jueves, 13 de mayo de 2010

Pesadilla de un seductor acabado por la crisis social del país


Un día cualquiera a una novia que tuve le dio por replantear su vida. Entonces los dos ya éramos maduros; mayorcitos de 30 y profesionales. Ella era médica cirujana y yo un corrector de libros. Usted se preguntará: ¿Cómo dos personas de ambientes tan disímiles pudieron trabar relación? La explicación más sencilla es que los dos curábamos problemas ajenos, recetábamos correctivos y sentíamos un gusto secreto por las disecciones, las de ella anatómicas y las mías mentales. Así nuestros oficios e intereses parecían compatibles.

No tardamos en vivir juntos en un pequeño apartamento sin casarnos. Llevábamos tres años y medio de relación y ya flotábamos en la ciénaga de la rutina. La pasión se había adormecido en la seguridad de la compañía. El sexo había quedado relegado a una dosis de fin de semana, estimulados por las copas. Sobrios éramos un fracaso en la cama. Ya habíamos agotado todas las tácticas de seducción, con posiciones, libros, películas, fetiches, disfraces, látigos y cuero, objetos sadomasoquistas, expediciones en todos los orificios posibles y sexo en lugares públicos, hasta en iglesias, pero pronto perdimos la espontaneidad.

La frígida monotonía terminó siendo el paisaje habitual de nuestras noches. Pero no había problemas, ya habíamos dialogado sobre la situación (con psicólogo de parejas abordo). Como personas educadas, acordamos que adaptados uno al otro (en vicios, mañas y pereques) y sin ánimos para emprender la extenuante odisea de la conquista con otros, nos afirmamos en una relación insípida pero serena.

Nos acoplamos a convivir en una vejez prematura. Al fin y al cabo el sexo es la punta que primero se derrite, de ese iceberg llamado amor, nos decíamos como consuelo.

Yo la justificaba pensando que ella, cansada de lidiar a diario con humores, efluvios y secreciones de personas en condiciones lamentables, ya había perdido el gusto por el cuerpo como manantial de sensualidad. Y ella por su lado, creía que mi obstinación por el mundo de las ideas, había atrofiado mi capacidad de fantasía para disfrutar sin cuestionamientos los placeres carnales.

Con el tiempo nos volvimos fieles seguidores de telenovelas nocturnas. Comentarlas llegó a ser nuestro único vínculo afectivo, mientras la cama se hacía más estrecha. Adoptamos las intrigas y engaños de la ficción como propios. Estas historias del corazón nos llevaron a una fase de exploración de las más oscuras perversiones. Asumimos los roles de los personajes mas viles de los melodramas. Este fue nuestro último y desesperado intento para avivar las llamas de la lujuria porque no teníamos sexo con nosotros mismos sino con la villana venezolana o con el antagonista mexicano que encarnábamos. Sin embargo, la necesidad de internarnos en fantasías lascivas nos provocaron la necesidad de terceros.

Fuimos a sitios swingers donde las parejas comparten sus cónyugues con desconocidos, pero no soporté la idea de ver a otro hombre dándole placer a mi mujer y me la llevé de allí halada del pelo, cual hombre de las cavernas, cuando a ella le comenzó a sonar la flauta con un modelo de la farándula criolla. Quisimos probar con menais a trois, pero entonces a mi mujer le dio asco tener cualquier tipo de fricción con otra fémina (argumentó motivos médicos) y luego yo me negué a perder mi virginidad anal con un congénere (argumenté motivos morales).

Y sin embargo, después de esta secuencia de fracasos nos seguía uniendo el nudo del amor, que siendo aún más fraternal que marital, no tenía razones para ser desligado.

Yo no necesitaba a nadie más y ella tampoco. Pero si bien las mujeres, pueden refrenar los deseos carnales y prescindir del sexo por largas temporadas, en mi caso como normal semental de mi género, tuve que seguir recurriendo al onanismo furtivo para descargar mis necesidades insatisfechas. No acudí a prostitutas porque no quería volver al sinsabor adolescente de experiencias desganadas y preocupaciones de salubridad y no accedí a una amante para evitarme las complicaciones amorosas, exigencias y chantajes que surgen cuando uno les da alas.

