jueves, 4 de marzo de 2010

LO QUE TE ROBAN ES LO DE MENOS...


1. TIEMPO:


Las cosas con Natalia no podían estar mejor. Unidos por un amor embelezado, nos manteníamos como siameses, de arriba para abajo. Veíamos las mismas películas, contemplábamos los mismos atardeceres, tomábamos las mismas clases y leíamos los mismos libros, entrepiernados, entrelazados bajo las mismas cobijas. Al caer la tarde, y cuando el sueño nos sorprendía en la calle, ya de noche… también nos hacíamos la misma pregunta, casi al unísono: ¿Tu casa o la mía?

Y aunque fuera la calle nuestro destino, aún así, hubiéramos compartido el mismo lecho de concreto por aquellos días de amor testarudo, exigente, absorbente e insaciable.

Todavía siendo un estudiante, yo trabajaba medio tiempo en la Universidad de Antioquia como comunicador de la Facultad de Artes, y ella también, pero en el Departamento de Extensión Cultural, en el bloque contiguo para acabar de ajustar. Estábamos íntimamente unidos hasta en las sutilizas de la casualidades. Y sin embargo, 4 horas eran demasiado para estar separados en un día, por las inclemencias de una simple jornada laboral; así que a las dos horas, la ansiedad no daba más espera. Impulsado por la necesidad de un beso o un abrazo, yo buscaba algún pretexto para reclamar un receso. De pronto, aparecía en su oficina para retarla: “Nos tomamos un jugo o qué…”

Pero qué jugo ni qué jugo, a mi sólo me bastaba con verla para calmar la sed que sentía por ella. Y lo mismo pasaba con ella. Cuando yo refrenaba mis impulsos, como quien trata de domar un potro arisco, ella no tardaba en llegar desafiante, con un reproche: “Usted es que se cree muy trabajador… acaso no piensa tomarse un jugo conmigo o qué”. Y nos volábamos, sometidos, a merced de nuestras pasiones.

¡Al diablo cualquier obligación distinta del deseo de estar juntos! Así vivíamos aquellos días felices en los que no hace falta ni el aire para respirar porque solo basta el aliento del ser amado. Así vivíamos.

Todo avanzaba viento en popa, hasta que una serie de robos me hicieron perder más de lo poco que tenía. Como estudiante de universidad pública no era mucho lo que ganaba y lo que ganaba lo gastaba con ella y así ella conmigo. Aunque la plata no nos rendía y se dispersaba como arena entre los dedos, no había lamentos ni recriminaciones. Todo era de los dos, como si fuera de uno, como mosqueteros del amor, y así suene muy patético, nunca lo sentimos así.

No escatimábamos en gastos, ni reparábamos en cuentas, cuando de complacernos con comidas exquisitas, fiestas excesivas o caprichos extravagantes se trataba. Y aunque siempre gastábamos más de lo que ganábamos, estaban las mesadas de nuestros padres para completar el faltante. Cuando exprimíamos hasta el último remanente de nuestras raquíticas arcas, pocos días después de la quincena, nos confinábamos en nuestros aposentos, y nos entregábamos dócilmente a actividades más austeras, reposadas y serenas.

Qué no hay plata para salir a rumbiar este fin de semana, quién necesita plata si podemos comprar una botella de vino barato, hacernos unas pastas deliciosas con atún… en tu casa o en la mía… y poner casetes de Tracy Chapman o de Fito Paéz… Qué no hay plata para cine, quién necesita una gélida e impersonal sala de cine si es mejor ver un par de películas de vhs de un alquiladero pirata, unidos en un cálido arrumaco bajo las sábanas. Hasta la televisión, el peor de los programas, la mayor estupidez, adquieren un encanto superior al séptimo arte si nos tenemos el uno al otro.

Lo único reprochable, imperdonable desde todo punto de vista era despilfarrar “nuestro invaluable tiempo” solos, cada uno por su lado. Era una agonía que no podíamos permitirnos y por eso, en los tiempos de escasez, no nos separábamos ni en las obligaciones más tediosas. Con decir que nos acompañábamos hasta en las filas de los bancos, y no se me ocurre nada más harto como ejemplo para demostrar el vínculo tan entrañable que nos unía.

