martes, 29 de junio de 2010

A que no me acuerdo… a que no


Yo tengo muy buena memoria. Me acuerdo de los nombres de las películas, de los directores y los actores de Hollywood; de todas las telenovelas que se ha visto mi mamá; del radioteatro que escuchaba cuando era un niño y planchaban a mi lado; de los actores criollos, los clásicos y los de ahora; de las modelos y presentadoras de la televisión nacional; recuerdo todos los capítulos de Seinfield, de Lost y de Los Simpsons con abrumadora precisión y de cien series más; de libros y sus autores, de oraciones cristianas que me enseñó mi abuelita, de cuentos magistrales y personajes ilustres reales o ficticios, de autores de libros que no he ojeado y hasta libros que no me he leído; me acuerdo de los programas de televisión que he visto desde chiquito y hasta de los slogans y jingles de comerciales. Soy capaz de reconocer pintores y sus obras, canciones y cantantes por montón en todos los géneros posibles, planteles completos de jugadores de mi amado DIM, resultados de partidos, de goles que me emocionaron y hasta de anécdotas no autorizadas de futbolistas. Rememoro con gran facilidad situaciones y anécdotas divertidas que me pasaron a mi y a mis amigos. Con decir que me acuerdo hasta de los paseos a los que no fui…

Es decir, mi memoria selectiva funciona de maravilla cuando se trata de información inútil. Mi cabeza está llena de basura que nunca se formatea. No tera bites, como se le dice ahora a una descabellada acumulación de datos, sino Tetra bites es lo que tengo acumulado en mi precioso cerebro.

No me acuerdo de todo, ni todo el tiempo, ni que fuera Funes el Memorioso de Borges, pero sé que toda esa chatarra la tengo albergada en alguna parte, medio dormida, y no es sino un impulso, una evocación ligera, una chispa, para que el buscador comience a urgar en mis archivos. Así, en menos de lo que canta un gallo aparece y sale por mi boca para el asombro de mis acompañantes: “¡Cómo te acordás!”, terminan por decir… Yo no sé, creo que me gustan las historias y la gente.

Ahora no me acuerdo de chistes ni poemas, como Miguel Rivas que tiene un chiste y un poema para cada ocasión, pero hubo en tiempo en que si. Creo que de tanto contar chistes a los amigos y recitar poemas de niño a las visitas, fundí esa capacidad y la bloqueé. Tampoco me acuerdo de las fórmulas matemáticas aprendidas en el colegio, y como odio los manuales técnicos, tan pronto como los leo los olvido.

De lo que si nunca me he acordado es de los nombres de la gente que recién conozco. Y no me ha valido nada.

El problema empieza desde el momento en que conozco a la gente. Hola te presento a un amigo… hasta ahí todo bien… Pero luego cuando dicen: mucho gusto mi nombres es… en mi cabeza hay una interferencia que me impide escucharlo, la mente se me pone en blanco esos segundos, y luego le da la orden a los oídos para que retome la conversación como si nada hubiera pasado.

En caso de que logre escucharlo, mi mente arroja el nombre en la papelera de los archivos temporales y la borra inmediatamente, al punto de que en la mitad de la conversación, me toque preguntar: Que pena, ¿cómo es que te llamas vos…?

Por fortuna, he venido descubriendo que esto no solo me pasa a mi. Hablando estos días con El Amarillo, un amigo músico, me contó que tenía el mismo problema; que le daba mucha vergüenza encontrarse con gente que le sabía el nombre mientras que él no se acordaba. Bueno, si a uno lo llaman El Amarillo, no es que sea muy difícil acordarse y a mucha gente la conocen más por el apodo. Pero la gran mayoría le decía Federico que es su nombre de Pila.

¿Qué hacer entonces cuando uno no se acuerda de un nombre, mientras que otro con gran familiaridad repite el nombre de uno y se lo restrega en la cara?

Pues El Amarillo, tiene una solución muy sencilla: cuando uno no recuerda el nombre, saluda con familiaridad y dice: Hola Antonio o Antonia, según el caso. La gente por supuesto se timbra, y le corrige de una vez; entonces él aprovecha, les cuenta su problema, y ellos terminan por comprender cuando el Amarillo concluye: “A lo mejor un día de estos doy con alguien que se llame así y no me toca explicarles nada”… Así borra toda incomodidad con una sonrisa. Pero cuando uno le pregunta: ¿Y si conocés a algún Antonio o Antonia? El Amarillo responde: “No me acuerdo”.

