jueves, 29 de abril de 2010

Intermedio 2

Esa vocecita en mi cabeza


Yo también quise ser escritora. Supongo que la inclinación proviene de mis padres. Mi mamá fue profesora de escuela pública hasta que el Estado la jubiló. Entonces se dedicó de lleno a la lectura de novelas de y sobre mujeres, a grandes reportajes y a releer a García Márquez, a quien adora. Así: feminidad, realismo y realismo mágico han sido su gran amor desde sus años en el magisterio, creo que salvo nosotras no ha tenido mayor fuente de regocijo que los libros, ni siquiera en sus dos matrimonios.

Mi papá era contador, como ya se sabe no vive con nosotras, pero como miembro del Glorioso Partido Conservador es un asiduo lector y un profundo conocedor de libros de la historia de Colombia. Y en eso, en sus lecturas no en su pasión, es ecuánime con todos los bandos políticos de este país, legales por supuesto, no hay que olvidar que ante todo es Conservador, o de sangre azul, como él suele bromear.

Con estas influencias tan marcadas y definitivas, desde muy temprana edad comencé a rebujar en la biblioteca de mamá y a sapotear toda clase de libros.

Las novelas que más me gustaban eran las de intriga y suspenso. A los 11 años ya me había leído Papillón, un betseller de unos presos que se escapan de una prisión de alta seguridad, como quinientas páginas que devoré de un solo tirón, aprovechando que estaba convaleciente, guardando cama.

Mientras que en el colegio las demás niñas apenas leían cuentos para ir calentando su cerebro y aguantar lecturas de largo aliento, yo ya estaba terminando de leer El padrino de Mario Puzo, novela fundacional sobre la mafia moderna, voluminosa. Esa historia me cambió la vida. Y dio nacimiento a una parte de mi hasta entonces desconocida.

Idolatré el carácter imponente de Vito Corleone, admiré el respeto que debió imponer con violencia su hijo menor para heredar el trono de Padrino, y viví con la misma intensidad el sacrificio de su corazón; sentí como se marchitó su espíritu y se entregó en cuerpo y alma a convertirse en un ángel vengador, protector de su familia.

Luego me vi la película y aunque es notable, no alcanza la maestría ni la grandiosidad de la novela de Puzo. Verla fue como apreciar retazos de un mundo que ya conocía íntimamente, pero era como si se hiciera una película sobre tu familia, y vos dijeras: está bien… sin embargo… son como jirones de tu vida, le falta la experiencia del tiempo compartido cuando convives con un libro, los recovecos de los detalles vívidos, aquella sensación de viaje, no de episodio que tiene el cine, y la contundencia de la profundidad.

Y ahora que hablo de profundidad, debo aclarar que yo ante todo soy una mujer superficial, de cabo a rabo. Contrario al parecer popular, no me avergüenza para nada confesarlo, es más, me encanta y lo celebro; lo proclamo cada que puedo, porque así soy más feliz. Muy lejos de la angustia que produjo aquella vocecita en mi cabeza.

Precisamente acababa de terminar El Padrino, cuando salí a dar una vuelta al parque, a caminar para despejar la cabeza. Recuerdo que estaba poseída por sentimientos encontrados: una extraña alegría mezclada con tristeza; esa sensación de vacío, de incompletud que da cuando finalizas un libro, esa despedida, donde sientes que debes abandonar a un gran amigo, hasta que una relectura te permita un reencuentro, una confrontación contigo misma, en otra época de tu vida, quizás.

Así me sentía cuando escuché por primera vez aquella vocecita en mi cabeza. Ella, la voz, parecía una “persona” independiente que vivía dentro de mi, pero solo después de años de estar agazapada, oculta en las más recónditas y oscuras profundidades de mi ser, ahora reclamaba su espacio para manifestarse, para salir a la luz.

Lo primero que hizo, sin mi consentimiento, fue comenzar a juguetear con las personas y situaciones del parque aquella tarde, me conversó, a modo de confesión epistolar, en segunda persona del singular: “Observa a esa gente con detenimiento, todos pensando que sus problemas son los únicos; cuando cada uno es un complejo e intrincado universo de emociones, de sensaciones e ideas inagotables, un mecanismo perfecto de vísceras y tejidos, la conjunción mágica e ideal de materia y vacío, y sin embargo se sienten tan perdidos… andan de tumbo en tumbo, confundidos, tratando de evitar los problemas, cuando ellos mismos, por la suma de contradicciones que hacen parte de su naturaleza, son inevitablemente conflicto, en su esencia más pura, es nuestra razón de ser”.

