lunes, 13 de febrero de 2012

El Gol de mi vida



A Hemel, que me hizo acordar de esta valiente pendejada

Veníamos caminando con el tío Efraín… nos internamos en trochas, filos y cuchillas buscando atajos; atravesamos elevados riscos con aquel pendular nervioso de equilibristas de cuerda floja; abrazamos escarpadas y desafiantes paredes de barrancos de arcilla, con lentos y cuidadosos avances, evitando ver para abajo, para no sucumbir a los nervios, con el corazón palpitando en la garganta, sintiendo el rodar cuesta abajo de piedras que se desprendían de aquel delgado sendero, terroso y frágil como se deshace un panderito, presagiando el fatal destino de quien da un mal paso; fuera de peligro, nos adentramos en extensas plantaciones de maíz y desembocamos, náufragos, en la espesura de altas malezas que nos tapaban como enormes olas verdes y se mecían suaves y ligeras al vaivén de un viento frío; sorteamos enmarañados y lacerantes matorrales y salimos victoriosos con cadillos en la ropa, espinas incrustadas en nuestra piel, ladilla picando en las piernas y los brazos rayados por finas líneas de sangre hechas por el trazo de filosas y traicioneras ramas; saltamos quebradas de piedra en piedra, nos precipitamos por laderas, rodando; hundimos los pies en un lodo negro y espeso, embadurnando hasta las medias; quedamos inmersos, atrapados en lechos fangosos y densos hasta las rodillas, traspasamos arenas movedizas sujetándonos de lianas para evitar que nos tragaran esos gelatinosos pozos sin fondo; nos abrimos paso con las manos entre gigantes y prehistóricos helechos, que se abrían como abanicos de pavos reales, de tallos cubiertos de una afelpada e ineludible pelusa, tan suave y molesta como la piel del lulo; nos hicimos caretas con enormes hojas; comimos ácidas y jugosas moritas silvestres, arrancadas a manojos en la vera de caminos perdidos hacia ninguna parte, cubiertos de un polvillo dorado que brillaban con el sol; nos disparamos semillas de capullos de diminutas flores rosadas y vainas de frutos viches; furtivos, nos detuvimos a espiar pájaros e insectos de delirantes colores e intrigantes formas; nos refrescamos con aguas heladas de cristalinos arroyuelos, nos sacudimos el pelo empapado como perros recién bañados y bajo el paraguas de un frondoso árbol, sentados sobre un tapete leopardeado de sombras, apreciamos el correr sereno de los ríos distantes, el discurrir silencioso de  esponjosas y maleables nubes amarillas. ¡Inmenso! al fondo, al frente, a lo ancho y largo de lo que la vista puede abarcar contemplamos, con la humildad que se inclina ante lo imponente y majestuoso, la plenitud del Valle de San Nicolás… cuadriculado de sembrados de verdes de todos los tonos. Las ráfagas de viento quemaban y enrojecían nuestros pómulos con gélidas y refrescantes oleadas, y el frío penetraba los poros y los hacía brotar como piel de gallina, hasta calar los huesos con escalofríos y erizarnos poniendo los pelos de punta… Todo aquello hicimos esa tarde veraniega hasta que nuestro juego de exploradores llegó a su destino: coronamos una planicie singular, una suerte de meseta rodeada de pinos altos y estilizados como plumas, que cercaban una improvisada cancha de fútbol, pelada frente a un solo arco, hecho con palos de guadua, amarrados con cabuya.

Bajo un cielo atardecido y acolchado de nubes color durazno, unos cuantos niños jugaban herradura, correteando tras un viejo y desinflado balón: una vejiga. El tío Efraín se detuvo a ventilar los sofocos de su edad con su gorra de camionero, apoyado sobre su báculo de moisés, mientras que Oscar, mi hermano, se explayó en la manga bufando como morsa marina, tratando de recuperar el aliento de su rechoncho cuerpo de niño acalorado. Yo por mi parte, enjuagado en sudor, pero aún animoso con mis vitales 16 años, me senté a contemplar el cotejo. Extraje de la hierba un espartillo y me llevé su tallo a la boca, para sacar el agrio jugo al apretarlo con los dientes.