Al final mi mujer dijo encontrar la revelación canalizando toda esa energía sexual reprimida en una labor altruista. Se fue a territorios olvidados de nuestra geografía nacional a brindar asistencia social a poblaciones paupérrimas. Cómo ella era médica no le costó trabajo que alguna ONG la enlistara. Me explicó que esta medida nos convenía a los dos. La ausencia no solo fortalecería nuestra relación, sino que nos haríamos falta espiritual y físicamente.

A mi, por supuesto, me importaba más lo físico porque como lo dice el evangelio: el hombre no puede vivir sin el pan. Terminé aceptando su decisión a regañadientes. Ella se fue al Putumayo y yo me enfrasqué en mi trabajo como corrector de textos en la editorial.

Como mi trabajo no tiene mayores emociones que la sorna de subrayar gazapos a un intelectual presumido, o despertar neurosis enfermizas por errores de ortografía a eruditos, en la primera ausencia de mi mujer, tal como lo profetizó, comenzó a hacerme falta.

Comencé a desearla con instintos y vísceras. Para recibirla dispuse una cena romántica pero honda fue mi decepción porque volvió a mis brazos, pálida y demacrada, víctima del Paludismo. La cama solo nos sirvió para compresas de agua caliente, medicinas, inoculaciones e inyecciones. Ni pensar en pañitos de agua tibia para el sexo. Una vez recuperada, a duras penas nos alcanzó el tiempo para despedirnos, porque se precipitó su nueva partida.

Como suele ocurrir con las secuelas de las películas, su segundo regreso fue más frustrante. Llegó completamente conmovida y destrozada por las condiciones infrahumanas en las que vivían ciertas personas, aisladas por la lesmaniosis. Depresiva, mi novia volvió transfigurada, demolida por el drama social y esto por supuesto, secó todo anhelo de sexo.

La última noche, aprovechando que sus lágrimas corrían por esa pobre gente olvidada de Dios, traté de aprovechar que estaba susceptible, presa fácil para la cercanía sentimental y me atreví a consolarla con otras intenciones. Pero ella comenzó una nutrida descripción de las infecciones y apostemas que padecían mis compatriotas. Me habló de las intervenciones médicas con lujo de detalles. Cuando ya estaba preparada para la faena, en agradecimiento por mi sensibilidad y respaldo, sentí una repelencia enfermiza y no hubo poder humano; ni la abstinencia de dos meses, ni la gula sexual, que me hiciera deslizar caricias con agrado. Todo esto repercutió en la falta de inyección sanguínea a mi aparato reproductor, que ni el viagra logró resucitar. Esta vez se fue molesta conmigo por no satisfacerla y las consecuencias se dejaron ver, dos meses después cuando regresó.

Durante su ausencia, con el pasar de las noches solitarias, el sinsabor sexual se fue convirtiendo en un deseo de revancha. Comencé a sentir la apremiante necesidad de otro cuerpo, de darle emoción a mi aburrida vida de editor. Sin darme cuenta me estaba convirtiendo en un ogro y me alejé huraño de mi reducido circulo social, incapaz de soportar cualquier trato humano. No podía concentrarme en el trabajo y aunque reconozco que la falta de actividad sexual me había propiciado una inmensa lucidez en todos los temas, literalmente los polvos se me subieron a la cabeza haciendo experimentar calores propios de la menopausia.

Fui testigo del avance de una pulsión animal que germinaba dentro de mi. Con el tiempo mi único interés se centró en piernas, senos, traseros, cuellos, labios, pies y hasta codos femeninos. Llegué a simular que trabajaba cuando en realidad pasaba horas naufragando en internet en busca de páginas de pornografía, explorando toda clase de perversiones sexuales desde enanas hasta octogenarias. Tal era mi enfermedad que mis incursiones al baño para darle escape a mi necesidad onanista llegaron a frecuencias maratónicas (llegué a contar 37 poluciones de autocomplacencia en un día, aunque el resultado se reducía a exiguas gotitas). Esta situación me dejó prácticamente seco, descremado y tan débil para cualquier esfuerzo físico, que incluso ir a comer o caminar de regreso a casa me dejaban exhausto.

Colgado en el trabajo, el jefe de la editorial me llamó la atención al descubrir que mi caída en el rendimiento laboral estaba directamente asociada con el incremento de visitas pornográficos de internet y me dieron unas vacaciones forzadas.

