domingo, 16 de mayo de 2010

Buenos modales, glamour y etiqueta


Según los cánones de buena conducta revelar confidencias es una muestra de mala educación. Así que voy a ser mal educado. No sólo porque voy a contar un secreto que debería callar, sino porque, a riesgo de parecer un gamberro, tengo que confesar que a mi me gustan las catanas.

Así es. Me gustan las mujeres mujeres, las mujeronas, las maduritas. Y si tienen estilo, clase, sofisticación, me gustan más. Como esa señora que escribía la columna de buenos modales, glamour y etiqueta.

Por aquellos días yo trabajaba como reportero en un periódico alternativo. Cansado de la frivolidad de la televisión, ingresé en las filas del periodismo escrito; en el semanario de un barrio estrato alto. Pensé que trabajar allí era el año sabático ideal; no tenía el mismo ritmo vertiginoso de los diarios, podía disciplinarme, afilarme como escritor, y como debía escribir de todo, podía callejear y conocer hasta el perro y el gato todos los días.

Mi labor se enfocaba en cubrir las quejas y reclamos de la gente sobre huecos y los tacos viales, daños de tuberías, problemas de convivencia entre vecinos, y de vecinos contra discotecas ruidosas en zonas rosas, reclamos de comerciantes por restricciones del alcalde de turno, la eterna queja de rancias ricachonas sobre la proliferación de gamines y vendedores ambulantes y su consabida exigencia de que los saquen de allí, para que no sigan ensuciando el paisaje con su “indeseable” presencia.

Mi itinerario incluía las versiones oficiales de funcionarios del municipio sobre valorizaciones y pagos de impuestos, perfiles de gente prominente, semblanza de exitosos ejecutivos y artistas, de ejecutivos artistas y de artistas ejecutivos, que no es lo mismo; un poco de crónica social por aquí, reuniones de club por allí, inauguraciones de nuevos almacenes de ropa y otros cócteles. Agenda cultural. Cartelera de cine. En fin, temas de interés para gente de aquel exclusivo sector. De todo como en botica.

Cumpliendo esta penosa labor, de una manera no muy entusiasta, pero si relajada, conocí a la señora. En realidad no la conocí nunca. Sólo aparecía por el periódico los jueves, como a eso de las 11 de la mañana. Era una mujer blanca, delgada, que ya rozaba los 50.

De nariz respingada natural, de pómulos marcados y facciones angulosas. Llevaba el cabello corto, muy negro y brillante, de señora que va al salón de belleza, pero con un corte muy moderno, afrancesado.

Su maquillaje era minimalista, con un poco de rubor suavemente esparcido, leves brochazos de pestañilla, muy sutil, y sus labios finamente delineados por labial rojo, en todo caso muy elegante.

Aunque ya era abuela de nietos muy pequeños, su piel conservaba la lozanía que tenía cuando fue una muchacha soltera. Estaba muy bien conservada. Tanto, que nos estimulaba a hacer cábalas sobre si era más bella cuando era una tierna jovenzuela o si había ganado más belleza con el porte de la madurez. Yo al igual que el diagramador del periódico, compartíamos la opinión de que si fue bella de manceba, ahora lo era mucho más, y todo se debía al carácter que da experiencia, a la sofisticación que siembran los años en las mujeres criadas para ser hermosas.

Pero no solo era su rostro, cuando pasaba hacia la oficina del director del periódico, su gran amigo, dejaba ver su mayor gracia. Su andar de pasos lentos y seguros, indiferente; empotrada en tacones lejanos que realzaban su derrier, su cintura delgada y la curva de sus caderas; su firmeza de columna, su cuello estirado, sus senos precisos, preciosos, su porte y su figura como una yegua de raza fina, de pura sangre.

No pasaba jueves sin que el diagramador, la esperara con ansias y anunciara: llegó la doña. Entonces todos suspendíamos el trabajo, o nos hacíamos los bobos, para sacar la cabeza del cubículo disimuladamente pero con un visaje de perro que vela.

Cada semana pasaba delicadamente empacada en trajes de corte francés , avangard y diseñador exclusivo; con llamativas telas y diseños de vanguardia. Siempre envuelta en faldas ceñidas a su talle de ejecutiva moderna, que mostraban sus lindas y sensuales piernas. Siempre ataviada de accesorios brillantes y costosos; una declaración de que provenía de la alcurnia, de familia, de rancio abolengo, de clase alta y adinerada.

