miércoles, 10 de febrero de 2010

Mi pirmer robo. Vol. 3 (Final)


Parecía inevitable que todas mis cosas fueran camino a la desaparición, hasta que un día ví a Estela, que se hacía a mi lado, con un color doblepunta, plata y oro, mordido. Traté de llamar la atención de la profesora Esneda, pero ella, curada en salud, se lavó las manos como Poncio Pilatos, y terminó por advertirme que nada podía reclamar porque mis cosas no estaban marcadas como era debido. “Cualquiera puede morder un lápiz”, concluyó, con un tono de reproche, mientras que Claudia, la otra profe, apoyó a Esneda y le dijo cual Judas: “Muy bien hecho… No vamos a volver a caer en los berrinches de esa mosquita muerta, mire en la que nos metió con esa carita de ternero huérfano”. Entonces me di cuenta que para ellas, yo no era más que el culpable de los robos. Estaba solo. Y si quería recuperar mis cosas me quedaba demostrar con pruebas quién me había robado.

Con las maestras haciéndose las sordas, y con los demás viendo como no le paraban bolas al alumno consentido, no me quedó de otra que hacer justicia por mi cuenta y amenazar a Estela poniendo mi puño en la nariz, tal como lo habían hecho conmigo, así logré que me devolviera mi lápiz doble punta.

Pero esto no impidió que se precipitaran los robos a mi maleta. De pronto, me encontré que no sólo Estela tenía mis lápices mordidos, también Patricia, Jacqueline y Jazmín… Hasta Sara, la mona ojiverde de la que estaba enamorado en silencio. “También tú, Sara”, pensé cual Julio Cesar desengañado antes de morir a manos de su hijo Brutus. Y ni que decir de los de atrás, que se aprovecharon de la situación y se paseaban frente a mi, con mis lápices y tarritos de vinilo. Incluso llegaron al descaro de no “compartirme” mis cosas en los trabajos de clase, amenazándome con el puño en la nariz.

No obstante, el robo se desbocó de tal forma, que no fui el único perjudicado. Hasta Federico José, el rico del salón, el niño mimado, se quejó de que en un mes su papá había tenido que comprarle 4 cajas de colores, y que ya no iba alcahuetear más a los ladrones. ¡Si el de modo decía eso, qué no íbamos a decir los demás!

En un abrir y cerrar de ojos, los útiles de todos comenzaron a escasear, al punto que las profesoras tuvieron que abolir ciertas tareas con colores y pinturas, y limitarse a las planas con lápiz. Así, con nuestra educación de culos y los ánimos encendidos, fueron cada vez más frecuente los enfrentamientos y disputas con mordidas, coscorrones, jalones de pelo, arañazos y otros empellones por un triste sacapuntas, por una simple regla o un mochito de crayón.

En medio de esta batalla campal, la evidente indiferencia de las profesoras, poco a poco permitió que resolviéramos nuestros asuntos con la Ley del Talión. “Lápiz por ojo, diente por regla”. Y no me quedó más opción, que marcar los pocos útiles que me quedaban, tallándolos con un cuchillo que tomé a escondidas en mi casa. Era una medida desesperada pero lo única que prometía salvar mi dignidad, evitarme la pela de mi papá y poner al descubierto al ladrón o a la banda que nos había convertido en mandriles rabiosos.

Sé que parecían patadas de ahogado, pero el sueñuelo dio resultado. Cuando apenas me quedaban 2 lápices, y la carterita ya estaba amenazada con desaparecer, vi que Federico, uno de los niños más pudientes de la clase, tenía uno de mis lápices, con tal descaro que ni se había molestado en borrar la talla con mi nombre.

No le dije nada. Aproveché un recreo, y me deslicé de manera furtiva hacia su bolsita de colores. Allí encontré varios de mis lápices. Sabía que estaba sacrificando mi pellejo, porque si me pillaban nadie me creería que estaba tratando de hallar al ladrón, sino que yo era el mismo caco y que ese era mi modus operandi. Ahí sí que la pela de mi mamá sería inolvidable. Pero lo hice sin pensarlo dos veces y encontré que gran parte de mis colores estaban en su poder; algunos incluso mordidos, y marcados por encima con su nombre. FJGS: Federico José García Sandoval. Las mismas iniciales mías, pero en otro orden como un palíndromo, como si fuera mi bizarro, como el bizarro de Superman.

Viéndolo bien, todo parecía encajar. Federico, era el otro niño aplicado de la clase. Desde un comienzo se enfrascó conmigo en una pelea silenciosa por el primer puesto del salón. Si me quitaba mi material de trabajo, prácticamente me sacaba del camino… además su cuartada era perfecta. ¿Quién iba a sospechar que el niño más pudiente de la clase, que podía estrenar colores cada semana si quería, iba a ser el ladrón del salón? Por eso dejé todo como estaba para no despertar sospechas, porque si había alguien chillón y pataletoso ese era Federico. Por todo hacía berrinche y como el papá tenía billete, las profesoras nunca dejaron de prestarle una atención especial, no como a mi, un cualquiera de la clase media.