Pero a merced del tiempo se avivaron las llamas de mi infierno. Mientras mi novia me enviaba telegramas y cartas sobre su enriquecimiento personal y endulzaba mi psiquis con mensajes cargados de erotismo, yo tomé la decisión de cortar mi ansiedad sexual con el dulce néctar de la infidelidad.

Llamé a varias examantes, a las que hacía mucho tiempo no frecuentaba, pero la gran mayoría ya estaban casadas, sobretodo muy fieles a los amantes que sustituían a sus maridos en sus requerimientos. Un par de ninfómanas que en alguna ocasión dejé por su apetito voraz me confesaron que ya habían dejando su vida licenciosa y eran fieles practicantes de sectas evangélicas. En aquel entonces, con faldas largas y cuellos de tortuga, seguían entregando su cuerpo con igual frenesí al pastor, y no daban abasto. Paradójicamente cuando me di el lujo de despreciar a estas mujeres, me llovían ofrecimientos, pero ahora estaba solo y desesperado, ninguna me volteaba a ver. Quizá fueran las feromonas pero entendí que el perro que muestra las ganas solo recibe garrote. Así mis esperanzas sexuales parecían un yermo hasta que conocí a la colegiala.

Durante el tiempo de vagancia, adopté como costumbre montarme en un bus urbano, a las seis de las tarde para rozarme con las empleadas del servicio doméstico que salían de sus trabajos. Cual viejo verde, calmaba mis ímpetus apretujado contra los traseros y senos de negras de todos los calibres, mientras contemplaba la tierna carne de colegialas recién desempacadas de su jornada académica. Una vez me vi tentado a pellizcar una mulata de trasero monumental, y cuando esperaba el escándalo, me llevé la sorpresa de que la mujer me correspondió tocándome impúdicamente mis partes nobles. Asustado corrí a bajarme del bus. Pero en otra ocasión, vi a la colegiala y quedé hechizado.

Era una niña de unos 16 años, de ojos color canela, piel suave como pétalos, y dorada como la miel. Un cabello ensortijado, negro y salvaje como yegua azabache. Labios carnosos y una nariz respingada. Su camisa sugería un par de senito prietos como limones. La falda del uniforme, más alta de lo permitido en cualquier Colegio, dejaba entrever sus piernas delgaditas y finas, con huesos en formación. Y su culito, firme y preciso, como la cúspide de un durazno, provocaba mordisquitos lentos y jugosos.

No pude evitar mirarla con descaro, pero la evadí cuando me sentí correspondido. Ella reía tímida a mi impertinente contemplación. Hasta que no me aguanté las ganas. Tomé aire para darme impulso y me le acerqué. Le dije: “Hola. Disculpe que la moleste. No suelo hacer este tipo de cosas, pero es que su belleza niña me tiene cautivado. – Ella sonrío pícara y yo continué-, no sé que decirle, pero quisiera darle mi número de teléfono para que me llame y podamos, si usted quiere, salir. Si no quiere nada conmigo, porque le da susto lo voy a entender, pero es que no me perdonaría bajarme de este bus sin decirle todas estas cosas”. Entonces anoté mi número en un papel y se lo di. Luego le pregunté su nombre. “Ah Carolina. Lindo nombre, -dije con evidente estupidez-. Gracias… espero su llamada”.

Dominado por una profunda vergüenza, que no sentía desde que era un adolescente con acné, me bajé del bus de forma atropellada, sudoroso y sin aliento.

Pasé varios días encerrado esperando su llamada. En las noches tenía sueños mojados con su cuerpecito nuevo y sus carnes tiernas. En el día suspiraba recordando su imagen, y repitiendo su nombre: “Carolina, Carolinita, qué será que no llamas. ¿No llamarás?... Llama mi amor para que conozcas un hombre de verdad, que te haga ver lo rico que es la vida”. Pero la niña no llamaba.

En la desesperación me culpaba de ser tan imbécil y no pedirle su teléfono. Incluso volví a tomar aquella ruta de buses para ver si precipitaba el encuentro pero no la volví a ver.

