miércoles, 10 de marzo de 2010

El día que el Gordo no podrá olvidar


El Gordo siempre chupó banca. Lo metimos en el equipo porque mi mamá me amenazó que si él niño no jugaba yo tampoco. Así que por decisión dictatorial, el Gordo terminó siendo el eterno suplente. No tuvimos otra opción. Al comienzo de cada partido le prometimos que cuando fuéramos ganando, ingresaría al terreno de juego. Pero siempre se presentaba algo. Era como si el destino se opusiera a su debut. Y así fue hasta la final del campeonato cuando Vampiro, desesperado, le dijo: “Gordo, entre y haga bulto, mijo”.

Cuando Vampiro supo del torneo, corrió a mi casa para decirme que esta era la oportunidad para desquitarnos de los “Pibes de la Loma”; los que siempre nos bailaban, los patiamarillos, que tenían el barro pegado en los pies de tanto jugar descalzos.

Vampiro era un adolescente prolongado: flaco, alto y maletón, de piel gris, barroso con ojeras y frenillos, que soñaba con ser técnico de fútbol. Aunque en realidad Vampi quería ser empresario caza talentos y taparse de plata. Vago por vocación, cada año entrenaba niños en su “Semillero” con la ilusión de venderlos como arroz a equipos de ascenso. Pero en el barrio no había con qué hacer un caldo, ni de arroz, que es el caldo oficial de los pobres.

Aunque la vieja Herminia, cansada de herniarse, ya se había resignado a cargar con un hijo inútil, Vampiro no perdió la fe. Aguantó las derrotas y las burlas de los viejos Lomeños, presumidos en su tradición de ser una cantera de figuras para la liga profesional.

Pero la historia iba a cambiar, decía vampiro, convencido de que nosotros por fin estábamos listos para ser los pioneros de una nueva época. Con un poquito de fundamentación táctica, entrenamiento aplicado y comprar a uno que otro árbitro, el equipo por fin iba a ocupar un lugar en las páginas deportivas del barrio, que hasta la fecha estaban en blanco.

Embriagado por esa ilusión, Vampiro llegó a mi puerta, para que fuera el bat center del equipo, el capitán, el líder.

Ahí es cuando entra mi mamá exigiendo que a mi hermanito lo metan a las buenas o a las malas o yo no juego. Ahí es cuando entra el Gordo. También es cuando a Vampiro vio desmoronarse su sueño de la selección ideal, del equipo de las estrellas.

Como Vampiro no sabía que hacer con el Gordo, lo nombró su asistente personal. Lo engatusó, y terminó por delegarle la “delicada” función de conseguir patrocinio. Le advirtió que si no había uniforme, el equipo no podía jugar. Entonces a él le tocaba, con todo el dolor del mundo, entregarle el equipo a un empresario para que definiera quien iba a jugar, y no le podía garantizar al Gordo que llegara a tocar el balón. Sin embargo, el Gordo estaba muy chiquito para entenderle la carreta y aceptó el encargo. Mientras tanto nosotros reuníamos el resto del equipo.

Durante una semana, en las tardes, acompañé a Vampiro a convocar jugadores que ya había fichado durante muchos años atrás. Mi compañero en la defensa era el Ciego Fernández, que debía jugar siempre con unas gafas gruesas de lente verde, culo de botella… ¡Pero qué defensa!… Una muralla. Su único problema era que no podía calcular bien en los tiros de esquina y en vez de darle al balón, terminaba abriéndole la cabeza al delantero que marcaba de un cabezazo.

Los marcadores, por su parte, eran unos gemelos evangélicos y maldadosos: Tobías y Mateo. Uno zurdo y el otro derecho. Juntos pero no revueltos como el agua y el aceite. Hijos de una prima de Vampiro que se casó con otro primo de la familia. Esta aberración familiar, este pecado contra natura, había hecho a los mellizos una dupla de engendros. Pura dinamita. Se mantenían peleando y nunca tomaban en serio a Vampi, al que con le decían fracasado y lo hacían decir: “Soy la desgracia de la familia” o se negaban a jugar. Sin embargo, a Vampiro nunca le importó perder la dignidad con tal de armar su equipo.

