sábado, 6 de marzo de 2010

PERDER ES GANAR UN POCO....

“Este año sí…" Eso fue lo que mi papá repitió durante 53 años, pero su equipo del alma, “El Poderoso”, nunca le dio un título en vida. Creo que cuando tenía como 2 años, cuando el equipo quedó campeón, pero si no tienes uso de razón no vale, no importa.
Así que le tocó vivir con la sumisión del perdedor y morir con la ilusión intacta. Y sin embargo, nunca perdió la fe.
Amó a su equipo como una madre quiere a un hijo bobo. Aguantó cual martir burlas de todas las calañas, y se enfrentó a “malandros verdes”, para defender el honor de un equipo tan mancillado como perra callejera.
Negaba que su equipo tuviera “La Maldición del Garabato”, porque solo creía que había racimos de gente como él; que nacen para sufrir. “Perder es ganar un poco”, dijo Francisco Maturana. Papá lo sabía, y por eso decidió que tenía dos equipos para perder: su adorado Rojo y la selección nacional de Colombia, a las que juró la fidelidad de quien jura a la bandera.
Para sentirse ganador, buscó consuelo en un mundo de quimeras; habitado por las leyendas del fútbol mundial, a las que adoraba con mística. Mostró una terca fascinación por las causas perdidas, y por aquellos seres signados por la adversidad, que lograban gambetear a la fatalidad.
Solía decir que el mejor jugador de fútbol, de todos los tiempos, tenía la pierna izquierda inclinada hacia adentro y la derecha 6 centímetros más corta. Aún así jugaba con más alegría que Pelé y más magia que Maradona. ¡Y ay de quien osara contradecirlo!
Como mamá decía todo el tiempo que el viejo exageraba las cosas, yo no le creía, a pesar de ser un niño que creía en Superman. Hasta que una tarde, cuando le conté a mis amigos lo que papá me dijo, me miraron indignados. Les parecía increíble que no supiera nada sobre Manoel Francisco Dos Santos, ¡Garrincha!, “el pájaro feo”, el niño pobre que venció la polio, por el que no daban ni un cruzado y le dio 2 títulos mundiales a Brasil; el rey de la banda derecha, el de los regates y las fintas, el mismo lisiado que hacían chocar a sus rivales y reir a la gente; el mejor payaso de ese circo llamado fútbol.
Desde ese momento comprendí que papá era el juglar de un mundo maravilloso, hasta entonces desconocido por mi; un niño enclenque, con los ojos cuadrados de ver televisión, asmático y fóbico al deporte.
Experto en derrotas, la mayor decepción de mi padre fue que nunca le manifesté, como el resto de los niños normales, mi intención de ser futbolista. Recuerdo que trató de inculcarme la afición de patear una pelota. Pero no tardó en desistir ante los berrinches que le hice cuando quiso alejarme del televisor. “Déjalo, que el niño, por su propia cuenta, te va a pedir que jueguen”, intercedía mi madre. Pero el viejo se quedó esperando.
Frustrado por mi indiferencia, trató de hacer que el fútbol me entrara por los ojos. – Cada Domingo en la tarde, pegaba la oreja a un pequeño radio de transistores. Hacía tanta fuerza que terminaba con tortícolis de violinista-, pero entonces, quiso ver los partidos en la tele conmigo. Trató de jugar en mi propio terreno, pero cuando me cambiaba el canal, yo estallaba en berridos de mono. Mi mamá, dejaba de coser y lo regañaba. “Dejá de presionar al niño”… Y él se marchaba a escuchar el radio, solo, en el patio trasero. Y sin embargo, no se rindió.
Días después, apareció con un álbum para que lo llenáramos juntos. Pero de nuevo le colmé la paciencia. Empapelé el baño con “Caramelos” de 86 jugadores; incluso me compró el uniforme de su adorado Rojo, pero como esa camisa era sinónimo de perdedor, preferí vestirme de marinerito, al gusto de mi madre, así quedara en duda mi incipiente virilidad. Hasta que dejó de insistir.
Se tornó lacónico, irritable y amargado. Las pocas veces que me hablaba, solo me decía: “Estudie mijo, que si no puede ser futbolista al menos que sea doctor”. Entonces me escrutaba en silencio. Él, un administrador de cantinas y exdefensa de su adorado equipo en sus años mozos, siempre guardó la esperanza de transmitir esa pasión que le hervía la sangre, pero estaba derrotado por ese niño que era yo.
