y le partió un diente con su cráneo. Pero a Luis no le importó, sin darle respiro, arremetió contra Juan Diego. Más bizco en su bravura le daba golpes sin compasión, sin escatimar fuerzas, a la cara y a la visión repetida de la cara (ubicada en la baldosa) por igual, con la misma intensidad. Juan Diego si mucho alcanzó a terminarle de quebrar aquellas gafas reparadas con cinta y rayarle la cara con las uñas a Luis.

René corrió a separarlos, mientras que Gallo desde atrás alentaba la pelea careando a los oponentes, avivando las iras con provocacioness insidiosas. Al ver la intervención de René, Gallo se le interpuso, argumentando que no se metiera, que dejara que los dos resolvieran aquel lío de honor como varones. Pero como René tampoco toleraba mucho a Gallo y no dejaba que nadie le metiera la mano, se le fue encima. En esas, cuando el salón se dividía en medio de dos peleas simultáneas, y se partía en dos bandos: la de los niños que azuzaban a los contendientes a que se dieran sin piedad y la de las niñas que imploraban que alguien los detuviera porque se iban a matar, en esas apareció la señorita Gabriela.

Luego de presenciar semejante espectáculo, la maestra tomó las represalias y correctivos pertinentes. Al ver al salón convertido en una horda de salvajes indomables y de niñas histéricas, nos castigaron a todos, sin excepción, con hacer el aseo del colegio durante un largo mes, al concluir la jornada. Esto en los casos menos graves, porque a Luis, René, Gallo y Juan Diego los suspendieron varios días y quedaron con matrícula condicional. Y saber que todo fue por esa declaración cortada, por esa canción robada, por esa carta de amor que nunca llegó a la amada.

Y sin embargo, a pesar de los castigos, paradójicamente esa misma carta aclaró el panorama sentimental de todos los que tuvieron que ver con ella:

Para disculparse con Jackeline, Juan Diego le pidió a su papá que le mandara a arreglar el diente quebrado. En agradecimiento ella fue a la casa de Juan Diego. Como es de suponerse quedó obnubilada por aquella lujosa mansión, pletórica de diversiones, y desde entonces se le metió al rancho, se le enquistó como parásito y no hubo poder humano que la sacara de allí. Hasta dicen que ella misma le ponía las manos a Juan Diego entre sus piernas, bajo el mantel del comedor.

Como Jackeline nunca le perdonó a Gallo que se riera de ella por quedar mueca y porque no hiciera nada por defenderla, el muy bribón se declaró ofendido, rompió relaciones con ella y volvió a sus viejas andanzas; a seguir gateando más niñas en los baños, endulzándoles los oídos con embelecos para manosearlas furtivamente, haciendo gala de esa brusquedad arrogante que tanto les encantaba. “Renovando la cantera”, nos decía él con cinismo.

Estela no volvió a mi casa. No sé que le habrá dicho a su mamá, aunque a lo mejor, fiel a su misterioso estilo, no le dijo nada. Lo cierto es que desde el momento en que Luis intercedió por ella para defender su honor, cual noble caballero, a Estela pareció volverle el alma al cuerpo, como si hubiera recuperado un hálito de vida. Luis se convirtió en su inseparable edecán. No la desamparaba en ningún momento. Estudiaban juntos, comían juntos en los descansos, salían juntos después de clases. En compensación a todas sus atenciones, Estela se las ingenió para que su mamá le diera a Luis un par de Gafas de repuesto… y es que ella cambió tanto que sus ojos antes apagados y melancólicos comenzaron a brillarle como dos luceros y hasta pudo por fin escucharse su risa, suave y melodiosa como un canto de agua. Mientras que Luis no podía de la dicha. Como ya todo el mundo estaba advertido de lo que era capaz por defender a su amada, nadie se atrevió a molestarlo y se volvió mansito. Y por primera vez le daba gracias a Dios por ser bizco, ya que podía ver por duplicado a su Estelita.

Por su parte René, con un ojo morado, retornó a su indiferencia habitual; a caminar por el patio desprendiendo suspiros a su paso. Ahora aquellas niñas lo idolatraban más por enfrentarse al bravucón del salón. Es más, en sus moretones, ellas encontraban el pretexto ideal para rodearlo y tocarle la cara con toda clase de mimos, caricias y contemplaciones. Igual, el hacía caso omiso y prefería subirse al árbol en busca de un mango maduro, hasta llenarse de esos filamentos amarillos que exhibía entre diente y diente.

