miércoles, 28 de abril de 2010

Intermedio

Ojo con los niños


La otra vez estaba editando un video en una pequeña y acogedora productora audiovisual de unos amigos. El video trataba sobre un proyecto que unían a víctimas y victimarios del conflicto en el Bajo Cauca Antioqueño; para que se perdonaran, olvidaran los agravios y trabajaran juntos “por un mejor mañana”.

Era un proyecto de una fundación “social”, financiada por los petroleros de este país. Con una salvedad, la fundación había decidido que para lograr la verdadera reconciliación entre esta gente, a los ex paracos, a los ex militantes de los grupos paramilitares, a los exmilicianos, a los excombatientes al margen de la ley; como sea que se diga, a estas personas, ya no se les podía decir nada de eso. Ni tampoco reinsertados, ni desmovilizados, y mucho menos victimarios, eso ni se le ocurra. Había que llamarlos era: Participantes del proceso de reintegración, o en términos más casuales, simplemente Participantes.

Por su parte, a las víctimas tampoco se le podía llamar así, ahora eran: Afectadas por el conflicto, o para entrar más en confianza: Afectados.

Así que estábamos regando el video con testimonios de estas víctimas y víctimarios, perdón, de estos Participantes y Afectados, para mostrar las experiencias de este difícil encuentro, las taras (o imaginarios) según la fundación que surgían para lograr la aceptación mutua, el conmovedor y sincero perdón, y el trabajo unido y mancomunado de ambos bandos para lograr la comunión de los espíritus en pro de la reconciliación y el progreso común.

Como llenando un álbum los pusimos a todos: niños, jóvenes, mujeres, ancianos, minusválidos (perdón, ya no se dice así, se dice discapacitados o personas con una limitación, tampoco limitados físicos o mentales como se estilaba otrora), en fin, pusimos al perro y al gato como Dios manda. A cada uno lo pegamos como laminita adhesiva que no puede faltar en este tipo de videos institucionales.

Luego los alternamos con momentos donde compartían juntos la pintura de un mural, la cosida de una sábana con dibujos que ellos mismos hicieron, la lectura de cartas que se entregaban unos a otros para compartir sus sentimientos encontrados, las convivencias que no podían faltar, y las canciones que querían cantar para estrechar los lazos de unión.

Estábamos precisamente poniendo una canción. Un tema compuesto e interpretado por un moreno (afrocolombiano, afrodescendiente, como sea para no decir lo que es: negro)… La canción: Fe y Esperanza, grabada en un calor infernal a las 2 de la tarde en el municipio de Nechí; en un salón social-biblioteca-escuela de música-casa de la cultura- centro de la tercera edad (o con más estilo de la edad dorada) y que además prestaba como 20 servicios más a la comunidad. Estábamos en esas, viendo al moreno (a mi me gusta más decirlo así), cantando a capela la canción; acompañado de niños del liceo del pueblo, con participantes y afectados; todos unidos, con las manos levantadas, mientras hacían los coros, cuando llegó el hijo de uno de los empleados fijos de la productora audiovisual. Un muchacho, un poco obeso y cacheticolorado, de unos 12 años.

Con el permiso del editor usó el televisor que nos permitía visualizar las imágenes del video, para pasar el rato jugando películas de Exbox, mientras nosotros seguíamos editando.

Pronto mi interés se fue desviando cada vez más al televisor, al juego del niño. Y terminé por darle monosilábicas instrucciones al editor para que pegara las imágenes y alternara los testimonios.

Robada mi atención, contemplé con asombro infantil la historia de cada juego que el chicuelo alternaba. La primera película que puso fue Gangs of New York, que consistía en que dos bandas de raperos, conformadas por rutilantes y reconocidas estrellas del hip hop, se enfrentaban en rines clandestinos, ubicados en diferentes barrios de la gran manzana.

A mi que me tocó el fin del telebolito, el primer juego de video masivo, donde la pelotita era un píxel cuadrado que iba de un lado al otro de la pantalla en una velocidad ridículamente lenta; yo que me formé en el arte del boxeo electrónico, siendo un boxeador en toma cenital (desde arriba), escapando como Pacman en medio de laberintos de galletas, perseguido por fantasmas que luego me tragaba cuando ingería la pastillas de éxtasis buena, la chupeta grande; yo que salté con lianas lagunas, evadiendo cocodrillos pixelazos, a la orden de la palanca y el botón naranjado del Atari 2600; yo que me especialicé en Family (porque no había plata para el Nintendo) y me coroné Mario Bros 1 con 100 vidas y de mil formas posibles. Yo que a duras penas llegué al supernintendo y ahí me rezagué, yo estaba anonadado con las gráficas de este nuevo juego de raperos pandilleros. Pero no solo eran las gráficas hiper-realistas de aquellos pendencieros y acuerpados ídolos del hip hop y sus “Bitchs” modelos y coristas. Era la crudeza de las peleas, el realismo sangriento y sedicioso de los golpes lo que más me impresionó y me dejó obnubilado como niño en dulcería (así se decía antes).