Parecía como si el destino se opusiera a sus anhelos, hasta la noche en que llegué a la sala y le pedí que me hablara más sobre ese tal Garrincha. Esa fue la única vez que vi llorar aquel gordo bajito y calvo, de barba roja.
Para celebrar, papá se pegó una borrachera descomunal la noche siguiente. Cuando abrí la puerta de la calle, lo encontré tambaleando, sonriente y sin camisa, mostrando su enorme barriga. Tomó aire para recibir la cantaleta de mamá. “¿Cuál es el ejemplo que le estás dando a tu hijo?”, le recriminó. Pero el viejo no le contestó. En cambio, me soltó una historia en letra pegada de borracho…
Durante el Mundial del 58, en Suecia, Garrincha compró un radio muy caro. Mario Américo, el masajista de la selección, le aseguró que ese aparato no le iba a servir en Brasil, porque solo transmitía en sueco. Garrincha, ingenuo, se dejó convencer por el taimado masajista y le vendió el radio por una miseria.
“Esta noche tu papá perdió la camisa en una apuesta de fútbol,- me confesó el viejo,- ¿Y sabes por qué perdí?... por lo mismo que Garrincha… por guevón, pero vos vas a ser más vivo que nosotros”. Me mató el ojo, miró a mi mamá y le dijo: “Ahí está mi ejemplo, mujer”.
De ahí en adelante, se afianzó en nosotros un vínculo tan entrañable como el del arquero y su pórtico. Comenzó a aderezar mis noches con historias increíbles sobre jugadores míticos… Llegué a creer que el Caimán Sánchez era un ser mitológico con cabeza y torso de cocodrilo y piernas de delantero, medias abajo y guayos raspados. Me narró por entregas cada uno de los mundiales, donde el sueño de Babel era posible. Y me reveló lo impensable. Nuestra selección Colombia ya había estado en el Mundial del 62…
De pronto, viajo en el tiempo. Los nuestros pierden contra Rusia tres a cero, a los 11 minutos. Un gol siquiera parece una hazaña. El legendario Lev Yashin, la Araña Negra, ha tejido una red impenetrable en su pórtico. Cuando todo está perdido, nos acordamos de jugar y viene el primer gol. ¡Si se puede, si se puede! Ellos no se amilanan, bailan de nuevo su polea, pero llega el segundo nuestro. ¡Los milagros existen! Tiro de esquina y Marcos Coll se inspira, lanza una comba irreal. Gol olímpico, el primero, el único hecho en un mundial. ¡Dios es Colombiano! Pero luego se vendió a los rusos como buen colombiano. El cuarto gol de los rusos desvanece nuestras ilusiones. Como buenos patriotas aceptamos la derrota. Un tal Klinger anota en el minuto 86. “Perdimos 5-3” le digo a papá. Pero no, Klinger es colombiano, quien lo iba suponer con ese apellido. Empate agónico. 4-4 para la historia. Desde entonces, dice papá, los rusos juegan con una camisa marcada con las letras CCCP: “Con Colombia Casi Perdemos”.
A partir de aquella noche le exigí que me hablara de esos años cuando nuestro fútbol fue un tesoro de excesos y despilfarros, de capos mafiosos, exportando marimba para traer jugadores. Los gloriosos años de El Dorado. Pero mi mente infantil solo imaginaba aquellos torneos como gestas de gladiadores, donde pequeños David evadían hordas de agresivos Goliats con jugadas sobrenaturales, y terminé por pensar que el cielo tenía forma de estadio. Hasta que una tarde Papá me llevó a conocer el cielo.
Su adorado equipo, El Poderoso se enfrentaba al Nacional. Me preparó para la ceremonia. Me habló de las posiciones y funciones de cada jugador, me dio estadísticas de las nóminas de su equipo, y me instruyó sobre las reglas, faltas y penalidades. Preparó mi alma nueva para recibir la gracia bautismal del fútbol, en un día de clásico.
Aún me parece ver a Mamá conmovida, pidiendo pollo y diciendo: “Es que su papá fue bat center”, y luego pregunta que es un bat center. Papá y yo reímos, cómplices, como miembros de una secta secreta. Papá se pone sentimental y me confiesa, con lágrimas contenidas, que hubo tiempo en que fue flaco, le sobraba pelo y jugaba en la profesional, - difícil de creer- pero así fue.
Le llamaban “El Oxidado Saldarriaga” por pelirrojo. “Pero no era defensa, me aclara, los defensas son destructores; él fue bat center, con gol”. Jugó para su equipo del alma, que por aquellos días era patrocinado por Vicuña, una textilera de judíos, donde trabajaba; jugaba en el equipo de una textilera igualito que Garrincha.
