domingo, 21 de febrero de 2010

TOTO (3)

De inmediato el barrio dio inicio a la cacería del misterioso ladrón. Camilito Rúa ofreció a los cuidadores de carros y celadores del sector una jugosa recompensa por quien suministrara información. Los muchachos y peladas de la cuadra formaron brigadas nocturnas para pillar personajes sospechosos en los sitios más oscuros. Y durante el día, Toto hacía recorridos en cicla a barrios aledaños, para identificar posibles maleantes en cicla.

Mientras tanto, el ambiente de desconfianza creció a tal punto que los padres de familia se volvieron herméticos ante la presencia de cualquier forastero en la cuadra. Se negaban a abrir la puerta a vendedores ambulantes; cortaron las limosnas a pordioseros y señoras itinerantes que cambiaban ropa usada por loza, echaban a los gamines vertiéndoles agua caliente desde los balcones; a los niños, nos compraron juegos de mesa y nos enclaustraron cuando queríamos salir a jugar. Finalmente acordaron un toque de queda a partir de las 8 de la noche para los menores de 14 años, como medida preventiva.

Pronto, el rechazo a los foráneos se nos contagió a los niños, quienes, siguiendo el ejemplo de los mayores, encendíamos a roca a los “Locos” – que es como se les dice a los vagabundos en Medellín- para que se largaran de nuestro territorio y a punta de descalabradas no se atrevieran a volver nunca más.

Las medidas parecieron surtir efecto, ya que por esos días no le robaron a nadie. ¡Y a quién le iban a robar!... si ya no había gente en la calle; los maridos borrachos, que se tomaban sus traguitos diarios en la tienda de la esquina se compraban mejor la media de aguardiente para tomársela a buen resguardo en su casa; los niños ya ni salíamos y los muchachos y las peladas se mantenían en manada, armados de bates, correas y cadenas, ansiosos de asestarle una buena tunda a quien osara insinuar un atraco.

Así la situación se fue relajando y todo retornó a la misma calma y seguridad habituales. Sin embargo, en los días previos a que se levantara el toque de queda para los niños, se seguían haciendo rondas preventivas, cada vez con menor frecuencia.

El primero en desistir fue Toto. Ya ni se veía por el barrio haciendo piques, saltando andenes y avanzando en la llanta trasera de su cicla. Pronto sus arriesgados “angelitos” desaparecieron de la calles en bajada. Quizás fue el hecho de que Toto se convirtiera en un vigilante más, y que por eso nadie le reprochara sus intrépidas maniobras, lo causó finalmente que perdiera su entusiasmo antagonista. Lo cierto es que a Toto nadie le volvió a ver el polvero.

Y es que Toto siempre fue un tipo más bien extraño. Durante sus rondas sólo le daba su parte a Camilito Rúa. Ni siquiera el objetivo común de encontrar al ladrón lo integró a los muchachos del barrio. Nunca le interesó juntarse con esos “salseros y merengones de garaje”, como él decía; y las peladas daban fe de que fue el único de la barra que no practicó con ellas “el dulce caramelo de sus besos”, en las fiestas de baladas americanas con bombillo apagado.

A Toto lo único que siempre le gustó fueron las camisas de Airon Maiden, con calaveras dibujadas, el metal pesado de Slayer a todo taco en su walkman, y andar solo en su bendita cicla, autista y desorientado. El clásico ejemplo del muchacho asocial y outsider. El Psycho-ciclista, le decía Mincho Loaiza a modo de burla.

¿Pero si Toto se mantenía solo, a donde iba?, ¿Y con quién se hacía?... Las malas lenguas del barrio, que nunca faltan, decían haberlo visto mal parado con metaleros y punketos podridos del Guanábano, en el Centro; tomando tapetusa y alelí, chupando sacol y tirando esas pepas que todo el mundo llamaba Roches y Robinoles. Otros, decían que se mantenía con un combito de jíbaros de Barrio Antioquia y se la pasaba fumando hierba y metiendo perico por las mangas del zoológico. Ambas versiones coincidían en que se perdía por temporadas, regresaba demacrado, chupado y embalado, y se guardaba en la casa reponiéndose unas cuantas semanas hasta que volvía a perderse.

