miércoles, 23 de febrero de 2011

Hágalo usted mismo

Gobelino: Amplio tapete tejido, decorado con diversos motivos, usado para colgar en las paredes a forma de cuadro.

Primero está la pared; recién pintada, color blanco hueso… “amarillenta, curtida como los dientes del pintor”, para los que no sabemos de los caprichos del color. El pintor de brocha gorda, con un pucho de Pielroja en la boca, entrega su lienzo a mi padre, luego de darle la segunda mano.

-Pero… ¿Y ese parche?- Reclama mi padre, al recibir el trabajo, receloso a desenfundar el pago.

-Es la pintura mi Don… está fresca, pero en un rato asienta.- responde el pintor mientras pule la mancha con la uña del pulgar.

Mi papá le cree y le paga. El “maestro” se va a beber la plata ganada a pulso, a cambiar cada brochazo por copas de aguardiente. Al fondo queda la pared con ese parche mojado… “con ese lunar, blanco hueso oscuro, como diente cariado”, para los que no sabemos de las sutilizas de los contrastes.

La fragancia a pintura, fuerte, penetrante, química, deliciosa, impregna la habitación de noche. Aquel perfume sintético nos hostiga, emborracha y envuelve en ese cuarto donde dormimos los cuatro hijos del hogar. Todos pequeñajos.

Marcela de 8 años y Alejandra de 5; juntas las damiselas duermen en una misma cama; decorada en su cabecera con calcomanías rosadas. Los figurines de Hello Kitty, espolvoreados de mirella, rodean un pequeño cuadro de plástico color crema, con el rostro de una virgen niña, en relieve.

Al frente, pegados a la perfumada pared, el Gordo, mellizo de Marcela, y yo, apenas dos años mayor, dormimos en la otra cama a la par. También pegado a la cabecera hay un pequeño cuadro de un niño cabezón, arrodillado, con sus manos entrelazadas orando al ángel de la guarda; con los pantaloncitos a medio caer, que sugieren la pícara y tierna rayita del trasero, también en relieve.

Es como si ambos cuadros hubieran venido a propósito con las camas gemelas. Como si el vendedor de muebles le hubiera dicho a mi mamá: “Usted tiene cara de devota mi Doña… ¡Cómo va dejar a sus hijos en la noche expuestos a tantas acechanzas, y sin ningún amparo protector!”; o tal vez, como si algún vendedor callejero le hubiera metido el cuento y los cuadro por partida doble.

Sea lo que sea, así son nuestras camas. Camas que compartimos niños y niñas por separado, pero juntos en la misma habitación… y así será hasta el albor de la pubertad.

El costado de la cama que linda con la pared recién pintada es dominio del Gordo, reclamado desde siempre a fuerza de intimidación (jalones de pelo y otros empellones)… y a razón de calores.

Por su robusta constitución, el Gordo sufre de calores, duerme sin cobija, acaso una ligera sábana en las gélidas noches. El resto, pega a la pared su cuerpo de manatí para impregnarse de la frescura de la tapia. Se voltea cada tanto, como pollo en asador, para embadurnar de frío su adiposa envoltura. Así se la pasa cada noche, entre sofocos y resoplidos, vueltas y más vueltas, durmiendo en los intervalos que aplaca su exigente calor… Y eso que tan solo tiene 8 años.

De tanta adherencia, la piel sudorosa deja impresa una sombra de grasa en la pared. Razón por la que la mi papá llama al pintor cada seis meses. Se puede decir que la pared es al gordo, lo que la raída sábana es para Marcela que aún chupa dedo a estas alturas; como Liborio, el afelpado oso de Aleja, imprescindible compañero de sueños; como el abismo que hay entre la cama y el suelo, donde yo cuelgo el pie para cultivar calambres. Y no sólo eso, aquella pared ha terminado por volverse para el Gordo su Caverna de Altamira, donde inscribe, a su modo, pinturas rupestres. Aunque no son propiamente pinturas lo que el Gordo exhibe, son más bien ensayos de firmas, decenas de firmas: rupestres, eso sí.

