lunes, 15 de marzo de 2010

La Balada del Tigre (1)


1.

Estamos en la cancha de Manila, son las tres de la tarde. Cielo azul y sol picante. Ocho contra ocho; todos niños de 12 años; el mayor es Tréllez que tiene 16, aunque no le nota porque es más bajito que muchos de nosotros. Bueno se le nota un poquito por el bigote lulero.

Tréllez se viene meleando a medio equipo. Se los va a sacar a todos, pues… ¡Que alguien lo quiebre!, grita el Flaco al verlo acercarse a su portería, a nuestro arco… “No lo dejen patear”, nos unimos al clamor, los que vamos quedando rezagados, tirados en la arenilla, como cristianos vencidos por un gladiador. Pero nadie lo puede parar, juega mucho, domina el cuero. Hasta tiene el descaro de devolverse para hacerme otro túnel. ¡Y lo logra! Moreno bribón, pillo presumido. ¡Metete con uno más calidoso que vos!, provoca gritarle.

Ya en el área, el Flaco sale a achicar, pero Tréllez se cuadra para patear. Y seguro que es gol, si no fuera por el Ciego, que salió de la nada para dañarle la jugada. De un puntazo lanza el balón fuera de la cancha. Todos levantamos la vista, tapando el sol que castiga la vista. De pronto, parecemos más bien jugadores de Béisbol contemplando un home run. El balón cruza la malla de metal y cae en la maleza, cerca de la quebrada.

“Ciego, le figuró ir otra vez”, le dice el Flaco. Pero el Ciego se niega. Está cansado de recoger los balones que bota de puntapié a la quebrada. ¡Todo por cumplir con su labor de defensa líder, de muralla infranqueable! Un día de estos, uno de esos puntazos va a estallar el balón. Y sin embargo, alguien tiene que bajar antes de que las corrientes arrastren el único balón que nos queda, hasta el río.

El flaco es el que baja. Reniega mientras se pierde entre los matorrales. Entre tanto los demás, insolados, buscamos agua para mojar la cabeza y limpiarnos la arena que se encostra en nuestras bocas sedientas. Los más troncos aprovechamos el receso; nos juntamos como cucarachas a conspirar: No volvamos a invitar a Tréllez… No deja jugar… Que se vaya mejor a la Loma a que le den sopa y seco, a ver que hace… Pero… ¿Y entonces cómo cogemos nivel?... (silencio)… Ah, que al menos soltara el balón, pero no raja ni presta el hacha.

Y en esas meditaciones estamos cuando nos damos cuenta de que el Flaco nada que sube. Se perdió el balón otra vez… Tocó bajar a buscarlo, otra vez. Qué pereza, esa maleza da ladilla.

Llamamos al Flaco, pero no responde. Separamos la maleza, más alta que nosotros, buscando ya al Flaco y al balón, el que primero aparezca… Cuidado con las ratas… Mira que si te muerden te da gangrena y te tienen que cortar el pie… y hasta ahí jugaste.

Ciego, es en serio, le figuró ir a la quebrada, o paga el balón. Y acuérdese que ya nos debe tres. Si se pierde este no vuelve a jugar. Así que el Ciego malgeniado se va a explorar, quebrada abajo. Va a ver si el balón se quedó estancado bajo el puente o a si el flaco aparece al menos flotando en esas aguas grises, turbias y pestilentes; lo que primero aparezca. Cuidado con las ratas, que esas si te matan de una infección, bueno si no te caes primero a la quebrada, porque esa te pudre al instante como a los nazis de la película de Indiana Jones.

Los que seguimos peinando el matorral, nos acercamos a una huerta alambrada. Aquel cultivito seco y apestado es de un edificio cercado, que linda con la cancha. Hemos quebrado tantos vidrios de esos apartamentos, que el portero, antes gentil y comprensivo, ahora es un ogro que no nos puede ver ni en pintura. Hasta nos ha hecho tiros con su carabina para que no osemos acercarnos nunca más.

Da pesar ver nuestros viejos balones en los patios traseros del primer piso. Pinchados y desinflados por los furibundos vecinos. Viéndolo bien, aquellos patios de mesas con parasoles y asadores de carbón, parecen un cementerio, el infierno a donde van a parar los balones desinflados.

Mirá, esta planta ya está pelechando, que es eso… ¡Son tomates!, Vamos a meterle el diente. Ni se le ocurra, yo vi cuando el portero los estaba fumigando, tienen veneno… Un mordisco y le va peor que si lo muerde una rata y se cae a la quebrada y traga agua. ¡Buadghh!

Pero entonces vemos al Flaco escondido detrás de un muro derruido, detrás de la huerta. Está de espaldas y jorobado como quien lleva a cuestas una culpa. No le gritamos, nos hacemos señas… Mejor vámonos, otro balón que se pierde por culpa del Ciego, mentimos para tomarlo por sorpresa. Nos acercamos, sigilosos entre la cosecha de tomates, y cuando estamos cerca… Tréllez, experto imitador del portero del edificio, le dice: “Ahora si te cogí, culigado”…

El Flaco pega un salto y se voltea pálido. No me haga nada. Y entonces le vemos la pantaloneta hasta las rodillas, el pipi tieso y las guevitas rojas, imberbes. ¡Pajizo!, le gritan los que no dejan de mirar su pene; “Ocioso, no te pudiste aguantar… pagá motel”, le increpan los que se niegan a verle sus gracias.

