martes, 29 de junio de 2010

A que no me acuerdo… a que no


Yo tengo muy buena memoria. Me acuerdo de los nombres de las películas, de los directores y los actores de Hollywood; de todas las telenovelas que se ha visto mi mamá; del radioteatro que escuchaba cuando era un niño y planchaban a mi lado; de los actores criollos, los clásicos y los de ahora; de las modelos y presentadoras de la televisión nacional; recuerdo todos los capítulos de Seinfield, de Lost y de Los Simpsons con abrumadora precisión y de cien series más; de libros y sus autores, de oraciones cristianas que me enseñó mi abuelita, de cuentos magistrales y personajes ilustres reales o ficticios, de autores de libros que no he ojeado y hasta libros que no me he leído; me acuerdo de los programas de televisión que he visto desde chiquito y hasta de los slogans y jingles de comerciales. Soy capaz de reconocer pintores y sus obras, canciones y cantantes por montón en todos los géneros posibles, planteles completos de jugadores de mi amado DIM, resultados de partidos, de goles que me emocionaron y hasta de anécdotas no autorizadas de futbolistas. Rememoro con gran facilidad situaciones y anécdotas divertidas que me pasaron a mi y a mis amigos. Con decir que me acuerdo hasta de los paseos a los que no fui…

Es decir, mi memoria selectiva funciona de maravilla cuando se trata de información inútil. Mi cabeza está llena de basura que nunca se formatea. No tera bites, como se le dice ahora a una descabellada acumulación de datos, sino Tetra bites es lo que tengo acumulado en mi precioso cerebro.

No me acuerdo de todo, ni todo el tiempo, ni que fuera Funes el Memorioso de Borges, pero sé que toda esa chatarra la tengo albergada en alguna parte, medio dormida, y no es sino un impulso, una evocación ligera, una chispa, para que el buscador comience a urgar en mis archivos. Así, en menos de lo que canta un gallo aparece y sale por mi boca para el asombro de mis acompañantes: “¡Cómo te acordás!”, terminan por decir… Yo no sé, creo que me gustan las historias y la gente.

Ahora no me acuerdo de chistes ni poemas, como Miguel Rivas que tiene un chiste y un poema para cada ocasión, pero hubo en tiempo en que si. Creo que de tanto contar chistes a los amigos y recitar poemas de niño a las visitas, fundí esa capacidad y la bloqueé. Tampoco me acuerdo de las fórmulas matemáticas aprendidas en el colegio, y como odio los manuales técnicos, tan pronto como los leo los olvido.

De lo que si nunca me he acordado es de los nombres de la gente que recién conozco. Y no me ha valido nada.

El problema empieza desde el momento en que conozco a la gente. Hola te presento a un amigo… hasta ahí todo bien… Pero luego cuando dicen: mucho gusto mi nombres es… en mi cabeza hay una interferencia que me impide escucharlo, la mente se me pone en blanco esos segundos, y luego le da la orden a los oídos para que retome la conversación como si nada hubiera pasado.

En caso de que logre escucharlo, mi mente arroja el nombre en la papelera de los archivos temporales y la borra inmediatamente, al punto de que en la mitad de la conversación, me toque preguntar: Que pena, ¿cómo es que te llamas vos…?

Por fortuna, he venido descubriendo que esto no solo me pasa a mi. Hablando estos días con El Amarillo, un amigo músico, me contó que tenía el mismo problema; que le daba mucha vergüenza encontrarse con gente que le sabía el nombre mientras que él no se acordaba. Bueno, si a uno lo llaman El Amarillo, no es que sea muy difícil acordarse y a mucha gente la conocen más por el apodo. Pero la gran mayoría le decía Federico que es su nombre de Pila.

¿Qué hacer entonces cuando uno no se acuerda de un nombre, mientras que otro con gran familiaridad repite el nombre de uno y se lo restrega en la cara?