Cuando ya se desvanecían mis esperanzas, mi corazón se llenó de ilusión al escuchar el teléfono. Era mi mujer, que anunciaba su regreso para el día siguiente. Viejos fantasmas volvieron a rondarme y me resigné a esperar que esta vez, al menos, pudiera probar la carne de mi mujer, como paliativo de mi desdicha. Cuando me fui a acostar, volvió a sonar el teléfono y contesté con desgano pensando que era de nuevo mi mujer, pero no: era Carolinita.

La emoción casi no me dejó hablar pero conversamos más de una hora. Me contó que vivía en uno de los barrios subnormales, en el borde de la ciudad. Me habló de su padre, un albañil y de su madre que lavaba ropa para gente de clase alta. De sus dos hermanos mayores, Pedro y Alexander, ebanistas y sobreprotectores. Me contó que estaba en quinto de bachillerato y me confesó que había dudado en llamarme por el miedo a caer víctima de uno de tantos pervertidos que abundan en la ciudad. Yo le conté que hacía, quien era sin omitir detalles para fortalecer su confianza. Y nos quedamos de encontrar a comer helado en el Centro, a la salida del colegio. No me importó no esperar a mi mujer. Esa noche no dormí. Pasé desvelado pasando canales en la televisión mientras pensaba en todas las formas posibles de sexo con el recuerdo de Carolina.

Cuando llegaba al paroxismo, una noticia del televisor enfrió mi calentura. De un motel de la ciudad, la policía sacaba a un hombre barrigón de unos 40 años sin camisa, con el pantalón suelto y descalzo. La reportera informaba que este era el primer capturado de una serie de operativos contra pedófilos. En vista del incremento de explotación sexual y violaciones a menores de la ciudad, el comandante de Policía aseguraba que gracias al incremento de penas, ya podrían, por fin, judicializar con mano dura a estas lacras que mancillaban la inocencia infantil de la patria. La periodista informaba que los operativos se extenderían a las salidas de los colegios.

Me llené de pánico. Quise llamar a la niña para deshacerlo todo, pero entonces recordé que obnubilado por la alegría de su voz, olvidé pedirle el teléfono, otra vez.

Pensé en dejarla plantada. Esa noche imaginé lo que me pasaría de comenzar a salir con la colegiala. Que mi mujer lo supiera me importó un rábano porque simplemente se trataba de enfrentar lo inevitable. Pero sí me trastornaba la reacción del padre albañil, esperándome con una almadana cuando iba recoger a su niña. Tuve escabrosas visiones de sus hermanos ebanistas, destajándome los miembros con sierras y embalsamándome con esmalte antes de enterrarme en su taller. Imaginé la exclusión de mis amistades por darle rienda suelta a mis impulsos de veterano.

Así que traté de hacerme desistir pensando en el aburrimiento que me daría al salir con el grupo de amigas de la niña, escuchándoles sus ideas inmaduras y sus juegos pueriles. Me vi ridículo en la mitad de una pista de baile moviéndome al compás del reguetón, siendo la burla de otros adolescentes. Me pregunté si soportaría el escarnio público de manifestarle mis afectos y cariñitos a la niña, saliendo de oscuros reservados. Y por último la imagen de verme esposado por la policía a la salida del motel, carne de primera plana en noticieros y diarios, me llenó de escalofríos. Me sentí decadente y patético.

No obstante, al día siguiente salí a su encuentro a la hora pactada. Cuando la vi en la confusa salida del colegio, me invadió un temblor. Me le acerqué y ella se abalanzó con un abrazo. La retiré de inmediato al ver que sus amiguitas reían. Miré para todos los lados suponiendo que era una trampa para que las autoridades me echaran mano. Pero no pasó nada, ningún adulto cercano, ni una sola profesora que pasó a nuestro lado pareció sospechar nada diferente a lo que era. El padre de la niña había ido a recogerla. Me apresuré a invitarla a un bar para que estuviéramos más a gusto. Ella aceptó.