Con decir que hasta mi papá, inspirado por aquella declaración, se animó a renovar sus votos matrimoniales. Una noche llegó a la casa con un trío de borrachos. Esta vez cambió el pollo, la morcilla y los tamales por dos guitarras, unas maracas y botella de aguardiente para darle una serenata a mi mamá. No le hacía una atención de esas desde que nací yo, que era el primogénito. Este detalle la tomó por sorpresa, ya que consideraba extintas esas demostraciones de cariño en su vida de casada. Conmovida hasta las lágrimas no le importó estar en pijama, arrastraderas, rulos y con la cara embadurnada de crema. Y no paró de pedir canciones, de llorar, de exigirle a su marido que le cantara aquel viejo tema con que la enamoró en otrora… Hasta podría decir que recibió con deleite el tufo a aguardiente del viejo y ni le molestaron sus besos con la barba picosa.

Todos recibieron lo suyo con aquella canción que repartió dones cual caja de pandora. Todos menos yo, porque a dura penas seguía contemplando a Sara desde la distancia, temblando con una mirada suya, tragándome mis palabras de amor, guardando mis sentimientos en un cofre hermético e incapaz de confesarle mi gusto por ella, ni siquiera con el camino despejado.

IV

Veinte años después caminaba yo en el supermercado Éxito, cuando vi a una niña de unos 10 años. Era como una alucinación, una niña pecosa de ojos azules agua marina, monita con el cabello hasta la cintura y la delicadeza y gracia de un hada. Al verla sentí como si el tiempo se devolviera y la seguí como quien busca los rastros de la infancia perdida. A riesgo de ser tachado de pedófilo me fui detrás suyo entre las estanterías de conservas. De pronto, llegué a un carrito de compras y entonces confirmé mis sospechas.

Allí estaba ella: Sara, convertida en una mujer hecha y derecha. Más hermosa incluso que en mis recuerdos de niño; esbelta, con las curvas que da la madurez, el mismo cabello castaño en el que me enredaba en ensoñaciones, aquel olor a frutos silvestres, pecas espolvoreando su rostro latino y esos ojos color mar donde naufragué tantas veces sin que ella se diera cuenta.

Un añejo temblor, ya olvidado, revivió en mí y me recorrió como una corriente eléctrica. Al verla quise voltearme, optar por la retirada… si en aquellos años de infancia no tenía nada que decirle, menos tendría ahora. Y sería mucho más bochornoso exponerme a derramar la baba por una mujer que ahora, sí que de verdad, era una completa extraña. Había pasado muchos años y nuestras vidas se habían bifurcado por senderos distantes uno del otro. Llegué a pensar que aquel encuentro era una simple casualidad que no valía la pena alimentar, ya que de alguna forma me sentiría igual de tonto que cuando era un niño y después me pesaría la culpa de cualquier posible equivocación, y el remordimiento en la más sutil torpeza.

Pero justo cuando me iba, escuché su voz.

-¡Francisco!- exclamó con un tono de grata sorpresa.

Sin dudarlo le di la cara con temor contenido, disimulando los nervios, fingiendo asombro. Ella sonrió y aumentó mi susto. Me sentí un idiota. Por lo general una mujer hermosa siempre me intimida, y si la conozco me intimida más. Comparada con otras antiguas compañeras de esa época, Sara tenía razones de peso para ponerme a temblar.

Hacía poco me había encontrado con Jackeline, pero estaba gorda y deslucida, con la cara magullada como si hubiera sufrido mucho. No me dijo mucho de su vida, acaso que durante un tiempo había sido novia de Juan Diego en el bachillerato, pero él cambió mucho cuando comenzó a estudiar en un colegio privado y muy costoso. Luego de eso le había perdido el rastro y después se enteró que había heredado los oscuros negocios de su papá. También me dijo de manera muy somera que se había casado con un primo de Sergio Gallo, al parecer de la misma calaña. Que Sergio estaba vendiendo lotería en un semáforo, luego de salir de la cárcel por negocios turbios, con trata de blancas o algo así, y que estaba recién separada, en fin, la cosa no fue bien y terminó peor.

También ya adulto también me encontré con Estela en pleno centro. Estaba menuditica y más frágil que antes, como si se hubiera negado a crecer, como si en vez de crecer se hubiera encogido. Supe que se había casado con Luis y que eran muy felices, que habían tenido 3 niños, que vivían con su mamá, y se notaba que eran felices, tal para cual. Me alegré mucho por ellos, pero como siempre Estela no hablaba mucho y un silencio incómodo me hizo despedirme muy pronto.