Eso dijo para mi descreste y yo quedé boquiabierta. La vocecita no hablaba como yo, pero su tono me resultaba tan familiar como el mío. Hasta ese momento creo que no había tenido pensamiento conciente y propio, más lúcido y clarificador en la vida. Gocé con el asombro de una epifanía, y quedé encantada por la manera tan culta y bonita en que hablaba, con cada palabra precisa, exacta, medida, que seguro aprendió en lo libros que yo le leí sin darme cuenta. Porque si es por mi, hablaba llanito.

En especial me despertó una sensación de cercanía, una confianza tal que me sentí acompañada y consolada de alguna manera, con la complicidad de una amiga del alma. ¿O sería ella mi alma?

No importa. Para mi beneplácito, dejaba que mis pensamientos se los llevara el viento para invocar así a la vocecita, que no tardaba en comentar sobre las situaciones que veía, con gran tino, sapiencia y buen juicio. Me divertía viéndola juguetear con meditaciones, como hacen los gatos con una bola estambre, arañando, pellizcando las ideas, soltando el hilo de lana hasta deshacer la bola. Así pasaba las tardes bucólicas y somnolientas de aquellos días de adolescencia, compartiendo y disfrutando el trémulo ronronear de sus palabras dentro de mi, destinadas para mi inútil gozo, confiadas solo a mi.

Entonces se me ocurrió una gran idea y me dije a mi misma, nos dije a las dos: Vamos a ser una escritora. Con tu talento, tu inteligencia, tu agudeza, tu certera visión filosófica y mi buen gusto, seremos alquimistas del lenguaje y haremos oro.

Y como el rey Midas que todo lo que tocaba se convertía en oro, comencé a darle licencia irrestrictita a la vocecita para que se entrometiera cuando le diera la gana en mi vida. Con sumisión le abrí espacio en cualquier momento para sus diletantes disertaciones, mientras que yo, suspendía lo que fuera para entregarme a ser la amanuense, la escribana de su lucidez.

Con el tiempo, la vocecita se tomó cada vez más confianza y descubrió que los pensamientos sin acción dramática, sin narración son simples ideas que se las lleva el viento, así estén selladas con la escritura. “La eternidad está en la acción perpetua, en el movimiento, en el cambio constante, y no habita en el mundo de las ideas solamente, está íntima y necesariamente ligada a la realidad. Palabra es acción y está implícita en los escenarios e impresa de forma indeleble en los personajes. Allí, en las historias que contamos desde tiempos inmemoriales reposa la verdadera filosofía, la práctica, allí reposa la sabiduría última de la humanidad”, me lo confesó a modo de revelación.

Pero yo… para ser franca, no estaba a la altura de sus pensamientos y no le entendí ni pito. Traté de hacer un esfuerzo y escribí esto que dijo con la mayor concentración y precisión posible… Esperate, más despacio… ¿qué fue lo que dijiste después de tiempos inmemoriales, me repetís? No importa ya, me contestó categórica. De ahora en adelante no vas a escribir nada de pensamientos, solo nos dedicaremos a narrar, como hacen los grandes escritores, los verdaderos humanistas.

Yo me alegré por ambas, me dio mucha dicha que la vocecita se bajara de aquel pedestal de pensamientos tan elevados y me diera gusto, porque a decir verdad, era yo la que la seguía alimentando con mis lecturas y como único pago, ella no paraba de fastidiarme con su retórica inmamable. ¡Tan lejana a mis gustos y preferencias! Eso sin contar que ya no le cogía ni media, y le entendía la mitad de eso. A la par ella se sublevaba, cada vez con un tono más evidente de presunción y egolatría… últimamente ni siquiera me hablaba a mi como antes, ensimismada en su grandilocuencia hablaba solo en primera persona: Yo esto, yo lo otro, de primero yo, de segundo yo y de tercero yo. Ya me la estaba volando.

