martes, 12 de octubre de 2010

Inocencia

(Una vieja historia de Halloween)


- Es la última vez que les pregunto: ¿De quien fue la idea?

Pero no fue la última, era la quinta vez que el coordinador de disciplina, nos hizo la misma pregunta y ya la cara se le inundaba de rojo. Aquel día, lo recuerdo, llevaba una camisa café manga larga. Debía tener un armario repleto de esas camisas, todas iguales pero de diferentes colores. Toda una gama de colores ocre. El caso es que la tela, traslúcida, permitía verle las tetillas negras y sus axilas siempre estaban empapabas con una mancha de sudor. Sin contar una delgada cadenita de plata herrumbrada con un crucifijo y su argolla matrimonial. Su forma de vestir era austera: esas camisas promoción 2x4 (que seguro se las comparaba la esposa), pantalones de dril y zapatos de cuero negro sin marca, todo ello constituía el disfraz repetido que lo distinguía como uno de esos hombres que dedican su vida al magisterio.

Por esa época, los implicados, a excepción de Carlitos, cursábamos quinto de primaria en la Escuela “El Divino Niño” del Salvador. Era un 31 de octubre y toda la jornada estaba destinada a celebrar el día del niño. Aquello no podía ser mejor: la mañana era azul. Guirnaldas y música, todo era un carnaval alucinante. Aquí un sapo poniéndole la cola al burro; más allá una princesa, una hada y una pollita jugando a la gallinita ciega; una ratona y una gata saltan una cuerda impulsada por una monja y una gitana; juegos por doquier, una versión miniatura de animales, personajes fantásticos y profesiones humanas revoloteando, conviviendo en perfecto caos, en un Babel armónico. Aunque, claro está, con algunas riñas y llantos aislados, en todo caso nada grave, nada que un caramelo no pueda remediar.

¡Sí que era un día magnifico! En el patio, precisamente a la hora canicular, cientos de cabezas se achicharraban de calor, sólo para ver la adaptación teatral de “Rin Rin Renacuajo” interpretada por los de tercero.

¡Y que decir de las sorpresas!, ¡oh! las sorpresas sí que eran de lo mejor, aunque sólo se tratara de un carrito de plástico en serie, mal hecho, producto nacional, y un vasito de helado con galletas. A esa edad aquello era todo un Potosí, sin importar que fueran comprados con la cuota que nos tocó dar una semana atrás. Si queríamos ganar algo también había rifas para que la suerte decidiera. Era el único día del año donde puedes ver al hombre araña, dos superman, a batman, dos ninjas, un rokero, tres Robín hood, un perro, un gato y un oso persiguiendo a una sandía por culpa de un balón. Definitivamente, un día para vagar por todos los rincones de la escuela con la impunidad que da un recreo de toda una jornada sin estudio.

¡Qué más se le podía pedir a la vida! Era nuestro día por ley; la escuela: nuestro reino; los amigos: cómplices, y las niñas: reinas y brujas, hadas y campesinas, bailarinas de ballet y danza árabe, muñecas y brujas, ratonas y conejitas afelpadas, todo un harem y una que otra niña con el uniforme del colegio, víctima de algún despiste o de una lamentable pobreza.

- Hasta que no me digan quien planeó todo, ninguno se puede ir. Así nos toque quedarnos un mes entero, nadie se va hasta que no sepa lo que pasó. – dijo el coordinador de disciplina.

Aún así, ni Pedro Reinoso, ni Marino, su hermano, ni Kike Sandoval, ni Gallo. ¿Cuál era su nombre?, ni Gissepe... Gissepe (¿Cuál era su apellido?) ni Gissepe ni yo, le dijimos nada. Todos disfrazados, todos tranquilos como si nada, como si el disfraz nos protegiera contra todo tipo de intimidación. Todos como machos de verdad menos Carlitos que se asustó y salió corriendo como si no hubiera visto nunca a una mujer desnuda.

Fue el susto del conejo rosado de Carlitos, lo que nos delató. Claro que si no se hubiera cortado, a lo mejor nadie se habría dado cuenta. Pensándolo bien, el chicuelo nos habría delatado de todas formas por causa del abusivo de Gallo. No importa, el caso es que el mariquita no se pudo aguantar las ganas de chillar y salir corriendo con alaridos como sirena de ambulancia.

Su aullido trajo primero a los profesores samaritanos, que le cerraron la cortada y le echaron café para que dejara de teñirse de rojo. Luego llegaron los profesores morbosos, y como el llanto no cesó no tardaron en acudir los profesores Mackartianos, que hicieron lo mismo que en clase: fomentar la cacería de brujas, y todo mientras Carlitos gritaba que se iba a morir... “¿Qué le pasó?, ¿Quién le hizo eso?” lo bombardeaban una y otra vez, pero cuando se le acercaban cambiaban las preguntas por una mueca de horror al verle la herida.

Por momentos Carlitos se tranquilizaba con el arrullo de la profesora de preescolar, que le decía: “ya mi rey, ya mi cielo, ya pasó”, pero cuando escuchaba a la distancia que un niño le decía al otro que con esa herida tan fea le iban a tener que cortar la mano, Carlitos volvía berrear como una niña. Y es que hasta decirle niña da coraje y resulta ofensivo, sobre todo para Inocencia, que para entonces era mucho más machita que todos los culicagados de cuarto juntos.

La dulce y valiente Inocencia, que así se hubiera partido en dos, jamás hubiera chillado, ni hecho tanto escándalo. No podía. Primero, porque ella no era de ese tipo de personas y segundo porque era muda. Muda de nacimiento. Y además mayor que nosotros.