Según papá, pudo ser el mejor bat center de su época, pero fue una promesa truncada por la pata de la Muralla Castillo, un negro de dos metros del Millonarios, traído de Tumaco para apagar estrellas. No quedó sirviendo ni para probar guayos.
Pero eso es historia patria. Ya estamos en el estadio, en pleno clásico, Las tribunas están atiborradas de gente de todos los pelambres. Nunca antes había visto tanta gente reunida. Antes del pitazo inicial papá me dice: “Ahora vas a ver al mejor equipo del mundo: El rojo”. Pero esa tarde, quien se robó mi corazón fue el verde…
El equipo era un relojito, los jugadores piezas de precisión. Artesanos pletóricos de la misma magia con la que papá me había ilusionado cada noche. Y aquel gol. El primer gol que vi en el estadio, saboreado en vivo contra el rojo, me convirtió a Sapuca en una leyenda. Tejido desde el medio campo, con pases cortos. Una finta del defensa que recupera, ¡Qué mago, ni la vio!, comienza el contrataque, una gambeta del lateral sobre la banda derecha, ¡lo dejó sin cintura!, la recibe el creativo, ¡Vamos maestro! Y un túnel al volante de contención, ¡Ponéte los calzones!, le gritan al volante rojo. El desborde del 10, evadiendo más rojos, ¡Mirá al petizo que esta solo, levantá la cabeza, soltala! Pase al vacío. El puntero izquierdo recibe de pecho, fabrica el espacio, se viene el arquero rojo al achique, y él quiere hacer una demás, ¡pateá, no la amarrés, mirá que vienen con guadaña por detrás, pateá Y patea. El tiro que por poco se va al palo de mangos, el arquero rojo vuela de palo a palo, se estira, parece que lo va a sacar con la mugre de la uña, pero no, el balón pasa rozando la esquina superior derecha del transversal, rompe la telaraña y GOL. Me levanto como un resorte, con las manos levantadas en señal de victoria. Un aullido me sale de las entrañas, definitivo, implacable, irreversible: ¡Gol!
Entonces me doy cuenta que papá se toca la cabeza. De pronto me descubro en medio de un mar rojo de cabezas gachas y expresiones agrias. Mi papá me toma del brazo y me sienta. “Siquiera estamos en cachucha, porque en gallinero nos matan, - y me advierte- Solo se canta el gol del rojo”. Le pregunto por qué… “por salud mijo, por salud”, me dijo, tratando de excusarse ante sus demás copartidarios, que lo miraban con reproche. Entonces se levantó y gritó: ¡Vamos Rojo, vamos a ganar!
Pero ese día los únicos que pudieron brindar a su salud fueron los verdes. Tres goles, tres veces. Y no hubo milagro que valiera.
Al ver la cara de mi padre, entendí que el estadio también puede ser un infierno, al que se va voluntariamente.
La complicidad con mi viejo acabó con el pitazo final. Al regreso a casa no me dirigió la palabra, quizá intuyendo que la pasión no se enseña. Las semanas siguientes trató de evitarme. Volvió a la bebida. Me cansé de esperarlo y entendí su silencio.
Me sentí responsable, pero qué le iba a hacer, mi sangre ya estaba teñida de verde. Entonces trate de resarcir el daño de la única forma posible: jugando fútbol.
Desempolvé los viejos guayos que el viejo me regaló y salí a la cancha del barrio para enfrentarme a mis miedos. El recibimiento fue el esperado. “Miren quien vino, el mariquita que no juega al fútbol… Ojo te quebrás, galleta”. Tomé valor y esperé que los generales de cada equipo escogieran su regimiento. Pico, monto, pico y escoge Sanín. Escogieron a Correa, Martínez, Sosa, Echeverri y todos los demás apellidos. Me cansé de esperar, sintiendo la humillación de los excluidos. Sólo quedamos Cardona y yo. El “Relleno” Cardona era el dueño del balón. Y yo…
“A la defensa”, me indicaron con muecas repelentes. Allí entendí la frase de papá de que la defensa era la bodega de los troncos. Por eso, desde ese mismo momento, me empeñé en ser bat center.
