sábado, 22 de mayo de 2010

El día que no conocí a Pablo


Zapatos azules de charol. Brillantes y apretados: dos tallas menos y mis pies soltaban chispas, aún sentado. Pantalón blanco de dril con prenses y camisa blanca de marinerito. Así iba vestido yo de 12 años. Idéntico, iba mi hermano el gordo, dos años menor, con la camisa picándole en el cuello. A su lado, Marcela, la melliza del gordo, con un vestido color mandarina, de manga larga irritante, arrebollado en la falda. Así íbamos los tres; sentados en la banca trasera de aquel taxi chevette pasado a gasolina.

Adelante iba mi mamá, la causante de que fuéramos a esa finca en Llano Grande. Ustedes no van a ser los de menos, nos dijo en la casa, mientras nos arreglaba como decorados de un pastel. Y no le valió ni la estrechez en los pies, ni la picazón en el cuello, ni la irritación en los brazos de ninguno. Van así y punto.

Pero siendo los de más, fuimos los de menos.

Tras dos horas de un agotador viaje desde Medellín, nos perdimos dando vueltas en caminos de herradura, tratando de encontrar la vereda El Tablazo. Hasta que por fin llegamos a la fiesta de Charles, el hijo de JL; el señor de la casa del frente, que se había vuelto rico de la noche a la mañana.

Nosotros no conocíamos a Charles, conocíamos a Ofo y a Federico que eran los primos mayores. Pero cuando llegamos ellos salían. Iban con otros dos muchachos melenudos, montados en cuatrimotos y nos les vimos ni el polvero.

En la entrada de la finca, nos atendió una muchacha disfrazada de payasita. Le recibió el regalo que mi mamá le compró a Charles. Siendo acomodados, como nosotros ¿qué se le daba a un niño que tenía de todo? La verdad no sé. Mi mamá nunca nos dijo. Seguro porque no quería quedar mal con JL y le había comprado al niño un juguete caro que nos había negado antes a nosotros.

Con el paquete en mano, la payasita lo depositó en una enorme caja junto a decenas de regalos. Qué digo decenas, una centena de regalos. Un par de ellos en el piso, tan grandes como nosotros, envueltos en papel de regalo, con formas de minicar y minimoto.

La payasa nos puso un sombrero pequeño de charro mexicano a mi y al gordo, y de hada, en forma de cono, a Marcela. Luego le dio la indicación a mi mamá de que siguiéramos el sendero para llegar a la fiesta.

Tuvimos que caminar como diez minutos por un sendero de piedras que bajaba una colina verde; un tapetico, como mesa de billar. Pasamos por el lado de una enorme y lujosa mansión de tres pisos, con una terraza donde se podía divisar el valle que se abría a nuestros ojos. Y seguimos bajando hasta llegar a una caballeriza que era la entrada a una pequeña plaza de toros. Allí se realizaba la fiesta de Charles.

Como llegamos tarde, otras payasas corrieron a acomodar a mi mamá junto a las demás señoras. Todas sentadas en mesas para cuatro personas, con manteles blancos y coloridos arreglos florales. Antes de soltarnos, mi mamá nos acercó a la madre y a la tía de JL.

- Saluden pues muchachos-, nos exigió mamá.

- Buenas tardes Doña Berta y Doña Nazareth, dijimos en coro.

- Pero como están de preciosos estos muchachos, Martha-, le dijo Doña Bertha a mi mamá…

- Muy hermosos, así es como se deberían vestir todos-, comentó Doña Nazareth.

- Cómo se dice- increpó mi mamá.

- Muchas Gracias, contestamos al unísono.

Y para que no perdiéramos más tiempo en formalismos, las doñas ordenaron que nos llevaran a la función del circo.

La primera decepción que sufrimos fue ver como los demás niños y niñas, más de 50, estaba vestidos con ropa casual. Camisetas, bombachos y pantalonetas, pantalones ligeros o bermudas tropicales, todos con tenis. Nada de trajes de gala ni charol.

Para colmos, nos tocó los puestos de atrás y tuvimos que permanecer parados para ver el resto de la función del circo Charles. Quien más podía ser: El Circo Charles para Charles.

Ya lo habíamos visto en la fiesta del hijo de una amiga de mi mamá, en un parque de diversiones de itagüí. Aquel circo era el más caché por esos días en Medellín. El único con una furgoneta americana pintada con sus atracciones. Ellos mismos corrieron el rumor que venían de Miami y así se granjearon la reputación de circo de élite.