-Oiga Francisco… - me dijo cuando me iba.

- Que hubo…

- No, nada… le manda saludes a su mamá y agradecimientos por lo que hizo por mi, usted sabe… - me dijo como cambiando lo que de verdad quería decirme y se marchó.

Yo tampoco es que me haya convertido en un adonis. Por el contrario, con el pasar de los años mis atractivos bucles color azabache se me fueron cayendo dejando al descubierto una calvicie incipiente. Tan pronto como llegué al colegio abandoné mi ñoñada y me desatrasé en excesos y vicios, me entregué con devoción a trasnochos y juergas, y las marcas de este trajín están impresos en mis ojeras, en mis ojos hundidos, en mi rostro ajetreado, en mi prominente barriga y en una delatora papada.

Así que ahora, con lo transfigurado que estaba frente a Sara, era casi un milagro que me reconociera. Afortunadamente, la charla la encaminó ella y fluyó fácil como nunca antes. Me contó que después de la escuela se había ido a estudiar al INEM, un instituto técnico, mientras que yo por mi lado me había ido donde los hermanos Lasallistas. Me dijo que no había podido terminar el bachillerato porque quedó embarazada.

-¿Adivine de quién?- me preguntó con malicia.

- Pues de quien más a va a ser… - le dije yo, continuando la broma.

Y entonces me acordé.

Después de aquel fiasco de la carta-canción, yo traté de terminar aquel año sin mayores sobresaltos. Ya me había echado a la pena de no poderle confesar a Sara lo que sentía por ella. Y traté de sobrellevar mi vida dedicándome a prestar atención otra vez al tablero, a cumplir con mis deberes, a enrutarme por la senda del aplicado, al juego brusco de los descansos y a deleitarme como espectador de las riñas casadas a la salida de escuela, mientras comía mango viche con sal, me embutía de algodón rosado de azúcar o tentaba a la suerte jugando mi mesada en las loterías con que nos estafaban los venteros ambulantes.

Estancando la inminente llegada de la pubertad, estirando la niñez lo que más podía, mis días se tornaron entonces más plácidos y despreocupados. Asumí el peso del fracaso pero sin letanías, al menos me hice al ambiente y me acepté tal cual: solitario e incompetente para el juego del amor.

Gracias a que no le paré bolas a los intríngulis de la conquista, a pesar de que día a día era testigo que cómo las hormonas comenzaban a explotarle a todo el mundo a mi alrededor, esta actitud me permitió relajarme más con Sara, al punto de que mi sudoración disminuyó ostensiblemente cuando me enfrentaba a su cercanía. Seguía sintiendo lo mismo por ella e incluso había días que hasta más, con una apremiante necesidad casi biológica, pero pude apaciguar aquellos ímpetus. En resumidas cuentas pude volverme a fuerza de costumbre, de control y un poco de castración sentimental, en un buen amigo de ella… hacíamos algunas tareas, pude profundizar un poco más sobre cosas triviales de su vida, cosas de niños, hasta aquel día en que me abrió su corazón, mientras hacíamos operaciones de fraccionarios.

-¿Le puedo decir un secreto?- me dijo sonrojada.

- Si… el que quiera… - le contesté yo, esperando que me dijera lo que yo durante tanto tiempo estaba anhelando oír.

- Pero me promete que no le va a decir a nadie.

- Se lo prometo.

- Es que a mi me gusta…

Fueron los segundos más gloriosos y de mayor tensión de mi vida hasta mis diez años…

-… a mi me gusta… René.

Y así sepultó mis últimas esperanzas. Al final no fue Juan Diego, fue ella misma quien se encargó de cavar un agujero negro donde vertió todo el amor que yo había labrado con ilusiones. Sin saberlo me estaba haciendo trizas y sin embargo, internó más su dedo en la llaga, acentuó mi dolor y con inocente crueldad me terminó de pulverizar.

-Me gusta René, pero no se lo vaya a decir… Prométame que no se lo va a decir…

- Se lo juro.

- Pero necesito un favor.

-¿Cual será?- le dije ya desencantado, como por compromiso.

- Es que como a usted le salen palabras tan bonitas, yo quisiera que usted me escribiera una carta…

-Cómo así, no pues que a usted le gusta René… decídase pues…- le dije aun conservando una leve gota de esperanza.