Para cuando espabilo, allí está aquel niño gordo, encarnando a un rapero famoso que yo no conozco, con pañoleta en la cabeza, camisilla, bombachos y tenis de marca. El moreno vengador, provocador y pendenciero, pelea en la pista de una discoteca con luces technicolor contra otro rapero del ala este de la ciudad. Comienza la lucha en medio de una multitud de muñecos digitales excitados, exacerbados, enajenados que claman sevicia y violencia. Y el niño no se hace esperar. Mueve botones de su control a diestra y siniestra. Y a la par su negro quiebra costillas, saca chorros de sangre con golpes directos a la boca, parte huesos, disloca hombros, desastilla codos y rodillas, estirpa corazones y víceras de un zarpazo, trepana rivales que da miedo y hasta saca por la boca columnas vertebrales y médulas espinales intactas cuando utiliza su máximo poder. Acaba con su rival, quien se retuerce entre gritos de lamento que resuenan en medio de la pista.

Entre más dolor infrinja a su oponente más puntos le dan. Los puntos se convierten en dinero (una cuantiosa cantidad en dólares) y entonces el niño corre a la tienda virtual a engallar a su luchador con tatuajes y ropa de marca; ropa americana que llamábamos nosotros, de la cara y de la fina. Para la próxima pelea, cambiará la pañoleta por una balaca Nike, y se pondrá solo unos calzoncillos Clavin Clein, que le permitan exhibir sus nuevos tatuajes que abarcan la espalda y el pecho del luchador callejero.

Así van siguiendo otras peleas, con algunos cambios eventuales de luchador, ya que el niño tiene a su disposición una completa pandilla que lo respalda. Cuando se cansa de los machos cabríos, cambia a alguna de sus “Bitchs”, como entretenimiento para verla estregarse el pelo con otra fulana, ambas descaradamente sexys, eróticamente vestidas y fatalmente violentas, que no se dan tregua. Al verlas hasta me excito. Y no me había pasado desde Yayita, la novia de Condorito, vieja revista de humor que aquel niño ni debe haber ojeado.

Conforme pasan las peleas, que asombran con nuevas y más ingeniosas formas de castigo corporal, más elaborados y mortíferos ataques, aumenta el grado de dificultad de las batallas y la rudeza de sus opontes. El niño se torna más sudoroso y rojizo por la agitación de dedos y comienza a resoplar. Mueve el control como loco de un lado para otro, halando el cable que lo conecta con su luchador elegido, como si el mover el control y no los botones lo ayudará a atinar más certeros golpes. El niño suda como sudan los gordos exorbitantes, a cántaros como diría mi mamá y comienza a insultar a los oponentes que lo vencen una y otra vez con anglicismos aprendidos en el juego: Motherfucker, Kiss my ass y el clásico: sanababich, (son of the bitch, que nunca tendrá fecha de caducidad gracias Dios).

Entre tanto, el editor, edita con un ojo y ve las peleas con el otro. Yo veo las peleas con los dos y nadie le para bolas al video... y todo por comentar los poderes especiales de cada rapero y hacer cábalas de cual podrá vencer más efectivamente al adversario de turno, que no para de ganar y humillar al pobre niño gordito.

Finalmente, cansado de perder o simplemente cansado, el niño quita el juego que tanta rabia le ha causado y cambia por otro más ligero. Esta vez, se trata de un asesino a sueldo que se la pasa recorriendo Miami sin ton ni son, con el simple capricho de ir matando al que se le atraviese. Busca entre palmeras y bañistas a policías para acabar con todos, hasta borrar todo muñeco animado de la faz de Miami Bitch (o ¿beach?).

Para ello tiene toda clase de armas al alcance de su mano, de corto y alto poder, y quizás por eso, porque no hay rival que pueda con tal capacidad de destrucción y muerte a su paso, que el juego termina por volverse monótono, predecible e insípido.

Así que el editor y yo retornamos a nuestra labor mientras el niño usa bazucas para eliminar a un batallón de policías que le tienden una redada. Entre explosiones deslumbrantes que titilan en la pantalla del televisor, nosotros continuamos con nuestra tarea de mostrar la altruista labor de esta fundación, “quien ha encaminado todos su esfuerzos para vencer el odio de los corazones, dar una luz de esperanza a estas almas atormentadas que tanto han sufrido a causa la violencia y generar nuevos horizontes de convivencia y reconciliación en un país que anhela y clama por la paz”, tal como lo diría de manera rimbombante, con voz estereofónica y reverberación natural, el locutor contratado para nuestro video institucional.

Así que mantenga el espíritu social y mejor ponga la canción del moreno para cerrar el video, en la parte más sensible, para que erice la piel y despunte lágrimas. Así, dándole gusto al cliente. “Historias positivas, momentos de verdad, donde la gente muestra lo mejor que es, porque esto es lo que necesita este país atormentado”, haz lo que el cliente te sugirió, porque el cliente siempre tiene la razón.

Hazle caso mientras ves el videojuego, al gordito gritando sanababich porque lo han dado de baja con un mortero lanzado desde un helicóptero de unos mafiosos, y todo eso mientras piensas: temedle más a los niños; son más diestros, más ágiles, más rápidos, más vengativos, más escurridizos, más violentos. Tienen sed de sevicia. Son el futuro de la humanidad. Y están enojados.

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