Como yo soy un irremediable amnésico de nombres, celebro y comparto este método, pero no me sirve por dos razones contundentes:

La primera es que tengo un carácter muy débil y no soy capaz de aclarar mi problema antes de que se desenvuelva una conversación. Para la muestra este botón. Hace unos años estaba en el Parque San Ignacio pasando la tarde, cuando se me acerca una pareja cuarentona. No los recordaba, pero el hombre me saludó con tal familiaridad que pensé que él sí me conocía. Luego de dejar la habitual desconfianza de estos tiempos aciagos donde todo desconocido es un hampón, yo le seguí el hilo.

Por supuesto no nos dijimos el nombre, porque yo supuestamente simulé reconocerlo. Pero mi peor error fue dejar que fluyera la conversación, porque ahí ya no tenía camino de retorno. Sin darme tiempo a aclaraciones pasó a: Cómo está la familia y esas cosas… Yo respondí lo más sincero que pude, tratando de encontrar un detalle que me diera pistas de donde lo conocía, pero el tipo no paraba de preguntar por mis familiares y decirme lo bueno que había pasado con mi hermano en “esa época”…

Mientras mi cerebro buscaba afanosamente en la carpeta: “Amigos de mi hermano”, comencé a sentir una renovada desconfianza cuando el tipo comenzó con preguntas de grueso calibre: ¿Y donde están viviendo ahora?... ¿Y qué está haciendo tu hermano?, ¿Y tu papá se alivió?, ¿Y tu hermana ya se casó?

Como todas las preguntas me salían, yo le respondí tomando cierta distancia; pensando que era el preámbulo para que me echaran burundanga. Hasta que la mujer me dijo: “…es que si son muy ingratos, desde que se pasaron ni volvieron por allá…” Como yo me pasé de barrio muy chiquito y mi hermano escasamente tenía como 3 años en “esa época”, supe que había una terrible confusión.

La mujer lo notó en la mi expresión, y dudando le dijo a su pareja: Este no es… miralo bien… El hombre me reparó entrecerrando los ojos y luego me dijo: Usted se llama Jorge, ¿no cierto? No señor, le contesté. Este no es, dijo el hombre molesto. ¿Usted por qué no me dijo antes que no era Jorge?, me inquirió ofendido. Porque yo pensé que usted me conocía y yo no me acordaba de su nombre, le dije nervioso… ¿Y por qué no preguntó?, me contestó altanero... ¿Y por qué no preguntó usted primero? Le dije.

Al final la pareja me insultó: que qué era esas forma de hacerle perder el tiempo a la gente, que si no me daba pena, que cogiera oficio, que no volviera a hacerme pasar por gente que no soy porque iba a encontrar a uno que si me rompiera la jeta, y se fueron muy bravos.

Desde entonces suelo seguir el consejo que le dan a los niños de no saludar a desconocidos, claro, a menos de que digan mi nombre. Y tampoco así, porque si todavía no los recuerdo, les pregunto: ¿De donde es que te conozco a vos…? Ah claro… y si así tampoco me acuerdo, los dejo con el saludo en la boca y salgo corriendo. Así paso por maleducado pero evito que rompan la jeta por mi falta de carácter.

Es más, este incidente provocó que guardara recelo, no solo frente a los desconocidos, sino frente a los recién conocidos, apenas conocidos, y los que uno distingue. A tal punto que por el barrio donde vivo hay un señor que una vez me preguntó el nombre. Yo le dije, pero él entendió mal o le pasa la misma interferencia mía, y terminó por llamarme Fernando, incapaz de volver a preguntar.

Como es de esos señores que se la pasan tomando aguardiente en tienda de la esquina, él, muy querido le dijo a todos que yo me llamo Fernando y el dueño de la tienda, la señora del dueño y el hijo púber que atienden me llaman Fernando también. Cuando yo les digo: Vecino deme tal cosa… Como no Fernando… Aquí tiene su devuelta Fernando y que tenga un buen día Fernando. Para colmo de males, otros señores que beben con el primer señor, también me conocen como Fernando y es tal la cantidad de gente que me llama así, que a estas alturas no hay modo de desmentirlos. Además no me sé el nombre de ninguno. Así que vivo con temor, pidiendo a la divina providencia que mi verdadero nombre nunca se llegue a saber en este barrio.

Aquí llegamos a la segunda razón de por qué no puedo seguir la estrategia del Amarillo.