-Es que es para él… yo quiero que usted me escriba una carta de mi para él. ¿Si me entiende?

Claro que le entendí y de puro bruto acepté cumplirle ese capricho. Esa misma noche, cogí un montón de casetes viejos donde mi papá tenía grabada esa tal música vieja. Me los escuché casi todos y busqué hasta hallar una canción ideal. Paradójicamente, en medio de tantas canciones de despecho, de tantos temas que hablaban de corazones rotos, escogí uno que me representaba, uno que expresaba de la manera más bella, poética si se quiere, lo que yo aún sentía por Sara a pesar de aquel desplante. Escogí la mejor canción de amor pensando en Sara, a sabiendas de que Sara se la dedicaría a René.

Sin saber siquiera sobre Cyrano, al transcribir aquella canción, me convertí en el Cyrano de Sara. Aún esperaba inútilmente que ella, al leer aquellas hermosas palabras cargadas de un profundo sentimiento, descubriera en mí al hombre sensible que la amaba en silencio, oculto entre las sombras; se diera cuenta de que amaba al hombre equivocado y me entregara por fin, después de tantas desventuras, su esquivo amor; cayendo rendida a mis pies por el poder de la poesía.

Justo en esas mi papá volvió a aparecer, con un pollo descongelándose, goteando sangre. Cuando me vio en esas, simplemente me miró y me dijo satisfecho:

-Si vio, lo que yo le dije, patentico… Caen porque caen...

Para no decepcionarlo, no me quedó más remedio que asentir.

-Solo espero que por andar de picaflor no me vaya a descuidar los estudios…- Y se marchó a dormir, con la sonrisa de aquellos que celebran una misión cumplida.

Llegué a la escuela con las esperanzas rotas y se terminaron de deshacer cuando vi que Sara le entregó tímidamente la carta a René. De nuevo fui testigo de cómo aquella canción robada, selló aquel amor con un beso detrás del árbol de mangos.

-Mamá… ¿y quién es él?- preguntó la niña señalándome.

- Es un amigo de tu papá y mío.- le respondió Sara.

- Hola… ¿Y tú cómo te llamas?

- Sara, como mi mamá.

Ya que era hija de Sara y René, me dije para mis adentros que mejor se debía llamar: “Rana” o “Rara”, y lo confieso, lo pensé un poco ofendido por aquel recuerdo que me lastimaba. Pero que luego se me pasó cuando le pregunté a la Sara mamá por René.

Me contó que ella y René habían terminado a los pocos meses de nacer la niña. No funcionó. Él, aunque respondía con su obligación para con la niña, vivía perdido, enredado en un montón líos con mujeres, dejando hijos regados por ahí, sin responder siquiera. Desde entonces Sara asumió las obligaciones de madre soltera y me dijo como conclusión que ya no le quedaba tiempo para el amor.

-Que vaina, pero vos sabés que René, siempre fue más bien un tumbalocas.- le dije por solidaridad pero de una me di cuenta que metí las patas…- pero no lo digo por vos- traté de enmendar mi torpeza.

- Tranquilo-, me dijo con una sonrisa comprensiva.- Yo sé que vos nunca fuiste bueno con las palabras…

-Que va a decir, ¿acaso no se acuerda de la carta tan inspirada que le escribí?

- Por eso mismo. Imagínese que cuando escuché esa canción pensé que usted se había vuelto un compositor famoso… y yo dizque chicaneando que lo conocía, pero cuando me dijeron que no era suya sino del Dueto de Antaño, solté la carcajada.

-Al menos me puede abonar la creatividad…

-Eso sí.

-La verdad, aquí entre nos, es que tampoco. La idea me la dio mi papá- le confesé.

- Ah no, que desinfle.

- Y eso que usted no sabe lo avergonzado que me mantengo de mi mismo.

- Tan bobo… Pero yo también le voy a confesar una cosa: a veces cuando me iba atrás en el tiempo, y pensaba en René, me preguntaba: ¿qué habría pasado si usted no me hubiera escrito esa carta…?

-Yo también.

-¿Cómo así?

- Bueno, es que la primera carta, se acuerda, tampoco era para Estela.

- ¿No?... Y entonces para quién… no me diga que para Jackeline.

- Ya no importa.

Y me fui sin decirle nada otra vez y para siempre.

1 comentario:

  1. Yo ya ni sé qué decirle ome. Esto está brutal. Depresión sabrosona la que me pegó esta historia. Saludos Pacho!

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