Sin ganas de participar del juego, me entretuve mirando aquellos niños campesinos correr en tropel detrás del balón. Diez chicuelos, contando el arquero, no mayores de 12 años el que más, de vereda todos ellos, provenientes de casas dispersas, regadas entre la montaña; de cachetes colorados, botas de caucho “machitas”, sudaderas escueleras: azules oscuras con dos líneas blancas laterales, rotas en las rodillas o remendadas; con sacos de lana deshilachados y motosos, heredados de sus hermanos mayores remangados o de mangas sueltas, sin resorte ya, que sobrepasaban sus manos; con el cabello abundante y mal trasquilado, negro o mono, pero tupido, revuelto y con capul como si todos pasaran por las mismas tijeras peluqueras.

Se arremolinaban forcejeando con sus pies, tratando de hacerse al balón, chocando torpemente unos contra otros. En la fruición del juego levantaban pequeñas polvaredas, y se perdían aún más en aquella nube confusa, buscando tobillos y espinillas entre risas maliciosas y exhalaciones de cansancio, sin importarles siquiera convertir un gol.

El juego era suyo. Yo un distante y ajeno espectador, hasta que una de esas botas lanzó un puntapié a la loca y el balón rodó hacia mí. Como respondiendo a un llamado providencial, sin pensarlo dos veces me levanté cual creyente en pos de adoración, me llené de confianza y emprendí el camino hacia el arco: Esquivé al primer niño con una gambeta a la derecha; al segundo le hice comer enterito el amague al bordear por la izquierda. Con media vuelta le hice una finta al tercero que pretendía tomarme por sorpresa; le levanté delicadamente el balón al cuarto, al percatarme que se me lanzaba en barredora y lo dejé que pasara frente a mi deslizándose en la hierba, sin frenos; adelanté el balón y les hice un ocho doble, primero al quinto y al sexto ya un dieciseis, y quedaron lelos; al llegar con el pique a recuperar el esférico le atravesé el balón al séptimo, y lo ordeñé con un cambio abrupto, inesperado: “Lo gafiaron”, escuché que le dijo otro niño ya vencido desde atrás; hasta entonces nunca me había salido la bicicleta: ese truco de levantar el balón impulsado con las dos piernas en movimiento a manera de catapulta y lograr desde la espalda un sombrerito que acompaña el desplazamiento del jugador, mientras que el balón toma una trayectoria de englobe sobre la cabeza del adversario, pero incrédulo lo hice con la soltura de un crack, bañando al noveno, que era el más grandecito, el de doce. Al verlo paralizado, contemplando como el balón volvía a posarse delicado sobre mi zurda, me sentí bendecido, todo un Maradona y como tal me invadió un sentimiento altanero y sobrador. Presumido, insuflado de soberbia, me di la vuelta, de espaldas al arco, y me autohabilité, levantándome el balón a una considerable altura, mientras veía correr sobre mí aquella caterva de niños con la intención de detener, interrumpir y malograr el mejor gol que había hecho en mi vida. Calculé en contados segundos la caída del balón y mi orientación con respecto al arco, así que me impulsé y salté levantando las piernas para conectar una mortífera chilena…

Y quiero darle un stop aquí a esta historia, como hace uno con el control remoto en las películas, para aclarar que hasta ese momento nunca fui, ni he sido en adelante, un gran jugador de fútbol; en realidad soy lo que todos los jugadores medianamente decorosos llaman un petardo, un rodillón. Condenado a ser el último que escogen, y eso que por descarte, en los picados de barrio, fácilmente me resigné a ser uno de esos rellenos que mandan a la defensa  a destruir jugadas, a impedir que metan gol como sea, precisamente quebrando delanteros, lesionando habilidosos mediocampistas. Siempre fui el eterno suplente de partidos importantes y desafíos, ocupando un rango más bajo que el de aguatero, y nunca desarrollé virtudes futboleras ni siquiera en las épocas en las que entrené día y noche y me adiestré con profundo empeño y obstinada dedicación. Como decía mi papá con gran desilusión: “Yo soy cerrado pal fútbol”: Los mejores goles de mi vida nunca los convertí. Y si la casualidad me ponía un balón frente al arco rival, de pura chiripa luego de un mal rechazo, siempre los malogré, lanzando un batacazo, un cañonazo, un puntazo, un contundente espinillazo al palo de mangos detrás del pórtico que se me ofrecía en bandeja de plata…

Pero aquel día fue la excepción: llevaba la gracia divina empotrada en los pies, la suerte me asistía como nunca y una inusitada confianza me corría por todo el cuerpo. No importaba que mis contrincantes fueran un puñado de niños que apenas me llegaban a la cintura, era uno de esos días en que estaba bendecido por la fortuna, envestido por la magia de esa hermosa pasión religiosa llamada fútbol… Y no la iba a desperdiciar.