Yo soy profesor universitario, de cátedra, un mercenario de la educación en tres universidades. Tengo 6 cursos a cargo en total, con un promedio de 20 estudiantes por curso. Es decir 120 estudiantes. De allí que me quede imposible comenzar a leer la lista de clase y decir: Antonio, Antonia, Antonio, etc…

En fin, si no me acuerdo de un simple nombre, ya usted se imaginará lo que me cuesta aprenderme 120, además acordarme a que universidad corresponde cada uno. Bueno, para eso está la lista de clase y la repetición le hará recordar tarde o temprano, dirá usted, pero aquel bastón de ciego, que es la lista de clase, tampoco me sirve de mucho. Mi ojos leen el nombre, ven la cara, pero tan pronto como paso al siguiente nombre ya me he olvidado de la cara y del nombre que acabé de mencionar y así sucesivamente.

Para evitar que se descubra mi terrible problema me dirijo a todos mis estudiantes con el apelativo de Mi estimado, amigo o amiga, muchacho o muchacha. Y quizás por eso, porque no soy capaz de mirar a una niña fijamente y decirle hola Carolina, que todos mis colegas profesores dicen que fracaso en el levante de aquellas doncellas.

Pero no todo es funesto; el cerebro ante una limitación siempre encuentra una salida. Poco a poco me he dado cuenta de que tengo un método personal que me permite relacionar los nombres y las personas paulatinamente. Primero empiezo por acordarme del nombre de las más bonitas de rostro, luego de las más buenas de cuerpo. Después de las más aplicadas que no son tan agraciadas, ni de cuerpo ni de cara. Luego de los hombres más intensos que no paran de hacer preguntas y me abordan después de clase. Le siguen los manes que no dejan dar clase, y los tipos que solo van a calentar pupitre y a hacer otras cosas, esos son los últimos, ya al final del semestre, si es que me acuerdo porque hay unos que pasan sin pena ni gloria. Y me apena confesarlo; de las feas no me acuerdo nunca. Por mucho intento que hago.

El problema es que al final del semestre, cuando me toca pasar las notas definitivas, de nuevo veo la lista y se me olvidan todas las caras y no sé quien era Natalia, ni Juan Felipe, ni Carlos, ni nadie… Los tres Andrés Felipe se me traban, Las dos Ana María se me confunden, la cara de las 10 Danielas que tengo repartidas en todas las universidades se me trastocan.

Así que tengo que nivelar las notas que son de seguimiento con un 3.3 o un 3.5 genérico para todos. Y si vienen airados a preguntarme porqué tan bajita la nota, yo les respondo: “De gracias que al menos no perdió”. Me toca.

Lo curioso es que así, mal o bien, todos mis estudiantes se terminan acordando de mi y de mi nombre con aprecio. Y cómo no, si todos me dicen Pacho… hasta yo me acordaría.

3 comentarios:

  1. Quedé con risa en la barriga, querido Fernando. Y a propósito: Me acordé del chiste del tipo que no se acordaba de los nombres de las personas y lo invitaron a una fiesta de quinces y después de que le presentaron a una rubiecita callada... (te mando el final por el correo electrónico porque es muy verde).

    Un abrazo

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  2. jajaja ay Fernando ... ups perdon, Francisco casi me haces hacerme pis en la ropa xD

    Me encantan tus historias, a menudo te recuerdo pero como mi deficit economico me llevo a una cuenta de telefono demasiado alta, tuve que optar por dejar que la empresa publica consumiera y cobrara por algo que no uso (Internet) de igual manera sigo pensandote y recordando tus historias, quiero agradecerte por los comentarios en mi blog y comentarte cuandto lamento no poder seguirte como antes, pero nunca te olvidare eso tenlo bien claro...
    Cuidate Pacho, se buen niño y sigue escribiendo que yo te leere.
    Att: señora de cortazar

    PD: Gracias por tu atencion prestada n.n

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  3. qué risa. estas dos primeras entradas me gustaron un montón.
    A mí me pasa lo contrario: de las películas nunca me acuerdo, una vez se terminan no recuerdo nada. sólo si me gustó o no. en cambio, de mis estudiantes me acuerdo siempre, me acuerdo de sus nombres y de sus historias. cuando me los encuentro después de mucho tiempo pregunto por sus familias o sus hijos o lo que sea que hayan contado.
    también recuerdo teléfonos y cumpleaños de compañeros del colegio que no veo hace 15 años, una desgracia, quisiera hacerle delete a esa información.
    por aquí vuelvo.

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