Creo que tenía 13 años, aunque algunos dicen que 16, pero no era para tanto. En todo caso, para su edad debería estar en segundo de bachiller mínimo, pero como era muda se atrasó un par de años mientras su mamá encontraba un colegio donde la recibieran. Y eso, que no hablara nunca, la hacía más linda porque uno no sabía que pensaba; confinada en su silencio, porque uno siempre se imaginaba que algún día, de repente, la voz se le iba a salir de la garganta como un pajarillo al vuelo.

A veces hablábamos de ello. Yo pensaba que lo primero que diría no se sería una palabra sino un trinar de pájaro, aunque me gustaba más la idea de Kike Sandoval de que el primer sonido sería un rugido de furia, estremecedor como el llanto de un recién nacido, cómo si ésta fuera la única manera de romper con el silencio que la habitó toda su vida.

También nos daba susto que fuera tan alta y sobresaliera de las demás; en la formación que hacíamos en el patio, era incluso más alta que una profesora que le decían la Chiqui. Pero cuando más nos intrigaba era sobretodo en los descansos, que sacaba la libretica de apuntes con que daba la lección, pedía la comida en la tienda y decía las demás cosas.

Tan linda, que parecía un imán para los ojos, porque era inútil hacerse el ciego cuando se paraba al lado de nosotros. Siempre, con la mirada tan penetrante que uno terminaba por evadirla, perdido en ese abismo color miel. Imposible no sentir el revoloteo de las lombrices del estómago con su presencia. A decir verdad, su silencio nos gustaba más que la bulla de las niñas que no se cansaban de reír, que reían y reían como si un ratón les hiciera cosquillas dentro de los uniformes.

¡Cómo olvidarte Inocencia con tus ojos verdes, tu boquita roja de bombombum, tu risa con olor a cereza, tu piel blanquita y pecosa, tus senitos de medio limón y tu cuquita rosada!

- ¿Quién fue?, más vale que me lo digan o no saldrán de aquí jamás- Volvió a decir, ya exhausto, el coordinador de disciplina. Pero nadie quería ser el sapo. Todos escondíamos las manos entre las piernas y las piernas detrás de las patas delanteras de la silla para aguantar el hambre y el cansancio. A ratos, inclinados hacia atrás, viendo en la mitad del pasillo una estantería con los trofeos empolvados que la Escuela se había ganado, pero mentiras, con la mirada en el recuerdo de Inocencia antes de que nos pillaran.

Como nadie le respondió a “Bigote” (así le decíamos al coordinador de disciplina por su espeso mostacho), hizo lo que siempre hacía, nos sentó afuera y empezó a llamar a uno por uno para aplicarnos puro terrorismo psicológico.

El primero en entrar fue Kike Sandoval. Pobre Kike, cuando llegó por la mañana estaba envuelto en una enorme espuma roja, con pedazos icopor adheridos a su alrededor de extrañas formas y colores. ¿Qué es esto?, le preguntó Gallo. Ten cuidado que es una mitrocondria. ¿Y esto otro?, le preguntó Pedro, asqueado de la textura que tocaba. Es una vacuola hecha con gomina verde. ¿Y entonces de que estás disfrazado?, le preguntó Marino. Cómo eres de tonto, ¡Acaso no lo ves! Soy una célula. En este caso se podría decir que soy un ser unicelular, y comenzó a reirse solo, con la risa para adentro, característico en nerdos como él.

Para qué negarlo, Kike siempre fue el más inteligente de todos. Porque solo a él iba se le podía ocurrir disfrazarse de célula. Por eso Gallo, siempre envidioso de que la inteligencia de Kike, tomó el aparato de Golgi, lo arrancó de un jalón y lo tiro en el piso. Y esto es… -lo analizó un momento- esto es una morcilla, le dijo a todos. Al ver el innegable parecido no pudimos contener la risa. Y tú – continuó Gallo, mirando a Kike- tú estás disfrazado de Vómito. Miren todos, Sandoval vino disfrazado de vómito, gritó. Si, de vomito de marrana muerta, agregó Pedro. Las marranas muertas no pueden vomitar, le contestó Kike, indignado. Después cogió del suelo su órgano celular, sacó de un bolsillo del disfraz un tubo de pegante y lo mostró. ¡Já! Yo sabía que no iba a faltar quien me quisiera dañar el disfraz, por eso vine preparado - nos dijo moviendo el pegante como un péndulo- . Y escúchenlo bien, este será el disfraz ganador de este año para que se mueran de la envidia.

No nos importa, mejor, ¡vamos a ver que más tiene el señor vómito!- dijo Gallo dirigiéndose al resto. Por supuesto, Kike tuvo que salir disparado ante la persecución inmediata de Pedro y Marino, que obedecían con un impulso canino. Después de su provocación, Gallo no se molestó en moverse, miraba complacido como un césar en circo romano. Gissepe como siempre no dijo ni hizo nada, sólo nos observaba, ¿y yo? Bueno, yo sólo pensaba en cómo vendría disfrazada Inocencia.

El hecho que llamaran de primero a Kike Sandoval parecía obvio. Por ser el más académico del grupo, el corrillo de las sillas de atrás lo consideraba un lambón; término con el que se estimagtiza a los colaboradores del sistema. De pronto, pensaba Bigote, gracias a esta condición se le podía sacar más información. Por eso Bigote trató de ablandarlo con la promesa de que si delataba al cabecilla, lo eximía de todos los exámenes finales y le ponía a izar la bandera en el próximo acto cívico. Con lo mal que le iba en religión y deportes, Kike nos contó que lo pensó dos veces, pero al final nada lo hizo croar.