Pues El Amarillo, tiene una solución muy sencilla: cuando uno no recuerda el nombre, saluda con familiaridad y dice: Hola Antonio o Antonia, según el caso. La gente por supuesto se timbra, y le corrige de una vez; entonces él aprovecha, les cuenta su problema, y ellos terminan por comprender cuando el Amarillo concluye: “A lo mejor un día de estos doy con alguien que se llame así y no me toca explicarles nada”… Así borra toda incomodidad con una sonrisa. Pero cuando uno le pregunta: ¿Y si conocés a algún Antonio o Antonia? El Amarillo responde: “No me acuerdo”.

Como yo soy un irremediable amnésico de nombres, celebro y comparto este método, pero no me sirve por dos razones contundentes:

La primera es que tengo un carácter muy débil y no soy capaz de aclarar mi problema antes de que se desenvuelva una conversación. Para la muestra este botón. Hace unos años estaba en el Parque San Ignacio pasando la tarde, cuando se me acerca una pareja cuarentona. No los recordaba, pero el hombre me saludó con tal familiaridad que pensé que él sí me conocía. Luego de dejar la habitual desconfianza de estos tiempos aciagos donde todo desconocido es un hampón, yo le seguí el hilo.

Por supuesto no nos dijimos el nombre, porque yo supuestamente simulé reconocerlo. Pero mi peor error fue dejar que fluyera la conversación, porque ahí ya no tenía camino de retorno. Sin darme tiempo a aclaraciones pasó a: Cómo está la familia y esas cosas… Yo respondí lo más sincero que pude, tratando de encontrar un detalle que me diera pistas de donde lo conocía, pero el tipo no paraba de preguntar por mis familiares y decirme lo bueno que había pasado con mi hermano en “esa época”…

Mientras mi cerebro buscaba afanosamente en la carpeta: “Amigos de mi hermano”, comencé a sentir una renovada desconfianza cuando el tipo comenzó con preguntas de grueso calibre: ¿Y donde están viviendo ahora?... ¿Y qué está haciendo tu hermano?, ¿Y tu papá se alivió?, ¿Y tu hermana ya se casó?

Como todas las preguntas me salían, yo le respondí tomando cierta distancia; pensando que era el preámbulo para que me echaran burundanga. Hasta que la mujer me dijo: “…es que si son muy ingratos, desde que se pasaron ni volvieron por allá…” Como yo me pasé de barrio muy chiquito y mi hermano escasamente tenía como 3 años en “esa época”, supe que había una terrible confusión.

La mujer lo notó en la mi expresión, y dudando le dijo a su pareja: Este no es… miralo bien… El hombre me reparó entrecerrando los ojos y luego me dijo: Usted se llama Jorge, ¿no cierto? No señor, le contesté. Este no es, dijo el hombre molesto. ¿Usted por qué no me dijo antes que no era Jorge?, me inquirió ofendido. Porque yo pensé que usted me conocía y yo no me acordaba de su nombre, le dije nervioso… ¿Y por qué no preguntó?, me contestó altanero... ¿Y por qué no preguntó usted primero? Le dije.

Al final la pareja me insultó: que qué era esas forma de hacerle perder el tiempo a la gente, que si no me daba pena, que cogiera oficio, que no volviera a hacerme pasar por gente que no soy porque iba a encontrar a uno que si me rompiera la jeta, y se fueron muy bravos.

Desde entonces suelo seguir el consejo que le dan a los niños de no saludar a desconocidos, claro, a menos de que digan mi nombre. Y tampoco así, porque si todavía no los recuerdo, les pregunto: ¿De donde es que te conozco a vos…? Ah claro… y si así tampoco me acuerdo, los dejo con el saludo en la boca y salgo corriendo. Así paso por maleducado pero evito que rompan la jeta por mi falta de carácter.

Es más, este incidente provocó que guardara recelo, no solo frente a los desconocidos, sino frente a los recién conocidos, apenas conocidos, y los que uno distingue. A tal punto que por el barrio donde vivo hay un señor que una vez me preguntó el nombre. Yo le dije, pero él entendió mal o le pasa la misma interferencia mía, y terminó por llamarme Fernando, incapaz de volver a preguntar.