De otro lado, mientras Toto estaba perdido, el barrio parecía volver a su agitación habitual; los maridos borrachos a sus cantinas, los muchachos a sus bailes, las peladas a los besos, los niños a la calle y las madres a sus puertas y cotorreos. En medio de la confianza recuperada, escuchábamos como se comentaba que el ladrón se había trasteado de barrio. “Ahora están robando que da miedo en Patio Bonito, en Provenza, por Oviedo, y la zona industrial de Barrio Colombia no tiene arrimadero de noche”, decía las lenguas viperinas más procaces.

Algunos de los muchachos, charlaban especulando que la desaparición de Toto, coincidía con los robos en los barrios aledaños y los demás reían, con la arrogancia de creer que un ladrón acechando a nuestro barrio, era ya historia patria.

Los niños en cambio, reunidos en una esquina después de picado de fútbol callejero, sudorosos y agitados, nos dividíamos entre los que creían que Toto estaba tan metido en ritos satánico que robar para él era un juego de niños sin importancia, y los que pensábamos que se marchaba en su cicla para practicar nuevos y asombrosos trucos que dejarían boquiabiertos a los del barrio en su regreso triunfal. Algunos incluso se atrevían a sugerir que estaba preparando un record guiness de “Angelito”. Pero todos nos quedamos mudos cuando lo vimos regresar una noche sin la cicla, y nos dijo, todo mala clase. “Me la robaron”.

Ni Camilito Rúa, con sus amistades del bajo mundo, ni sus incursiones a Barrio Antioquia en camioneta de vidrios polarizados, pudieron dar con el paradero de la cicla robada. Mientras que Toto se veía día a día más demacrado, ojeroso y pálido. Salía como a las 10 de la mañana, como nunca: a pie, y volvía tarde en la noche, zigzagueando, tan llevado que no podía atinar las llaves en la cerradura. Durante un par de semanas se volvió costumbre que terminara dormido en la puerta de la casa, hasta que Doña Rita le abría y lo entraba fundido. Estaba destrozado por dentro y se le veía en la mirada turbia y perdida, en la cara huesuda y en esas ojeras de no poder conciliar el sueño nunca más. Sin su cicla, Toto era un animal incompleto, como un rinoceronte sin cuerno, como una elefante sin colmillos, como un centauro mutilado de sus dos patas traseras, como un ángel de alas rotas.

Al verlo tan alicaído Camilito Rúa le prometió que le iba a mandar a traer de la USA otra bicicleta Mongoose, igualita, ¡cuál igualita!, mejor. Con más gallos, con tenedor de carbono y amortiguadores, con frenos de disco, cuadro de silicio, que es el mismo material de las naves de la Nasa, que nada lo quiebra, con sillín aerodinámico y más plateada que la otra. Y se la había dar en una nada, tan pronto como coronara un negocio que ya estaba en vuelo.

Pero el negocio se le cayó, o lo cogieron, o lo sapiaron, el caso es que Camilito se tuvo que perder en un abrir y cerrar de ojos. Hasta los perros del DOC (Seguridad y Control) le allanaron la casa y se la dejaron patas arriba a la pobre Doña Rita.

Para mitigar el dolor de Toto, que deambulaba por ahí como un cadáver viviente, las peladas de la cuadra reunieron a la barra y organizaron un baile sorpresa con la gente de las Lomas y Manila, pro fondos para la cicla de Toto. Recaudaron la plata suficiente para comprar una cicla nacional nueva, tipo Láramo, o una de segunda de la USA. Le entregaron el billete contante y sonante, con la correspondiente repulsa de orgullo de él… Pero la sorpresa mayor se la llevaron ellas cuando pasaron los días y Toto nada que aparecía con la cicla. Cuando por fin lo arrinconaron y le pidieron que rindiera cuentas de la plata o de la cicla, el man, hosco y alzado, les contestó: “Me la robaron también”… ¡Qué va, se la sopló toda!, era lo que decían las peladas ofendidas. Y desde entonces le negaron hasta la mirada.