Aunque su espectáculo no tenía mayores atributos que esos circos itinerantes, pobres y de carpa que van a los barrios: un par de perritas french poodles equilibristas, una brigada de payasos descachados que animaban a los niños a pegarles con bates de espuma, una comitiva de payasas recepcionistas que contentaban con golosinas a niños chillones y un mago ordinario.

Sin embargo, tenían dos espectáculos que causaban furor: un hombre que ponía a girar platos sobre su propio eje en una larga mesa. La tensión aumentaba conforme más platos giraban y usualmente los niños le advertían por el plato que amenazaba con caerse. Pero estos niños no; por el contrario, animaban para que se quebrara un plato. Menudo dilema el del artista. Finalmente, tan pronto como detuvo todos los platos, el artista tomó el último y lo lanzó al piso como hacen los griegos en sus bailes de Polka. Los niños aullaron de placer y Charles animó a sus amigos a quebrar los demás platos, mientras los payasos trataban de detenerlos inútilmente.

El otro espectáculo que dejó boquiabiertos a grandes y a chicos, pero sobretodo a los del circo, fue el acto de “Las palomas malabaristas”. Un par de lindas asistentes empacadas en brillantes trajes de baño con lentejuelas comenzaron a poner pequeños escenarios sobre la mesa de los platos: un mataculín, un columpio, un pasamanos, una pequeña piscina, y de lado a lado una cuerda floja en escala, una pista con tronquitos alternados, un pequeño riel donde pusieron una bicicleta diminuta, tres aros consecutivos, a los que prendieron fuego, un arco donde pendulaba una hachita de aluminio, y una cinta al final del trayecto como meta.

Tanto los niños como los adultos, seguimos expectantes, paso a paso, la armada de aquella difícil travesía. Luego el mago trajo un par de jaulas, donde sacaron a cuatro palomas decoradas como chicas de cabaret, como garotas de carnaval. A la orden de un silbato del mago, las palomas comenzaron a desfilar, una a una, hacia el mataculín. Pero justo cuando se iban a subir, tal parece que una paloma se dio cuenta que estaban en campo abierto y emprendió el vuelo. Las demás palomas la siguieron y terminaron montadas en un árbol seco al otro extremo de la plaza de toros. Un sonoro Ahhhh retumbó en la plaza; fue el lamento de todos los que esperábamos ver como las palomas pasaban los aros de fuego, pedaleaban en la cicla o pasaban la cuerda floja.

Mientras el mago y un par de payasos trataban de capturar a las palomas, las payasas, entrenadas en disimular aquellos fiascos, llamaron a los niños a comer la torta y el helado.

Luego para agazajar al cumpleañero, los típicos juegos de recreacionistas; póngale la cola al burro, el pañuelito, y esas cosas. Solo las niñas acudieron al llamado. Los amiguitos de Charles, en cambio, prefirieron ponerse sus disfraces de la guerra de las galaxias, sus kimonos de Luc Skywalker, sus máscara de Dark Vaider, sus cascos de soldados de la Confederación Intergaláctica. Tomaron sus espadas de luz, plásticas y fluorescentes, sus pistolas y metralletas de agua y de luces dirigidas y los más pequeños surcaron el cielo con sus naves espaciales de Han Solo, los halcones de la resistencia y los satélites enemigos de la Estrella de Muerte, todo original, traído de la USA.

Al parecer Charles había acordado con sus amiguitos traer aquellos souvenirs. Así que el Gordo y yo, sin conocer a nadie, y sin que nadie nos prestara siquiera algún muñeco de chowaca, de Arturito o Citripio, quedamos excluidos, relegados a un rincón, vestidos de charritos mexicanos.

Pero eso no nos minó la moral. Nosotros teníamos muy claro por qué estábamos allí. Íbamos por la chupeta grande caballero. Mientras Marcela ya hacía nuevas amiguitas estrato alto, el gordo y yo nos pusimos a conspirar. A revisar con detalle el plan que habíamos trazado desde la casa.