Es que hasta podía imaginar lo que su padre le había dicho a Fedrico cuando le dio los útiles, para salirse siempre con la suya. “Yo sé que esto no vale gran cosa, pero trate de que le dure al menos un mes para aprenda a cuidar lo suyo. No le preste nada a nadie y verá que nada se le pierde. Y tiene que avisparse porque yo no le voy a durar toda la vida. Cuando le falte algo para el estudio pídamelo y nada le va a faltar. Y si los demás niños le ponen problema, dígale a sus maestras que su papá les manda decir que yo lo tengo en un escuela pública para que aprenda a valorar a la gente de abajo, pero que si algo le llega a pasar a usted, lo saco del colegio y les corto el chorrito que les doy cada mes… ¡Entendido?... Pero eso sí, que yo no escuche decir que NO me ocupa el primer puesto… porque ahí si se las ve conmigo”.

Con la prueba fehaciente de que el riquito de la clase era el ladrón, salí al descanso para disimular y no despertar sospechas con mi ausencia.

La gota que robosó el vaso, llegó más tarde en el salón, cuando “en mis propias narices” Federico le regaló algunos de mis lápices a Sara, en una arrogante demostración de coquetería y un abierto desafío hacia mi. Luego fui testigo de cómo las otras niñas le pedían prestado los lápices a Sara y no se los devolvían, y como los demás niños les tomaban a su vez estos lápices, hasta que otro más vivo o más bravucón, lo amedrentara para quedarse con mis lápices ... Y ahí sí que no tenía forma de reclamarlos.

Harto por tan abierto cinismo, esperé que sonara la campana de salida y que todos se fueran. Me dirigí entonces a la oficina de la profesora Esneda para contarle mi descubrimiento: Aquella red de robos que se estaba perpetrando impunemente en el salón. Pero al llegar allí vi como su hija de segundo de primaria, salía portando una caja de colores nuevecita. En ese instante no asocié la relación de aquellos colores con nuestros robos, pero tan pronto me senté, vi que en la cesta de basura yacían varias etiquetas con cinta, marcadas con las iniciales: FJGS, la de Federico; que en su escritorio, metidos en un vaso Pug, había varios de mis lápices de lujo mordidos, y en la estantería de atrás, siete cajas de vinilos, rasgados en el cartón, donde supuestamente iban marcados con los nombres de sus legítimos dueños. “¿Qué me querías decir?, me preguntó Esneda, pero ya todo estaba dicho y sin embargo, no podía decir nada. Así que le pedí a la profesora que me eximiera de limpiar los borradores, ya que el polvo de la tiza, agravaba mi delicada condición respiratoria, y me fui derrotado.

Al regresar a casa abrí mi bolsita de colores y sólo encontré un mochito de lápiz, con el borrador gastado. Con él que tuve que hacer las tareas del día siguiente. Ni modo de contar que fui vilmente robado por todo el salón hasta quedar en la inopia, y muchos menos me iban a creer que la misma profesora le robaba al salón. Si contaba aquello no faltaría el careo, las pruebas que seguramente iban a desaparecer, y todo ello conduciría a la inevitable pela por tres razones: Por guevón y dejarme robar, por levantar calumnias contra la profesora, y por mariquita por poner quejas. Además de ganarme el el oprobio de todo un salón por sapo. Así que preferí cerrar la boca y ahorrarme la cantaleta de mi madre y los denuestos de mi padre.

Al caer la tarde, ya con un callo en el dedo, escuché lo que comentaron mis padres al verme haciendo, una plana más de espirales, con el lapiz mocho.

- Miralo que tan bello… con ese lapicito se parece a Marco Fidel Suárez…- dijo mi madre conmovida.

- ¿Cuál Marco Fidel?, le preguntó papá.

- El de Bello, el que era muy pobre, ese que tuvo que estudiar desde una ventana de la escuela con los pedacitos de lápices que botaban y fue presidente de la república.

- Claro, ese… ¡El mismo güevón que dejó que los gringos nos robaran a Panamá!


Post-data:

Varios oscuros y corruptos personajes del gobierno colombiano, fueron cómplices del gobierno norteamericano para despojarnos del istmo de Panamá en 1903. Pero sólo hasta 1921 Colombia se resigna a lo inevitable y negocia el tratado Urrutia-Thompson donde se indemniza a nuestro país con 25 millones de dólares.

El día 9 de noviembre de 1921, Marco Fidel Suárez envió al presidente del Senado una misiva en la que le hacía saber su determinación de separarse de la presidencia de Colombia. Dos días después hizo efectiva esa separación y asumió el mando el primer designado, Jorge Holguín. El 24 de diciembre fue sancionada la ley 56 de 1921 mediante la cual se aprobaba el tratado con los Estados Unidos de la venta formal del istmo de panamá. Sin embargo, el mito popular, que creía mi papá y que mucha gente aún cree, es que Marco Fidel terminó de vender nuestro Panamá a los gringos.


Fin.

1 comentario:

  1. Muy, pero muy bien, Pacho... qué humor el que transpira este relato. Excelente el comentario de doña Martha sobre tu semejanza con Marco F. S., toda una corona de espinas para este personaje sufrido. Jejjejeje.

    ResponderEliminar