Como es de esos señores que se la pasan tomando aguardiente en tienda de la esquina, él, muy querido le dijo a todos que yo me llamo Fernando y el dueño de la tienda, la señora del dueño y el hijo púber que atienden me llaman Fernando también. Cuando yo les digo: Vecino deme tal cosa… Como no Fernando… Aquí tiene su devuelta Fernando y que tenga un buen día Fernando. Para colmo de males, otros señores que beben con el primer señor, también me conocen como Fernando y es tal la cantidad de gente que me llama así, que a estas alturas no hay modo de desmentirlos. Además no me sé el nombre de ninguno. Así que vivo con temor, pidiendo a la divina providencia que mi verdadero nombre nunca se llegue a saber en este barrio.

Aquí llegamos a la segunda razón de por qué no puedo seguir la estrategia del Amarillo.

Yo soy profesor universitario, de cátedra, un mercenario de la educación en tres universidades. Tengo 6 cursos a cargo en total, con un promedio de 20 estudiantes por curso. Es decir 120 estudiantes. De allí que me quede imposible comenzar a leer la lista de clase y decir: Antonio, Antonia, Antonio, etc…

En fin, si no me acuerdo de un simple nombre, ya usted se imaginará lo que me cuesta aprenderme 120, además acordarme a que universidad corresponde cada uno. Bueno, para eso está la lista de clase y la repetición le hará recordar tarde o temprano, dirá usted, pero aquel bastón de ciego, que es la lista de clase, tampoco me sirve de mucho. Mi ojos leen el nombre, ven la cara, pero tan pronto como paso al siguiente nombre ya me he olvidado de la cara y del nombre que acabé de mencionar y así sucesivamente.

Para evitar que se descubra mi terrible problema me dirijo a todos mis estudiantes con el apelativo de Mi estimado, amigo o amiga, muchacho o muchacha. Y quizás por eso, porque no soy capaz de mirar a una niña fijamente y decirle hola Carolina, que todos mis colegas profesores dicen que fracaso en el levante de aquellas doncellas.

Pero no todo es funesto; el cerebro ante una limitación siempre encuentra una salida. Poco a poco me he dado cuenta de que tengo un método personal que me permite relacionar los nombres y las personas paulatinamente. Primero empiezo por acordarme del nombre de las más bonitas de rostro, luego de las más buenas de cuerpo. Después de las más aplicadas que no son tan agraciadas, ni de cuerpo ni de cara. Luego de los hombres más intensos que no paran de hacer preguntas y me abordan después de clase. Le siguen los manes que no dejan dar clase, y los tipos que solo van a calentar pupitre y a hacer otras cosas, esos son los últimos, ya al final del semestre, si es que me acuerdo porque hay unos que pasan sin pena ni gloria. Y me apena confesarlo; de las feas no me acuerdo nunca. Por mucho intento que hago.

El problema es que al final del semestre, cuando me toca pasar las notas definitivas, de nuevo veo la lista y se me olvidan todas las caras y no sé quien era Natalia, ni Juan Felipe, ni Carlos, ni nadie… Los tres Andrés Felipe se me traban, Las dos Ana María se me confunden, la cara de las 10 Danielas que tengo repartidas en todas las universidades se me trastocan.

Así que tengo que nivelar las notas que son de seguimiento con un 3.3 o un 3.5 genérico para todos. Y si vienen airados a preguntarme porqué tan bajita la nota, yo les respondo: “De gracias que al menos no perdió”. Me toca.

Lo curioso es que así, mal o bien, todos mis estudiantes se terminan acordando de mi y de mi nombre con aprecio. Y cómo no, si todos me dicen Pacho… hasta yo me acordaría.

lunes, 21 de junio de 2010

Tú, lo idiota que eres, y tu estúpida bocota


Era de noche, viernes con ley seca, víspera de elecciones y estaba en Manrique, donde todo queda en subida o en bajada, según como se mire. Salí del concierto de unos amigos a fumarme un cigarrillo y entonces la vi. Era una niña de unos veintitantos años, monita, flaquita, ojos canela y una sonrisa de frenillos cándida y fresca.