- No iba a decir nada aunque me hubieran confiscado el núcleo, con el trabajo que me costó hacerlo- dijo el niño célula.

Luego entró Gallo, disfrazado de Llanero solitario, con antifaz y todo. Como llevaba disciplina en triple D de Deficiente y tenía la conducta arrastrándole, Bigote lo amenazó con trasladarlo a un reformatorio para gamines, donde castigaban a los chicos problema con choques eléctricos y les arrancaban las uñas con un alicate. Pero Gallo le cacaraqueó que su papá había sido educado en un lugar así y era el mejor carnicero del barrio Las Margaritas. Le aclaró que el año siguiente, ya había acordado de todos modos, que su padre lo iba a meter en un internado para que se volviera más varoncito, para conocer a muchachos que de verdad han conocido la vida, pero por encima de todo, porque estaba muy aburrido en esta escuela. Y en la propia cara de Bigote le dijo que nada de esto le parecía mal, porque gracias a Dios al menos no iba terminar su vida como coordinador de disciplina de una escuela, sin más oficio que asustar a pobres e indefensos niños.

Por primera vez Bigote no le hizo firmar la ficha disciplinaria, sólo le dijo: - Esto no se queda así. Después arreglamos usted y yo.

Y no se quedó así; el arreglo después fue mucho peor de lo que Gallo pensó. Pero en aquel momento a Gallo le importó un pepino, porque salió de aquella oficina con una sonrisa ladeada y caminando con las piernas abiertas como un vaquero de la televisión.

Cuando nos tuvo en frente, tomo su pistola, la hizo girar sobre su dedo. Luego simuló varios tiros a la oficina de Bigote, halando el martillo, como en los tiroteos del viejo oeste.

- ¿Cómo te fue?- le preguntamos casi al unísono.

- Pan comido.

Y nos contó esto como una gran hazaña, a lo que todos le respondimos con un sonoro ¡guauuu! Pero después ya no le creímos, cuando, según su versión, sujetó a Bigote de la solapa y le dijo: “No soporto tu bigote de brocha, en este pueblo sólo hay lugar para uno de nosotros.” Aunque tenía razón, en aquella escuela sólo había lugar para uno de los dos.

Cuando entraron Pedro y Marino, ambos disfrazados de marineritos, como fotocopias, se pusieron a pelear frente a Bigote porque Pedro, poseído por la frustración de aquel que en un banquete siente que le tocó la peor presa del manjar, se las dio de hablador diciendo que el fue el único culpable, que fue el único que tocó a Inocencia -lo que era cierto- y que lo hizo mientras los demás sólo fueron simples espectadores. Dijo además que obligó a inocencia porque era su novia y que los demás de pura envidia se le fueron encima. Pero Marino lo contradijo, asumiendo toda la responsabilidad. No creo que lo haya hecho por amor fraternal a Pedro, ni por amor a Inocencia, sino porque simplemente no soportaba que su hermano se llevara como siempre el crédito y él quedara como un marica.

Sin embargo, no fue la riña fraterna lo que convenció a Bigote, pues era evidente, aún para nosotros, saber cuando mentían. Su poco cerebro siempre los delataba. La razón que hizo que Bigote se limpiara las manos, fue quedar bien con la madre de de los hermanos calavera, pues era evidente que en cada reunión de padres de familia, a Bigote se le querían salir los ojos cuando veía a la doña.

El caso es que ella era la envidia de las otras mamás y la causa de mayor estrabismo en los padres. Era grande, rubia, bronceada en cámara hiperbárica, cuando eso era una extravagancia de ricachones, con dos enormes tetas pecosas y unas piernas torneadas siempre al descubierto. Destellaba luz cuando caminaba la señora, se destacaba de las otras y para acabar de ajustar era modelo, al menos eso era lo que nos decían sus hijos.

Al salir de la oficina, Gallo, adicto a revistas porno y dueño de un olfato de can para oler las ganas que Bigote le llevaba a la doña, le preguntó a Pedro en forma tendenciosa:

- ¿Y que te dijo tu nuevo papi?

Entonces Marino, que como cosa rara, se sintió ofendido por lo que decían a su hermano, se le fue encima a Gallo y se armó el tropel porque Pedro también se metió, por supuesto, para darle a su marino, diciéndole que él no necesitaba que nadie lo defendiera por muy hermano que fuera. Con todo el alboroto que se formó salió Bigote y los separó.

Por su parte, Gallo ofendido, dispuesto a inmolarse del todo, le gritó a Bigote que le respetara a la mujer que sería su esposa en unos años cuando él se convirtiera en el jefe de la mafia local; que respetara su territorio, y a los hermanos los amenazó diciendo: “Y ustedes dos, ya verán cuando sea su padrastro, ya verán”.

Al final expulsaron a Gallo y a los hermanos se le obligó a que volvieran al otro día temprano con la mamá, como era de suponerse. Volvieron pero con matrícula condicional, y eso porque la mamá salió una noche con Bigote, y fue a recogerla a escondidas de su mujer, apestando a colonia, según me dijo Pedro.

Así y todo, Gallo no duró cinco días sin armar otro pleito y lo echaron del todo por una pelea con Tanque, el gordiflón del otro quinto, porque no le quiso pagar un revista porno. Aunque todos sabemos que el motivo fue porque Tanque se burló de nuestra querida Inocencia.

Gallo no volvió a estudiar ese resto de año, pero aparecía puntualmente en la escuela, en las horas de descanso montado en una bicicleta Monareta, con la pintura descascarada. A la salida de clases llegaba al frente de la escuela para burlarse de todos los que nos tocaba estudiar y para cascar a uno que otro que le caía mal. ¿Y por qué yo? le preguntaba asustada su víctima, ¿ qué por qué?, los miraba mientras pensaba, porque yo soy así, les respondía antes de guindarlo a golpes.