Ahora demósle play a aquella magistral jugada estática, detenida, congelada en el tiempo y continuemos… Estaba suspendido en el aire, con la cabeza de espaldas al arco y las piernas a punto de hacer la tijereta que precede a una monumental chilena. Atiné con asombrosa eficacia, digo asombrosa para mí, ya que debido a mis limitadas capacidades nunca me había atrevido siquiera a lanzarme a hacer una chilena. Al contacto con mi pie el balón salió disparado hacia el arco, siguiendo su curso en la dirección que había fijado. Así no fuera famoso, célebre ni recordado por nadie, así aquel gol fuera olvidado por aquellos niños, por mi tío Efraín y por mi hermano El Gordo, así no quedara registrado más que en los anales de mi triste y precaria historia personal, sería el mejor gol de mi vida y marcaría un antes y un después, que siempre de manera secreta me llenaría de orgullo, placer y satisfacción con solo evocarlo…

Pero siempre hay un pero. No pude seguir la trayectoria del balón porque cuando mi cuerpo descendió del aire, caí sobre un morrito cubierto de hierba. La base de mi columna vertebral impactó con todo el peso de una mala caída justo sobre un pequeño montículo. Corrí la mala fortuna de atinar sobre un promontorio de tierra que de inmediato me produjo un fuerte calambre que recorrió mis piernas y me inundó de un terrible dolor que se regó por mi espalda. Con aquel padecimiento atenazando mi columna no pude más que soltarme a llorar y tampoco pude ver cuando el balón chocaba contra el travesaño superior del arco, justo en el instante en que el  pequeño arquero, a pesar de una felina voladora hacia atrás, estaba vencido. Lo sé porque me lo contó mi hermano, entre risas descaradas. Luego el balón rebotó contra el piso en el preciso instante en que los niños pasaban por encima de mí, sin interesarles mi delicada lesión, para confundirse en un amasijo de pies. Celebraron victoriosos, entre carcajadas y burlas mi grandilocuente fracaso. Aquellos pequeños y crueles indolentes volvían a alimentar una polvareda que lanzaba esquirlas en mi cara… “Otro que muerde el polvo”, pensaba de mi, adolorido, cuando veo que del borbollón emerge hacia mí, como una segunda oportunidad, un nuevo rechazo y el balón rueda a mis pies.

Tirado en el piso, aún sin fuerzas para poderme levantar, me doy mi revancha y con los últimos arrestos de coraje que me quedan, chapaleando como un pescado, logro patear el balón con un espinillazo. Éste sale disparado entre los pies de los niños a la esquina izquierda del arco y meto el anhelado gol. Ante los ojos y las bocas abiertas de incredulidad de los niños, no tengo aliento ni de cantarlo. Por el contrario, aquel esfuerzo sobrehumano, aquel atentado necio contra mi integridad me sale caro. El dolor en la columna se agudiza y me retuerzo entre convulsiones y calambres, mientras el arquero impasible, despeja y eleva el balón hacia el cielo con todas sus fuerzas.

Todo esto ocurrió tan rápido que apenas si conservo un vago recuerdo, ya que el dolor intenso me nubló el mundo por unos segundos. Luego se acerca mi tío Efraín y mi hermano, un poco preocupados, tratando de ocultar una sonrisa sardónica. Velando aquel cielo tinturado de neón, me preguntan como estoy. Con los ojos aún encharcados sólo puedo pedirles que me ayuden a levantar con mucho cuidado. Y mis ánimos se desvanecen cuando el tío Efraín me aclara que debemos regresar por dónde vinimos ya que no hay otro camino de retorno.

Penoso, fatigoso, martirizante, fue el regreso a la casa de la abuela, sorteando todos aquellos obstáculos naturales de la venida, pero esta vez inclinado como un jorobado, ya que el contundente golpe no me permitió enderezarme sino dos días después, y eso que con mucho cuidado, después de esmeradas atenciones de la abuela con ungüentos de pomadas calientes, compresas de agua caliente y suaves masajes que me dolieron hasta en el alma.

Desde entonces recuerdo aquel infame y feo gol, que vaticiné como el gol de mi vida, con profundo resentimiento. Por mucho que lo intento no lo puedo olvidar, máxime cuando se hace presente cada vez que vuelvo a jugar, y un dolor intenso se adhiere a mi columna y amenaza con hacerme abandonar las canchas definitivamente. 

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