Además de frotar su cuerpo contra cualquier superficie fría, esto incluye el piso, la nevera y algunos objetos de metal, el Gordo ha desarrollado la manía de hacer miles de versiones de su firma. “Oscar Darío Saldarriaga Gómez”, una y otra vez hasta la locura. Con su impronta llena cuadernos y como no hay cuaderno capaz de contener tal obsesión, estampa la firma en diferentes sitios de la casa: en el tanque del retrete, en el poyo de la cocina, en los baldosines del patio, en una matera, debajo de los escritorios al lado de chicles y mocos, encima de los chifonieres, en fin. Interminable sería el inventario.

Lo único claro es que el Gordo practica su firma; su bancaria, como dice mi papá, porque ha confesado que cuando sea grande quiere ser un acaudalado “Notario Público”. Un notario, y todo se debe a que alguna vez acompañó a mi papá en cualquier diligencia, y fue entonces cuando el Gordo vislumbró su futuro.

Allí estaba, al frente suyo, un tipo Gordo como él, como él podría ser años más tarde, sentado en una poltrona. Detrás de un enorme escritorio, con una jarra de agua helada, ganándose la plata sentado, haciendo sólo una cosa: estampar la firma a todo el que viniera con un recibo de pago.

¡Ay, pensó el Gordo, es el mejor trabajo del mundo!, y desde entonces, alimentó ese sueño facilista y perezoso. Comenzó a garabatear la bancaria, a prepararse para aquel glorioso día en la que él estaría detrás de otro inmenso escritorio. Con una jarra de coca cola dietética con hielo, bien fría, porque al Gordo prefiere la melaza de esa gaseosa que la normal que es tan dulce. Por eso, por abusar de las tajadas plátano maduro que chorrean grasa y por repetir bandeja paisa en el almuerzo es que el Gordo está como está. Y por supuesto, también aquella pared que linda con nuestra cama, es la muralla entre sus ilusiones y sus sueños, es el reflejo fehaciente de sus aspiraciones trazadas a tinta de lapicero.

De nada le han valido al Gordo las advertencias inocuas de nuestro padre… y mucho menos le han servido a Papá. Por el contrario, ante más amenazas de que aparece otro rayón y le llueve rejo ventiado, el Gordo responde con más planas de firmas… Y hay que abonarle que en eso sí, el Gordo es más persistente que el viejo y su rejo, quien vencido termina por echarle en cara que “la pared y la muralla son el papel del canalla”, eso como pañitos de agua tibia que a la postre no alcanzan ni para el caldo.

Sin embargo, luego de la última pintada, aquel santuario del Gordo, no es el mismo. Pasaron los días, y el parche no secó y la mancha se acentuó. La pared se volvió más húmeda, tanto mejor para los calores del Gordo, pensó él. Pero conforme la humedad de aquel retazo se expandió, contagió de un frío seco al Gordo adherido y cayó enfermo.

Con el pasar de los días, ese frío se convirtió en gripa, luego en una tos de perro viejo y finalmente en principios de una pulmonía ronca y quejumbrosa que ya no dejaba dormir era a nadie en la casa. Y peor aún, con la amenaza de convertirse en una peste de neumonía o una tuberculosis para los tres que dormíamos allí, y en especial para mi, condenado a seguir al lado del infeccioso Gordo, padeciendo con estoicismo que me tosiera detrás de la oreja toda la bendita noche, a falta de más espacio.

Tal y como está pintado todo, parecen años de pobreza, hacinamiento y privaciones… y así era, pero para nosotros, eran años de fraternidad, unión y recogimiento. O al menos así tocaba asumirlo.

El caso es que cuando el médico da su dictamen, mi padre no tiene más opción que reacomodar el cuarto; esto es, mandarme a dormir a una colchoneta cerca de las niñas y trasladar al Gordo con cama y todo al cuarto de mis padres, eso sí, bien lejos de aquella peligrosa pared.

No contento con esta solución, mi padre corrió a la cantina y se trajo de una oreja al pintor para que le respondiera por la garantía. Pero el Maestro le salió adelante y le contestó que aquel asunto no era de su incumbencia, ya que el perjuicio se lo estaba haciendo otro.

