martes, 8 de febrero de 2011

Puñalada Mansalvera


A ese muchacho yo ya lo había visto y me daba susto. Se mantiene pelando pecho, con la camisa colgada al hombro. Lleva una eternidad con una caja de chicles que no le compran ni por compasión. Las cajitas lucen descoloridas y si uno se atreve a comprar, la goma le sale blanda y caliente de tanto sol. A simple vista uno le calcula 16 años, pero como vive chupando una botella untada de sacol, puede ser más viejo o puede que no. Lo cierto es que más el sacol que inhala que los chicles que vende.

Y no vende mayor cosa porque en sus palabras arrastradas uno siente un tonito resentido, un reclamo para que le compren sus caramelos. Y no vende mayor cosa porque se la pasa en juegos de manos con otros gamines del parque.

Y si vende es porque la gente lo quiere despachar de una; le compran para no escuchar su tonito pendenciero, para no aguantar su presencia intimidante. Y si vende, tampoco es que le quede mucho; las ganancias las tira al pulso y a la suerte jugando a la monedita con sus compinches callejeros. Y si está de buenas ni modo, llena de nuevo la botella de sacol.

Hasta esa noche, yo pensaba que era una amenaza. Hasta que no lo vi llorando, yo lo veía como un adolescente hosco; con esa mirada turbia que delata malas intenciones, “ese man algo trama”; con el cuerpo ágil y bien torneado, propicio para el delito “ese man es capaz cascarlo a uno”; con esas mañas bruscas de los maltratados que andan buscando desquite, “ese man es capaz de hacerle el daño a uno”. Así lo veía yo: un peligro ambulante, buscando camorra al primero que evidencie un ápice de flaqueza, una bomba con la mecha prendida a punto de estallar. Lejos, muy lejos de esos gamines con los que se mantiene y que aún conservan la gracia de una niñez envejecida por el sacol, o la inofensiva estampa de delincuentes a escala.

Pero esa impresión acabó la noche del jueves. Estaba yo con mi novia en el Parque de El Poblado leyendo un fancine, un comic del ilustre caricaturista y amigo Joni B. La historieta se llama precisamente “Parque de El Poblado” y relata las aventuras un grupo de amigos que se reúnen en este lugar. El comic fue ganador de una de las becas de creación de la Alcaldía de Medellín y ahora, tras varios meses de trabajo, la publicación veía la luz, y Joni B. veía el billete cobrando 15 billetes de mil a sus amigos.

Debo confesar que compré un ejemplar porque ahí estaba yo pintado, y también el negocio de mi familia que queda en el sector. Llámelo acariciar el ego, la verdad es que me sentí muy feliz y muy honrado con que Joni B me hubiera puesto como el tendero malaclase que siempre he soñado y nunca podré ser. Pero a medida que avanzaba en la lectura mi novia me confesaba que la historia le parecía más bien floja, que faltaban muchos personajes ilustres de esa exótica fauna que se congrega en el Parque. “Con especímenes tan raros que habitan este parque, esa historia no cuenta es nada”, eso me dijo, justo cuando aquel temido muchacho se sentó frente a nosotros.

Nosotros estábamos acomodados en una banca del Parque, pero de espaldas a la gente y en un sitio más bien oscuro y solitario. De pronto, mi novia paró la lectura, un poco recelosa. Escrutó al muchacho de arriba para abajo con desconfianza. Mientras tanto, yo sentía la misma repelencia de siempre por él, y muy azarado, estaba a punto de proponer que nos fuéramos a otro lado. Era mejor evitar. Pero antes de que yo pudiera decir nada, aquel muchacho sin camisa, dejó la cajita de chicles a un lado de la jardinera donde se sentó, comenzó a agitar la mano y a llamar a los gritos a alguien.

Su llamado alborotó mi paranoia. Pensé que atraía a uno de sus compinches. Pero cuando presté atención, noté que estaba llamando era a un policía del CAI que hay en la parte de arriba del Parque. Ahí me di cuenta de que de su mano estaba manchada de sangre.