Los volantes de contención eran los únicos pagados del equipo, Calilla y el Pecoso; unos gamines a los que Vampiro les daba plata, por partidos, por goles y hasta por ir a entrenar. No hablaban mucho, y en lo poco que decían siempre soltaban un sartal de palabras soeces. Pero con la ilusión del pago, comían callados y la metían toda. Incluso en las prácticas, nos dejaban lesionados por varias semanas, tal era su hambre… de gol, por su puesto. Los gamines eran los únicos que fumaban, y eso que eran los más pequeños del grupo. Si mucho tendrían once años y se soplaban hasta las cuzcas.

Los volantes de Creación eran el Negro y Balín, que vivían detrás de la quebrada, en Manila. Estaban fuera de los límites del barrio, pero aceptaron ser nacionalizados, por la bronca compartida que le cargaban a los Lomeños en la escuela. Se sacaban a medio equipo en una baldosa, pasaban el balón como si fuera con la mano, y se venían haciendo paredes desde nuestro arco hasta el pórtico rival. Por hacer amagues, humillar a los contarios y hacer la de sobra, siempre perdían el balón. Y tampoco es que tuvieran mucha idea de sacrificio para regresar a ayudarnos en la recuperación.

Pero el diestro en amarrar el balón sí era Tréllez, el puntero izquierdo. Un jugador de calle, bajito, moreno y con chaquiras, traído de contrabando desde Manrique Oriental. Se mantenía con los tenis rotos de tanto jugar fútbol. Incluso Vampiro le renovaba el calzado cada mes.

Tréllez siempre tenía una jugada exquisita a flor de guayo. Sabedor de su talento innato y de su superioridad, no soportaba hacer un gol feo. Él mismo se levantaba el balón, se habilitaba, para hacer chilenas y mediavoleas y se daba el lujo de comerse goles prácticamente hechos. Por esa necedad lo sacaron hasta de las inferiores del Nacional, su equipo soñado. Era, a fin de cuentas, un talento truncado por la rebeldía.

El otro delantero, era el Rey de los penales… Reynaldo Palacio Mena, un negro (morado) que se sacaba a los defensas de milagro. Ni el mismo sabía cómo, pero su quiebre de cintura y sus enganches en la línea del “cornel”, despistaba defensas y engañaba árbitros. Los goles siempre los hizo con puntazos de uña enterrada y con la espinilla; no le daba con el empeine porque sufría de juanetes a sus escasa edad.

Y de mi, Vampiro decía que tenía cabeza de piedra y piernas de gacela.

Pero el arquero era el mejor de todos. Luis Bizconti. No era Italiano, era bizco. Nadie sabía cómo pero tenía la precisión de un relojero y volaba de palo a palo como la ardilla voladora del álbum de chocolatinas. Su único defecto era su debilidad por el Trespatadas: un bagazo de vino barato al que se volvió adicto, y que lo emborrachaba tanto que veía doble; en su caso cuádruple.

Con el equipo completo, Vampiro no se tomó el trabajo de buscar suplentes. Así que el Gordo fue declarado oficialmente el dueño indiscutible de la banca. Cuando le advertimos a Vampiro la necesidad de unos jugadores para reemplazarnos en caso de lesión, Vampi afirmó confiado que a nuestra edad estábamos físicamente preparados para recibir leña sin consecuencias graves. Y no hizo nada al respecto. Es más, aprovechó esta excusa para despachar al Gordo del equipo, al asegurar que ya había conseguido el patrocinio con su mamá que era confeccionista.

El muy taimado lo tenía todo previamente calculado. Pero el Gordo también había conseguido un patrocinador, y mucho mejor. Aprovechando su encantadora picardía de obesito bonachón, logró que el dueño de una pizzería famosa, se enterneciera con la propuesta de apoyar a un equipo de niños y nos diera uniformes con guayos y todo.

Vampiro se resistió, pero no hubo oposición que valiera cuando el Gordo nos dijo que por cada partido que ganáramos nos darían una pizza jumbo, del sabor que quisiéramos. ¿Hawaiana? Si. También hawaiana.

Herido en su ego, Vampiro nos puso a escoger entre el Gordo y él. Pero para cualquier niño, harto de nutritivas sopas de mamá, la razón siempre va a estar de lado de las pizzas. Para mayor indignación de nuestro mentor, nos terminamos inscribiendo como “Los redondos”, por exigencia del pizzero, como un homenaje al gordo.