La idea era que tan pronto como sacaran la piñata, íbamos a ocupar las primeras filas del círculo de niños. El gordo y yo a cada lado. Con la experiencia de fiestas anteriores sabíamos que el cumpleañero era el designado para que le vendaran los ojos y comenzara a dar palazos a diestra y siniestra, tratando de romper la piñata. También sabíamos que corríamos el riesgo de que Charles, con lo maldadoso que era, nos asestara un palazo en la testa. Pero ya habíamos entrenado en otras fiesta. Nos habíamos vuelto tremendos para esquivar palazos, mientras los demás niños se abrían para proteger sus cabezas de un chichón o una descalabrada.

Ese era nuestro factor sorpresa. La ventaja al momento de romper la piñata, para que el gordo se lanzara al piso y aprovechara su voluminoso cuerpo. Cuando el gordo tapara las sorpresas, entraba yo. Sacaba una bolsa grande de supermercados Éxito y comenzaba a empacar manojos de sorpresas de la panza del gordo. El plan era infalible. Con lo que no contamos fue con que Charles hiciera pataleta.

Cuando instalaron la piñata, Charles hizo un berrinche el muy cabrón y se negó a que le pusieran la venda. No quiso romper la piñata y no hubo poder humano que lo convenciera de seguir con la tradición. Ni JL su papá.

Para acabar con la tensión una payasa tomó al primer niño que pudo y le puso la venda. Pero justo ese niño era el gordo.

Mi plan perfecto se iba al traste. Así que, en un intento desesperado, me acerqué al Gordo con los ojos vendados y le dije que abriera el círculo, que alejara a los niños dando palazos a la altura de las cabezas. A la loca. Con mi entrenamiento yo lo esquivaría. Tan pronto como se hallara bajo la piñata yo le gritaría: ¡Listo Gordo! Entonces él levantaría el palo, rompería la piñata y yo me tiraría a hacer las veces del gordo; a tapar con mi flacucho cuerpo las sorpresas. Así el gordo se quitaría la venda y trataría de acumular el resto de las sorpresas esparcidas en el piso. Todo parecía enmendarse en teoría.

Pero en la realidad no conté con que el gordo tenía una sorpresa en nuestra contra. Mientras esperábamos que pusieran la piñata, el gordo ya se había tomado de contrabando cuatro copas de champagne de las mesas vacías. Así que cuando le dieron cinco vueltas sobre su eje, lo emborracharon más y el gordo salió a buscar las cabezas de los demás niños. Mareado de verdad.

Tal cual lo planeado, los niños y las niñas se abrieron del círculo para esquivar los palazos del gordo. Pero en ese preciso instante, JL llamó a Charles para que saludara a alguien muy importante que lo quería felicitar.

Mientras el gordo se acercaba a la piñata con indicaciones mías, un amiguito de Charles reparó en ese señor barrigón, peinado de lado y de bigotico delgado. Entonces gritó: ¡...es Pablo… Pablo Escobar!

Solo bastaron esas palabras para que los demás niños y niñas dejaran la piñata y se dispersaran. Corrieron hacia Charles en manada, a hacerle corrillo, mientras Pablo le entregaba un sobre lleno de billetes de todas partes del mundo, con un álbum para que lo llenara.

Entonces el amiguito aventajado de Charles se dirigió a Pablo, vestido casual, como todos, con camisa Lacoste.

- Pablo dame uno a mi también… le pidió el sinvergüenza, como se le pide plata al padrino, o a un tío borracho.

Pablo respondió sacando un fajo de dólares y le dio un billete. Los demás niños comenzaron a pedir: a mi también, a mi, el aguinaldo, y Pablo a repartir. Hasta que un niño le pidió:

-A mi con el autógrafo-, y le dio su dollar.

Los demás niños antojados, extendieron su billete y Pablo a firmar.

- Que pena Pablo con vos-, se excusaba JL con su invitado, tratando de dispersar a los niños.

- Dejalos que a mi no me choca... que los niños vengan a mi -, le respondió Pablo, jocoso.

Y no se fue hasta firmar el último billete.

Todo eso lo supimos porque Marcela nos contó después… con su billete de dollar autografiado por Pablo Escobar. Porque el gordo y yo ni lo vimos.

Estábamos tan embelezados con la piñata, que yo solo tenía atención para decirle al gordo: Listo. Entonces el gordo asestó en la piñata y la rompió antes de que la payasa pudiera salvarla intacta.