Sólo recuerdo el pánico que sentí cuando la mitad del otro equipo venía en bloque moviendo el balón, abriendo la cancha, evadiendo barredoras de volantes y laterales. Como una avalancha. Luego los gritos de los rebasados nuestros, caídos en combate y las indicaciones del portero para detener al delantero. “No lo dejen patear, a los tobillos” Pero qué tobillos, ni que cuentos, hay que esconderse. Y no alcanzó a voltearme cuando recibo el batacazo. Siento un quemonazo en la cara. El delantero se ríe y a mi me dan ganas de llorar. Quiero salir corriendo pero eso es lo que todos esperan de mi. Así que se la paso al arquero y digo victorioso. “Juéguela”.
Lo demás fue una experiencia religiosa. Me cansé de pedir a la divina providencia que no me pasaran el balón. Que ningún delantero llegara por mi punta. Que no hubiera tiro libre para no tener que pararme en ese ignominioso paredón que es la barrera. Y si tocaba hacer barrera comenzar a repetir para mis adentros: “Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, y que un balonazo no me dañe de por vida… ¡De los golpes bajos, defiéndeme señor! Oré con devoción porque no hubiera corner para no tener que marcar cuerpo a cuerpo, y me encomendé a todos los santos, para que no se hiciera borbollón en el área, pero hubo de todo eso y más…
Como los partidos de calle no se juegan por tiempo sino por goles, padecí una eternidad. Para mi fortuna y mi desgracia, en el último gol me lucí.
Veníamos de un toma y dame intenso. Gracias a la habilidad del “Conejo” Martínez, un niño dientón que se sacaba a todos en una baldosa, y de la “Pulga” Zambrano que se echó el equipo al hombro, logramos empatar. El que haga el último gol gana. Aquella frase fue para mi como una sentencia a muerte. Cuando se vino de nuevo todo el equipo contrario lleno de mamones, más grandes que todos nosotros, traté alejarme del arquero lo que más pude. Me hice a un lado del área. Pero otro defensa de mi equipo rechazó. El balón llegó a mis pies. Veo entonces que todos esos gorilas se vienen contra mía. Para evitar una patada cerré los ojos con todas mis fuerzas, y chuté como jamás me creí capaz. Abro los ojos y el balón entonces comenzó a trazar un chanfle monumental. Zurcó el aire. Una curva de exposición bañó al arquero. Gol. Mi primer gol en la vida.
Entonces vine a comprender lo que significa hacer un autogol, cuando escapé de una copiosa lluvia de rocas propinada por los miembros mi equipo. Antes de irme juré vengarme… con la firme intención de no volver a jugar fútbol nunca más.
Como jugador, el fútbol no me necesitaba a mi ni yo a él. Mi prematuro retiro de las canchas no solo era una contribución para preservar la dignidad del fútbol, sino una acto de sensatez para preservar mi salud. Ahora entendía las sabias palabras que mi papá me dijo en el estadio.
Regresé a casa como un Nazareno; raspado en las rodillas, morado en los muslos, la cara hinchada y roja por el balonzao, ampollas de carne viva en las plantas de los pies y la ilusión de resucitar intacto al otro día. Al verme mamá me creyó víctima de malandrines.
Busqué consuelo en papá pero su silencio ardió más que el mertiolate. Y como no volví a jugar. Jamás volvimos a hablar de Fútbol.
Para llenar su vacío paternal, el viejo adoptó a un chico de tenis rotos, al que le llamaban irónicamente “Sapuca”, por su chanfle brasilero y un pique del demonio. Pero cuando papá movió influencias y pasó un billete para que su “Sapuca” jugara en el equipo de ascenso del rojo; a su “promesa” lo metieron en la correccional por robar carteras en el Centro. Así despilfarró papá sus últimas esperanzas de ser manager de un niño futbolista.
No obstante, nunca claudicó en su anhelo de hincha. Siguió yendo al estadio solo, hasta la tarde en que su Rojo fue campeón por cinco minutos. Los jugadores hicieron lo suyo, ganaron de local. Recibieron collares de arepa, y se pegaron radios de transistores a sus orejas. Se unieron al silencio del estadio que esperaba el pitazo final en Barranquilla. En el último minuto el Junior, que iba empatado y tenía los mismos puntos que el Medellín, anota. Papá cae al suelo, con el corazón infartado de hacer tanta fuerza. Era la peor decepción de su vida. Estar tan cerca… haber arañado el título y no conseguirlo. Pero lo peor era que el presentía que era su última oportunidad.
Después de eso el médico le prohibió las emociones fuertes y no pudo volver a su templo dominical. Un año después, en noviembre, papá murió.