Antes del torneo ensayamos estrategias que Vampiro trataba de inculcarnos. Pero todas fueron un fracaso. El Gordo era el único aplicado pero a Vampiro no le importó. Aún así, ganamos los 8 partidos amistosos que se programaron con selecciones de colegios de la zona. En ninguno pudo jugar el Gordo por lo apretado de los resultados. No teníamos táctica pero sí comunicación de sobra a través de la pelota, y un aliciente más poderoso: muchas, muchas ganas de comer pizza gratis.

Para ganarse su puesto, cuando uno de los nuestros cayera víctima de una lesión, en casa, el Gordo comenzó a ver partidos de fútbol, grabados en Betamax por un tío solterón, y a practicar solo hasta bien tarde en la noche con una pelota de caucho. Por las mañanas, al despertar, lo descubría haciendo abdominales y flexiones. Incluso le pidió a mi papá que le comprara un libro sobre fútbol para aprender estrategias y jugadas. De no ser por su edad, podría jurar que el Gordo llegó a tener más fundamentación técnica que el propio Vampiro.

Un día antes de comenzar el torneo, Vampiro nos reunió para la concentración psicológica. Nos invitó a helado de ron con pasas y nos preparó para la meta: llegar a la final y darle con todo a los Lomeños. Esa invocación despertó nuestro espíritu competitivo. Atrás quedarían los años de humillación, nunca el barrio tuvo un equipo tan compacto, tan lleno de deseos de revancha. Por primera vez, nos sentimos vencedores, y nos entregamos a la celebración anticipada.

En la placa deportiva, Calilla y el Pecoso fumaron unos tabacos; Bizconti sacó una garrafa de Trespatadas que consumimos con avidez; bajo los efectos del alcohol, los gemelos se pidieron perdón por todo lo malo, y se abrazaron jurándose que se querían mucho; Tréllez y Reynaldo, por el contrario, se fueron a las manos porque Tréllez le dijo a Rey que no le iba a ganar de negro cuando ni siquiera le sabía pegar al balón. El ciego y el bizco trataron de separarlos pero sus problemas visuales terminaron dándose golpes ellos mismos. Mientras que el Negro y Balín, después de dar una de sus acostumbradas “vueltas”, no pararon de reír. Reían tanto que terminaron con los ojos rojos. A mi el mundo me mareaba demasiado como para levantarme y dejar de ver las nubes. Mientras que el Gordo seguía en la cancha, solo y obstinado, probando y probando tiros de media distancia con pelota quieta, en movimientos, haciéndose pases con el muro, como un autista. Pero aunque el Gordo era el único apto para jugar al día siguiente, no tocó el balón.

El primer cotejo lo empezamos con el píe izquierdo, perdiendo por goleada, ante los que rápidamente fueron los coleros del torneo; con solo un triunfo, contra nosotros. Pero a causa del insoportable guayabo, del dolor de cabeza por el sol, y del reguero de vómito en mitad de cancha, a nadie pareció importarle.

Después de las esperadas recriminaciones de Vampiro, y sentir nauseas con revoltura en el estómago, el Gordo encontró algo que pudo consolarnos. ¡Ganamos!, llegó diciendo a la Pizzería para reclamar nuestro premio. Esa fue nuestra primera pizza y la mejor motivación para levantar la cabeza y seguir adelante.

Sin embargo, en la primera ronda, sólo ganamos dos partidos; uno por autogol del otro equipo en el único contragolpe que logramos hacer, cuando estuvimos todo el tiempo cercados como gallinas, y el de la clasificación; gol espinillero de Rey, por rebote, en el agónico minuto final, cuando ya todos habían perdido las esperanzas.

Los demás partidos los empatamos y a duras penas, porque Tréllez nunca la soltó. Se pasó cada juego tratando de hacer la chilena de lujo y el escorpión que nunca hizo. El Negro y Balín, muertos de la risa, desperdiciaban los tiros con amagues al arquero y los enviaban al palo de mangos. Incluso el Ciego y yo tuvimos que frenarlos a pata, cuando en un arranque de bufonería emprendieron un ataque contra nuestro propio equipo y por poco, si no hubiera sido por una voladora magistral de Bizconti a la telaraña del pórtico, nos meten el mejor gol del torneo.