Siquiera ella cambió. Así comenzamos una nueva fase en nuestra relación. Ahora ella me embelezaba con finas y detalladas descripciones, usando una amplia baraja de narradores, en todos los pronombres del singular y del plural, como en los libros: “Me despierto con un sabor a niquel de moneda de 5 centavos y me siento solitaria... Bien sabes que él te espera pero no se atreve a corresponderte por orgullo, así que toma tú la iniciativa y haz de ese hombre un objeto de tu propiedad para tu complacencia… Ella miraba fijamente aquel muchacho desaliñado, de cabello revuelto mientras él fingía indiferencia y la espiaba de reojo… Nada llena de más gozo nuestro corazón que la alegría de una fugaz mirada furtiva del ser que amamos en silencio… Vosotros que creís en el amor no correspondido, os digo, la lucha no está perdida si sacrficaís vuestros egos y arremetéis con todo el empeño de vuestro espíritu a la batalla contra el miedo que con os habeís educado… Y así, ellos pronto se darán cuenta de su irreparable error al despreciarte con el látigo de la indiferencia”… así practicaba ella.

Cada día, a toda hora, en todo lugar, como la propaganda de Radio Reloj, la vocecita hacía su rutina de ejercicios de escritura en mí, con el estoicismo de un místico, con la disciplina imparable de un deportista, con la constancia y persistencia de un músico; afilaba su pluma como una espada para lanzarse, sin tregua ni descanso, a la noble y aguerrida cruzada de edificar nuestro primer libro.

Pero el libro, o la historia no se precisaba aún, y la vocecita respondía ante mis reclamos y mis urgencias, que aún no estaba preparada, que apenas si comenzábamos la fase iniciática. “Ten paciencia, hay antiguo y sabio proverbio chino que dice: Primero aprende y perfecciona una técnica, luego busca y encuentra a tu voz interior, después, simplemente, ábrele paso a la inspiración”, me decía.

Pero yo ya tenía callo en el dedo por escribir tantos ejercicios sin una finalidad aparente, era cierto que ella era quien estaba haciendo las abdominales pero la que se estaba rayando era yo. Y ya estaba comprometiendo mis ratos libres, mis jornadas académicas, mis momentos de intimidad, mis espacios familiares, mis relaciones personales y mis gozos secretos, mi vida en general.

Poco a poco, por la imposición de sus aspiraciones, me vi marginada de mi propio mundo, apartada, aislada de la gente con la que quería estar, y todo por andar abstraída, escribiendo en los momentos menos propicios: en el baño, en el comedor, en el salón de clases, viendo una película, saliendo al centro comercial por mis amigas, viendo muchachos a la salida del colegio, jugando con mi hermanito, consintiendo a mi perro, manejando…

Pero a ella qué le iba a importar… estaba feliz de la moña, se explayaba en infinitas descripciones de situaciones y personajes intrascendentes, probando a narrar como si fuera Alejandro Dumas, Dostoyesky, Cervantes… Aunque ninguno de mis amigos y familiares me veía como Cervantes, más bien como Don Quijote: osea, loca.

De pronto, me di cuenta que todos mis cercanos comenzaban a murmurar. Me tildaban de disfuncional, de esquizofrénica, de vivir en las nubes y mantenerme caída del zarzo. Y no tardaron en tratarme con la distancia con que se soporta a los bichos raros.

Comprometida mi salud mental y emocional, mis relaciones más estimadas, y afectada en mi imagen pública, le puse el tatequieto a la vocecita. Estaba muy bien que probara como lo hacen los pintores serios a imitar a los grandes artistas y pintar como Picasso un día, como Velásquez otro, como Rembrant o Vangogh, pero yo ya la había dejado ir demasiado lejos. Tenía que pararla en seco y cortar el problema de raíz o iba a terminar en un hospital psiquiátrico, aislada del mundo, o en el peor de los casos, confinada a mi misma y alejada por completo del mundo real, vagando por las calles como una loca irremediable, repelida con indiferencia e incomprensión.

Mi decisión entonces fue dejar de escribir en las libretas. Ya había pasado mucho tiempo y nada que pasábamos de la parte de: "...aprende una técnica," del proverbio chino, y sin resultados aparentes. Pero la vocecita se mostró insatisfecha con mis razones, eran razones sin fundamento, razones caprichosas de un adolescente. Okay. En eso estábamos de acuerdo, pero bastaban y eran suficientes para mi.

No contenta con mi decisión dictatorial, la vocecita emprendió una cruzada por interponerse contra lo que ella consideraba mi dislocado proceder. Y comenzó a hablar por si misma, y lo peor, en voz alta. Como sus primeras incursiones fueron en la soledad de mi cuarto, le advertí que si no dejaba de hablar cuando yo no se lo permitía, se iba a meter en la grande. Si quería casar problemas conmigo, problemas yo le iba a dar… fui benévola, toda vez que no traspasara la línea imaginaria que le había trazado de no invadir mis espacios sociales… pero ella respondía arrogante: ¿con que muy bravita, no… y que va a hacer pues, ah?... Pruébeme y verá. Le respondí a ella, preocupada por no tener una solución a aquel interrogante.