Pero eso no le restaba méritos, por el contrario, despertaba envidia, respeto y sumisión en la recepcionista del periódico, idolatría en el hermano gay del director, que ocupaba el puesto de director comercial, y admiración en el diagramador, el fotógrafo y en los dos reporteros que éramos la planta del periódico. Sin embargo, no causaba la misma sensación en todos.

El editor, como buen editor, le criticaba que en todos en los años en que llevaba en el periódico, esa señora nunca se había dignado a saludar a nadie más que a la recepcionista, y eso porque le tocaba, y claro, al director y a su hermano, por supuesto.

"Además entra como sale, ni se despide la muy guarra, y eso que es la columnista de buenos modales. No hay que negar que es bonita la doña, pero yo tengo un serio problema con la gente maleducada y es que, por muy hermosa que sea, no tardo urgar hasta que le afloran los defectos", argumentaba el editor.

Para él aquella señora no era más que una ricachona superficial y caprichosa que había obtenido todo lo que quería en la vida sin esfuerzo ni dedicación, solo por su figura, “su postura y su impostura”. Se había estilizado en aparentar una falsa conmiseración al trato con la gente que consideraba miserable o desafortunada, más poquita cosa que ella, que era casi todo el mundo, anotaba el editor.

Tampoco le parecía inteligente; "...en el mundillo en el que vive, pletórica de oportunidades y relaciones de alto turmequé, con el acceso que tiene al arte y la cultura, rodeada de artistas, de hombres sensibles y geniales, ilustres en poder y pensamiento, que se codean con las clases altas o pertenecen a ella, a esta señora no se la había pegado nada"… Según el editor, todo le resbala como a la primera dama.

Cuando decía Primera Dama se refería con cinismo al cuento de Augusto Monterroso que trata sobre aquella primera dama presidencial, que visita a unos pobres desposeídos, pero solo le interesa mostrar sus dotes de poetiza, declamando un mal poema de su autoría. Mientras recita, la Primera Dama piensa que aquel altruista recital es un regalo invaluable para esos miserables y desafortunados que la escuchan. Y ay de aquel mal agradecido que no piense lo mismo que proclama su egoísmo lírico…

Así era esa señora para el editor. Y por eso mismo, había dedicado una porción del pastel de manzana que era su valioso tiempo, a escribir consejos de buenos modales, protocolo, glamour y etiqueta a la gente del común. “De alguna forma debo agradecerle a la divina providencia los privilegios con que me ha premiado y retribuirlo a esas pobres gente del vulgo”, así debe pensar esa señora en sus meditaciones más profundas y desinteresadas, decía el editor, para asestarle su estocada final. Viscerales comentarios, clavados con el contundente estilete de un ironista.

Convencidos por estas palabras, el fotógrafo y el otro reportero se ponían del lado del editor, pero el diagramador y yo no, aunque fueran ciertas.

Para el diagramador, un padre de familia de clase media baja, que vivía en un barrio obrero de Itagüí, con su mujer confinada a ser ama de casa y madre dedos niños terribles, aquella señora representaba para el diagramador las aspiraciones de la mujer ideal.

El diagramador sabía que por su humilde procedencia y su modo de vida jamás alcanzaría a esta mujer idolatrada. Y aunque no supiera nada de primeras damas, la defendía a capa y espada, con el férreo capricho del gusto y la obstinación que dan las ilusiones platónicas.

Lo cierto es siempre nos dividía en opiniones con la misma pasión fanática del fútbol; nos gustara o no, esa señora siempre daba de que hablar. Y si que nos dio que hablar de aquel día que la desenmascaré por accidente.

Cierto día, para probarme que no eran simples prejuicios de un enconado resentimiento, el editor me puso a hacer la corrección de la columna de la señora. “Revísela a ver si le sigue pareciendo igual de linda la abuelita… y me dice que le parece el calvario que me toca a mi”, me dijo como un desafío.

Así como el diagramador atesoraba los momentos en que la señora le dio las gracias por el diseño de su columna, apenas un par en muchos años, y así como esperaba que repitiera aquel noble gesto, así mismo yo me puse en la tarea de corrector de estilo.