-Yo le hice bien lo mío, el problema es la humedad que le está pegando el vecino… Si quiere yo le raspo y le resano, pero nada hacemos porque le vuelve a picar la humedad por otro lado… Lo que hay que hacer es coger la madre, desde la fuente.

Esta misma propuesta fue la que llevó mi padre a la casa vecina, donde funcionaba un laboratorio de revelado fotográfico. Pero el dueño nunca estaba, o no aparecía o no quería salir a darle la cara a ese Gordo irritado, calvo y barbado, pelirrojo y bermejo; con la camisa abierta hasta la prominente barriga, y que lo requería para que “le respondiera por un perjuicio que le estaba causando”.

Nunca apareció el tipo, y el empleado menos le pudo dar razón, ni la primera, ni la segunda, ni la visita veintipico que le hizo mi viejo al otro viejo para resolver la cuestión. Lo único que logró Papá, y eso en la primera visita, cuando no le conocían las mañas ni el mal genio, fue que lo dejaran entrar.

Allí constató que nuestro cuarto lindaba con un cuarto oscuro, donde se revelaba papel fotográfico y se dio cuenta de que los líquidos químicos que allí se desechaban se estaban filtrando por la pared provocando la extraña y terrible mancha fría en nuestro cuarto. Mi papá había llegado a la madre de la humedad, pero aparte de reconocerla, no pudo hacer nada.

La única razón que le dio el sonso dependiente del laboratorio fue una razón que le dejó su patrón, para salir de mi papá en un santiamén.

-Dígale que plata no hay, que bien pueda, que traiga el maestro de obra, o hágalo usted mismo, pero eso sí, tiene que dejar las cosas como estaban.

-… ah, cómo estaban: entonces ¡Húmedas!- le contestó mi papá furibundo, se fue refunfuñando… y como siempre, con la promesa de que iban a saber de él.

Mientras mi papá iba y venía reclamándole al vecino que diera la cara, el Gordo luchaba contra la fiebre. A medida que pasaban los días el Gordo sudaba kilos, literalmente. Si antes sufría de calores, ahora sí que era un horno viviente, que de repente pasaba a escalofríos trémulos que lo dejaban exhausto, rendido y fundido; aquellos cambios abruptos de clima corporal le absorbían la poca energía vital que le quedaba.

De pronto se tornaba rojo acalorado, pasaba por el verde mareo al azul álgido, luego del blanco pálido al amarillo nausea, al morado entumecido y finalmente le volvía el color trigueño a ratos, después de la sopa de pollo, pero no le duraba mucho porque la calentura de la sopa le subía de nuevo el rojo acalorado y el pobre Gordo, ahora con las carnes flácidas y escurridas volvía a tornasolarse del preocupante arcoíris de su enfermedad. Y toda esta mórbida aurora boreal contenida en el cuerpo de mi hermano, ocurría en el cuarto de mis padres.

Mientras tanto, al otro lado, la pared reflejaba todos los cambios de anímicos de mi hermano, como si existiese una conexión íntima, misteriosa y enigmática. Como si se tratara del retrato de Dorian Gray, la mancha fue apoderándose de aquel muro, paulatinamente, conforme el Gordo era invadido y sometido por la enfermedad. Primero la humedad dejó aquel color ocre y se fue inclinando hacia un tono verdoso, que a su vez se extendió en ramificaciones caprichosas y quebradizas como los ríos de un mapa. Como venas enfermizas la mancha fue trazando un camino hasta las firmas, devorándolas, borrándolas en su inclemente avance. Luego, cuarteó la pintura seca, de la que empezaron a emanar pequeñas gotas de sudor, a la par que el gordo exudaba en medio de convulsiones y delirios febriles, mientras su cuerpo luchaba contra la virosis que se retorcía en su carnoso cuerpo.

Al cabo de unos días, como si fuera un organismo vivo, la pared parecía transpirar y segregar viscosos líquidos, al igual que mi hermano, enjuagado en sus humores batallaba por su vida. Pronto aquellas segregaciones blancas y glutinosas, se convirtieron en pequeñas esporas blancas; éstas incubaron ampollas en la pintura, que estallaban en medio del sopor de la noche, ablandaban y desmoronaban trozos de tapia, y esparcían el polen de la mórbida humedad a otros rincones del cuarto, extendiendo sus dominios hacia el techo. Así el Gordo y la pared parecían uno solo, en aquellos días en que ambos, corrían el mismo riesgo de desplomarse, de sucumbir al derrumbamiento por igual.