Pero no hay mayor tentación que una prohibición, que una negativa arbitraria, para traspasar los límites impuestos, así quien la imponga sea mas poderoso. Esta rebeldía es la naturaleza humana. Y así mismo procedió la vocecita en medio de una cita con un muchacho que me gustaba mucho, y que quería que fuera mi primer novio en la vida. Cuando ya nuestras narices casi se tocaban, y compartíamos tonterías, necedades sin saber que hacer ni que decir. En el preámbulo torpe e inexperto de un beso… justo allí la vocecita se apoderó de la conversación y cambió la coquetería por un sartal de palabras que copiaban el tono íntimo logrado por Flaubert con su Madame de Bovary y el revolucionario monólogo interior de Molly Brown, del Ulises de Joyce. Total: me espantó aquel hermoso muchacho, en el preciso instante en que nos íbamos a besar.

Por supuesto, él salió despavorido, rechazándome como si tuviera una enfermedad infectocontagiosas. Me gritó, entrado en pánico, que estaba poseída, que aquella voz no era la mía, que me debía hacer un exorcismo.

Tras este desplante no le permití hablar nunca más a la voz. La sepulté en el olvido para siempre, no fuera a ser que le pasara esta y me cogiera ventaja. ¿Cómo le hice? Con voluntad que es como se dejan las cosas que más cuestan dejar.

Al principio me negaba a escuchar sus promesas de que le diera otra oportunidad, la última, que ella se comprometía a llevarme por “las sendas del éxito y el reconocimiento con aquellas letras mágicas, que trascenderían la fama y el éxito, y quedarían imborrables en el libro de la eternidad”.

Muy rimbombante, muy tentadora la propuesta, pero yo me hacía la de oídos sordos. Cada vez que hablaba yo le subía al equipo de sonido y comenzaba a sacarla de mi cabeza con un ritmo pegajoso, con la letra de una melodiosa canción.

En las noches me ponía a ver televisión con mi mamá, la seguidilla de telenovelas y comentarios de costurero para no darle chico. Y en la calle resultó más fácil porque estaban los entretenimientos por doquier: salidas a cine, paseos, las clases, los chicos, el centro comercial, las fiestas con las amigas, el ejercicio en el gimnasio, las tandas de videoclips, las maratones de series gringas, las compras, siempre las compras. Y con la aparición del cable, todos los demás programas de E Entretaiment Television, los canales de videos musicales y los realitys.

El único problema y el mayor sacrificio fue que tuve que dejar la lectura intensiva por un rato. Me dediqué a pasar las noches en terapias de belleza íntimas, entre cremas faciales y menjurjes para la piel y el cabello, en consentirme mientras escuchaba música y cambiaba canales en el televisor. Noche tras noche. Aún ahora no puedo leer mucho, primero porque ya sufro de “la desconcentración de la generación del videoclip” y tengo el vicio del zaping. Pero sobretodo porque yo que leo y aquella vocecita aparece otra vez en mis meditaciones literarias y filosóficas. Trata de salir como una animal herido e iracundo. Venenoso.

Por eso marginé mi vida de la literatura y las edificantes lecturas filosóficas para matar a aquella vocecita de inanición; mandé al demonio mis aspiraciones de convertirme en escritora, quemé las libretas de apuntes con la solemnidad con que se quema un viejo navío en el mar, no fuera a ser que en un momento de debilidad o frustración la volviera a invocar… finalmente eché al trasto toda intención intelectual, y decidí convertirme en una chica frívola y superficial. Que sabe de todo un poco. Comercial y consumista, mundana y banal, ya que para problemas está la tele. Eso me encanta y lo celebro; lo proclamo cada que puedo, porque así soy más feliz. No quiero vivir de ilusiones.

No contenta con ello, antes de desaparecer definitivamente, la vocecita trató de tentarme con la manzana de Eva:

¿Qué significa perder un simple muchacho tonto, plagado de acné, cuando te estoy ofreciendo la gloria suprema?, me preguntaba, tratando de confundirme con aquellas preguntas que yo no quiero escuchar ni sé responder.

Lo que gano es no quedarme solterona y sola. Y punto.

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