martes, 11 de mayo de 2010

El par de Oscares que se ganó Silvia


Esta es la historia de una masacre que me contó el asesino de los asesinos. Como no puedo revelar su nombre, vamos a suponer que se llama Silvia… Silvia Córdoba. Aunque puede ser un hombre…

Como tampoco puedo dar señas de su domicilio, digamos que vive en un apartamento, en el piso 9 de un edificio de un barrio llamado… El Poblado; con una bonita divisa del occidente de una ciudad, que llamaremos Medellín, por decir algo.

Ahora bien, resulta que Silvia tiene en la sala de su apartamento una pecera. Es un cajón de vidrio tan grande como una incubadora de bebé.

También tiene dos gatos, una hembra rayada, siempre caliente, y un gato negro con actitud de bazuquero embalado. Pero de ellos nos ocuparemos después.

La pecera es de agua dulce, y está provista de todos aquellos accesorios que un pez en cautiverio podría soñar, aunque la ciencia dice que los peces no sueñan. Pero qué demonios, ya que empezamos con nombres hipotéticos del asesino, del barrio y la ciudad, que más da suponer que los peces también sueñan.

El caso es que la pecera tiene todos los adminículos de un pez de estrato alto: un tapete de cascajo; pequeños caracoles y exóticas plantas decorativas; un muñequito de buzo que sube y baja, impulsado por las burbujas de un pequeño cofre de tesoros que se abre y se cierra; pequeñas cuevas hechas con rocas prefabricadas sin filo; un sistema de tubos que oxigenan y aclimatan el agua; y sobre la superficie, una cajita con un temporizador que suelta reguladas dosis de comida cada tanto. Esta comida es una suerte de alpiste escamoso.

Parece tan confortable este paraíso artificial, que si yo si tuviera branquias, mandaría al diablo mis preocupaciones financieras, a la caneca mis aspiraciones, y estaría echándome a perder en la pecera de Silvia.

Pero lastimosamente creo que no pensaban así el par de peces Oscar que Silvia metió en su acuario. Bueno, eso si lo peces piensan… pero no entraré en más polémicas de corte científico.

Lo verdaderamente interesante, es saber quienes son aquellos peces llamados Oscar. Y esto es básico porque allí está el meollo de este crimen.

Al consultar en la página web: mascotas.com, miren lo que encontré (transcribo apartes):

“Los Oscar tienen la cabeza grande, con ojos saltones. Su aspecto general es ovoideo. Los ejemplares salvajes tienen una coloración que combina manchas y franjas verde oliva y beige por todo el cuerpo, con ocelos negros, bordeados de rojo y dorado en la base de la aleta caudal y en la dorsal”… Tal cual eran los ejemplares de Silvia.

“Se importaron por primera vez en Berlín, en el año 1929”, como quien dice Nazis. Y temo que de las mismas inclinaciones eran los de Silvia.

“Generalmente habitan en la Amazonía”. De allí se los trajo un amigo biólogo.

“Muchos dicen que es imposible diferenciar los sexos. Un método más factible es sacar al pez del acuario y observar su zona anal de cerca, con la ayuda de una linterna”. Mejor no entremos en más detalles escabrosos.

“Son animales longevos, que pueden llegar a los 10 años de edad”. Bueno, aquellos peces no duraron tanto.

Resulta que Silvia introdujo en su acuario a estos Oscares, regalados por su amigo biólogo. Su noble intención era que convivieran en aquel edén acuático junto con Discos y Medio Discos que ya habitaban la pecera. Estos son pececillos inofensivos y tranquilos que se mantienen en cardúmenes; son algo plateados, rayados, con visos de arcoiris como el aceite de motor; comen poco y cagan mucho, de allí que de frente sean aplanados y casi si ni se vean. Además dice la web que se estresan fácilmente. Y quien no en estos tiempos aciagos.

Al principio parecía que no había problema y todo marchaba de maravilla. Los Oscares y los Discos convivían en perfecta armonía, abriendo su boca una y otra vez, yendo y viniendo de un lado al otro de la pecera: “Hola Oscar, Hola Disco, Que tal Oscar, Que tal Disco, Adiós Oscar, Nos vemos Disco. De ida, ¿acaso no te he visto antes Oscar?, tengo la misma sensación Disco pero no me acuerdo de donde. Y de regreso: Hola Oscar, Hola Disco”… en fin todos amnésicos, tontos y felices. Vida de peces.

Hasta que cierto día, Silvia tuvo la ligera impresión de que faltaban Discos. Allí estaba Joaquín, Abelardo,- Silvia le tenía nombre a cada pez- Pedro, Pablo, Jeremías, y otros 10 peces más con nombre de hombre como buena soltera. Pero Silvía tenía 16 y Heriberto nada que aparecía.