Y así, transcurrieron varios días más, entre la zozobra y la incertidumbre; días en que no dábamos un peso por la salud del Gordo ni por la estabilidad de la pared, días en los que impotentes y frustrados esperábamos la caída de uno o del otro, ¡cual primero! Hasta que justo cuando todo parecía perdido, el Gordo recobró su acostumbrado apetito, y pidió una Coca Cola y un lapicero, para el alivio de todos.

Mi madre atribuyó la mejoría de nuestro hermano a los medicamentos naturistas: a las infusiones de caléndula, a la boñiga fresca que le embutió con leche en uno de sus delirios, a los baños con juagadura de cualquiercosa y demás cuidados esmerados que le prodigó. Mientras que nosotros, los hijos, creímos que nuestras plegarias fueron por fin atendidas. Yo le di gracias infinitas al ángel de la guarda de la cabecera de mi cama, al que rezaba en silencio pidiéndole que el Gordo retornara sano y salvo a nuestra cama, así me fuera a toser detrás de la oreja toda la santa noche. Por su parte, mis hermanas exaltaban como curación milagrosa, a los rosarios secretos al cuadro de su virgen niña. Papá por el contrario, siempre tan simplista, concluyó que fue la constitución del Gordo, sus generosas carnes, ricas en lípidos, la que permitió que soportara los embates de tan cruel y agresivo padecimiento.

Con el Gordo aliviado, rayando paredes a diestra y siniestra, y hasta con mi papá alcahueteándole esa ociosidad, y dándole coca cola dietética… “para que se reponga el niño”, las cosas fueron retornando a su normalidad. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de la pared, que no corrió la misma suerte.

Una semana después de que el Gordo se hubo restablecido, mi papá ya harto de que aquella pared hubiera puesto en la cuerda floja a su adorado hijo, no aguantó más, y se fue lanza en ristre contra el vecino perjudicador, a sacarse el clavo.

-Dejá las cosas mejor así… no te vas a meter en la grande por andar de alzado… mirá que es mejor evitar… no le echés más leña al fuego… Mirá que ahora levantamos a Oscar de la cama y vamos a seguir con vos por andar de buscapleitos…

En fin, qué no le dijo mi mamá a mi papá para evitar que aquel problema no tomara dimensiones bíblicas. Hasta le mostró una plata que tenía ahorrada para que nosotros pagáramos el arreglo con un maestro de obra de esos caros, que garantizan el trabajo. Pero el viejo, terco, testarudo a más no poder, no cedió y se marchó a buscar camorra, a reclamar lo que por derecho le correspondía exigir.

Así de envalentonado salió… Y pasó una hora y otra, y otra y otra más, y nada que el viejo volvía. Eso nos preocupó a todos. No valió el rosario triple que mi mamá nos hizo rezar, arrodillados, ante la cabecera de la cama de mis hermanas, que ya era casi un altar de Hello Kity más que de la virgen. Así que mi mamá me mandó a buscarlo.

Siguiendo sus instrucciones fui y toqué la puerta del laboratorio fotográfico. Con pelos y señales pregunté si había ido un señor de tal y cual estampa “por lo de la humedad”. Allí un viejo flaco, alto y canoso, me dijo:

-Claro que su papá estuvo aquí… vino todo alebrestado a reclamar… dizque por culpa de la humedad mía uno de los hijos casi se le muere… lo cree a uno güevón, como si la gente se muriera de eso… ¿Fue usted el que se enfermó?...

-No señor, fue mi hermanito y es verdad, casi se muere….

- Como sea, me dijo que arreglaba esa pared de aquí a mañana o iba a saber quién era él… Yo le dije que la casa no es mía, que cualquier reforma la tiene que hacer el dueño y como el dueño no aparece, yo no puedo hacer nada…

- Y entonces que le digo a mi mamá…

- Yo que voy a saber, yo traté de hacerlo entrar en razón, pero ese señor se fue de aquí amenazando, prometiendo bala…

Entonces me cerró la puerta y me devolví para mi casa con la razón.