Sin que se le notaran muchas ganas de abandonar su confortable puesto, el policía aún dudaba en acercarse hasta que el muchacho, ya desesperado le gritó: “¡Venga pues hombre, no ve que me pegaron una puñalada!”

Ahí sí corrió el policía y el resonar de sus lamentos atrajo a los pocos curiosos que se dignaron a venir. Alrededor, la gente prefirió conservar la distancia; se les notaba a leguas esa actitud impasible de “yo no tengo velas en ese entierro”, de “ese muerto no cargo yo, que lo cargue el que lo mató”, esa creencia de que acercarse a esa gente es contagiarse de problemas. ¡Y pa´ que!

En realidad, al muchacho sólo nos acercamos un reducido grupejo. Mi novia y yo porque era inevitable. Un estudiante de medicina de unos 20 años, que llegó con cerveza en mano, le echó una ojeada al muchacho, y sin tocarlo propuso, muy antiséptico él, que le levantaran la pierna. Cuando la presión de la miradas le exigieron que cumpliera su juramento hipocrático, el muy hipócrita apenas le quitó los zapatos con la punta de sus dedos como si el muchacho estuviera untado de mierda.

Afortunadamente, entre la caterva de inútiles apareció una chica. En un arrojo de valor, y más por voluntad que por conocimiento, siguió las atropelladas indicaciones de los demás; le quitó el pantalón para identificar donde estaba la herida. Fue ella, quien hizo lo que el futuro médico debía; buscó y localizó la herida de puñal detrás del muslo. Y con determinación detuvo la hemorragia, aplicándole un tornique con la camisa del muchacho.

Mientras la chica hizo el trabajo sucio, el policía veía con morbo el charco marrón y preguntó con insistencia pero sin mucho interés: ¿quien le había pegado la puñalada? Parecía más interesado en dar con el paradero del agresor que evitar que la víctima se desangrara. Precisamente, un señor de edad, flaco y de gafas, le exigió al policía que llamara refuerzos para llevarlo urgente al hospital, ya que temía lo que todos, que la puñalada le hubiera tocado la vena aorta.

Mientras esperaba los refuerzos, el policía siguió su interrogatorio. A ver qué le sacaba al herido. Entonces supimos su agresor era “un amigo” de su combo callejero. Para más señas iba vestido con una camisa amarilla. El motivo no lo quiso revelar, sólo dijo que luego de un alegato, el otro esperó que le diera la espalda… Se le fue por detrás, aprovechó para asestarle una puñalada en la parte de atrás del muslo izquierdo, y salió disparado de la escena. En cuanto a lo demás, el muchacho cambió las respuestas por lamentos.

A simple vista, esta no era más que una situación vulgar, una riña callejera en un país donde la muerte anda como Pedro por su casa y ya nada parece tan grave. A simple vista yo habría podido dejar que mi indiferencia siguiera de largo. Ni siquiera me hubiera dignado a gastar “mi valioso tiempo” en escribir esto; una historia igual de anodina que la historia del comic que estaba leyendo en aquel momento, y que contaba sobre la noche en que un man se le chupó la novia a un amigo en un baño.

Yo podría haber pensado esto y más, salvo por un pequeño detalle. Cuando la herida estaba goteando sangre y la buena samaritana le hizo el torniquete, ahí el muchacho vio el diablo y comenzó a llorar. En ese momento yo podría haber pensado:

¡Bien merecido se lo tiene… eso le pasa por andar por ahí todo pendenciero, todo gallito, amedrentando a la gente de bien… con que muy bravo… muy bueno que le haya pasado eso a ver si aprende… y que le sirva de advertencia, o se compone o así lo destierran de este parque y de esta vida”.