En el medio, Calilla y el Pecoso no paraban de toser, corrían dos metros y se asfixiaban y aún así no podían dejar de encender cigarrillos en el entretiempo. Del medio campo en adelante no tuvimos nada. Así que a los gemelos no paraban de alegar entre ellos por no regresar a tiempo y dejar la defensa sola. Por eso al Ciego y a mi, nos tocó aguantar y jugar al rechazo porque todos los partidos estuvimos encerrados.

Si no hubiera sido porque Bizconti estaba purgado, fijo se emborracha y nos eliminan. Pero hay que reconocerlo, Bizconti sobrio no veía doble, veía por dos. Y atajó hasta las naranjas que le tiraban desde el público, como aquel excelso arquero Lorenzo Carrabs.

A pesar de que siempre le exigimos cambios a Vampiro, para que hiciera valer su autoridad y sentara a uno de los charlatanes del medio, o a Tréllez por personalista y no soltar el balón, él prefirió dejar al Gordo en la banca y asumir la derrota.

En vista de los repetidos desplantes, el Gordo no tuvo más remedio que volverse un aguatero honorario y calentar preventivamente, cada vez que un contrario le hacía falta a uno de los nuestros. Pero así no jugara, nunca hizo un reproche. Ni una recriminación salió de su boca, ni una mirada rencorosa pobló su mirada; ganarámos o perdiéramos siempre llegaba con la misma sonrisa a la pizzería, diciendo: ¡Ganamos!...

Cuando nos traían la pizza, embelesaba al dueño con el relato de pasajes de cada partido como si en realidad las jugadas de Tréllez se hubieran convertido en gol; como si los volantes creativos lo hubieran tomado en serio; como si los de contención hubieran recuperado los balones; como si los marcadores hubieran enloquecido a la defensa contraria con pases exactos de lado a lado.

Así llegamos a segunda ronda, de milagro y comiendo pizza con mentiras solapadas, alcahueteadas por el Gordo. Cuando nuestra gula estaba saciada, la culpa nos acusaba y todos en alguna ocasión, le repetimos al Gordo la misma promesa: “En el próximo partido lo ponemos a jugar Gordo así Vampiro se desangre de la ira”. Pero llegaba el partido y nadie quería salir. Al final, eso sí, todos se acordaban del Gordo para ir a llenar la barriga.

Vampiro por su lado, cada vez se apagó más, porque todos le hacíamos caso omiso a sus indicaciones. El equipo ensueño terminó convertido en una pesadilla. Aquel grupo unido se volvió una caterva de muchachos desganados dando tumbos en una cancha, en un afán desesperado por tener la pelota. Para ese momento, el Gordo era el único creía en nosotros. Hasta que en las semifinales, un buen día el Gordo se cansó de esperar que lo pusieran a jugar, al menos los últimos minutos, y no volvió. Solo así comprendimos la falta que nos hacía el gordo, y la pizza y sin decirnos nada, volvimos a jugar como sabíamos.

Esos tres partidos fueron gloriosos. No comimos pizza pero Tréllez hizo su anhelado gol de chilena; Balín se sacó a medio equipo, esta vez al equipo contrario, y metió el mejor gol del torneo. Los gemelos no dejaron de pelear, pero su furia se les volvió temple para proyectar el equipo, y los dos gamines de contención fueron un dique ante las mareas invasoras. El único problema fue Bizconti que dejó las pastillas y volvió al Trespatadas. Tapó tan borracho que nos confesó que se sentía fusilado por los tiros de 4 delanteros al tiempo, y no sabía a cual balón tirársele. Al final pasamos con fama de campeones.

Nuestras victorias llegaron a oídos del pizzero, quien nos informó que asistiría a la final. Preguntó por el Gordito y nosotros le dijimos que era el goleador. Nuestro patrocinador se llenó de más ánimos y nos sentenció: “Espero que el día de la final lo pongan a jugar porque gracias a él es que ustedes están vestidos y comidos”. Ahí todos tragamos en seco y buscamos la manera de que el Gordo regresara. Pero el Gordo no quiso ni hablarnos.

Como se esperaba, el partido final fue contra Los Lomeños. La mayoría morenos, altos y fornidos, y va la madre si no se pasaban de la edad. Los más pequeños eran enanos maliciosos. Allí encontré a Fredy, un excompañero de la escuela al que la señorita Gabriela, la directora, le decía: “Ay Fredy esa maldad tuya es la que no te deja crecer”.