Cayó la noche y mi papá nada que aparecía. Mi mamá me mando otra vez a dar una vuelta por la cantina de la esquina… preocupada porque Papá fuera a hacer una locura de borracho indignado. No lo encontré, pero en su lugar estaba el pintor, ya copetón. Me preguntó como seguía el asunto aquel del muro y yo aproveché y le solté todo el rollo.

-…¡Cómo que el Gordito casi se muere!, no charle con eso pelao… ¿en serio?…- exclamó asombrado el pintor.

-En serio.

-¿En serio? ¿El gordito, el hermanito suyo, el que va a ser notario…?- No lo podía creer.

-Si señor,- le respondí molestó de tanta reafirmación.

- No puede ser home, con lo bien que me cae el chanchito, y con el trabajo que me da… ¿Pero ya está bien, está recuperado, de pelea?

-Si, señor.

- Uy pelao, y todo por esa humedad… que vaina home…

Cansado del tufo de borracho, y de advertir que fue un error entablar conversa con aquel pintorcete, di media vuelta para volver a la casa. Fue en esas cuando el pintor me dijo:

-Sabe que pelao, dígale a su papá que mañana mismo voy a organizarle esa pared de mierda… que yo le cojo esa humedad de cuenta mía, de cortesía; no vaya a ser que alguno de ustedes se vuelva a enfermar, como se les quiere y se les estima en este barrio… … ah, y me le da saludes al Notario. Que me alegra mucho que ya esté recuperao.

Y yo que llego a mi casa a dar la buena nueva, y mi papá que aparece. Se baja de un taxi más traguiado que el pintor. Y yo que voy a contarle la noticia, pero él no me deja hablar. Lleva un rollo de tela largo bajo la axila. Ante mi insistencia, me manda a callar, me dice que después le cuento.

Cuando entra a la casa, levanta a toda la familia con su alharaca, tambalea por el pasillo hasta nuestro cuarto, haciendo oídos sordos a la cantaleta de mi mamá, anunciando que ya tiene la solución para que esa pared no siga jodiendo más.

-Ya que el vecino hijueputa ese no quiere responder, mire lo que vamos a hacer para tapar esa humedad.

Entonces mi papá extiende un amplio gobelino con la estampa de un par tigres de bengala, en medio de una noche de luna llena, al acecho entre juncos de guaduales.

Aún tambaleante, procede a pegar cuatro clavos, en el intento se pega un par de machucones, hasta que cuelga el largo tapete sobre la pared, y satisfecho pontifica:

-¡Adiós humedad!

Como el pintor sólo hizo promesas de borracho, ese tapete duró ahí lo que quiera, casi hasta nuestra pubertad, cuando los niños y las niñas comenzamos a reclamar camas individuales y propias, cuando los niños con la cara barrosa y bigote lulero, y las niñas, despuntando limoncillos prietos en sus pechos, exigimos a papá espacios personales y más intimidad.

Ese gobelino, ocultó durante unos cuantos años la humedad que devoró a escondidas casi toda la pared. La misma humedad que nos arrinconó a un extremo de aquella estrecha y apretada pieza; que hizo una purulenta llaga en la tapia, y terminó incubar un nido de cucarachas que después nos obligó a salir de esa casa.

Porque si hubiera sido por mi papá… ¡Hmmm! Ahí seguiríamos todavía, durmiendo en ese frío seco de la pared que nos hizo contraer una eterna tos, bajo la custodia de tigres de bengala.

2 comentarios:

  1. Brutal. Un día de estos deberíamos coger varias de estas historias y pegarles una edición, para mandarlo a ese concurso de la cámara de comercio, que me parece que tienen mucha posibilidad de ganar. Y son como 14 millones de pesos más la publicada, nada se pierde, sólo el valor de las impresiones. Suerte.

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  2. está muy bueno, y como conozco a toda la familia y conocí también a tu papá, oigo las voces y todo. Me imagino a Oscar chiquito, enfermo, diciendo que va a ser notario. Qué nota de historia. Y sí, lo que dice X. deberías hacer el esfuercito y mandar eso a un concurso.

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