Eso es lo que hubiera sugerido mi resentimiento innato, mi temor a él, mi ignorancia. Pero sus lágrimas no me dejaron pensar, por el contrario, me estremecieron a tal punto que sólo sentí una sincera compasión. Allí, frente a mi, ya no estaba más el muchacho delincuente y atemorizante, no vi más al resentido buscapleitos, no había ni siquiera un adolescente bien formado capaz de todo, sólo había un niño asustado, que lloraba inconsolable, clamando por su mamá… pidiendo auxilio a un policía negligente, llamando la atención de gente sorda y ciega que no quería saber nada de él.

Entonces mi temor, mi desconfianza desapareció con un soplido y vi a un niño vulnerable, solo y descarriado… podría ser un criminal, tal vez. Su puñalada no era gratuita y algo había hecho para ganársela, quizás. Con esto no iba a cambiar en nada su temperamento punzante y afilado, seguramente. Tras esta agresión se iba a volver más resentido y algún día podría cogerme de quieto y hacerme daño por robarme cualquier chichigua para vicio, a lo mejor… pero nada de esto quitaba una verdad contundente, que me conmovió y no se puede borrar: frente a mi estaba un niño, un niño que lloraba, pedía ayuda y estaba solo.

Es verdad, puede que al tratarlos como niños uno no logre hacer nada, que sigan por la senda de la delincuencia y el vicio, pero aún así, si vemos al niño tras el criminal, si no se damos la espalda en esta edad, al menos uno tendrá la esperanza de pensar que no van a ser peores, o en el peor de los casos, uno sentirá el consuelo de que hizo algo.

Yo creo que si ellos se comportan con aspereza es porque eso mismo han recibido, que si son altaneros y bruscos es porque imitan la violencia que los arrojó y los recibió en la calle, y que no vamos a llegar a nada si uno sigue tratándolos peor que cucarachas porque están sucios, y despreciándolos por su vicio; como si uno que supuestamente está mejor, pudiera eximirse se tener algún vicio.

Viene a colación una frase de oro de mi mamá, que me dijo precisamente cuando era niño y aunque muchas veces se me olvide, rige mi vida:

“Al que te pague con maltrato, respondele con educación”. Y nada más cierto. No hay nada ni nadie que un buen trato no desarme. No cuesta nada y si te va de la peor manera posible, el otro por muy fanático e irracional que sea, sabrá, sentirá, que está obrando mal así haga daño. Ese es el triunfo que nos puede liberar de los resentimientos, y que vence el egoísmo que nos acorrala con miedo y repelencia hacia los demás: la consideración del otro. Esa es la llave que nos hacer ver de nuevo el mundo con la misma candidez e inocencia con que ven los niños, estén donde estén, así vivan en la calle.

¡Pero que va! Piensa uno todo esto, mientras está conmovido por la sangre escandalosa, mientras la muerte que ronda nos acecha. Pero de nada sirve porque muy fácil se olvida. Tan pronto como la patrulla se llevó al muchacho, todos volvieron a su cerveza de “juernes” por la noche, espantando su recuerdo como a moscas zumbadoras. Pregonando a los cuatro vientos que hay sacar a esa gentuza que se está cagando el parque.

Y así mismo, uno termina buscando un lugar más concurrido y luminoso; clavando el ojo en la revista con la novia, evadiendo la mirada al primer asomo de otro niño callejero. Respondiendo con cuatro piedras en la mano a su insistencia. Y otra vez, como si nada hubiera visto, como si nada hubiera pasado, se vuelve uno a llenar de mocos y de miedo, y contesta a una súplica con una puñalada mansalvera, más sanguinaria aún, cuando solo te pide que le levantes la cara, que lo mires a los ojos y lo trates como un niño.

2 comentarios:

  1. Vos tenés una forma de narrar muy exitosa. Otro de esos textos suyos que dan en el clavo. Además el tema es conmovedor, y mucho más cuando uno sabe que no hay nada por hacer y que uno a la vez es parte del problema.
    Saludos hombre.

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  2. está muy bueno el escrito y deacuerdo con c.

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