Al caer el torrente de confetis, yo me tiré en voladora al piso para acaparar las sorpresas y ganarle a los niños más pequeños que se quedaron. El gordo no paró de dar palazos. Le pegó un golpe a la payasa y a mi me coronó un chichón antes de que le quitaran el garrote. Después, mareado y tardío, el gordo se quitó la venda, alejó con manotazos a los niñitos y me ayudó a meter el botín en la bolsa.

Cuando los niños regresaron a la piñata, con billete en mano, nosotros ya habíamos desaparecido. Pablo se despidió de la gente mientras nosotros éramos prófugos. Escondidos bajo una mesa, nos metimos las sorpresas en los bolsillos. Si no hubiera sido porque al gordo le dio por vomitar todo borracho, nadie habría dado con nuestro paradero.

Al final, mi mamá, doña Berha y doña Nazareth confabuladas, nos obligaron a vaciar los bolsillos y devolver todas las sorpresas. Con aquellos juguetes se rellenó una nueva piñata. Esta vez, la payasa descalabrada, en venganza, se encargó de que estuviéramos en el borde del círculo. Y po rmucho que pujamos no nos dejaron ni las aleluyas, luego de que Charles, esta vez si, rompiera la piñata el muy cabrón.

Como sorpresa final, a los niños les dieron lanchitas inflables con motor fuera de borda para piscina. A las niñas un radio rosado con casetera en forma de cubo. Así, el gordo y yo terminamos como los grandes perdedores de la fiesta:

Arriados con cantaleta de mi mamá, por haber manchado de tierra y manga aquel traje blanco de marineritos. Señalados por la borrachera del gordo que hizo el mayor oso de la fiesta. Menospreciados por las payasas del circo Charles, que nos dieron las dos lanchas malas. Una con el motor estropeado, la otra con el inflable chuzado, sin chance de reclamo.

Al fin y al cabo, aunque hubiéramos podido armar una sola lancha con las partes buenas, no teníamos bañera para probarla en nuestra humilde casa. Además la lancha no cabía ni en la taza del retrete. Para acabar de ajustar, como ya estábamos castigados de antemano, iban a pasar varias semanas antes de que mi mamá nos llevara a una piscina.

Como si ya no fuera suficiente castigo, yo llegué a la casa con ampollas en los pies por los zapatos de charol y el gordo con el cuello irritado por la camisa marinera. Nuestro único consuelo, nuestro premio de consolación, fue el centro de mesa que se trajo mi mamá, y que al menos Marcela sacó la cara por la familia.

Terminó siendo invitada a tres fiestas de sus nuevas amiguitas ricas. Sin los revoltosos de sus hermanos, claro está, porque nosotros ya estábamos vetados por todas las señoras. Llegó a la casa con aquel lujo de grabadora directo a grabar las canciones de emisora en casette, conoció a Pablo Escobar y quedó con su billete autografiado.

Una lástima que semanas después, Marcela hubiera cambiado aquel billete por una caja de laminitas del álbum: “Amor es”. Así el billete terminó en manos de Don Víctor, el dueño de la tienda, quien lo mandó a enmarcar, y lo exhibía con orgullo en su negocio. Tras su muerte, Don Víctor dejó el billete como herencia a sus hijos, que como el gordo y yo, nunca conocieron a Pablo Escobar.

4 comentarios:

  1. BRAVO!!!
    Me gusto mucho ^^
    mil Gracias Francisco de verdad, esta genial, lo lei co mi sobrina y ella tambien lo disfruto, cada dia te haces mas famoso a este lado del mundo, cuidate y se feliz

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  2. pacho , esa historia estuvo muy buena,entretenida hasta el final y conociendote, bastante creible, se te olvido nombrar a los famosos perros del circo charles que facilmente se pudieron haber comido el vomito del gordo

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  3. Francisco como puedo hablar contigo por otro medio? aca lo maximo que logro hacer es dejarte mis comentarios, a veces los veo y no creo que sea yo quien los escribe, me hacen llenar de euforia tus palabras y los detalles?

    ay Francisco esos no te los dejo aca, pero te dare un anticipo, dicen en mi País que somos como las flores, que vestidas vamos de mil colores,que movemos las caderas como los cañaverales ^^

    espero sea suficiente por hoy, espero un nuevo mensaje cuidate

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  4. Qué bueno. Y yo que pensaba que tus relaciones con el narcotráfico se reducían al aspecto del consumo. Qué bueno conocer los meandros de tu oscuro pasado. Un abrazo

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