Antes de agonizar, luego de 20 años, volvimos a hablar de fútbol. “Se acuerda de la primera vez que usted jugó fútbol”, me dijo. Cómo no me iba a acordar. “Ese día no le dije nada porque tuve miedo de que repitiera mi historia”. Entonces me contó su mayor secreto. Guardado y añejado durante toda su vida:
“La verdad es que yo jugué en la profesional solo un día. Nunca me dio el fútbol para ser volante pero qué pata dura la que tenía. Después de “La Viga” Arrieta, yo era el mejor defensa central del Rojo. Así que espere mi oportunidad en la banca seis meses y la tuve justo en la semifinal contra el Millonarios. La Viga salió por fractura de Peroné y entré a la cancha en el minuto 75, cuando el partido iba 1 a 1. Aguantamos la pata de los Paraguayos importados hasta el minuto 83. Fue entonces cuando ocurrió. Los teníamos encerrados en su área. El volante de contención de ellos hace un rechazo. Pica el delantero de ellos y coge a nuestro arquero salido. El arquero salta esperando un sombrero, pero el puntero lo engaña y suelta un tiro flojo y lento. El balón sale rodando despacito. Pero no hay problema, yo soy el último jugador, y espero custodiando el pórtico. Cuando veo que el negro Zúñiga me la pide arriba sin marca, tomo impulso para darle de primera a la pelota y entonces… entonces, le pego a la gramilla, me jodo el tobillo y el balón sigue de largo, lento hacia el gol de la derrota. Esa fue mi lesión de por vida. Hay muchas formas de hacer un autogol, pero esa es la peor. Y todos los días he vivido con ese tormento, porque nunca, nunca estuvimos más cerca del campeonato, ni siquiera cuando quedamos campeones 5 minutos”.
Tal vez, esa confesión fue la única cosa que le faltó para morirse tranquilo, o quizás al revivir ese momento, su corazón no resistió. Pero se puso rojo como su equipo adorado y comenzó a respirar entrecortado. Yo no supe que decirle y le solté lo primero que se me ocurrió. “Tranquilo viejo, que este año sí”.
“Claro, este año sí”, me dijo y sonrió cuando las enfermeras llegaron a estabilizarlo.
La única herencia que me dejó el viejo fue el amor por el fútbol, así no lo juegue. Y como pasa en el amor sentí las mayores alegrías y tristezas que he tenido. Tuve el privilegio de ver la mejor generación de jugadores que ha dado mi país. Sufrí con las tristes huellas que dejamos en la historia del balón: el gol de Robert Milla, de Camerún, a René, el único arquero líbero de los mundiales; la muerte idiota de Andrés Escobar, “el caballero del área”, el mejor bat center que dio el país en su historia, el único jugador asesinado por un miserable autogol en un mundial. Pero también gocé con las locuras de Higüita, y su arrogante escorpión en Wembley; la serena genialidad del Pibe Valderrama, sus jugadas en una baldosa y sus pases de profundidad como hechos con la mano; los desbordes de Usurriaga, que nos clasificó al mundial frente a Israel; los quiebres de cintura del Tino Asprilla y sus goles de antología en el Parma, televisados todos los domingos por la mañana. Celebré la primera copa libertadores confeccionada por los criollos del Nacional, todos calidosos y únicos… Y nunca olvidaré la emoción del gol ordeñado de la Espiga Rincón a la selección Alemana, campeona en el mundial del 90, cuando todos los tíos se habían ido, decepcionados de Colombia y yo fui el único que esperaba un milagro frente al televisor. Pero la mayor alegría que me ha dado el fútbol, fue ver campeón al Poderoso, al rojo, al equipo de mi viejo después de 54 años de derrotas consecutivas.
Papá no pudo celebrar: murió un mes antes de un ataque fulminante al corazón, en la Clínica León XIII. El día anterior a su deceso pidió ver el partido de Medellín. Y ya sin voz, sin alientos, me dijo: “Este año sí”. Testarudo como era, mi viejo no se equivocó. No se equivocó porque ganó su persistencia al creer lo mismo en lo que creía cada año, férreamente. Tal como lo profetizó con terquedad de una mula, murió teniendo razón. Aquel año los rojos por fin pudieron gritar a los cuatro vientos: “Este año si”.
Y ese título, fue para vos Augusto.

1 comentario:

  1. BRAVO!!!
    Que hermoso, de verdad me encanta ^^ escribes muy bien pachito, me encantaria que hicieras un cuentito para mi, la loca maniaca que lee tu blog y parece encantada con tu palabras, de nuevo gracias por esas esculturas de palabras que llenan de emocion esta plaza que es mi corazon...

    cuidate y sii felice

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