Durante esa época, además de estudiar periodismo y trabajar en la misma universidad, yo también estudiaba Historia en la Universidad Nacional, mientras que ella tomaba clases de Literatura. Lo hacíamos por nosotros, pero sobretodo para hacernos más interesantes, para hacernos más falta, para tener más que contarnos, para tener en definitiva, un torrente inagotable de conocimientos que hiciera fluir, incesante, nuestra admiración y respeto por el otro; caudal perenne del amor mutuo.

Y por eso nos acompañábamos en las bibliotecas a la hora de buscar un libro, discutíamos y revisábamos los trabajos académicos que cada uno debía entregar.

Muchas fueron las tardes en que Natalia me acompañó al archivo histórico del Palacio de la Cultura, para revisar viejos folios judiciales. Invaluable fue su ayuda en la trascripción de copias facsimilares, tratando de descifrar los tipos de letras y abreviaturas de documentos del siglo XVIII, e imitando la caligrafía y arabescos de los textos, a la vieja usanza de aquellos remotos tiempos. Y todo para que yo cumpliera a cabalidad con las entregas exigidas en clase de Paleografía.

También lo hacía por amor; para que esa tediosa labor de escribano no demandara más de mi tiempo, que era “suyo de ella”- como decían aquellos arcaicos documentos.

Sobre todo, más que invaluables, fueron inolvidables, las salidas de aquel confinamiento para encontrarnos con el fin de la tarde en el centro. La vagancia errante sin rumbo por aquellas calles del tercer mundo que nos resultaban modernas y hasta sofisticadas, luego de haber estado sumergidos en la historia pretérita de esta ciudad. Y era una delicia las interminables conversaciones, entre cervezas y copas de aguardiente en bares escondidos de Guayaquil, sobre las felonías que se cometían en el Medellín de aquellos vetustos papeles, y que se siguen cometiendo de manera constante y repetitiva por las mismas gentes.

Ah… cómo olvidar el viaje a pie hasta su casa; ebrios de alcohol y complicidad, acortando camino por el Naranjal hasta Conquistadores. Zigzagueando en medio de talleres mecánicos, como cenicientas antes de la media noche.

Cómo olvidarlo… si fue justo en el Naranjal, donde una noche de esas se cruzaron en nuestro feliz retorno, aquellos ladrones en moto. Las primeras aves de mal agüero de aquella racha de infortunios que me persiguió ese fatídico mes de noviembre.

Jamás se borrará de mi memoria, el momento en que los vimos, a conductor y parrillero, acercarse por aquella calle oscura, solitaria, recién llovida, reluciente de brillos en los charcos. Viniendo en contravía hacia nosotros, mientras les adivinábamos sus negras intenciones.

El susto compartido y contagioso que unió a Natalia y a mi en un solo miedo aterrador, en la misma parálisis que da la impotencia de saberse indefenso, inerme ante dos cualquieras armados y bravucones. Más poderosos con su furia y sus ventajas que cualquier espontánea valentía, que cualquier estúpido arrojo, que cualquier inútil repulsa.

Frente a un fierro en la cabeza no es mucho lo que puedas hacer y menos en una calle desierta y menos cuando peligra la vida de la mujer que amas y menos cuando a una bellaco de esos se le puede ocurrir hacerte lo que quiera, hacerle a tu novia lo que quiera; dar rienda suelta a sus más perversos instintos sin la menor consideración. Por eso, lo único que pude hacer fue ocultar a Natalia detrás de mí, poniéndome como escudo y esgrimir en nuestra defensa, la más triste de las excusas: “No nos haga nada hermano… mire que somos estudiantes de universidad pública y nada tenemos”.

La maleta, la billetera, fue entonces lo que exigieron, azarados, temblorosos, desesperados, mientras el conductor apremiaba al afán, impulsando el acelerador en la cabrilla de la moto, como si fuera un ronco aullido de presión, como si fuera un quimérico insecto hambriento, mitad metal mitad carne, que quería devorarnos vivos.

La maleta no… fue lo que alcancé a responderle sin pensarlo, como un acto reflejo. Inconsciente de que la negativa podía encender aún más su ira, hasta provocarnos una herida mortal. Le di mi billetera, y hasta me quité el reloj de la muñeca como ofrenda para despistarlos. Aunque ya en por esos días a ningún ladrón, por muy miserable que fuera, le interesaban los relojes baratos ni los tenis de la USA.