Como Gallo era muy calidoso en el fútbol, tres años después, cuando los demás estábamos en octavo, una mañana fría y gris supimos que lo habían matado por un gol de chilena que hizo en un torneo de Manrique, aunque muchos dijeron que las debía, por unos negocios en los que se enredó por andar callejeando en Envigado.

“Lleve pa´que frite” era lo que Gallo siempre decía después de eludir a medio equipo contrario y dejar en ridículo al arquero rival. Seguro que eso les dijo en su último partido y seguro que eso le dijeron sus victimarios, “muertos” de la rabia, cuando lo volvieron colador a punta de bala.

¿Y adivinen de qué estaba disfrazado Gissepe? Con el gorro alto y el bigote pintado y enroscado en las puntas, no podía estar disfrazado de otro cosa que de Pizzero, aunque todas las profesoras que pasaban a nuestro lado decían que el más lindo de todos era el panadero. Gissepe era hijo de un Italiano que vendía una pizza de rechupete.

Por ser nuevo en la escuela, Bigote le dijo hasta de que se iba a morir y fue tanta la presión, que todo paliducho, no hizo sino llorar con esos ojazos azules que el se gastaba. Casi se desmaya. Lloró más que Carlitos, que a esas alturas ya estaba en el hospital para que le cerraran la herida con puntos.

Todos estaban en la casa porque eran casi las dos de la tarde y la campaña de salida sonaba a las doce. A esa hora, el llanto de Gissepe era tan alto, que afuera yo pensaba que lo estaban torturando de verdad, con la punta oxidada de algún trofeo.

Como no sabía lo que había pasado adentro, supuse que el nervioso de Gissepe me había incriminado frente a Bigote, para librarse de la presión, ya que yo estaba reservado para el final. Sin certeza alguna, lo vi salir con la cara hinchada y los ojos brotados, blanco casi traslúcido como una lagartija. Cunando nuestras miradas se cruzaron llevaba una pena tan honda que primero interpreté como: “Uy que pena hermano, no me aguanté más y le eché el agua sucia a usted”, pero luego, que lo vi detenidamente y supe que en realidad sus ojos ahogados me decían: “Por favor, no le cuente a mi papá que yo le chillé a este tipo”.

Y no le conté a nadie, sobretodo por lealtad a la pizza hawaiana con peperoni que hacía su papá y a la porción extra de queso que nos agregaba los domingos después de misa.

Cuando Bigote me llamó, tomé aire. Para no meter más el dedo en la llaga, solo diré que ese día estaba disfrazado de pollo. A mi queridísima madre le dio por confeccionarme y empacarme en un traje de terciopelo amarillo, caliente como el infierno, con cresta roja y medias veladas blancas. Muchos pensarán que no es tan malo ser un pollo. Pero esto comprometió seriamente mi virilidad, ya que desde el comienzo de la jornada cuando nos reunieron para la foto comenzó mi suplicio.

Al señor fotógrafo le dio por decir en público: “Tú, la pollita de la izquierda, córrete para el centro, mi reina”. Nunca olvidaré esas ignominiosas palabras, como tampoco la olvidaron las decenas de excompañeros que aún hoy me llaman “Pollita” en todos los lugares donde me los encuentro. Pero más cruel aún fue el padecimiento que tengo desde entonces porque mi madre, novata en el arte de la modistería, le dio por colocar el cierre de mi espalda en un lugar donde no podía alcanzarme y tuve que aguantarme las ganas de orinar durante todo ese día. Cosa que por supuesto no fui capaz de lograr. Desde entonces debo padecer que otros excompañeros que no me dicen “Pollita”, me abochornen en público, llamándome “Berrinche”. Ese día no solo fui un una suculento prospecto de gallina, asado por el calor del disfraz y mojado en su salsa de orines, sino que desde la fecha tengo un problema de vejez prematura que la ciencia médica llama “incontinencia de esfínteres” y por eso mis amigos más cercanos no dejan de llamarme también: “vejiga floja”.

Pero mucho peor fue la pena que me dio con Inocencia, vestida de muñeca, quien al verme en la escuela, aquel funesto día, me escribió: “Hueles a bebé”. Fue tan diplomática que después de la primera micción en el disfraz, me ayudó a bajar el cierre en las demás ocasiones para ir al baño y me dio el tarrito de su loción para espantar el olor a miados cuando el calor lo alborotaba.

Pensando que aquel acto era una prueba de amor, suspiré por Inocencia primero y luego por temor, cuando Bigote salió a la puerta y me llamó. Sabía que así nadie me hubiera incriminado, si al coordinador le daba le gana de decirme que los demás me habían hundido, ninguna razón me salvaría de la echada, ni mucho menos del concierto de correa ventiada que me esperaba. Por eso, ya lo tenía calculado.

Si me echaban saldría corriendo de la escuela y me iría a recorrer el mundo, como Huckell Berry Finn o como el hombre increíble que debe vagar sin rumbo en busca de un nuevo tendedero para reponer la ropa que le rompía Lu Ferriño, pintado de verde. Haría cualquier cosa, pero eso sí, a mi casa no volvía.

Después supe que Gissepe no había podido articular nada comprensible mientras lloraba, pero en ese momento Bigote, capcioso, me jugó sucio, usando a su favor el factor sorpresa. Me dijo que el italianito me había delatado con lujo de detalles. Tal vez esperaba que con ello yo le respondiera, delatando a su vez a quien él consideraba el verdadero responsable. “¿Dime quien fue el que inició todo esto? ¿Fue Gallo, no es cierto?”