A su lado, en la grama, la revista que acaba de tirar del susto, con el sugestivo título: “Sueca”. En la portada hay una rubia, blanca como la leche, de enormes tetas y pezones rozados. Acostada entre sábanas blancas, congelada en una mirada pícara, con una mano en la boca a medio abrir, como quien dice ¡Ups! me pillaron, y la otra sobre su coño, en un ademán de fingido pudor.

Con que en esas andabas, por eso tan calladito, le reprochamos al Flaco mientras se sube los calzones. ¿Y el balón? Cual balón. A nadie le interesa ya el balón… Todos nos lanzamos a coger la revista, como ratas excitadas. Y como siempre, el más aventajado, Tréllez, la toma primero. Venga, preste para acá, que ustedes están muy chiquitos para ver estas cosas. Además a ustedes ni se les para…

(Y ahora que lo dice Tréllez, pienso que mentí al comienzo. Más viejo que Tréllez era el Flaco que tenía 17 años, pero como era tan raquítico y endeble tampoco se le notaba. Es más, parecía más joven que el Mono, su hermano menor, de escasos 10 años).

Pero eso no importa ahora porque Tréllez comienza a ver la revista como hace con el balón; solo, amarrándola y no dejando que nadie más la disfrute. Entre varios nos le vamos encima pero el aprovechado termina por doblegarnos, tirándonos al piso con zancadillas y varias llaves de Taekondo.

Alguno, envalentonado por la ira, se levanta para irse a los puños, que la ponga como sea… que me casque pero al menos le conecto uno en esa cara, y le rompo la revista. Si no es para todos no es para nadie. Pero el Flaco lo detiene con una simple frase: No peleen que hay más…

Y dicho esto, se nos olvida la bronca. Nos lanzamos hacia el muro para que el Flaco nos diga donde hay más preseas de aquel apetitoso tesoro. Hay decenas de revistas enrolladas en los agujeros de los ladrillos. Cada revista está protegida de la intemperie por una bolsa plástica. Toda una hemeroteca porno. Hay para todos los gustos, revistas míticas, hasta ese momento solo conocidas por la mención hecha por los muchachos más grandes del barrio: PentHouse, Vea, Husler, Play Boy, Coño, Garganta Profunda la fotonovela, Oh la la, Katia la ardiente y Lulú la insaciable.

Con fruición, desempacamos las revistas de sus bolsas, y comenzamos a verlas, callados, embelezados por aquellos cuerpos perfectos de gringas rubias y maliciosas, de blancas zorras europeas, de pelirrojas sadomasoquistas, de latinas arrechas, de negras salvajes e indómitas, todas ellas un deleite para los ojos, un temblor para nuestros cuerpo inexpertos. Abiertas de pierna, exhibiendo su húmeda flor, su viscosa concha, su delicada almeja . Y más asombrados quedamos por la envergadura de aquellos enormes penes de machos cabríos, de sementales descomunales, de burros casanovas de tinta. Pecado sería cerrar la boca ante aquellas revelaciones.

A partir de ese momento, nos invadió la curiosidad por ver hasta la última página de todas las revistas, y nos unimos en una fraternidad. Compartimos con avidez y devoción cada cuerpo, como quien sabe contemplar la belleza y exprimirla hasta su última esencia. Leímos en voz alta los hilarantes diálogos y escenas de las fotonovelas, entre risas nerviosas y cómplices. Mientras que el Flaco se perdía detrás del muro a terminar su labor inconclusa.

Recuerdo ahora la historia del mayordomo que regañaba a su patrona por “sucia”, y prometía limpiarle hasta “el lugar más recóndito de su coño”. Mientras que la lasciva rubia, sólo imploraba que la castigara, más y más duro.

Las revistas estaban impecablemente conservadas, inmaculadas, salvo por algunas páginas que estaban pegadas. Cuando tratabas de separarla terminabas por dañar la imagen. ¿Por qué le habrán pegado colbón?, preguntó alguno. Bobo, no es colbón, corregía Trellez, es polvo… ¿Como así?... Es el polvazo del dueño de todas esas revistas. Entonces nos asqueamos y a soltar la revista, remilgados… ¿Y quien podrá ser dueño de semejante biblioteca?

Quien más va a ser… ¡Piri!, dice el Flaco saliendo del muro, mientras se acomoda la pantaloneta. En ese instante llega el Ciego, con los zapatos mojados de quebrada podrida, y portando el balón entre sus manos… Uy muchachos, casi se va al río… Pero yo no voy a pagar más balones… ¿Y ustedes que hacen aquí?... Vamos a jugar… pero entonces le echa un ojo a las revistas, suelta el balón y así de pronto se le olvida el motivo de su sacrificio.

Mejor andá lavate Ciego, que los hongos de esa agua te van a tumbar los pies. Pero el Ciego, revista en mano, no oye, ni ve, ni entiende.


Continuará…

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