El primer tiempo fue una batalla campal: Patadas iban y venían, pero no les dejamos hacer ni una, no les comimos de fuerza, no les dimos ventajas ni espacios y los humillamos a punta de clase. Nuestro honor estaba en juego y no íbamos a permitir que lo mancillaran de nuevo. Vampiro, nervioso, no paró de tomar aguardiente; pobrecito, era su desquite por los años de burlas, pero bebió tanto que durante el entretiempo hablaba en letra pegada… Solo pudo anotar: “Ganen muchachos, por lo que más quiera, ganen…”

En el segundo tiempo, el partido se calentó más… Uno de los mellizos se dejó provocar de Fredy y los expulsaron a los dos. Después Calilla se ofendió porque le cogieron la camisa, pero el árbitro pitó falta a favor de los Lomeños. Entonces le gritó al juez que esta comprado y lleve la roja. Por acumulación de amarillas el Negro salió del campo faltando quince minutos. Nos encerramos. Había que aguantar la arremetida y el bombardeo de riflazos y patadas hasta la resolución desde el punto penal.

De pronto, al Ciego le tumban las gafas, no ve al zaguero izquierdo, reacciona tarde y penal a 5 minutos del pitazo final. Roja para el Ciego, quien sale alegando y manoteando. Cobra el portero del otro equipo. Bizconti, más sobrio que nunca lo espera lo enfrenta con su mirada estrábica y lo asusta. En esas llega el Gordo y le da aliento a Bizconti. Todos le sonreímos y le pedimos, como a un talismán, que haga bastante fuerza.

El otro portero se apresta a cobrar. Chuta a donde le duele a los que tapan, pero Bizconti vuela, increíble, y lo saca a la línea final. Todavía hay esperanzas… Tiro de esquina. El balón se levanta y el de contención de ellos le cae encima a Tréllez, que baja a defender. El balón lo atrapa Bizconti pero Tréllez queda en el piso lesionado. Pide cambio, pero Vampiro le exige que se levante. Tréllez no puede… Lo sacan de la cancha cojeando. Entonces el pizzero grita: “Metan al gordito” y el público no tarda en unirse a su clamor: “¡El gordito, que metan al gordito!”; los de nuestro barrio lo hacen por cariño y los Lomeños, también; que vamos a inventar, el Gordo era muy popular en la escuela y en el barrio. Bueno, algunos lomeños fastidiosos gritaron para burlarse de nosotros. Pero ahí es cuando Vampiro pela los colmillos; de pura pica y desesperado, le dice: “Gordo, entre y haga lo suyo que no vamos a perder por W”.

Sólo hay que resistir 5 minutos. Los Lomeños se vienen encima, el arquero en la mitad de la cancha y el resto del equipo nos encierra. Remate tras remate como una metralleta y Bizconti que está en su mejor tarde. Reinaldo rechaza con la espinilla, el gemelo y yo sacamos tiros de la línea; todos bajo el arco. Entonces Bizconti le dice al gordo que suba a la mitad de la cancha. El gordo insiste en defender. Pero nuestro portero le dice que se suba, que en el área nos estorba es a nosotros.

El gordo sube. Uno y otro tiro de esquina en seguidilla hasta que por fin Bizconti toma la pelota y despeja. Lanza un balonazo certero que cae en las piernas del Gordo, el arquero está salido. Regresa de espaldas. “Patiá Gordo, Patiá”, le grita Vampiro… El Gordo, se cuadra mientras un gorila corre hacia él sin compasión. “Patiá, Gordo, Patiá”, le decimos todos. Y el Gordo cierra los ojos y patea con todas sus fuerzas… El Balón dibuja una curva en el aire, el arquero retrocede y resbala… Se cae. No hay nada que hacer… El balón se dirige a hacia la portería… y ese… ese fue el día que el Gordo no podrá olvidar.


Fe de erratas:

Así lo hubiera querido recordar el Gordo, pero la realidad fue bien distinta…

Al partido no fue el dueño de la pizzería, y si había tres Lomeños viendo el cotejo era mucho. Terminamos jugando en un potrero de cancha en San Lucas, terreno Lomeño, ya que era la única cancha buena en todo El Poblado.