Tal como estaban las cosas, dude si culpar a Gallo, al fin y al cabo, con su historial y la plana de firmas que había acumulado en el libro de disciplina, lo más fácil era lavarme las manos y listo, pero ¿que sentido tenía soltar la lengua, si todos ya estábamos enterrados en la misma fosa?

Por eso me declaré culpable, con tanta sinceridad que hasta yo mismo me lo creí. Hasta llore con lágrimas de cocodrilo que me salieron de lujo, como nunca en mi vida. Me declaré culpable, la cabecilla malvada, no por complicidad a los demás, ni por el placer del engaño a Bigote, que, para qué negarlo, fue satisfactorio, ni tampoco por retar al látigo materno; lo hice por la única cosa que valía la pena; para salvar a Inocencia.

Sin embargo, a Bigote no le bastaba el santo, quería el milagro. Quería que le dijera porqué lo hice. Ahí fue cuando la mentira se empezó a complicar y entonces tuve que hacerle alas improvisadas para que volara fuera de mi y Bigote saliera detrás.

Cuando uno se acostumbra a mentir hay algo adentro que habla por uno y entonces uno deja que ese otro se inspire, hasta tal punto de que se llega a sentir asombro y admiración por ese engañador desconocido que habita dentro de uno, y que a veces sale sin permiso en un momento donde ni si quiera se le necesita.

Sentado allí, escuché como ese otro dentro de mi le mentía con una verdad que compartíamos: El señor mentiras le dijo que yo había hecho todo porque quería a Inocencia, porque quería que ella supiera que yo era su hombre y que “un hombre es un hombre cuando sabe hacerle el amor a una mujer”, cómo nos dijo a Gallo y a mi el zapatero que nos daba nuestra provisión semanal de revistas porno.

- ¿De donde sacaste eso muchacho? – Me preguntó abriéndome los ojos.

- De una película – dijo el señor mentiras.

Y luego, inventó que por eso tiramos a Inocencia a la manga y le arrancamos la ropa, porque así lo hacían en las películas pornos.

- ¿En cuales películas?

- En las que el marido de mi mamá (mi padrastro) ve con ella cuando se encierran en la pieza.- le dije yo, porque esta vez me le anticipé al señor mentiras, acordándome con resentimiento de aquel viejo verde que vive con mi mamá.

- ¿Y tu papá le hace eso a tu mamá?

- Mi padrastro, - le corregí-... y sí, todas las noches lo hace, y le dice cochinadas a mi mamá, que para de gemir y noi dejan dormir. – le respondí, porque el señor mentiras ya no hacía falta. -Pero para estar más seguros mejor pregúntele a ella cuando venga.

Bigote se quedó callado y tragó en seco. Se cepilló con su mano el mostacho y llamó a mi mamá para que viniera por mi.

Mientras tanto, Inocencia estuvo esperando todo ese rato en la enfermería a que viniera la mamá por ella. La señora se demoró porque trabajaba en una fábrica de textiles al otro lado de la ciudad.

Cuando Bigote me dijo que lo esperara afuera para hacer unas llamadas, pensé que iba a denunciarme a la policía y ahí si me cogió el temblor en las piernas. Cuando me levanté para escaparme, llegó el psicólogo y entró a la oficina de Bigote. Por poco y me pilla volándome. Me senté como si sólo hubiera querido estirar las piernas. Al tomar un segundo impulso, di unos cuantos pasos, pero antes de llegar a las escaleras, vi salir a Inocencia en el fondo del pasillo, tomada de la mano de su mamá. Desde el fondo del pasillo Inocencia me sonrió con timidez. Al escuchar la puerta de la oficina de Bigote regresé veloz como rayo al puesto y caí justo a tiempo cuando salía con el psicólogo.

El coordinador pasó de largo sin mirarme. El psicólogo por su parte me despeinó con su mano, como uno hace con la cabeza de los perros. Bigote se acercó decidido a la madre de Inocencia. La señora no tardó en cambiar su expresión de desconcierto a disgusto. Volteó sus ojos y me clavó una mirada calibre 38. Esta sentencia de ojos fue como una cuchilla que cortó la mirada mía y la de Inocencia, además me llenó de susto porque pensé que iba a sacar una correa de su bolso y se le iba adelantar a mi mamá. Porque si la señora hubiera querido yo creo que Bigote la hubiera dejado y hasta la hubiera ayudado gustoso a darme rejo.

Soñé despierto con arrancarle el mostacho a Bigote de un solo tirón, de llevarme a vivir a Inocencia a un lugar donde nada más vendieran helado, pizza y chocolatinas americanas, donde a uno le pagaran por jugar fútbol todos los días en la calle y las matemáticas no existieran, donde uno fuera a una escuela que tuviera cuatro horas de descanso, dos horas de educación física y dos de manualidades. Luego salir de clases y decirle al tipo de los mangos:

-¿Como va el negocio?

Y el me responde:

- Muy bien patrón, no doy abasto. Es que usted si es un genio pa´ los negocios…

Y yo responderle:

- No lamba pues, no lamba hombre que eso se ve muy feo en un tipo tan viejo como usted.

Porque eso de vender mangos era una mina de oro y yo sería el padrino de una cadena de carritos de mangos viches en la ciudad, con sucursales en todos los colegios. Así invertiría toda la plata en chucherías, en calquitos, en comprarle al señor de las sorpresas todos los papelitos hasta que uno se saque el balón de microfútbol, el maletín y el radiotransistor que nadie se ha podido ganar, y todo el algodón de azúcar que Inocencia se pueda comer.