Comencé a leer su texto con la ilusión que se acercara a mi cubículo; soñaba despierto que me permitía colar la vista entre su blusa para verle esos senos maduros y provocativos, o simplemente para sentir ese perfume, que dejaba una estela de fragancias, suspiros y desastres a su paso.

El texto se titulaba: “Una cultura milenaria a pedir de boca: o de cómo comer comida china con glamour”. Era una serie de consejos prácticos para aprender a usar los palillos, sentarse arrodillado en esa mesa bajita y sin sillas que usan, los orientales, las clases de ingredientes y platos típicos de aquella cultura milenaria, su riqueza gastronómica, su sazón ancestral, en fin… la cosa parecía hasta bien escrita; pero normal, con la sencillez de un resumen.

Eso sí, con innumerables errores de ortografía; cada dos palabras, desde puntuación hasta tildes.

¿Qué tal… está bueno, no?, me preguntaba el editor al comprobar que yo no paraba de teclear, corrigiéndole los errores a la señora. Pero así el editor dijera lo que dijera, a mi gustó el tono del texto. Había una voz íntima, cómplice, que le hablaba a sus lectores con soltura y sencillez, como quien le habla a un viejo amigo con franqueza… con un coqueteo lejano, una ligera seducción. Y esa confianza, tener un tono, era para mi lo más importante en cualquier cosa escrita.

Llegue a sentir que su personalidad elegante y ausente se dejaba entrever en aquellas palabras. Así es ella, pensaba yo, entre suspiros y no había editor cizañoso que valiera. Aunque para ser justos, siempre me llevó su rato cambiarle el sartal de errores que tenía.

Embelezado por estas sensaciones idílicas, me puse a buscar las palabras extranjeras que no tienen traducción, para comprobar que estuvieran escritas correctamente. No fuera a ser que la señora quedara como una china malhablada ante sus amigos filántropos y recorridos. Pero sobretodo, me preocupaba que por un descuido, se colara un gazapo imperdonable, y me impidiera que la señora me diera unas gracias pasajeras de tu a tu.

Así que puse el mismo título del artículo en google… a ver si encontraba esas palabras chinas en artículos relacionados. ¡Y oh sorpresa! Hallé un artículo con un nombre exactamente igual: “Una cultura milenaria a pedir de boca: o de cómo comer comida china con glamour”. Y luego, ¡El horror!… mismo el texto de la señora, idéntico, calcado, pero bien escrito, sin problemas de ortografía. Y para colmos, estaba publicado en una página llamada: “El rincón del vago”; un directorio de temas y artículos para alcahuetear estudiantes perezosos de colegio.

Al principio me reservé comentarle algo al editor. No quería avivar las llamas. En estos tiempos de rampante piratería y pillaje, cualquiera puede fusilar un artículo de internet por un apremio de tiempo, por algún problema en la casa, por descuido, por pereza, aunque sea un delito. Así que por precaución y curiosidad tomé la edición anterior del periódico.

Transcribí el título del artículo de la señora: “El trato y la consideración para la edad dorada: o de cómo no herir susceptibilidades con los ancianos”. Este título al menos sugería una preocupación íntima, personal, y parecía que fuera de su propia autoría. Pero no.

El artículo estaba copiado de manera infame e impune, tal cual, solo que firmado con otro nombre: “Miss Elegance”. Ahí se me acabó la prudencia y regué la voz cual cotorra.

La bola corrió por toda la oficina por cuenta del editor y, en minutos, toda la planta del periódico me rodeaba, frente al computador para comprobar que era cierto aquel plagio. Y nadie se quedó sin opinar:

El Director: Debe ser una equivocación…

El Editor: No mi doc, es un flagrante robo de derechos de autor…

El Fotógrafo: Yo si sabía que esa señora se traía su guardado… en mi experiencia como fotógrafo social, sé que la gente tan bien puesta… algo esconde

El otro reportero: Y hasta copiado siempre mandaba todos esos horrores de ortografía, haberlo sabido antes para cortar y pegar y no pèrder tanto tiempo...

La Secretaría: Quien ve a esa señora tan pinchada y en esas...