De ahí en adelante todo ocurrió tan rápido, que apenas si pude reaccionar… En la penumbra cómplice del bar, comenzamos a hablar. Ella me dijo que no hacía otra cosa que pensar en mi, desde el bus. Sus palabras me sonrojaron y quedé petrificado. Ella se fue acercando y tomó mi mano sin pudor. Rozó sus pies contra los míos y con una sonrisa maliciosa, me puso la mano en una de sus piernas. Me comenzó a hablar al oído, confesando que ya estaba cansada de los muchachos de su edad. “Son muy infantiles”, me aseguró mirándome fijamente a los ojos. Para ese momento yo sentía ebullir una pasión caliente en mis venas. Su aliento a chicle de cereza, me lanzó a besarla y ella me correspondió con su lengua salvaje y sus labios carnosos. Ella fue al grano, me tocó mi falo erecto y yo le correspondí metiendo mi mano entre su falda. Hirviendo de ansiedad, la colegiala me susurró que hacía tiempo quería probar a un hombre de verdad y que estaba dispuesta a todo hoy mismo. Luego me mordió el lóbulo de la oreja con una tibia humedad. Idiotizado por el vertiginoso ritmo de los acontecimientos, que superaron todas mis expectativas, le pregunté que debíamos hacer. “Llévame a un motel que te quiero adentro, ya papi… Mira como me tienes de mojada”. Palpé como el apóstol Tomás y descubrí en sus pubis angelical que efectivamente la niña esta húmeda hasta la saciedad. Pedí la cuenta y me la llevé.

Paranoico por las noticias, caminé hasta un motel cercano con los ojos puestos en todos los transeúntes. Ella me tomaba de la mano, mientras que yo aproveché cualquier distracción para quitársela y evitar sospechas. Me tranquilicé un poco al sentirme incubierto por el velo de la oscuridad que se cernía sobre nosotros.

En el motel, pagué la habitación más costosa y subimos. Una vez a solas, mientras iba al baño a tener una charla técnica conmigo mismo, escuché que ella hablaba por su celular. Salí de inmediato a exigirle que me dijera con quien hablaba. Ella trató de aplacar mi desconfianza explicándome que era su padre y frente a mi le dijo que se iba a quedar estudiando anatomía un rato. Colgó y comencé a besarla frenéticamente con una pasión que ya creía extinta.

De pronto vi su rostro infantil, gimiendo de placer y me detuve. Aterrado por la culpa, me alejé y me senté en el borde de la cama. La miré de nuevo y me sentí un canalla aprovechándose de una niña indefensa. Le expliqué que no se trataba de ella, era yo, que todo lo ocurrido era un error y ella debía seguir el curso normal de su vida, experimentado con muchachos de su edad. Pero ella me bajó el cierre, metió su mano dentro de mi cremallera y comenzó una felación maravillosa, que flanqueó todas mis negativas y me dejó tirado en la cama, sumiso y dispuesto.

Luego me dijo que me tranquilizara que ella haría todo el trabajo. Mientras ellas se desvestía, con un baile sensual de gata en celo, frente a mis ojos incrédulos, le pregunté donde había aprendido toda aquella destreza. Ella me dijo que la práctica hacía a la maestra. Entonces comencé a sospechar.

Le exigí que me explicara y entonces lo supe. Carolinita me dijo que antes de hacerlo le debía cancelar 200 mil pesos y 200 más si quería penetración anal.

Entonces no hice sino gaguear y le aclaré que yo pensaba que…

“¿Qué pensaba papito, -dijo la colegiala molesta-, que esto era gratis… Pues que pena con usted pero antes agradezca que me animé a dárselo así de fácil porque tengo la agenda copada”.

Y yo que pensaba que mis encantos naturales habían desatado aquella erupción de amor furtivo. Yo que creía que volvía al juego de la seducción con todos los juguetes, que me estaba sacudiendo el óxido. Pero que va. A sus añitos la niña tenía más experiencia en la cama que yo y no propiamente durmiendo.

Indignado, herido en el amor propio, me levanté y me vestí. Le aclaré que yo no le iba a pagar un centavo y me fui poniéndome la ropa. Ella atinó sus zapatos de colegio en mi espalda antes de salir y me gritó que esto no se iba a quedar así.