Ella fue la que tomó la iniciativa. No había nadie más en la entrada de aquel teatro y se acercó. Bendito sea mi dios, exclamé para mis adentros, porque con lo lento y tarado que soy con las mujeres, no habría balbuceado ni una sola palabra, así la tuviera al lado.

Con cierta timidez me pidió un cigarrillo. Solo tengo piel roja sin filtro, le dije con tono de excusa. Ella aceptó sin reparo y los dos fumamos, en aquella calle mojada, acabada de llover.

Como llevaba varias semanas encerrado en mi casa, como llevaba varios meses sin contacto con una mujer, aparte de las clases con mis estudiantes, no sabía que decirle. Ráfagas de ideas atravesaron mi cabeza, buscando una frase intrépida para romper el hielo. Pero fui presa de los nervios y me quedé petrificado como un hombre a punto de fusilar; viendo como ella consumía su cigarrillo y se acababa mi tiempo…

Entonces me lancé a preguntarle qué le había parecido el concierto. Y comenzamos a hablar con monosílabos sobre lo bueno que eran mis amigos músicos. Luego hablamos de la música en la ciudad y de los conciertos íntimos que dan los amigos de uno. Como un hamster enjaulado daba vueltas sobre lo mismo, cambiando mis opiniones, sin saber que más aportar, que más preguntar. Pero ella parecía de acuerdo con mis opiniones y yo con las suyas y la cosa parecía que funcionaba.

En esas salió Cañola, aburrido del ambiente íntimo post concierto, cansado de la ineludible adulación al artista de butaco, y de la terrible sobriedad que nos imponía aquel viernes zanahorio. Por cortesía los presenté a los dos, pero ni la monita ni él estrecharon la mano ni dieron su nombre, levantaron la cabeza manteniendo una prudente distancia y punto.

Ella acabó su cigarrillo mientras Cañola mostraba señales de querer largarse para ir donde su novia, antojado de ver tanta parejita melosa y enamorada. Era verdad, durante el concierto sólo había parejitas: los músicos y sus novias grabándolos en video, los amigos de los músicos con sus respectivas parejas tomando fotos, un par de hombres que eran pareja, Cañola, la niña rubia y yo. Ah, y una gordita tetona, toda alebrestada, que era la presidenta del club de fans, que a juzgar por sus comentarios entre canciones, pedía a gritos un menage a trois con el telonero y el músico de fondo.

En medio de este ambiente dual, todo parecía conspirar para que la monita del cigarrillo y yo encajáramos. Todo presagiaba éxitos, pero yo tenía que abrir mi estúpida bocota.

Después del cigarrillo, la monita sacó una manzana de una maleta terciada. Le dio un sexy mordisco mientras yo me derretía solo con verla. Un escalofrío me recorrió la espalda y doy fe de que no era del frío. Sin dudarlo me ofreció la manzana, yo me negué muy cortés y luego se la extendió a Cañola, que también se negó.

Para evitar el desplante, me sentí en la penosa obligación de justificarme. ¡Maldita culpa, mi lastre! Entonces me reí y deje que mi piloto automático explicara el motivo de aquella espontánea carcajada: … que pena, le dije, pero es que al verla, me devolví en el tiempo y me sentí como Adán… Ella sonrío, claro la manzana, dijo. Hasta ahí la cosa iba muy bien, pero me tomé confianza y metí las patas con disertaciones inútiles que suelo hacer…

Pero no lo tomés a mal… la gente siempre dice que fue Eva la que tuvo la culpa con la manzana, pero yo siempre he creído, argumenté convencido y retórico, que la culpa no es de Eva, ni de la serpiente, la culpa es de la manzana, el fruto prohibido, ya sabés… - ella me esquivó la mirada- ...porque la serpiente pudo haberle dicho lo que fuera a Eva, pero si ella no hubiera querido no la habría probado y tampoco se la hubiera ofrecido a Adán, pero, ¿quién le puede decir que no a una manzana por Dios?… entonces pensé: Yo le acabo de decir que no… Y tratando de enmendar mi error metí fue las cuatro patas…

Claro que es culpa de la manzana, tan es así que por una manzana que cayó del árbol, fue que Isaac Newton pudo clarificar la ley de la gravedad, y ahí que el hombre terminó por dejar a Dios para ir en pos de la ciencia… Busqué aprobación en Cañola, pero el tenía los ojos abiertos, impresionado e incómodo, así que rematé: … Por eso fue culpa de la manzana y no de la mujer que estamos donde estamos…

Luego se hizo un silencio sepulcral por unos eternos segundos. La monita se despidió y se marchó comiendo manzana calle abajo.