Pero aún en las peores desgracias y en los más terribles desengaños el show de la vida debe continuar. Días más tarde, cuando la cicla de Toto pasó a un segundo plano, yo tenía día libre en la escuela. Salí, con mi reloj en forma de robot, -a escondidas de mi mamá- a buscar amigos, pero todos estaban estudiando. Solo, jugando con el reloj ahora como avión de guerra; esquivando asteroides imaginarios entre los postes, en las rejas de las casas y entre la gente, erré por las calles sin destino para gastar la tarde.

Cansado de aburrirme solo, me acordé de las historias referidas por José David de las parejas de bachilleres del INEM, que iban justo a esas horas al parquecito del amor para comerse entre los matorrales. Pese a las advertencias de mi mamá de que el parque Astorga era aún zona roja, vetada para mi por la asidua presencia de viciosos, gamines y ladrones, se me despertó la curiosidad y me fui cual gato desobediente.

Tan pronto como vi una parejita chupando piña (dándose acalorados picos), ardiendo en deseo mientras se manoseaban, me monté en un árbol para gatearlos con más serenidad y evitar ser descubierto. La pareja se internó entre los matorrales más altos. Llegaron a un improvisado camastro hecho con cajas de cartón, sobre la yerba aplastada. Justo cuando se estaban empelotando y yo comenzaba a sentir una prístina erección, apareció un muchacho peli indio, que desde mi ubicación me daba la espalda. El tipo les peló una navaja patecabra. Los hizo arrinconarse mientras empacaba la ropa y los zapatos en las maletas. Al voltear, lo pude ver con más claridad y quedé atónito: Era Toto.

Me moví del susto y se quebró una rama. Toto levantó la cabeza y me vio con sus ojos rapaces, mientras la pareja gritaba que fuera a llamar a la policía. Toto y yo chocamos las miradas, me reconoció y me dijo: “Vean a este mariconcito dizque gateando… quedate ahí, quedate ahí”… y emprendió la subida por el barranco de matorrales hacia el árbol del que yo empecé a bajarme como alma que lleva el diablo.

Corrí con todas mis fuerzas, y como sentía que ya tenía a Toto encima, traté de acortar camino por la manga de Los Mesa. Me escondí detrás de una vaca que estaba echada, mientras Toto separaba la hierba alta con sus manos y me gritaba: “Fresco pelado, salga que no le voy a hacer nada… Tranquilo, que ahí partimos los dos”. Yo aproveché que el se había ido hacia la parte más tupida de maleza y corrí hacia el muro que lindaba con el palo de Caucho, al que ya había trepado tantas veces, que dominaba con memoria de primate.

Que no me vea, que no me vea, pensé mientras coronaba el árbol… No me vio, no me vio, me decía cuando emprendí la carrera hacia mi casa. Pero Toto si me vio, me cerró el paso en el alambrado de púas, a la entrada de aquel lote. Me apretó la garganta y me dijo: “Conque muy mironcito gran malparido… ahora vas a ver,- sacó la navaja…- a ver el reloj y los pisos ya”.

Muerto del susto, le entregué el reloj y le dije: “…pero Toto, mirá que los zapatos son pisahuevos de los baratos”… Pero sus oídos estaban cerrados, sus ojos estaban ciegos de ira, perdidos en el horizonte turbio de la locura, rodeados por oscuras ojeras, su cara estaba chupada y huesuda, su piel seca y manchada, marchita, sus dientes amarillos y desastillados, algunos quebrados por las caídas en la cicla y otros malpegados con pegaloca, donde se veía la línea verde del quiebre, con un tufo pestilente a banano podrido. Y sobretodo estaba tan sudoroso, tan tembloroso, que mejor me fui quitando los zapatos con el cuidado de quien coge una olla de agua hirviendo, no fuera a ser que en un movimiento brusco me clavara el puñal que punzaba mi estómago.

Cuando le di los zapatos, me dijo: “Y ahora vas a ver lo que te va a pasar si abrís la boca, sapito”… “No Toto, yo no le voy a decir nada a nadie”… fue lo único que alcancé a decir. “Claro que no le vas a decir a nadie”…


Continuará...


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