Lo buscó entre las plantas, en las cavidades de las rocas plásticas, entre el sistema de tuberías, internó su mano con una red para despejar el lecho del acuario a ver si estaba enterrado entre el cascajo, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Ni rastro de Heriberto. Era como si lo hubiera tragado el agua, así es como se dice cuando se trata de peces desaparecidos.

Pero no sólo fue Heriberto. Con el pasar de los días, Pedro y Joaquín corrieron la misma suerte. Y no hay que ser un genio para pensar que la culpa recaía sobre los Gatos, quien más iba a ser. Así que Silvia siguió los movimientos de sus gatos de manera furtiva.

Comprobó entonces que la gata solo tenía un propósito: no dejaba de tentar al gato castrado para que le apagara aquel celo inextinguible, mientras que el gato bazuquero, sólo le prestaba atención a sus instintos de cacería. Aprovechando los descuidos de su dueña, el gato se montaba ágilmente entre las sillas de la sala. Una vez sobre una pequeña repisa se paraba en dos patas, y comenzaba a darle zarpazos al agua, para tratar de atrapar a los Oscares.

Este descubrimiento infraganti bastó para que el gato negro fuera reprendido con periódico enrollado, “Un eso no se hace”, proferido con profundo desengaño, y confinado a aislamiento por una semana en el cuarto de su ama, sin rebaja de penas.

Sin embargo, estas medidas cautelares no rindieron los frutos esperados. Al cabo de la semana otros cuatro Discos desaparecieron. Era como aquella ronda infantil de los perritos, a los que les pasaba toda clase de macabros accidentes. “Yo tenía diez perritos, uno se perdió en la nieve. No me quedan más que nueve... De los nueve que quedaban, uno se fue con Pinocho. No me quedan más que ocho... De los ocho que quedaban, uno se tiro de un puente. No me quedan más que siete” Y así sucesivamente.

Así que la gata, por ser la siguiente sospechosa, corrió la misma suerte que su consorte eunuco y sin salir se quedaron.

¿Y adivinen qué?… De los Discos que quedaban, solo le quedaron dos, dos, dos, dos, dos… Así que a Silvia no le quedó de otra que dormir como los peces: con los ojos abiertos.

Una de esas noches en vela, escuchó un ruido proveniente de la pecera. Al principio pensó que le estaban haciendo brujería. El biólogo del Amazonas le había dicho que los primeros en llevar del bulto con la brujería son los peces. Pero luego, para su asombro, vio que los dos Oscar saltaban del agua como delfines. Se turnaban para darle cabezazos a la maquinita que regaba la comida cada tanto. Hasta que dañaron el aparato. Y para colmos, ya no quedaba ni un Disco.

Muy molesta, Silvia no le compró más carnada al par de Oscar y dejó que vivieran solos. No había más remedio que olvidar la masacre y continuar con su vida. Pero algo había cambiado en ella. Con el pasar de los días, comenzó a sentir un pequeño temor que fue creciendo paulatinamente.

En las noches, se despertaba sobresaltada cuando escuchaba cómo los Oscar, le seguían pegando al dispensador de comida dañado. Luego, no podía volver a conciliar el sueño. Es más, ni se atrevía a levantarse para enfrentarlos, para decirles, un momentito, yo soy la dueña de esta pecera, dejen de hacer daños hágame el favor.

Y de día era peor, cuando les daba puñados de comida, los peces tomaban impulso y se le tiraban a la mano que los alimentaba. Entonces reconoció en aquellos ojos brotados, de mirada fija y perdida, una intimidación; el mismo pánico que sintió el personaje de Poe con aquel gato negro que lo llevó a la destrucción.

Pero ¿qué podía hacer?... Es natural que una mujer llame a algún amigo o exnovio a altas horas de la noche cuando una araña está en su cuarto, es justificable que un hombre acuda, cual macho alfa, al llamado de una hembra que tiene ratones en la casa, pero temerle a un simple pez que está confinado al agua sería evidenciar un serio problema mental, una fobia ciertamente extraña, que antes que atraer a cualquier macho, lo alejaría. Eso sin contar que el rumor se regaría hasta quedar catalogada como loca.

Por eso Silvia prefirió guardar silencio. Era lo más conveniente para su reputación. La ropa sucia se lava en casa. Y decidió dejar morir a los peces de inanición. La siguiente semana no les dio ni agua... Pero los Oscar no murieron. Por el contrario, se mostraban más ansiosos, más agresivos y hasta más gordos que antes.