Mucho estúpido, y eso que no estaba borracho, pensé. Y ni siquiera le pregunté el nombre, le comenté a Cañola como un lamento.

La primera mujer que se me acerca en años, y la espanto así… No hermano, fui yo el que te cagó parche, me dijo Cañola para consolarme… No Cañola, la espanté… Yo tuve la culpa por ponerme a hablar más de la cuenta… Siempre me pasa lo mismo y con esta carestía es imperdonable… Tranquilo, no valía la pena, era como hippie… Entonces me reí y le contesté… Si, al menos se fue, porque ya iba a hablar de la manzana que le dio la bruja a Blancanieves… y más reconfortado, pensé que al menos me quedaban buenos amigos. Pero entonces Cañola me dijo que se iba donde su novia…

Con lo encerrado que me mantengo yo preferí quedarme. Cuando Cañola se estaba montando en la moto, me dijo: Pero no se ponga mal que si ella se fue, la culpa no era de la manzana, era de ella…

¡Mujeres!, respondí yo y lo vi marcharse.

Luego di media vuelta pensando: … tocó ir tras la presidenta del club de fans. Ya que no pude probar la manzana de la tentación, a lo mejor me va bien con ese par de melones de la gordita.

Una hora más tarde estaba en mi casa, solo, sobrio y encerrado otra vez… quien sabe hasta cuando.

Ojalá todos los días fueran así


Cañola llega tarde a su trabajo. Se levantó a las 9 de la mañana, cuando debía estar en la oficina a las 6 en punto. No alcanzó ni a ver el partido de Argentina contra Corea del Sur.

Apenas si pudo bañarse a lo gato, empacarse en la ropa de afán y arrancar en la moto a toda.

Llegó a la oficina, evadiendo a la recepcionista, ocultándose de la jefa, y poniendo cara de ternero huérfano al editor de su programa “Vida Cooperativa”.

Sin musitar palabra, se sienta juicioso como niño regañado, para evitar el reproche de editor de televisión que es el peor reproche que alma humana jamás conocerá. Aguarda que el editor se lance en ristre con un sarcasmo sobre su falta de puntualidad. Pero cuando el editor le da la cara, no le echa puyas, ni le pone pereque.

Con inusual efusividad, le dice:

- Miralo tan pinchado… como atinó el marcador de Argentina contra Corea…

Con prudencia Cañola le sigue el juego.

- Usted sabe mijo…- sin acordarse siquiera del resultado que puso en polla de la oficina.

Ambos se ríen…

Pero la risa pronto es cortada de tajo con la llegada de la jefa; la mismísima dueña de la productora audiovisual, que irrumpe en la sala de edición.

- Cañola, tenemos que hablar…

Cañola entonces teme lo peor. Ya van seis llegadas tarde, por el mismo estilo, en un mes; en cuatro la jefa lo pilló infraganti entrando a gatas y en las otras dos, el editor le echó el agua sucia antes de que llegara.

Sentenciado, Cañola espera el batacazo.

- … le va a tocar explicarme cómo le está haciendo… Cañola presiente el inminente despido, -… es que acertar en casi todos los marcadores de la polla... - le dice la Jefa super querida.

- Pura suerte, - responde Cañola con afectada humildad.

- Pues yo no sé que va a hacer… -Cañola suda frío,- pero le va a tocar asesorarme en la polla de octavos de final porque yo no he dado tiro con bola, y le quiero cerrar el pico a mi marido que no ha hace sino gozarme...

- Tranquila que ahí no dejamos de arreglar, responde Cañola picaron.

La jefa se ríe… y Cañola también, pero con risa nerviosa. Entonces la jefa mira el televisor.

