miércoles, 10 de febrero de 2010

Mi primer robo.Vol. 2


Seguro que están pensando: ¡Tan mariquita que era Pacho chiquito! Y es verdad. Cuando uno entra a una escuela pública, las madres ya saben que a su niño se le van a pegar tantos piojos como malos hábitos de los niños más guarros. Pero mi caso fue diferente. Yo salí de la casa con miedo y llegué a la escuela con más miedo, sintiendo, -porque uno escasamente piensa a los 6 años-,sintiendo un pálpito; la preocupación de que si mis propios hermanos, menores en fuerza y raciocinio, se adueñaron de todo cuanto yo tenía, qué podría esperar en aquella jaula diurna, con chicos piojosos de todos los pelambres, procedencias y criados en la calle desde que salieron de la concha de su madre.

Así que no tuve más opción que volverme un muchacho aplicado, juicioso, cumplidor del deber a carta cabal… ¡Que caspa! Y lo peor fue que me enrolé en el sistema educativo colombiano como un casposo más. A simple vista parece muy pelle, pero en una escuela pública ser casposo tiene sus ventajas. La principal y en realidad creo que la única, es que si uno simplemente va a la escuela y hace lo que tiene que hacer, que es prestar atención y estudiar, y si no te metes con nadie, nadie se mete contigo. Ese mito de escuela gringa de televisión, donde el niño abusador aparece con sus secuaces en la hora del descanso para quitarle su almuerzo y su mesada al niño casposito como yo, no era la historia que se vivía en la escuela, que era pobre pero honrada, al menos así pareció al comienzo.

En el Kinder-B, todos los niños se peleaban entre si porque uno le regaba el vinilo a otro, o porque el otro le partía un crayón, en fin… Yo simplemente me dedicaba a mis asuntos, y cuando alguien me quitaba lo mío no le decía nada, por temor más que todo a los jalones de pelo y a uno que otro golpe seco -toc-toc-, de cabezas contra las baldozas, que ya había visto como escarmiento por culpa de un borrador.

Al final como yo no le decía nada a nadie, podía reclamar mis materiales sin encontrar camorra al final de la jornada. Pero si alguien insistía en quedarse con mis cosas, simplemente le denunciaba a la profesora y ella simplemente procedía a mi favor. De esta manera, pasé de ser casposo a sapo.

Gracias a eso, la caja de colores Magicolor, doble punta doble color, las acuarelas, las témperas Prismacolor, la tijera de corte romo, los lápices HB, los pinceles y los crayones, seguían cuando regresaba a casa en la bolsita de colores.

Así pasó el tiempo, y me fui amoldando al agreste sistema escolar, abstraído en el salón y solitario en los descansos, paria por miedo y sapo por necesidad, pero al menos seguía con mis pertenencias. Y lo mejor, me mantenía invicto a la advertencia que mi papá me hizo cuando me dio los útiles: “Esto valió mucho, y es para que le dure todo el año, para que lo cuide. No le preste nada a nadie y verá que nada se le pierde. Y tiene que avisparse porque yo no le voy a durar toda la vida. Si lo molestan por eso, dígales que su papá les manda decir a los papás de ellos que trabajen, porque yo no va a sostener a nadie… ¡Entendido?... Y que yo no lo escuche decir que se lo dejó robar… porque ahí si se las ve conmigo”, concluyó mientras me daba la espalda.

Pero a mis seis años sólo entendí lo último: Y que yo no lo escuche decir que se lo dejó robar… se las ve conmigo, se las ve conmigo… Esas mismas palabras retumbaron en mi cabeza y me convirtieron en un sapo permanente.

Sin embargo, para las dos profesoras, Esneda y Claudia,-vaya nombres para un par de profesoras de pre-escolar- yo era simplemente un encanto, un niño aplicado y cortés, con bucles azabaches, ¡tan remotos a mi actual calvicie!, y tan querido, tan juicioso, tan falto de malicia, decían ellas, que acudían a mis llamados cuando denunciaba a un niño, y lo obligaban a entregar mis cosas en el acto.

Así mantuve mis cosas completas durante los primeros meses hasta que las madres se quejaron a las profesoras de que a sus niños les estaban robando los útiles, pues habían llegado al día en que sus hijos no podían hacer la tarea porque no tenían ni un color en la casa. La denuncia caló hondo; las maestras no tardaron en desconfiar de mi, porque era el único que tenía su bolsita llena a esas alturas del año. Así que le pidieron a todos que trajeran sus útiles marcados por sus padres, para evitar futuras pérdidas.