Para sobrevivir arremetieron contra las exóticas plantas hasta dejar aquel lecho marino convertido en una estepa acuática. Devoraron los pequeños caracoles, y absorbieron los hongos que se pegaban de las paredes de vidrio.

Como a Silvia le pudo el miedo, ni riesgos de limpiar la pecera. Pronto aquellas aguas se convirtieron en un denso líquido, fangoso y verde, donde apenas si se alcanzaban a distinguir los Oscar. Para acabar de ajustar aquellos peces estaban tan enajenados por el hambre, que cuando Silvia acercaba su cara para tratar de espiarlos, ellos, todos cabreados, aparecían de las turbias aguas para darle cabezazos al vidrio, en una clara afrenta de desafío y provocación.

Finalmente, una noche al regresar del trabajo, con la esperanza de que los peces yacieran por fin muertos en aquella laguna viscosa de su sala, Silvia se encontró con una imagen brutalmente aterradora. Uno de los Oscares, se estaba “ahogando” literalmente, atragantado con el otro Oscar en su boca. Del Oscar ingerido sólo se veía su aleta caudal, moviéndose en espasmos; así, depredador y presa, sufrían los estertores de la agonía, pero se negaban a morir.

El terror que le infundió aquella dantesca situación, despertó en Silvia una recóndita valentía. En un arranque de ira e indignación, metió sin dilación la mano al agua, -ni que fueran pirañas-. Agarró a los peces, y los tiró al tapete para verlos morir definitivamente, para acabar con aquella pesadilla por mano propia.

Con el impacto en el suelo, el Oscar glotón soltó su bocado y ambos peces comenzaron a chapalear, con saltos desesperados. De nuevo invadida por aquel susto mezclado con rabia, Silvia tomó al pez que se iba a comer al otro, salió del apartamento mientras el Oscar se agitaba para escapar y lanzaba mordiscos a los dedos. Entre nauseas de repugnancia lo arrojo por el shot de basura del edificio. Y Silvia por fin sintió un alivio de descanso.

Al regresar a su apartamento, mientras se lavaba las manos con asco, ella que bucea cual sirena y le toma foto a cuanto bicho encuentra en el mar, vio a su gato negro dando saltos desesperados, y a su gata rayada, erizada de terror. Al llegar a la sala, descubrió horrorizada que el Oscar que quedaba, aún moribundo, se estaba tragando la cola del gato negro, agarrado a su último bocado, y no lo quería soltar a pesar de los arañazos del felino.

En un arranque de pánico, Silvia tomó como pudo al gato y lo llevó al shot de basura, manteniendo la distancia, no fuera a ser que el gato la rayara con sus uñas. Allí comenzó a agitar el gato que no paraba de maullar, hasta que el pez por fin cedió, abrió la boca, se desprendió de la cola, y cayó en las oscuras profundidades de aquel túnel de metal. Pero esta vez Silvia no descansó hasta que sintió el eco de la caída en el cubo de la basura metálico del edificio.

Pasó casi un mes para que Silvia venciera su temor, y volviera repoblar la pecera. Ahora solo hay ordinarias bailarinas, todas hembras, tranquilas, tontas y anoréxicas.

Hoy más que nunca, Silvia cree que los únicos que merecen su amor, los únicos dignos de fiar, son su gata puta y su gato bazuquero que permanecen dormidos gran parte del día, soñando. “Hay que desconfiar de quien no sueña, porque la sola realidad, trastorna hasta los peces, para la muestra este botón”, me terminó por confesar.

Finalmente Mascotas.com agrega:

“En cuanto a su alimentación al Oscar se le puede considerar como ictiófago, es decir, comen otros peces. Su alimentación se basa en peces más pequeños que ellos que tienen que tragar de un solo bocado, puesto que al contrario que las pirañas u otros depredadores no pueden despedazarlos… No obstante no se alimentan exclusivamente de peces; no hacen ascos a invertebrados y otros pequeños animales que puedan capturar”, eso ya nos consta.

“Los cíclidos en general son peces voraces, y los Oscar lo son más todavía. Los adultos siempre están hambrientos. Si ya han probado peces vivos puede ser que lleguen a rehusar alimentarse con cualquier otro tipo de alimento, aun cuando se los hubiese acostumbrado para lo contrario ya se sabe: “la cabra tira al monte”. Haberlo sabido antes.

4 comentarios:

  1. jajaja muy bueno Francisco ^^ esta genial !!!

    Gracias

    besos

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  2. Ufff. Coincido con el primer comentario. Tanto este como el del tipo que la realidad del país le arruinó la vida sexual, están muy buenos.
    Saludos Pacho.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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