- Qué bonita esa imagen, como les está quedando de pispo el programa…

Cañola mira de reojo al editor, esperando que el man se atribuya todo el crédito y le vuelva a echar el agua sucia. Pero el editor solo contesta:

- Jefa, por favor, aquí solo metemos goles de factura…

La Jefa los mira, un poco intrigada. Cañola vuelve a sufrir.

- No, pues a este ritmo, nos va a tocar crear la división de pronósticos futboleros a ver si así nos tapamos de plata.

La jefa se retira entre sonoras carcajadas. Cañola se hace el bobo. Y anima al editor para “seguir con su trabajo”, mientras piensa: “¡Bendito sea el mundial de fútbol!”

Ojalá todos los días fueran así.

sábado, 5 de junio de 2010

Lo que te roban es lo de menos (2)


Dignidad


Nada mejor que tener una novia cuando uno está desempleado. Bueno, eso si el amor está floreciendo, porque si llevás un buen rato, es un infierno. Pero cuando uno está en los misterios gloriosos de la pasión nada mejor que tener tiempo de sobra para dedicarle a la mujer amada. Y para que ella se lo dedique a uno.

Así estaba yo por esos días con Natalia. No tenía plata pero la tenía a ella y ella me tenía a mi, y eso nos bastaba.

Para evitar inoficiosos gastos comíamos atún con pastas y arroz con huevo, en la casa de ella todos los días. Todo un manjar. Para el sopor de las tardes, prestábamos películas en la universidad que veíamos en el televisor de la suegra. Nos encerrábamos a escuchar casetes regrabados con clásicos de rock de los 80. Jugábamos cartas con la suegra, leíamos libros juntos y el resto del tiempo lo pasábamos haciendo las cosas que hacen los novios cuando se llevan muchas ganas. Ah y fumábamos marihuana, mucha.

Sólo salíamos de nuestro nido de amor, cuando se nos acababan las provisiones. Entonces caminábamos desde Conquistadores hasta la 70 para buscar al jíbaro de confianza. Así nos gastábamos los pocos ahorros tasados, en hierba para la siguiente semana. Para lo demás… ¡Dios proveerá!

Así como las parejas tradicionales antioqueñas separan el sábado en la mañana para ir a mercar, así mismo nosotros, terminamos por salir los domingos a eso de las 8 de la noche para abastecernos con nuestro peculiar “mercado”. Los domingos eran más tranquilos, no había el visaje de los jíbaros amurados que lo ponen a uno en la mira de las autoridades patrulleras. Y era más sereno moreno hasta ese fatídico domingo.

Yo venía con Natalia de comprarnos unos armados. Para acortar camino hacia la casa de ella cogimos por San Joaquín. Aquel atajo era más sombrío y solitario, pero Natalia había vivido de niña por allí y su confianza me infundió seguridad.

Quizás por el exceso de la yerba me sentía paranoico con mucha facilidad. Hacía menos de un mes que me habían atracado, precisamente con ella, dos tipos enfierrados en una moto (ver “Lo que te roban es lo de menos 1”) y quedé rayado. Aún no lo había superado del todo; no era sino escuchar el ronronear de una moto a lo lejos, para que me pusiera pálido del susto y echara a andar a paso rápido.

Pero todo estaba tan desolado durante el trayecto que recuperé mi antigua tranquilidad. Cuando llegamos al parque lineal de la avenida Bolivariana, le propuse a Natalia que nos quedáramos un rato allí para disfrutar de la noche; estaba venteando fresco, muy agradable.

Nos sentamos abrazados a mirar las estrellas, a hablar de proyectos, de paseos al mar cuando yo consiguiera trabajo y no sé qué cosas más.

Ya eran como las 10 de la noche cuando me di cuenta que estábamos solos, que escasamente pasaba un carro por la avenida. Me sentí muy afortunado; aquel lugar y aquel momento eran mágicos, exclusivos, apartados especialmente para nuestro amor.

Pero como dice Murphy: “Cuando las cosas no pueden ir mejor, siempre pueden ser mucho peor”… Y eso lo confirmé cuando escuché el ronquido de una moto que se aproximaba por la cicloruta. Hacia nosotros.

