sábado, 5 de junio de 2010

Lo que te roban es lo de menos (2)


Dignidad


Nada mejor que tener una novia cuando uno está desempleado. Bueno, eso si el amor está floreciendo, porque si llevás un buen rato, es un infierno. Pero cuando uno está en los misterios gloriosos de la pasión nada mejor que tener tiempo de sobra para dedicarle a la mujer amada. Y para que ella se lo dedique a uno.

Así estaba yo por esos días con Natalia. No tenía plata pero la tenía a ella y ella me tenía a mi, y eso nos bastaba.

Para evitar inoficiosos gastos comíamos atún con pastas y arroz con huevo, en la casa de ella todos los días. Todo un manjar. Para el sopor de las tardes, prestábamos películas en la universidad que veíamos en el televisor de la suegra. Nos encerrábamos a escuchar casetes regrabados con clásicos de rock de los 80. Jugábamos cartas con la suegra, leíamos libros juntos y el resto del tiempo lo pasábamos haciendo las cosas que hacen los novios cuando se llevan muchas ganas. Ah y fumábamos marihuana, mucha.

Sólo salíamos de nuestro nido de amor, cuando se nos acababan las provisiones. Entonces caminábamos desde Conquistadores hasta la 70 para buscar al jíbaro de confianza. Así nos gastábamos los pocos ahorros tasados, en hierba para la siguiente semana. Para lo demás… ¡Dios proveerá!

Así como las parejas tradicionales antioqueñas separan el sábado en la mañana para ir a mercar, así mismo nosotros, terminamos por salir los domingos a eso de las 8 de la noche para abastecernos con nuestro peculiar “mercado”. Los domingos eran más tranquilos, no había el visaje de los jíbaros amurados que lo ponen a uno en la mira de las autoridades patrulleras. Y era más sereno moreno hasta ese fatídico domingo.

Yo venía con Natalia de comprarnos unos armados. Para acortar camino hacia la casa de ella cogimos por San Joaquín. Aquel atajo era más sombrío y solitario, pero Natalia había vivido de niña por allí y su confianza me infundió seguridad.

Quizás por el exceso de la yerba me sentía paranoico con mucha facilidad. Hacía menos de un mes que me habían atracado, precisamente con ella, dos tipos enfierrados en una moto (ver “Lo que te roban es lo de menos 1”) y quedé rayado. Aún no lo había superado del todo; no era sino escuchar el ronronear de una moto a lo lejos, para que me pusiera pálido del susto y echara a andar a paso rápido.

Pero todo estaba tan desolado durante el trayecto que recuperé mi antigua tranquilidad. Cuando llegamos al parque lineal de la avenida Bolivariana, le propuse a Natalia que nos quedáramos un rato allí para disfrutar de la noche; estaba venteando fresco, muy agradable.

Nos sentamos abrazados a mirar las estrellas, a hablar de proyectos, de paseos al mar cuando yo consiguiera trabajo y no sé qué cosas más.

Ya eran como las 10 de la noche cuando me di cuenta que estábamos solos, que escasamente pasaba un carro por la avenida. Me sentí muy afortunado; aquel lugar y aquel momento eran mágicos, exclusivos, apartados especialmente para nuestro amor.

Pero como dice Murphy: “Cuando las cosas no pueden ir mejor, siempre pueden ser mucho peor”… Y eso lo confirmé cuando escuché el ronquido de una moto que se aproximaba por la cicloruta. Hacia nosotros.

Pudimos correr pero yo me quedé petrificado… Los vi venir con la lentitud con que ves caer un vaso de tus manos y no puedes atajarlo. Ya cuando estaban encima, sólo recuerdo las palabras de Natalia. “Ay Pacho, nos volvieron a atracar… pero no se te ocurra hacerles repulsa como la otra vez”… Yo se lo prometí.

Con parsimonia la moto se detuvo delante de nosotros y el parrillero se bajó. Ya conocía el trámite. El tipo insulta, saca la pistola, a ver que es lo que tienen. Pero yo no tenía ni un centavo, estaba en los huesos.

Como el tipo se dio cuenta que ni billetera llevababamos, comenzó en buscar en los bolsillos del pantalón. Yo tenía puesto un pantalón de muchos bolsillos que estaban de moda por esos días. Pero el tipo solo urgó en los bolsillos de la cadera.

Como no encontró nada, se enamoró del marco de mis gafas recetadas, pensando que eran finas. Pero la verdad era un marco de segunda, “de un zapatero muerto”, como decía Natalia, compradas en Guayaquil. Y me las quitó.

No contento con su precario botín, el conductor de la moto me dijo de mala manera:

- Yo no voy a parar por nada… a ver escúlquese y deme todo…

Entonces yo metí la mano en el bolsillo lateral de mi pantorrilla y le saqué dos baríticos que había comprado con mucho esfuerzo y se los mostré.

- Mirá a esta gonorrea…- dijo el parrillero quitándome de un zarpazo los cigarros-, mariguanero de mierda…

Y me pegó un calvazo.

- Pero si le va a robar no lo regañe,- le contestó Natalia, desafiante.

Eso era… ¿con qué autoridad moral venía este ladrón de pacotilla a darme lecciones a mi. Y más cuando seguro lo que robaban era para vicio?

- Cállese mi amor, que usted y yo sabemos que este es un pobre chichipato…- le dijo el conductor.

- Deberíamos chuzar a este malparido por zángano…- sugirió el parrillero.

- Mejor vámonos, que aquí estamos es perdiendo plata - le dijo el conductor, cuando yo ya tenía la güevas en la garganta y esperaba lo peor.

- Te salvaste hijueputa, pero que no te vuelva a ver por aquí cagando el barrio, porque te voy es quebrando.

Luego me dio un doloroso coscorrón, que hizo sonar mi cabeza como un coco.

- …Y buscá trabajo, vicioso.

Entonces arrancaron. El parrillero se puso mis gafas, pero como el aumento era considerable, le pidió al conductor que parara. El parrillero las tiró al piso y pasó la moto por encima.

- Ahí te dejamos las gafas ciego hijueputa- me gritó el parrillero.

Y se perdieron de vista. Me dejaron con la dignidad como las gafas: quebrada y pisoteada.

Sin musitar palabra, molestos y ofendidos, emprendimos el regreso a la casa de Natalia. Con las gafas hecha añicos no podía ver más que borrosas siluetas y barridos de luces en la noche.

- Al menos esta vez no te hiciste el machito, porque este par si te deja como un colador…- me dijo Natalia.

- Si, apenas un chichón… estos malparidos son capaces de chuzarlo a uno por no tener nada-, le contesté cuando entrábamos en su casa.

Pero la puñalada me la asestó ella.

- Por fortuna, mirá lo que nos queda…- le dije mostrándole un barítico que logré salvar, con una sonrisa de premio de consolación.

Entonces ella me miró y me respondió, con una mueca de amargura:

- Ahh, ya estoy como cansada de la bareta... yo creo que mejor amanecés hoy en tu casa…

- Pero que pasa mi amor,- le dije abrazándola todo romántico-, con esto se nos pasa el susto y pasamos la noche entrepiernados, bien rico.

- Pacho, yo creo que deberías buscar trabajo, en serio… Veni yo te pido el taxi…

Y desenfocada como la veía, se fue al teléfono. Seguramente con la misma frase que resonaba en mi cabeza, como un reproche: “usted y yo sabemos que este es un pobre chichipato”.


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