Ya en la casa, que sería en un árbol, pero con cocina integral, para que mi mamá se muera de la envidia y me pida perdón de rodillas por todo lo el rejo que me dio, llegaría a darme picos con Inocencia todo el día, todos los días.

Pero ni siquiera pude moverme porque las piernas me comenzaron a temblar, cuando la mamá de Inocencia parecía acercarse a mi. Esperé cualquier cosa y hasta me pareció mejor que mi mamá apareciera por esas escalas. con la correa en la mano. Pero no pasó nada. La señora se llevó a Inocencia escaleras abajo, haciéndola perder de mi vista, y por primera vez en mi vida sentí aquel sabor a plomo en la garganta, que todavía me acompaña.

Cuando Inocencia y su mamá se fueron acompañadas por Bigote ya no quedaban ganas de volarme. Vi desaparecer la muñeca que era Inocencia aquel día, halada por una bruja colérica, y sentí que este pollo estaba muy lejos de ser el soldadito de plomo que acudiera en su rescate. En ese instante supe que era el dolor.

El dolor de verdad no fue la cortada de Carlitos, aunque le haya salido sangre, le tuvieran que aplicar la antitetánica y hacerle 8 puntos; ni el susto lacrimoso y fácil de Gissepe; ni las palizas de mi mamá con su correa de cuero reforzado y mojada; el dolor es estar un momento cerca de algo que uno quiere con todas las ganas y luego ver que eso que uno tanto quiere se vaya sin que uno pueda hacer nada.

Lo demás ya se suponía. Llega mi madre. No puede creer lo que le dicen, que yo cogí a una niña a la fuerza, que le hice “cochinadas” e incité a otros niños. Que la niña era muda. Que necesito tratamiento psicológico. Que cual es el ejemplo que le dan en casa con ese padrastro que no para de ver películas porno delante del niño, que ya van muchas faltas acumuladas y que, lamentablemente, me van a tener que expulsar.

Que yo que hago con este muchacho en la casa, le dice mi mamá. Que mejor mañana hablen, cuando todo se tranquilice, le responde Bigote, pero que hay que pensar en un castigo ejemplar.

Después el largo camino a casa, escuchando la misma cantaleta de mi mamá en el bus.

- ¡Por qué Dios mío, por qué! Por qué me pasa esto a mi – Exclama al cielo mientras me pega pescozones disimulados- ¿Por qué, por qué? – Me pregunta a mi, bajando la voz. Pero cuando le voy a responder me dice más furiosa– Y no vaya a decirme una sola palabra, que se la gana aquí mismo. – Finalmente, cuando el bus se acerca a la casa vuelve y dice: ...En la casa vamos a arreglar...

...Y arreglamos. Ella saca una correa que no he podido esconderle. Me dice que me quite los pantalones. Ella moja la correa porque está que estalla, roja, hinchada de la rabia y lo que sigue es historia patria.

Sin embargo, la verdadera historia fue diferente. No me refiero a la del cuero marcando la piel, que siempre es la misma hasta el cansancio. Hablo de la historia de los recuerdos. La historia que hacen olvidar el peor de los castigos y lo vuelve a uno inmune al dolor de cualquier látigo. Es la historia que me llevó a Inocencia y al momento mágico, que a pesar de durar tan poco en la vida real, uno puede seguir saboreando, lentamente, por mucho tiempo. Hablo de una historia silenciosa como Inocencia, que lo hace a uno creer que se puede abandonar el cuerpo y nos lleva a flotar en imágenes encantadoras, donde se piensa que la vida es bonita, que no importa lo que pase, siempre hay una puerta de escape al paraíso. Y que el paraíso se vuelve de verdad cuando uno se concentra en algo que uno quiere mucho.

Mientras recibía rejo, pensé que a los superhéroes no les entran ni las balas porque están siempre pensando en sus Inocencias. Esa tarde, mientras mi cuerpo probaba los azotes calientes del cuero mojado, fui un superhéroe porque me concentré en aquel momento con Inocencia y los demás muchachos, con tanta nitidez, que años después, lo sigo recordando como si me hubiese ocurrido hoy mismo, e incluso con mucha más claridad...

Esta es la historia que ni Bigote, ni mamá supieron porque nunca les interesó, porque es un secreto que conservo en el cofre de mi alma:

Después de la campana del segundo descanso salimos en jauría y tropel hacia el muro del patio, detrás del edificio. A La Oficina, como le decíamos. Los de tercero se correteaba entre sí, y los de cuarto correteaban a los demás. Otros jugaban con una pelota de plástico, y las niñas sentadas en círculo no paraban de reir y jugar a las rondas, con sus palmas encontrándose en toda clase de claves, que sólo ellas sabían, cantando canciones que aumentaban tanto de velocidad que llegaban a ser tan rápidas como incomprensibles. A un lado de todo esto, yo no dejaba de mirar a Inocencia, con su traje de muñeca de trapo. Las dos horas anteriores no presté atención a los profesores pensando en ella, mirándola de reojo, convenciéndome de sostenerle la mirada esquiva como nunca lo había hecho antes y pedirle después que si quería ser mi novia.