Pudimos correr pero yo me quedé petrificado… Los vi venir con la lentitud con que ves caer un vaso de tus manos y no puedes atajarlo. Ya cuando estaban encima, sólo recuerdo las palabras de Natalia. “Ay Pacho, nos volvieron a atracar… pero no se te ocurra hacerles repulsa como la otra vez”… Yo se lo prometí.

Con parsimonia la moto se detuvo delante de nosotros y el parrillero se bajó. Ya conocía el trámite. El tipo insulta, saca la pistola, a ver que es lo que tienen. Pero yo no tenía ni un centavo, estaba en los huesos.

Como el tipo se dio cuenta que ni billetera llevababamos, comenzó en buscar en los bolsillos del pantalón. Yo tenía puesto un pantalón de muchos bolsillos que estaban de moda por esos días. Pero el tipo solo urgó en los bolsillos de la cadera.

Como no encontró nada, se enamoró del marco de mis gafas recetadas, pensando que eran finas. Pero la verdad era un marco de segunda, “de un zapatero muerto”, como decía Natalia, compradas en Guayaquil. Y me las quitó.

No contento con su precario botín, el conductor de la moto me dijo de mala manera:

- Yo no voy a parar por nada… a ver escúlquese y deme todo…

Entonces yo metí la mano en el bolsillo lateral de mi pantorrilla y le saqué dos baríticos que había comprado con mucho esfuerzo y se los mostré.

- Mirá a esta gonorrea…- dijo el parrillero quitándome de un zarpazo los cigarros-, mariguanero de mierda…

Y me pegó un calvazo.

- Pero si le va a robar no lo regañe,- le contestó Natalia, desafiante.

Eso era… ¿con qué autoridad moral venía este ladrón de pacotilla a darme lecciones a mi. Y más cuando seguro lo que robaban era para vicio?

- Cállese mi amor, que usted y yo sabemos que este es un pobre chichipato…- le dijo el conductor.

- Deberíamos chuzar a este malparido por zángano…- sugirió el parrillero.

- Mejor vámonos, que aquí estamos es perdiendo plata - le dijo el conductor, cuando yo ya tenía la güevas en la garganta y esperaba lo peor.

- Te salvaste hijueputa, pero que no te vuelva a ver por aquí cagando el barrio, porque te voy es quebrando.

Luego me dio un doloroso coscorrón, que hizo sonar mi cabeza como un coco.

- …Y buscá trabajo, vicioso.

Entonces arrancaron. El parrillero se puso mis gafas, pero como el aumento era considerable, le pidió al conductor que parara. El parrillero las tiró al piso y pasó la moto por encima.

- Ahí te dejamos las gafas ciego hijueputa- me gritó el parrillero.

Y se perdieron de vista. Me dejaron con la dignidad como las gafas: quebrada y pisoteada.

Sin musitar palabra, molestos y ofendidos, emprendimos el regreso a la casa de Natalia. Con las gafas hecha añicos no podía ver más que borrosas siluetas y barridos de luces en la noche.

- Al menos esta vez no te hiciste el machito, porque este par si te deja como un colador…- me dijo Natalia.

- Si, apenas un chichón… estos malparidos son capaces de chuzarlo a uno por no tener nada-, le contesté cuando entrábamos en su casa.

Pero la puñalada me la asestó ella.

- Por fortuna, mirá lo que nos queda…- le dije mostrándole un barítico que logré salvar, con una sonrisa de premio de consolación.

Entonces ella me miró y me respondió, con una mueca de amargura:

- Ahh, ya estoy como cansada de la bareta... yo creo que mejor amanecés hoy en tu casa…

- Pero que pasa mi amor,- le dije abrazándola todo romántico-, con esto se nos pasa el susto y pasamos la noche entrepiernados, bien rico.

- Pacho, yo creo que deberías buscar trabajo, en serio… Veni yo te pido el taxi…

Y desenfocada como la veía, se fue al teléfono. Seguramente con la misma frase que resonaba en mi cabeza, como un reproche: “usted y yo sabemos que este es un pobre chichipato”.