Yo le pedí a mi mamá que me marcara los útiles pero ella, al ver la cantidad de veces que tendría que escribir, bordar mis iniciales FJSG, y pegarlas a cada objeto, me dijo: “Esas maestras si son bobas, la cinta se la quitan y le roban igual, y el bordado sale con tijera… para marcarlos, muérdalos y cuando vea un lápiz o una tapita mordida es la suya. -¿Y con las acuarelas que hago?, le pregunté-. A esas manténgalas muy bien guardadas y póngale mucho ojo”.

Pasé el resto de aquella tarde mordiendo lápices y tapas de vinilo, pero de nada sirvió. Días más tarde comenzaron a desaparecer mis amados colores doble punta, uno a uno, de la bolsita de colores.

Por supuesto, los primeros sospechosos fueron mis hermanos. Al menor descuido traté de reblujar en sus cosas pero no encontré nada. Desde que comencé a estudiar, nos distanciamos de tal manera, que parecía que vivíamos en dos mundos paralelos pero disímiles. Ellos, en mi ausencia escolar, habían aprovechado para ampliar su botín de juguetes y sus territorios de aventuras en la casa y cuando yo hacía mis tareas, veían aquellos ejercicios como una labor tan monótona y aburrida que ni se molestaron en pugnar por mis útiles. Se retiraban con su incomprensión simiesca y retornaban a su mundo de quimeras mientras que yo me alejaba cada vez más de ellos; me adentraba en los terrenos del raciocinio intelectual y el desarrollo psicomotriz, que no era otra cosa que dibujar planas de espirales que nunca quedaban uniformes.

Sólo una sola vez volví a ser atracado. Marcela tomó una de mis escuadras, sacó las uñas y me hizo como si fueran tenazas a modo de advertencia, luego fue donde Oscar a que le devolviera su muñeca capturada por un Superman (juguete de él) y el hombre mosca (juguete mío), y por poco le saca un ojo. Incluso este incidente, provocó que mi mamá me prohibiera darles “mis cosas de estudio” a los niños, para evitar tuertos y entuertos.

Sólo me quedaba peinar el salón para encontrar pistas que condujeran al paradero de mis útiles y poner en evidencia al ladrón. Inicialmente centré mi atención en los de atrás, que es donde se refugiaban los vagos y desaplicados. Pero a duras penas descubrí que ellos tenían un solo cuaderno para todas las clases, con planas pésimas e incompletas, un lápiz viejo, una maleta rota y rotada de generación en generación, y un borrador gris de tinta, que en vez de borrar pelaba hojas. Pero a mi escasa edad, no podía comprender la estrecha relación que hay entre el bajo rendimiento escolar con la pobreza, entre la indisciplina con la precariedad de recursos, entre la lentitud de pensamiento y el hambre; para mi, aquellos desdichados eran como los zombies de las películas, que tanto miedo me daban, que erraban sin voluntad cuando las maestras nos ponían una ejercicio, en busca de temperas o colores ajenos.

Para colmos, la creciente escasez de recursos, alborotó el avispero en el salón. Los atrás migraban hacia varias partes del salón, para “compartir” con intimidaciones, los materiales con los niños más pudientes. Ellos fueron los que se acabaron mis temperas y mis acuarelas sin compasión ni mesura, sin que yo pudiera hacer nada. En cierto momento, iracundo, escondí mis cosas, pero la respuesta que recibí de un niño, que se llamaba Robinson, fue aquella advertencia silenciosa de poner su puño en su nariz, como quien dice: Si no me da de lo suyo, ya sabe lo que le espera.

Seguramente él como yo, tuvo su “momentum paternus”, en el que su progenitor le dijo le mismo que a mi, pero a revés: “Esto valió mucho, y es para que le dure todo el año. No le preste nada a nadie y verá que nada se le pierde. Y tiene que avisparse porque yo no le voy a durar toda la vida. Cuando le falte algo, hágase con los que tengan, píllese a los más pudienticos y nada le va a faltar. Y si lo humillan pelao, dígales que su papá les manda decir a los papás de ellos que pongan la cosa como quieran, o rómpales la jeta que yo respondo, porque a nosotros no somos mancos ni nos ningunea nadie… ¡Entendido?... Pero eso sí, que yo no escuche decir que está robando… porque ahí si se las ve conmigo”.

Su papá no se está quebrando el lomo trabajando para que usted sea un ladrón, ni un guevón, ni un mariquita. ¡Pobres pero honrados! Esa era al parecer la consigna común que nos tocó a los de atrás y de adelante con sus venerados padres en aquella época.

Así que tuve que compartir mis cosas con los demás, pero aparte de este abuso de frente, que más que un robo es una intimidación, una suerte de boleteo extorsivo, como dicen en las noticias, ninguno de aquellos pobres diablillos, mostraba evidencia alguna de haber sido el ladrón. Y sin embargo, cada día que regresaba a mi casa a hacer el inventario tenía menos cosas.


Continuará…

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