Y no se quedó así. A la salida del motel, un hombre canoso y flaco, de mal aspecto me interceptó. Pensé. “Estoy jodido me cogió la autoridad”, pero no. Era el papá albañil que me retuvo de la mano y me dijo que le pagara por los servicios de su niña. Me pasó el celular y la niña me gritó: “A pagar viejo marica y son 500 mil pesos por armar tanto alboroto”. Motivado por una furia ciega, me deshice del viejo de un empujón, pero no tardaron en interponerse dos morenos, mal encarados, de camisilla. Eran los hermanos de la niña, que me pararon en seco con risas socarronas y un par de golpes en la quijada y la boca del estómago. Convencido por su contundente diplomacia, no me quedó de otra que ir escoltado hasta un cajero y darles los 500 mil.

Antes de tomar un taxi, un policía se me atravesó. Y ahí si me creí jodido. Solo pude mirarlo y estirarle las manos en señal de rendición pero entonces me dijo: “Súbase el cierre que lo tiene abierto” y siguió su camino. Al voltear vi que la feliz familia llamaba al policía y me señalaban.

Cuando el policía apuró el paso de nuevo hacia mi salí corriendo y me subí a un taxi apurado. “Sáqueme de aquí que ese es un ladrón vestido de policía que me quiere secuestrar”, le dije al conductor y él presionó el acelerador.

Cuando llegué a casa, mi mujer me esperaba sonriente en el sofá. Vestía una diminuta y transparente pijama. La casa estaba inundada del verde olor de la marihuana. Su cabello estaba ordenado en trenzas con chaquiras indígenas. Corrió a abrazarme y me miró con sus ojos rojos y pequeños. Sin darme tiempo a preguntas me comenzó a quitar la ropa con afán. “Te estaba esperando”. Le correspondí a sus besos de mala gana, la separé y le pregunté que pasaba. Entonces ella me explicó todo: “Es que mientras estuve en las costas del pacífico, me encontré con un negro enorme y divino. Muy místico él, un chamán que sabía de yerbas. – Eso veo, le dije- y de curaciones para el alma. Y no te imaginas la cantidad de secretos que me enseñó para revitalizar el sexo y unirnos en conjunción con el cosmos. –Cuando iba a quitarme el pantalón, aseguró con seriedad-, no lo tomes a mal, pero me entregué a ese portento de hombre para mejorar nuestra relación, agotada por la rutina y contaminada por el veneno del mercantilismo- De qué diablos estás hablando, le contesté con rabia- no te molestes y te pido que entiendas. Tuve una iniciación sexual con él para que lo nuestro mejore. Yo estaba en la oscuridad y vi la luz, encontré mi camino hacia el autodescubrimiento erógeno y ahora verás que como te hago de feliz”.

Con aquella revelación, me bajó el pantalón y comenzó a tocarme pero yo me alejé. Con dudas sobre la veracidad de aquel discurso metafísico. Le exigí claridad, que me dijera si había tenido sexo con ese tal negro. Ella me aclaró que sí. “Pero solo fue terapéutico, mi amor”, justificó.

La insulté y la tiré contra el mueble. Le advertí que esto no se lo iba a perdonar jamás, pero ella, me dijo que dejara la mala energía, ya que había aprendido incluso a potenciar mi capacidad sexual. Que en adelante me transmitiría el conocimiento para ser igual de bien dotado que aquella raza prodigiosa. Miró mi pene decaído y dijo sus últimas palabras: “A ver si levantamos a ese pequeñín a dimensiones decentes”.

Mi respuesta fue ir por mis cosas y empacarlas. Ella no dejó de reír como en un trance y me vio salir mientras le daba pitazos a un porro. “Tú te lo pierdes”, me soltó antes de que yo atravesara la puerta, riendo como una bruja, la muy perra.

Luego volví por mis otras pertenencias sin dirigirle la palabra.

Tiempo después me enteré que ella se había ido a vivir a la costa pacífica. Pasó a vivir en comunión con la naturaleza. Me alegró saber que el negro la dejó embarazada con su discurso barato, y que terminó lesbiana viviendo con una nativa de la región. Cambió la medicina por el centenario oficio de curandera indígena. Y ahora es la cabeza de una ONG para que los grupos armados legales e ilegales salgan de aquellos territorios olvidados, que la encauzaron en el camino hacia su iluminación.

Por mi parte regresé a mi aburrido trabajo de corrector de textos. Noche por medio acudo a la liga de defensa de la moral y las buenas costumbres. Y algunos fines de semana visito a la presidenta de la asociación; una viuda que es luz en la calle y oscuridad en la casa… para mi total deleite.

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