martes, 16 de febrero de 2010

TOTO (1)


Hay personas que nadie quiere recordar... como a Toto. Pero Toto Chalarca es de esos truhanes que se resisten al olvido. Así uno se resista.

Y precisamente la primera imagen que tengo de Toto es inolvidable. Empieza con un espectáculo que jamás había visto. Yo tenía 7 años y estaba recién trasteado a la calle 9, más conocida como "el Frito". Sentado en una esquina con mis nuevos amigos, escucho que alguien grita: "Miren ahí viene el ángel de la muerte". Los demás levantan sus cabezas hacia la avenida El Poblado, y es entonces cuando lo veo.

Un tipo flaco y desgarbado como de unos 16 años. Peli-indio. De camiseta negra con una craneo dibujado en el pecho y el bluyin roto en la rodilla. Baja a toda velocidad por la calle, desde la falda del Parque Lleras. Parado en el marco de una bicicleta plateada, marca Mongoose, va con las manos extendidas, como un equilibrista sobre la cuerda floja.

Cruza la avenida, segundos antes de que el semáforo cambie a rojo. Deja atrás los carros que por poco lo atropellan. Pasa zumbando como un mosquito frente a los conductores que lo insultan. “Ese es el angelito… Uffhhh!”, exclaman todos, exitados por el roce de la cicla con un carro que alcanzó a frenar en seco.

Sigue bajando, y cuanto más se acerca parece que aumentara la velocidad. Pero él sigue impávido en su angelito de alas extendidas.

Cruza el parque, y pasa frente a su casa. Allí, doña Rita, su abuela, tiene una pequeña tienda de comestibles viejos, duros y rancios. Al verlo cruzar por la ventana, Doña Rita; vieja blanca y gorda, canosa de pelo embombado, siempre en levantadora y arrastraderas, le grita: “Toto, Toto, mirá que te vas a matar”. Pero su nieto, terco como una mula, no mira hacia atrás.

La cicla pasa por la esquina donde estamos. Una ráfaga de viento nos roza, como la estela de un cometa. Deja atrás la casa de los Loaiza, de Los Tamayo, de los Uruburu y de Los Jaramillo, mientras yo me pregunto cómo es posible que el manubrio de la cicla siga de frente, con el asfalto lleno de baches.

Finalmente, pasa como una bala frente a la última casa de la cuadra. Toto saluda al viejo negro, macizo como una almadana, que se la pasa descalzo, soltando humo de tabaco en su mecedora. "¡Macana!", le grita Toto sin mirarlo, y el negro, que ostenta el mito de haber pegado todos los ladrillos de la iglesia de San José con su cuerpo de orangután, le pela los tres dientes que le quedan, y se ríe de aquel muchacho loco.

Sigue de largo por la manga de Los Mesa donde pastan tres vacas, y deja atrás el árbol de caucho donde jugamos como micos... hasta que Totó se enfrenta al inminente fin... el cierre de la calle en Astorga.

Todos, ya mirando para abajo, pensamos que Toto terminará estampado de bruces y se convertirá en un angelito de verdad. Pero él alcanza a sentarse y frena la cicla. Derrapa justo sobre el antejardín de la casa que lo aguarda como muro de contención y daña unas florecillas rosadas.

El jardinero molesto sale a pincharlo con su tridente para hojas secas mientras Macana aplaude. Toto mueve su cabeza para echarse el pelo hacia atrás, en un ademán pretencioso. Sabiéndose una estrella callejera, una rueda suelta, sube pedaleando su cicla, muy despacio: espera la adulación de los niños, el reproche de los adultos y la cantaleta de su abuela. Sube orgulloso, con el vértigo aún palpitándole en el pecho; con ganas de alargar la eternidad que su arrojo le dio en esta vida mortal.

Desde ese momento, como le pasó a todos cuando lo vieron por primera vez, quise ser como Toto. Y así duré hasta que ese “angelito” me robó mi más preciado regalo de cumpleaños.


Continuará…

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