Y no le podía dar la maleta porque solo contenía papeles; un par de libros prestados de Biblioteca; ¡Qué viva la música!, de Andrés Caicedo e Introducción a la Historia de Marc Bloch, unos cuantos cuadernos de notas y más preciado que esto… las transcripciones de tres meses, de tardes enteras, de trascripciones a mano del archivo histórico; el cartapacio con todas las copias originales, las únicas, que reunidas era la nota final del curso de Paleografía, que debía entregar al día siguiente.

Pero lo más triste… era el resultado del trabajo mancomunado de Natalia y mío; papeles que para ellos serían basura inservible, jeroglíficos que seguramente desecharían en cualquier callejón.

“Déjenme abrir la maleta y les muestro que es verdad”, “Al menos dejen que saque la carpeta y se llevan lo demás”, les dije ingenuamente, como última medida desesperada. Y sin embargo, se hicieron los de oídos sordos ante mis súplicas, fueron ignorantes a mis explicaciones, insensibles ante mi dolor, inamovibles ante el forcejeo con el que me resistí, antes de que me jalaran definitivamente la maleta y se marcharan con mi gran tesoro. Un tesoro que en sus manos no era más que un precario botín; el más paupérrimo que pudieron haber robado en su puta vida de delincuentes de pobres diablos como yo.

Tan ofendido me dejaron, que en lugar de agradecerle a la vida que no nos hubieran lastimado después de tan osado y estúpido enfrentamiento, corrí enceguecido por la indignación tras ellos. Les pedí que revisaran los papeles, que me lanzaran la carpeta. Y la respuesta no se hizo esperar. Detuvieron su moto y la voltearon frente a mí, como un toro picado. El parrillero me apuntó desde la distancia y detonó un disparo que pasó rozándome.

Y ellos que se dejan venir y yo que tomo a Natalia de la mano y salimos corriendo hacia el Metro. Estación Suramericana, como almas que lleva el diablo.

Muertos del susto tomamos un taxi y como era de esos días en que andábamos con los bolsillos vaciados, dejé a Natalia en su casa y me seguí para la mía, para que mi mamá me pagara la carrera.

Como es de suponer el profesor de Paleografía, cansado del sumario de excusas de final de semestre, harto de que estudiantes mediocres inventaran y repitieran en cada grupo la misma historia del robo de su trabajo final, no me creyó. Aceptó a regañadientes extenderme un plazo perentorio para el trabajo “completo” cuando le mostré como prueba irrefutable (que para él era una bagatela) el denuncio del robo de mis papeles ante una inspección.

Así me pasé la primera quincena de diciembre; perdido en laberintos burocráticos, enmarañado en diligencias kafkianas para obtener mis papeles, y encerrado en el archivo histórico, mientras todos gozaban de sus vacaciones entre días soleados y bacanales sin fin. Solo, aislado, sin motivación, repetía como un zombie el trabajo de un semestre, añorando pasar al menos una tarde veraniega con Natalia, quien se negó rotundamente a revivir aquel dejavú insoportable.

Como si ya no fuera suficiente con privarme de su anhelada e indispensable presencia, aquellas noches que iba a su casa, exhausto, con la mirada cuadriculada de documentos y los dedos callosos por el lapicero, Natalia me recibía con mal ambiente y me restregaba el mismo reproche por obstinarme en ganar con un tres raspado una materia que bien podía repetir, antes que preferirla a ella.

“Pero no es tu terquedad ni tu desplante lo que más me duele, es el tiempo que nos robaron y nos siguen robando”, me decía con tristeza en sus ojos.

¡Cómo olvidarlo!

2 comentarios:

  1. Hermoso!!!!

    quiero ser Natalia, puede acaso uno dejar de valorar cada palabra de este escrito? gracias de verdad gracias, me hiciste viajar a travez de tus palabras, fueron como voces que formaban calles en mi mente, como dirian MAGNIFIC!!!

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  2. ahhh pachito, no habia leido tu comentario en mi blog, perdoname las confianzas pero ya que mas da? en realidad te encontre en el subnick de una persona, me parece interesante el modo en que escribes, son largos tus textos y de una narrativa muy elaborada, me gustan mucho y como siempre digo... las personas son limones, se les puede sacar mucho jugo ^^ espero tener de nuevo algo que leer.

    cuidate y se muy feliz

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