Tenía todo tan calculado que no podía salir mal. Yo sabía que ella me miraba, pero después me di cuenta, mientras tomaba impulso que también miraba a los demás del grupo. Miraba a Gissepe porque le trajo Pizza, a Gallo que le coquetaba sacándole su lengua porno como el cantante de Kiss, y le decía piropos que le había escuchado a su papá, porque se creía el más galán, por llevar una peinilla en el bolsillo trasero del pantalón. Miraba a Pedro y Marino, los hermanos “calavera”, cuando le daban los cosméticos que le habían robado a su mamá. También al lambón de Kike Sandoval que le arrancaba flores… y me miraba a mi, que le ofrecía las canicas bogotanas que le ganaba a los de cuarto. Comprobé que todos compartíamos el gusto por su cara pecosa, por su cabello rubio, los ojos verdes como canica celeste, los dientes parejos, su sonrisa con hoyuelos en las mejillas, su compañía silenciosa, en fin compartíamos la esperanza de que se definiera por alguno de nosotros y nos lo hiciera saber, para dejar esa incertidumbre de una vez por todas.

Pero salvo de los obsequios, nadie dijo o hizo nada por declarársele. Ni siquiera Gallo, que se las daba de macho y experimentado con las mujeres. A la hora de la verdad, todos éramos tan mudos como ella, y todo por no tirarnos la amistad con los demás y un poco porque no sabíamos como hablar en el lenguaje del amor. Quizás por eso fue que ella se decidió a darnos su amor a todos por igual.

Fue ella quien sacó en aquel descanso la libreta y nos dijo con sus palabras de papel, que leímos sin creer como ante una revelación: “Quiero darles un regalito a todos. Vamos detrás del edificio”.

Detrás del edificio, la escuela era un cementerio de sillas, rejas y pupitres oxidados, perdidos entre una maleza que lo inundaba todo hasta el ombligo. Para llegar allí, había que pasar inclinados por una reja rota, cortada como si un enorme ratón hubiese hecho tal entrada. Cuando entró el último de nosotros, los de quinto, Carlitos, de cuarto, disfrazado de conejo rosado, dejó de revolotear en el patio, y curioso como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas nos siguió. Le advertimos que no podía entrar pero fue tanta su insistencia que terminamos cediendo, para evitar el escándalo, porque Carlitos comenzó a llorar y dijo que nos iba a acusar con Bigote. Mal presagio, pero aún así, sin saber cual era el regalo prometido de Inocencia, le aclaramos que no lo compartiríamos con él porque era muy cachorro. Al fondo, la maleza se levantaba hasta casi cubrirnos. Allí, inocencia, rodeada por nosotros, sacó de nuevo su libreta y escribió: “Quiero que hagamos cositas”.

Como ninguno entendió a que cositas se refería, ella nos dijo que hiciéramos una fila. Obedecimos. Con rapidez y cuidado, ella se acercó a cada uno y nos ayudó quitarnos los disfraces, menos a Carlitos que observaba con la boca abierta, paralizado, moviendo la nariz, como si en realidad fuera un conejo. Cuando ella llegó a Pedro, el cierre se le atoró y aunque él forcejeó y tironeó no consiguió bajar el la cremallera de su pantalón de marinero, así que se debió conformar con ver, entre maldiciones.

Después Inocencia empezó a quitarse su traje de muñeca. Primero el gorrito con las trenzas, los zapatitos de charol, después el delantal blanco, la falda con sus motivos de fresita, la medias veladas rojas y blancas como bastoncito de caramelo, los panties blancos y... Estoy seguro de que a medida que cada prenda volaba todos sentían el mismo vacío en el estómago, más y más hondo conforme ella se acercaba a su desnudez.

De pronto, no podíamos creerlo, estábamos frente a una muñeca de carne y hueso, blanca y desnuda. Contemplamos su rajadita y sus senitos como puntas de limón. Coronados por una aureola fina y rosadita. Para algunos como yo era la primera vez que veíamos una mujer en bola, en vivo y en directo. Ella sacó su bom-bom-bum de cereza, lo llevó a su boca, nos señaló nuestra ropa interior y sin pensarlo dos veces uno a uno, lanzamos los pantaloncillos a la maleza, sin fijarnos siquiera donde caían.

Al principio permanecimos estáticos, sintiendo la brisa, tapando nuestra verguenzas con las manos, uno al lado del otro como si hiciéramos parte de una barrera de fútbol, a la espera de un cobro de tiro libre. Ella comenzó a reir mientras anotaba algo en su libreta. Llamó a Pedro, el único disfrazado y éste nos repitió lo que estaba escrito: “Quiere que todos se quiten las manos de allí, y se pongan firmes.” “Hágale pues”, le dijimos a Giseppe, pero como él no quiso nos enfrascamos en una discusión de “hazlo tu si eres tan machito… El que siempre dice que es más barontcito sos vos… bueno, entonces hacelo vos que sos el más hombre de todos… no, el más viejo de último, no el más viejo de primero…” pero al final nadie se atrevió.

Ella volvió a escribir y Pedro a leer: “Dice que si no lo hacen ella se viste y se va”. Ahora Pedro era el que gozaba y daba gracias a Dios que su cremallera se hubiera atascado.

Sin más remedio, uno a uno fuimos obedeciendo. Con disimulo mirábamos al cielo, silbando, después sin darnos cuenta a las caras esquivas e incómodas, luego como quien no quiere la cosa, hacia abajo, y hacia aquellas cositas tan parecidas y tan distintas a la nuestra. Cada uno por su lado trataba que los demás no se dieran cuenta que estábamos mirando, comparando furtivamente nuestros cuerpos, sobretodo allí donde sabemos. Pedro fue el primero en reirse. Se burlaba de Gallo porque decía que él era el que lo tenía más chiquito. Y después de una verificación minuciosa por parte de todos los demás, tenía razón.