El Diagramador: …y justo del rincón del Vago… ahí es donde mis hijos hacen trampa para entregar la tarea… Qué desinfle…

La Contadora: (que siempre estaba enclaustrada en su oficina sin ventanas y aprovechó pasa salir) Hmmm, si yo hiciera eso con mis cuentas, seguro el doc me manda a encerrar (se refería a la cárcel).

El director comercial: No puee ser... Esto es un terrible malentendido, una excepción, seguro debe haber alguna explicación… A lo mejor ella es Miss Elegance…

Pero el mensajero, sepultó cualquier manto de duda cuando opinó: Si, claro, como no.

Para dispersar aquel conciábulo de buitres, de carroñeros, el director ordenó que nadie debía comentar más el asunto en lo futuro, ni dentro ni fuera del periódico. Como ya no había tiempo para enmendar aquel problema porque estábamos en el cierre de la edición, le sugirió al editor que sustituyera el artículo por una receta de cocina. Un musse de café o algo así. Era la primera vez que tenía que colgar un artículo por un apremio similar en toda la historia de su publicación.

Mientras tanto el director comercial, ya estaba hablando por teléfono con la señora, para alertarla sobre lo ocurrido, estupefacto y meloso. Irritante a nuestros oídos.

Después de aquello la señora no volvió a aparecer los jueves, ni ningún otro día. Pero no dejó la columna. Para no dañar la amistad, tal parece que llegó a un acuerdo con el director. Para expiar sus culpas los lunes invitaba al doc a almorzar a su casa. En el postre, cual ejecutiva de altas esferas y bajo perfil, le dictaba sus consideraciones acerca de todos los temas posibles, para que luego el director redactara la columna con la claridad y eficiencia de una secretaria de gerencia.

Aunque éste era un secreto a voces, difundido precisamente por la secretaría del periódico, no se podía mencionar una sola palabra. No fuera a ser que el doc también se viera arrastrado por el desprestigio y la dudosa reputación de la doña como escritora.

Pero pasó el tiempo, las asperezas se fueron limando, el asunto quedó en el baúl de los olvidos y la señora por fin apareció de improviso un jueves. Fue saludada con una cordial hipocresía por la recepcionista, olvidada con indiferencia por el diagramador, recibida por el director comercial como una celebridad, con una hostigante melosería, espiada con una sonrisa maliciosa por el otro reportero. Hasta la contadora aprovechó para salir de su encierro perpetuo y reírse a sus espaldas.

“Ahí va ese buque”, le murmuró el fotógrafo al mensajero al verla pasar a la oficina del doc. (Así se le dice a la gente pedante o que hace vano alarde de erudición, es decir, aquellos que prometen mucho sobre si mismos en su discurso pero son un fiasco en la práctica).

Y sin embargo, desde ese día, la señora nos saludaba lo más de querido y hasta se despedía. El único que le correspondía el saludo y el adiós era el editor; que con un cinismo descarado nos corregía: Ella en realidad es un factótum: un individuo que en todo se mete sin saber realmente los oficios que desempeña.

Pero yo terminé creyendo que el editor nos había contagiado con el efecto Pigmaleón. Buscando precisamente en el Rincón del Vago encontré lo siguiente:

“Cuenta una leyenda mitológica griega que el rey Pigmalión esculpió una estatua con la figura ideal de la mujer. A Pigmalión le gustó tanto su obra que quiso que se convirtiera en un ser real. El deseo fue muy fuerte e hizo todo lo que pudo para conseguirlo. Pidió ayuda a Venus Afrodita, la diosa del amor, la cual colaboró en que su sueño se hiciera realidad. Así nació Galatea, su mujer ideal.

A este fenómeno en Psicología Social se le llama: “realización automática de las predicciones”; también se le conoce como “El Efecto Pigmalión, o la profecía que se cumple a sí misma"...

El Efecto Pigmalión requiere de tres aspectos: creer firmemente en un hecho, tener la expectativa de que se va a cumplir y acompañar con mensajes que animen su consecución”.

Como quien dice, uno ve lo que quiere ver. Desde entonces yo comencé a ver a esa señora: vieja, fea y hasta maleducada.

1 comentario:

  1. ^^ Mujeres Mayores O.o jajaja
    esta muy bueno tu escrito, como dice el comercial... A mi me gusto, ami me gusto!!! ^^ chau Francisco ahh y escribeme otra carta, que me gusta leerte mas personalizado

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