lunes, 8 de febrero de 2010

Mi primer robo. Vol. 1

El primer lugar donde me robaron oficialmente fue en la escuela. En el Prekinder de la escuela pública Guillermo Echavarría Misas, para ser más preciso, y varias veces, para acabar de ajustar. Fueron hurtos menores a mi bolsita de los colores, pero tan sistemáticos y continuos, que terminaron por dejarme en los huesos; solo con un lápiz mochito, con el borrador rosado a ras de la latica que lo sostenía, y nada más. No exagero.

Hasta entonces, acostumbrado a ser el mayor de mis hermanos, en mi casa podía apoderarme de todo lo que me gustaba, al menos en teoría. Pero aquello no puede considerarse como un robo por dos razones:

Primero: El botín eran juguetes, comprados por mi papá y mi mamá o traídos por el niño Dios “para compartir entre los hermanitos”, por ende, parte del patrimonio familiar. Y segundo porque “Las sustracciones a este patrimonio mancomunado”, fue en ausencia o a espaldas de ellos, cuando estaban embelezados en otros juegos o cuando ya ni siquiera volteaban a mirar el juguete. Pero si esto lo consideramos un robo, huelga decir que fui tan mal ladrón, que desde aquel momento, lo único que puedo hacer en caso de un robo, es estar en el bando de los robados.

Nací y fui criado para ser robado. Así fue desde un principio y es más vergonzoso si se tiene en cuenta que comencé a asumir la oprobiosa cobardía del robado como a los 5 años, en mi propia casa, por voluntad propia, con mis 3 hermanos: Oscar, Marcela y Alejandra… todos menores que yo… dos de ellas mujeres… y para colmo, amedrentado incluso por Alejandra, que apenas si balbuceaba una que otra palabra.

Y es que cuando me pillaban infraganti con las manos en los juguetes suyos (incluso en los míos), bastaba con que alguno de ellos me levantara lo que tuviera a la mano para que yo, sumiso, le entregara lo que ostentaba.

Solo una vez opuse resistencia: la primera y la última. Mientras yo jugaba, Oscar no dudó en quitarme mi tren de latón (antes los juguetes eran de lata) y darme con él en la cabeza para quedárselo. Fue tanto el dolor y tan angustiante la sensación de un chichón en la cabeza, que preferí en lo sucesivo entregar lo que tenía y seguir intacto. ¡…Y claro que lloré¡, de forma escandalosa –como lo aconseja el instinto de conservación- para que mi madre dejara la telenovela y viniera rauda en mi auxilio. Pero cuando me preguntó que me pasó y yo le dije que Oscar me había pegado, conté con tan mala suerte que no había sangre que demostrara la agresión. Por el contrario, el sinvergüenza comenzó a mover la maquinita y a decir “chu-chu”; onomatopeya que enterneció a mi mamá hasta chocolatearle los ojos y olvidarse por completo de mi.

Tuve que dejar de berrear a la fuerza, ante las amenazas de mi mamá de encenderme a fuete si seguía así de mimado y fue entonces cuando le escuché una frase lapidaria, con tono salomónico de mamá, en la que me recordaba que aquel juguete era “para compartir con mis hermanitos”.

Gracias a la sabia e indiferente actitud de mi madre, comprendí que quien opone resistencia ante un robo, como mínimo se gana un golpe; que el consuelo (si es que uno se humilla mostrando fragilidad) tampoco basta para mitigar el dolor de la pérdida, ni del golpe; que hay que tragarse la indignación, ya que para el robado no hay oídos que quieran escuchar su llanto lastimero, mucho más cuando el ladrón tiene la ventaja del factor sorpresa, se lleva la admiración por su ingenioso “golpe”, o le sobra valor para escapar a toda costa en caso de que lo pillen, cosa que aumenta la admiración, incluso de la misma atemorizada víctima, ante cualquier manifestación de arrojo y osadía.

Como yo desde chiquito prefiero conservar mi salud antes que mi dignidad, en lo sucedáneo también dejé que mis hermanas me la montaran cada vez que quería obtener algo mío, sin mi permiso. Mientras Oscar simplemente tenía que marcar su posesión levantándome, con gesto de amenaza, cualquier objeto, Marcela desarrolló variadas técnicas del arañazo casero, hasta perfeccionar el más letal ataque: el arañazo chiquito, que se hace retorciendo el pellejo con las puntas de las uñas, cuya efecto no se ve de inmediato, pero deja un moradito de una semana y duele como el infierno. Mientras tanto, Alejandra, para adueñarse de lo que su capricho la antojara, lloraba como loca, aprovechándose por instinto de ser la bebita de la casa, y como buena discípula de Marcela, aprendió a morder y halar el pelo a muy temprana edad.

Con este Panorama, me vi cercado por mi propia sangre, inane antes sus ataques y enterrado por mis padres, que se limitaban a responder desinteresados a mis quejas, sin dejar de poner atención a lo que estuvieran haciendo. “Eres el mayor de la casa y debes dar ejemplo a tus hermanos menores”, decía mi madre, siguiendo los consejos de la revista enciclopédica Ser madres Hoy, que circulaba todos los martes con el Colombiano en tomos coleccionables. ¡Ah! y como olvidar el: “Usted ya está grandecito (esto me lo dijo mi papá a los 5 años) para que esté chillando por todo, usted es el mayor, sea berraco y hágase respetar. – recuerdo que aquellas palabras me insuflaron de valor y coraje, sentía que podía reclamar mi lugar de primogénito y darle un merecido a los usurpadores de mi posición y mis bienes, ya que contaba con la absoluta aprobación del rey del hogar, del macho alfa… “¡Pero cuidadito le toca siquiera un pelo a sus hermanos, que ahí si se las ve conmigo!”, terminaba por advertirme papá, mientras que yo, más confundido, no encontraba una manera clara y efectiva de hacer valer mi autoridad sin dar un golpe.

Tuve que aceptarlo. Mi incapacidad para la venganza, mi distracción permanente, mi falta de seguridad, mi pánico al conflicto, mi temprana ausencia de ingenio, mi cobardía al dolor, y mi falta de agallas, todo esa maraña junta, hicieron que me convirtiera en un personajillo timorato y retraído que aprendió a jugar solo consigo mismo. Me dediqué entonces al juego platónico de ver un tren en una caja de remedios para no entrar en disputa por el tren de verdad (en versión juguete) y a retirarme inmediatamente, abandonar la “caja-tren” y esconderme con urgencia, al advertir cualquier conato de bronca antes de que a alguno de mis hermanos, la emprendiera conmigo por el gusto de mostrar su hegemonía cavernaria.

Aquello resultó más saludable física y emocionalmente para mi... bueno, hasta que tuve que salir del encierro y “protección” que brindaba mi hogar y entrar al prekinder de una escuela pública… Allí conocería el verdadero delito, el primer asomo de crimen organizado con el que uno se topa en la vida, el robo asolapado donde se conoce el milagro pero no el santo, o mejor dicho, donde se padece el robo pero no se conoce al ladrón.

Continuará…

4 comentarios:

  1. Maravilloso... espero ansioso la próxima entrega.

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  2. acaso es este el mismo pacho que escribe y se lee?

    esta semana extrañé tu presencia e imaginé qué estarías haciendo en ése momento... la opción más fácil era: –corrigiendo guiones–: f a l l é

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  3. Perdón le robo unos segundos de su valioso tiempo para decirle que qué bueno, que me parece estar oyéndolo.

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  4. Muy bueno home pacho, me identifique bastante con eso de ser víctima de la hegemonía cavernaria.

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