Efectivamente, tras la expulsión de casi medio equipo nuestro, a Vampiro no le quedó más opción que meter al Gordo. Bizconti si hizo subir al Gordo al medio campo, porque ya estaba cansado de tener que tapar la mayoría de sus rechazos.

Así que el Gordo si recibió el balón, pateó y dejó tirado al arquero en su regreso. Pero el balón pasó rozando el palo derecho y… no entró.

Pudimos haber ganado por el gol del Gordo, pero acabó el partido y perdimos en los penales: 4 a 0, ya que todos los que quedamos para cobrar nos los comimos enteritos.

Ah, y no era la final, era el partido de clasificación de la primera ronda.

Así que volvimos a nuestro barrio, con el rabo entre las piernas, derrotados, sumando una página más en blanco a la ya intrascedente historia del fútbol de nuestro barrio. Y para colmos, cargando hasta el bus a Vampiro, nuestro D.T., completamente enlagunado de la borrachera, y llevándolo a cuestas hasta las manos de Doña Herminia, en su casa.

Sin embargo, para subir la moral, al Gordo se le ocurrió una idea genial:

¡Ganamos el torneo!, eso fue lo que llegó diciendo el Gordo en la pizzería ese día, acompañado por toda aquella caterva de niños muertos de hambre que éramos nosotros. El dueño de la pizzería, que nunca dudó de la honestidad del Gordito, nos dio doble porción de pizza hawaiana para celebrar aquella fecha inolvidable, histórica, un hito en aquel barrio de troncos. Héroes de una hazaña que ni siquiera los mayores habían podido alcanzar.

¿Y el trofeo?, ¿y las medallas?, fue la pregunta apenas lógica que nos hizo el dueño de la pizzería.

Ay, nos pillaron, pensamos todos; compartiendo un silencio cómplice, ya hostigados de comer tanta pizza. Pero el Gordo salió del paso como todo un crack. Gambetió la encerrona, y esta vez, se anotó un golazo que nos salvó el pellejo: “Eso nos los entregan la semana entrante, en la clausura de las Olimpiadas. Pero esté tranquilo que nosotros le traemos el trofeo”.

Gracias a esa promesa, sólo nos quedó una opción, para no tener que pagar las 10 pizzas jumbo y las malteadas que nos habíamos tragado en ese mes.

Al otro día hicimos una “vaca” entre los miembros del equipo, pero como era de suponer ninguno tenía ni un centavo. A Vampiro le duró la resaca una semana y después no quiso saber más de nosotros. Por eso nos dimos a la tarea de hacer una rifa de una botella de aguardiente, un pollo de Kokoriko y una caja de alkazetzer, "que juega el próximo viernes por la lotería de Mdellín". Con aquel fabuloso premio, tratamos de asegurar al menos la venta de la mitad de las boletas.

Nos pasamos una semana, saliendo de la escuela para ir de casa en casa, de tienda en tienda, y de cantina en cantina. Vampiro fue el único que no quiso comprarnos una boleta. Con los fondos recolectados, mi hermanito y yo nos fuimos al centro en bus, en busca del almacén El Deportista. Entonces el Gordo le preguntó al señor que atendía: “¿Aquí hacen trofeos?”…

Así que ese trofeo que todavía está expuesto en la pizzería. El que dice: “Campeones de Fútbol. Categoría Infantil. XV Olimpiadas de El Poblado. Inder. Alcaldía de Medellín. Año tal”, ese el es premio que nos mandamos a hacer ese día. ¡Mandamos es mucha gente! Mandó a hacer el Gordo, mi hermanito; un genio para ganar partidos sin haber jugado.

El premio al único torneo que ha ganado un equipo del barrio… el justo homenaje y recompensa al día en que el gordo casi mete un gol de campeonato, un día que el gordo nunca podrá olvidar.


1 comentario:

  1. Hola Francisco.
    basicamente paso por aca a quejarme, me tienes avandonada, si no comentara tus escritos no crearias mas?
    me gusto tu historia y esperaba tener algo que leer hoy, ayer, antes de ayer. Dios son como 5 dias desde que no leo nada de tu parte.
    Pachito se bueno y escribeme por favor, se me ahce divertido leerte y creo que tambien se me hizo un habito... Gracias

    Que estes muy bien

    ^^ besos

    ResponderEliminar