Quien lo hubiera creído, con todo lo que alardeaba de sus cualidades cuando veíamos descomunales falos de los negros en sus revistas. “No me molesten al Doctor Martínez”, nos dijo… ahora que lo recuerdo ése era su apellido. “¿Cuál doctor, de qué hablas?, le preguntamos todos, extrañados. “El Señor Martinez, así lo llamo”, dijo Gallo mirando al sur de su cuerpo. Y todos, dueños de un falo anónimo, N.N., comenzamos a reír. Creía que Pedro la iba a emprender contra nosotros por eso, pero también se contagió de nuestra risa, sin un reproche. Al volver la mirada a Inocencia, ella se estiraba en el suelo, aplastando la maleza como en una cama de yerba.

Cuando el temor inicial se esfumaba y comenzaba a sentirme en confianza, la aprecié con detenimiento y recordé a Eva; por supuesto, hablo de rubia sueca de las páginas centrales de una revista que le compré a Gallo. Hasta ese entonces, Eva era una imagen que contemplaba a escondidas todas las noches intentando encontrarle un sentido, pero sólo me producía una curiosidad sin deseo y no me estimulaba ninguna sensación erógena ni los pensamientos sexuales que los otros comentaban en los descansos. Aunque traté de ver aquella imagen con la malicia de lo prohibido, no significó nada para mi más que una excentricidad de niño oculta bajo el colchón, adquirida con el único fin de estar al nivel de los más grandes.

Pero con la visión de Inocencia al frente, de repente todo parecía aclararse y la revista habría de adquirir a partir de ese momento un valor insospechado. Sin darme cuenta, su cuerpo desnudo, estimuló un calambre que recorrió mi interior y empecé a sentir en la entrepierna un suave cosquilleo, que se expandía len-ta-men-te y después de prisa, como la canción del Conde Contar. Era la primera vez que experimentaba de veras electricidad en mi ser, fluyendo, desbocada, como sangre, como aire.

Días después del incidente Gallo le alardeó a todo el mundo que lo habían echado de la escuela porque él fue quien ganó la batalla por el cuerpo de Inocencia, y que allí mismo, ante los ojos de nosotros, los perdedores de la contienda, le hizo perder la virginidad - ya que supuestamente él ya la había perdido antes con una mujer de 27 años. Y logró que muchos incautos se lo creyeran, entre ellos Bigote. Aunque Gallo nos amenazó con darnos una golpiza si lo desmentíamos.

Pero lo cierto es que apenas Inocencia se preparó para recibirnos, empezamos a pelearnos entre todos por ser el primero en tocarla. Como nadie quería ceder, no nos importó que estuviéramos desnudos, la ambición de ser el primero prevaleció sobre el pudor. De pronto en medio de la desesperación puños iban y venían y en cuestión de segundos éramos una masa de golpes, una turba de primates iracundos.
El primero en recibir lo suyo fue Carlitos. Gallo aprovechándose como siempre de los más débiles le dio un sonoro un coscorrón, un cono de vainilla en la coronilla como él decía. Carlitos, vencido y adolorido salió corriendo con la intención de denunciarnos, y ciertamente, no tuvo que esforzarse demasiado, porque resbaló en la maleza y cuando se incorporó la mano estaba bañada de sangre.

Un griterío insoportable detuvo nuestra confrontación. Todo ocurrió tan rápido y tal fue el escándalo que cuando pudimos reaccionar, Bigote nos encontró semidesnudos, levantándonos los pantalones, mientras Inocencia, tirada en el suelo se doblaba de la risa. Pronto su carcajada silenciosa nos cambió la tensión por buen humor, y nos contagiamos de una risa nerviosa. Nos acercamos para ayudarla a levantarse pero Bigote con brutalidad y fuerza nos apartó. Parados allí, mientras se vestía parecía una mujer y todos a nuestra forma la veíamos más bella. Hechizados. A partir de aquel momento supe que ya no sería el mismo. Que ninguno sería el mismo, ni siquiera ella.

Todos los implicados estuvimos suspendidos una semana, menos Gallo. Cuando volvimos ya Inocencia se había ido. Su madre la cambió de escuela. Sin embargo, supimos que al otro día, cuando volvió con su mamá por los papeles y las calificaciones, ella tuvo la valentía de entregarle a Bigote una nota que decía: “Yo fui la de la idea. Y Sólo estábamos jugando”.

Días más tarde, cuando ayudaba a la profesora de estética a llevar algunos trabajos a la sala de profesores, escuché a Bigote comentar a su séquito de profesores, que ningún adulto que se digne llamar sensato, que ningún educador, podía creer que una idea tan depravada proviniera de una niña, apenas una señorita, y muda para acabar de ajustar. Y terminó por decir mientras me miraba de soslayo: Todos sabemos que algo así sólo se le podría ocurrir a una mala semilla y por eso no dudamos en aplicar con todo rigor un castigo ejemplar en el caso de esta alma descarriada. Sólo ruego a Dios para que éste pobre muchacho, Martínez, al que le dicen Gallo, ese mismo, el hijo del carnicero de las Margaritas, escarmiente y se convierta en un hombre de bien.

Ahora que pienso en ello, creo que fue bigote el que arrojó a Gallo a la muerte; otra hubiera sido la historia de aquel muchacho si hubiera seguido en la escuela… y por eso todavía siento temor de olvidar el niño que alguna vez fui. Porque diferencia de los adultos, que interpretan el mundo de acuerdo con su visión, que son susceptibles a escandalizarlo todo y sobretodo son capaces de pensar con perversidad de unos cándidos niños, el recuerdo de Inocencia sigue brillando, inmaculado, como una llama inextinguible. Por eso a través de este relato, donde quieras que estés dulce Inocencia, rindo un pequeño homenaje a tu diáfana verdad.

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